5

Una vieja sirvienta, pertrechada con una fregona y un cubo, vio a la hermana Margaret cuando doblaba la esquina en lo alto de la escalinata de piedra y cayó de rodillas. La hermana se detuvo brevemente para tocar con su mano la coronilla de la anciana.

— Que el Creador bendiga a su sierva.

— Muchas gracias, hermana —respondió la anciana, alzando su rostro arrugado y mostrando una cálida sonrisa desdentada—. Que Él os bendiga en su trabajo.

Margaret le devolvió la sonrisa y contempló cómo la anciana se marchaba acarreando el pesado cubo. «Pobre mujer —pensó— tiene que trabajar en plena noche». Pero también ella estaba levantada y tenía trabajo que hacer.

Se notaba incómoda en el vestido, pues le tiraba de un hombro. Margaret bajó la mirada y comprobó que, con las prisas, se había abrochado mal los tres botones de arriba. Antes de empujar la pesada puerta de roble que conducía a la oscuridad exterior, se arregló el vestido a toda prisa.

Fuera, un guardia caminaba de arriba abajo. Al verla, corrió hacia ella. La mujer se tapó la boca con el libro para ocultar un bostezo. El guardia frenó bruscamente.

— ¡Hermana! ¿Dónde está la Prelada? El prisionero la llama a gritos. Su voz me produce escalofríos. ¿No ha venido?

La hermana Margaret miró ceñuda al guardia hasta que éste recordó sus buenos modales y la saludó con una rápida inclinación de cabeza. Al alzarla de nuevo, la mujer empezó a bajar por la muralla con el guardia pegado a sus talones.

— La Prelada no vendrá simplemente porque el Profeta haya empezado a gritar.

— Pero la está llamando.

Margaret se detuvo y unió ambas manos por encima del libro.

— ¿Quieres ser tú quien aporree la puerta de la alcoba de la Prelada en medio de la noche y la despierte sólo porque el Profeta la reclama?

— No, hermana —contestó el guardia, que palideció bajo la luz de la luna.

— Ya es suficiente con sacar a una hermana de su cama por esta tontería.

— Pero no sabéis qué ha estado diciendo, hermana. Gritaba que…

— Ya basta —lo amonestó la hermana en voz baja—. ¿Debo recordarte que te juegas la cabeza si repites una sola de sus palabras?

Instintivamente, el guardia se llevó una mano al cuello.

— No, hermana. Jamás diré nada, excepto a una hermana.

— Ni siquiera a una hermana. Nunca jamás debes repetirlo.

— Os pido perdón, hermana. —Ahora el tono del guardia era humilde—. Es que nunca antes lo había oído gritar así. Nunca le había oído la voz, excepto para llamar a una hermana. Las cosas que ha dicho me han alarmado. Nunca le había oído decirlas.

— Se las ha ingeniado para que su voz atravesara nuestros escudos. No es la primera vez que sucede. De vez en cuando lo logra. Justamente por eso los guardias que lo custodian deben jurar que nunca repetirán a nadie lo que puedan oír. Fuera lo que fuese lo que oyeras, te aconsejo que lo olvides antes de que terminemos esta conversación, o si no te ayudaremos a olvidar.

El soldado estaba tan aterrorizado que sólo pudo negar con la cabeza. A Margaret no le gustaba meterle el miedo en el cuerpo, pero no podía correr el riesgo de que se fuera de la lengua tomando una cerveza con sus amigos. Las mentes comunes no estaban preparadas para las profecías.

— ¿Cómo te llamas? —le preguntó, poniéndole suavemente una mano sobre el hombro.

— Soldado Kevin Andellmere, hermana.

— Soldado Andellmere, si me juras que no dirás ni media palabra de lo que has oído mientras vivas, me ocuparé personalmente de que te asignen a otro puesto. Es obvio que no estás hecho para esta misión.

— Alabada seáis, hermana —exclamó el guardia, hincando una rodilla—. Prefiero enfrentarme a centenares de paganos salvajes que volver a oír la voz del Profeta. Os lo juro por mi vida.

— Sea pues. Vuelve a tu puesto. Cuando acabes la vigilancia di al capitán de los guardias que la hermana Margaret ha ordenado que te cambien de servicio. Que el Creador bendiga a su siervo. —La hermana impartió la bendición tocándole la cabeza.

— Gracias por vuestra amabilidad, hermana.

Margaret siguió caminando por la muralla, atravesó la pequeña columnata del fondo, bajó la escalera de caracol y, finalmente, llegó al corredor iluminado por antorchas que conducía a los aposentos del Profeta. Dos guardias armados con lanzas custodiaban la puerta. Ambos se inclinaron al unísono.

— Me he enterado de que la voz del Profeta ha atravesado los escudos.

— ¿De veras? —uno de los guardias clavó en ella unos fríos ojos azules—. Yo no he oído nada. ¿Has oído tú algo? —preguntó a su compañero, sin apartar la mirada de los ojos de la hermana.

El otro guardia apoyó su peso en la lanza y volvió la cabeza para responder bruscamente:

— Nada de nada. Sólo silencio sepulcral.

— ¿Acaso el mocoso de arriba ha hablado más de la cuenta? —inquirió el primero.

— Hace mucho tiempo que el Profeta no hallaba el modo de filtrar por el escudo otra cosa que la llamada para una hermana. No había oído nunca hablar al Profeta. Eso es todo.

— ¿Queréis que me encargue de que no vuelva a oír ni decir nada nunca más?

— No será necesario. Tengo su palabra y además he ordenado su traslado.

— Su palabra —repitió el soldado con cara agria—. Es fácil hacer un juramento. Pero la espada es definitiva.

— ¿De veras? ¿Debo suponer entonces que tu juramento de silencio no vale nada? ¿Debería ocuparme de un modo más contundente de que no hablarás? —La hermana Margaret sostuvo la torva mirada del guardia hasta que, al fin, éste la bajó.

— No hermana. Con mi palabra basta.

— Muy bien. ¿Lo ha oído gritar alguien más?

— No, hermana. Tan pronto como empezó a llamar a gritos a la Prelada, inspeccionamos la zona para asegurarnos de que no había nadie del servicio ni nadie más. Luego aposté guardias en todas las entradas y envié a llamar a una hermana. Como era la primera vez que llamaba a la Prelada, pensé que debía dejar a una hermana la decisión de si era conveniente despertar a la Prelada en medio de la noche, o no.

— Has hecho bien.

— Ahora que estáis aquí, hermana, deberíamos ir a asegurarnos de que nadie más ha oído nada —dijo con expresión nuevamente sombría.

— Idos. Y será mejor que el soldado Andellmere se ande con ojo y no se caiga de la muralla y se rompa el cuello, o te buscaré. —El guardián lanzó un irritado gruñido—. Pero, si algún día le oyes repetir una sola palabra de lo que ha oído esta noche, busca una hermana para que se ocupe de él.

Margaret atravesó la puerta y, al llegar a la mitad del corredor interior, se detuvo al notar los escudos. Sosteniendo el libro contra el pecho con ambas manos, se concentró mientras buscaba la brecha. Sonrió al encontrarla: no eran más que unas pocas hebras del tejido retorcidas. Probablemente le había llevado años conseguirlo. La mujer cerró los ojos y tejió de nuevo el escudo con una púa de poder que le impediría repetir la hazaña. Margaret estaba realmente impresionada por la ingenuidad y la persistencia del Profeta. «Bueno —se dijo con un suspiro—, tiene todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello.»

Las lámparas ardían dentro de los amplios aposentos. De una de las paredes colgaban tapices, y los suelos estaban generosamente cubiertos con las coloridas alfombras azules y amarillas de confección local. Los estantes se veían medio vacíos. Los libros que antes los llenaban estaban abiertos por todas partes; algunos encima de sillas y sofás, otros boca abajo sobre cojines tirados al suelo y otros amontonados en pilas cerca de su silla favorita, junto a la chimenea apagada.

La hermana Margaret se acercó al elegante escritorio de palisandro pulido situado a un lado de la estancia. Se sentó en la silla acolchada, abrió el libro colocado sobre el escritorio y hojeó las páginas escritas hasta llegar a una en blanco. No había ni rastro del Profeta. Probablemente se encontraba en el pequeño jardín. Por la puerta doble que conducía al jardín entraban suaves ráfagas de aire cálido. Margaret sacó de un cajón un tintero, una pluma y una cajita de arenilla para espolvorear, y lo colocó todo junto al libro de profecías abierto.

Al alzar de nuevo la vista, lo vio de pie en la puerta del jardín, en la penumbra, mirándola. Vestía una túnica negra y la capucha echada sobre el rostro. El Profeta se mantenía inmóvil, con las manos metidas en la manga del brazo contrario. Su presencia imponía, y no sólo por su tamaño físico.

— Buenas noches, Nathan. —La hermana Margaret tiró del tapón del tintero para sacarlo.

El hombre dio lentamente tres zancadas, que lo llevaron de las sombras a la luz de las lámparas, mientras se echaba hacia atrás la capucha y descubría unos largos cabellos blancos y lacios que le llegaban hasta los fuertes hombros. La parte superior del collar metálico asomaba apenas por el cuello de la túnica. Unas cejas también blancas ensombrecían sus ojos azul celeste, oscuros y profundos. Los músculos de su fuerte y afeitada mandíbula se veían tensos. Era un hombre de facciones toscas, pero atractivas, pese a tratarse del hombre más anciano que Margaret hubiese conocido en toda su vida.

Desde luego, estaba como un cencerro. Eso o era muy listo y quería que todos creyeran que estaba loco. La mujer no sabía qué pensar.

Fuese como fuese, se trataba probablemente del hombre vivo más peligroso.

— ¿Dónde está la Prelada? —inquirió con voz profunda y amenazante.

— Es medianoche, Nathan —respondió la mujer, cogiendo la pluma—. No pienso despertar a la Prelada simplemente porque te haya dado un ataque y la reclames. Cualquier hermana es capaz de anotar una profecía. ¿Por qué no te sientas y empezamos?

El hombre se aproximó al escritorio y se quedó mirándola desde arriba, frente a frente.

— No me pongas a prueba, hermana Margaret. Esto es importante.

— No me pongas a prueba, Nathan —replicó la mujer, con mirada iracunda—. ¿Debo recordar qué te juegas? Ya me has sacado de la cama en medio de la noche, así que es mejor que acabemos con esto para volver cuanto antes al lecho y dormir unas horas.

— He pedido ver a la Prelada. Es importante.

— Nathan, aún estamos descifrando las profecías que nos dictaste hace años. ¿Qué más da que me expliques ésta para que la Prelada pueda leerla por la mañana, o la semana que viene, o el año que viene?

— No tengo profecía alguna.

— ¿Me estás diciendo que me has sacado de la cama porque querías compañía? —preguntó la hermana Margaret, próxima a perder los estribos.

— ¿Te importaría acaso? —replicó el hombre, con una amplia sonrisa—. Hace una noche muy hermosa, y tú eres una mujer bastante atractiva, aunque no exactamente mi tipo. ¿No? —El Profeta ladeó la cabeza—. Bueno, ya que has venido para que te dé una profecía, puedo hablarte de tu muerte si quieres.

— El Creador me llevará con Él cuando decida. Yo dejo mi vida en sus manos.

El Profeta asintió, y su mirada se perdió más allá de la cabeza de la mujer.

— Hermana Margaret, quisiera recibir la visita de una mujer. Hace tiempo que me siento muy solo.

— No es tarea de las hermanas proporcionarte rameras.

— Pero en el pasado me enviaron cortesanas como recompensa por las profecías.

Margaret dejó la pluma encima del escritorio de manera deliberadamente cuidadosa.

— La última se marchó antes de que pudiéramos hablar con ella. Huyó medio desnuda y medio loca. Aún no sabemos cómo logró atravesar el cordón de guardias.

»Prometiste que no le contarías ninguna profecía, Nathan, lo prometiste. Antes de que pudiéramos dar con ella, repitió lo que le habías contado. Tus palabras se propagaron como la pólvora y dieron lugar a una guerra civil. Casi seis mil personas murieron por lo que tú dijiste a esa joven.

— ¿De veras? No tenía ni idea —replicó el Profeta, enarcando con gesto de preocupación sus blancas cejas.

Margaret inspiró profundamente y habló con voz suave, tratando de controlar la ira que sentía.

— Nathan, yo misma te lo he dicho ya tres veces.

— Lo siento, Margaret. —El hombre bajó la mirada con expresión triste.

Hermana Margaret.

— ¿Hermana? ¿Tú? Eres demasiado joven y demasiado atractiva para ser una hermana. Estoy convencido de que no eres más que una novicia.

— Buenas noches, Nathan —dijo la mujer, poniéndose de pie. Cerró la tapa del libro e hizo ademán de cogerlo.

— Siéntate, hermana Margaret —ordenó el Profeta, con voz llena de poder y amenaza.

— Puesto que no tienes nada que comunicarme, me vuelvo a la cama.

— Yo no he dicho que no tuviera nada que comunicarte. He dicho que no tenía profecía alguna.

— Si no has tenido ninguna visión y ninguna profecía, ¿qué es eso que debes comunicarme?

El hombre se sacó las manos de dentro de las mangas, se apoyó con los nudillos sobre el escritorio y se inclinó hacia la mujer.

— Siéntate o no te lo diré.

Margaret consideró la posibilidad de usar su poder, pero decidió que sería más fácil y también más rápido complacerlo, por lo que tomó asiento.

— Muy bien. Ya estoy sentada. Ahora habla.

— Se ha producido una bifurcación en las profecías.

— ¿Cuándo?

— Hoy mismo.

— ¿Y por qué me llamas ahora, en medio de la noche?

— Llamé enseguida que me llegó.

— Podrías haber esperado a mañana. No es la primera vez que se producen bifurcaciones.

— Como ésta, no —la contradijo el Profeta, meneando lentamente la cabeza.

A la hermana Margaret no le hacía ni pizca de gracia decírselo a las otras. A nadie, excepto a Warren claro está, iba a gustarle. Él estaría encantado de tener otra pieza para encajar en el rompecabezas de las profecías. Pero a las demás no les gustaría, pues significaba años de trabajo.

Algunas profecías se formulaban con frases condicionales del tipo: «si… entonces», y ofrecían diferentes posibilidades. Eran profecías que seguían todas las ramas a fin de predecir qué sucedería en cada bifurcación, pues también las profecías eran abiertas.

Una vez que este tipo de profecías ocurrían y se dilucidaba cuál de las posibles bifurcaciones se realizaba, es decir, cuando ocurría una de las alternativas, se decía que la profecía se había bifurcado. Todas las profecías que derivaban del camino invalidado se convertían en profecías falsas. Éstas, a su vez, se multiplicaban como las ramas de un árbol, enmarañando las sagradas profecías con información confusa, contradictoria y falsa. Cuando se producía una bifurcación, era preciso seguir hasta el final todas las profecías que ya se sabían falsas, para así borrarlas.

Era una tarea tremenda. Cuanto más lejos se hallaba de la bifurcación el suceso en cuestión, más difícil resultaba averiguar si pertenecía a la bifurcación falsa o a la verdadera. Y aún más difícil era decidir si dos profecías, una de las cuales resultaba de la otra, estaban conectadas en el tiempo o separadas acaso por miles de años. En ocasiones, los mismos acontecimientos las ayudaban a ubicarlas cronológicamente, sin embargo eso sólo ocurría a veces. Cuanto más lejos en el tiempo con respecto a la bifurcación, más complicado resultaba relacionarlas.

El esfuerzo podía durar años y, muy probablemente, sólo lograrían realizar parte de la tarea. A partir de ese día, no podrían estar seguras de si una profecía era real o pertenecía a una bifurcación falsa en el pasado. Ésta era la razón por la que muchos consideraban que las profecías eran, en el mejor de los casos, poco fidedignas y, en el peor, totalmente inútiles. Pero si sabían de la existencia de una bifurcación y, sobre todo, si sabían cuál era la rama verdadera y cuál la falsa, contarían con una guía muy valiosa.

La mujer se dejó caer en la silla.

— ¿Hasta qué punto es importante la profecía que se ha bifurcado?

— Se trata de una profecía central. No podría ser más importante.

Décadas. No les llevaría años, sino décadas. Una profecía central afectaba a casi todas las demás, y su contenido cambiaba. Era igual a estar ciego. Hasta que no lograran arrancar el fruto contaminado de la bifurcación falsa, ya no podrían fiarse de ninguna profecía.

— ¿Sabes cuál se ha bifurcado? —preguntó la mujer, mirándolo a los ojos.

— Sé cuál es la verdadera y cuál la falsa —contestó él con una sonrisa preñada de orgullo—. Sé qué sucederá.

Bueno, al menos lo sabía. Margaret sintió una oleada de excitación. Si Nathan sabía qué bifurcación era verdadera y cuál era falsa, así como la naturaleza de cada ramal, poseía una información vital. Puesto que las profecías no estaban ordenadas cronológicamente, no había un modo sencillo de ir siguiendo una rama, pero, al menos, sabían por dónde empezar. Por suerte, se habían enterado en el mismo momento de producirse la bifurcación y no años después.

— Has actuado correctamente, Nathan. —El Profeta sonrió como un niño que ha complacido a su madre—. Acerca una silla y cuéntame esa bifurcación.

Nathan pareció contagiarse de su entusiasmo mientras acercaba una silla al escritorio. Entonces se dejó caer en ella y se retorció como un cachorro que juega con un palo. Margaret confió en que no tendría que hacerle daño para arrancarle ese palo de la boca.

— Nathan, ¿qué profecía se ha bifurcado?

— ¿Estás segura de que quieres saberlo, hermana Margaret? —preguntó a su vez Nathan, con un brillo malicioso en los ojos—. Las profecías son peligrosas. La última vez que expliqué una a una hermosa dama, miles de personas murieron. Tú misma lo dijiste.

— Nathan, por favor. Es tarde y esto es muy importante.

— No recuerdo exactamente las palabras —dijo el Profeta, ya sin regocijo.

Margaret no le creyó; cuando se trataba de profecías, Nathan veía mentalmente las palabras como si estuvieran grabadas en piedra.

— No te preocupes por eso. Ya sé que es muy difícil recordar todas las palabras. —La mujer trató de tranquilizarlo poniéndole una mano sobre el brazo—. Repítelas lo mejor que puedas.

— Bueno, veamos… —Nathan alzó la mirada al techo mientras se acariciaba el mentón con los dedos—. Es la que dice algo acerca del de D’Hara, que ensombrecerá el mundo contando sombras.

— Muy bien, Nathan. ¿Recuerdas más? —Margaret sabía que, probablemente, recordaba palabra por palabra, pero le gustaba hacerse de rogar—. Sería de gran ayuda.

El Profeta se quedó mirándola un instante, tras lo cual asintió.

— «Cuando el hálito del invierno flote en el aire, las sombras contadas florecerán. Si el heredero de la ira de D’Hara cuenta las sombras correctamente, su umbra oscurecerá el mundo. Pero, si se equivoca, lo pagará con la vida.»

Ciertamente era una profecía bifurcada. Ése había sido el primer día oficial del invierno. Margaret conocía la profecía en cuestión, aunque ignoraba qué podría significar. Mucho se había investigado y discutido abajo, en las criptas, sobre cuándo ocurriría esa profecía, que era motivo de gran inquietud.

— ¿Y qué bifurcación ha tomado la profecía?

— La peor posible —repuso Nathan, con gesto sombrío.

— ¿Caeremos bajo la férula del de D’Hara? —inquirió Margaret, manoseando un botón con los dedos.

— Deberías estudiar las profecías con más atención, hermana. La profecía sigue así: «Si se liberan las fuerzas en juego, se producirá un desgarro, y una aciaga ansia ensombrecerá el mundo. En ese caso, la esperanza de salvación será tan delgada como la hoja blanca del nacido para la Verdad». —El Profeta se inclinó hacia la mujer y susurró—: Esa ansia más aciaga únicamente puede referirse al Señor del Caos.

Margaret musitó una plegaria.

— Que el Creador nos proteja con su luz.

— La profecía no menciona a ningún Creador que vaya a acudir en nuestra ayuda, hermana —comentó Nathan, con una sonrisa burlona—. Si lo que buscas es protección, será mejor que sigas la bifurcación verdadera. Es así como Él te ofrece el único atisbo de esperanza.

— Nathan, no entiendo qué significa esa profecía. No podemos seguir las bifurcaciones verdaderas y las falsas, si no conocemos su significado. Dijiste que tú lo sabías. ¿Puedes contarme una profecía de cada ramal, para así poder ir devanando el hilo?

«Bajo el Amo, la ira destruirá a todo enemigo, la esperanza fenecerá y reinará el desaliento.» —El Profeta clavó en la mujer un ojo de penetrante mirada—. Ésta es la que conduce a la bifurcación falsa.

Si ésa era la mejor de las posibilidades, ¿cómo sería la otra?, se preguntó Margaret.

— ¿Y la que conduce a la verdadera?

— A poco de producirse la bifurcación verdadera, una profecía dice: «Cuando la amenaza de la sombra desaparezca, de todas sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad. Pero la aciaga sombra del reino de los muertos acecha. Si la vida quiere tener una esperanza, la de blanco deberá ser ofrecida a su gente, para darles felicidad y jolgorio».

Margaret reflexionó sobre esas dos profecías. No recordaba ni una ni la otra. La primera parecía bastante sencilla, pero, de todos modos, podrían seguir la bifurcación falsa desde ésta. La segunda era más oscura, pero seguramente podría descifrarse con un poco de estudio. Hacía referencia a una Confesora; «la de blanco» sólo podía ser la Madre Confesora.

— Gracias, Nathan. Ahora podremos seguir más fácilmente la bifurcación falsa. Con la otra, la verdadera, será un poco más complicado, pero teniendo ya un punto de partida acabaremos por descifrarla. De algún modo, la Confesora está llamada a llevar la alegría a su gente. —La mujer esbozó una leve sonrisa—. Suena como si se fuera a casar o algo así.

El Profeta la miró parpadeando, tras lo cual echó la cabeza hacia atrás y aulló. Mientras se levantaba no dejaba de reírse a carcajadas, hasta que le dio la tos y casi se asfixió. Al mirarla de nuevo tenía el rostro colorado.

— ¡Malditas idiotas presuntuosas! Las hermanas os pavoneáis como si estuvierais haciendo algo de suma importancia, cuando, en realidad, no tenéis ni idea. Me recordáis a un corral de gallinas que cacarean como si creyeran que entienden matemáticas avanzadas. Yo os arrojo un grano de profecía a vuestros pies, y vosotras cloqueáis y escarbáis la tierra, y luego picoteáis la gravilla.

Por primera vez desde que se convirtiera en hermana, Margaret se sintió ignorante y muy poca cosa.

— Ya basta, Nathan.

— Idiotas —insistió él.

El Profeta se abalanzó hacia ella con tal rapidez que la asustó. Instintivamente, Margaret descargó un rayo de poder que lo postró de hinojos. Nathan se agarró el pecho, pugnando por respirar. Casi al instante, Margaret retiró su poder; lamentaba haber reaccionado de ese modo, por miedo.

— Lo siento, Nathan. Me asustaste. ¿Te encuentras bien?

El hombre se agarró a la silla y se apoyó en ella para incorporarse, respirando con dificultad. Asintió con la cabeza. Una inquieta Margaret tomó asiento y esperó a que se recuperara.

— ¿Te asusté, dices? —inquirió el Profeta, con una sombría sonrisa—. ¿Quieres sentir miedo de verdad? ¿Te gustaría que te mostrara una profecía? Mostrarla, no contarla con palabras. ¿Quieres que te enseñe cómo se transmiten las profecías? Nunca se lo he enseñado a ninguna hermana. Todas vosotras las estudiáis y os creéis capaces de descifrarlas a partir de las palabras, pero no las comprendéis. No es así como funcionan.

— ¿A qué te refieres? —preguntó la hermana, ansiosamente—. Las profecías están para predecir el futuro.

— Sólo en parte —la corrigió Nathan—. Se transmiten a través de personas como yo, dotadas del don de la profecía, y deben ser leídas y comprendidas mediante el don. Ésta es tarea de personas como yo, profetas, y no de personas como vosotras dotadas de cierto tipo de poder.

Margaret lo estudió mientras se erguía nuevamente y percibió el aura de autoridad que volvía a emanar de su persona. Nunca había oído decir algo igual y no estaba segura de si decía la verdad o hablaba por despecho. Pero, si era verdad…

— Nathan, cualquier cosa que puedas decirme o mostrarme sería de gran ayuda. Todos luchamos en el bando del Creador, por su causa. Las fuerzas del Innombrable no descansan nunca en su intento por silenciarnos. Sí, quiero que me muestres una profecía tal como se supone que debe ser transmitida, si es que puedes.

Nathan se irguió y la taladró con la mirada. Al fin, se inclinó hacia ella, con expresión tan grave que la mujer casi se quedó sin aliento, y replicó suavemente:

— Como desees, hermana Margaret. Mírame a los ojos —susurró—. Piérdete en ellos.

Los ojos del hombre la atrajeron con ese intenso color celeste que fue invadiendo su visión hasta que tuvo la impresión de que miraba al cielo despejado. Era como si el Profeta respirara por ella.

— Te repetiré la profecía de la bifurcación verdadera, pero esta vez te la mostraré, como tiene que ser. —La mujer lo escuchaba como en una nube—. De todas sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad…

Las palabras se fundieron y, en su lugar, Margaret vio la profecía como si se tratara de una visión que la atraía. Ya no estaba en el palacio, sino dentro de esa visión.

Vio una hermosa mujer con larga melena, ataviada con un vestido de satén blanco: era la Madre Confesora. Margaret vio cómo las demás Confesoras eran asesinadas por las cuadrillas enviadas desde D’Hara y sintió esas muertes en todo su horror. Vio a la mejor amiga de la Madre Confesora, también Confesora, morir en sus brazos, y sintió el dolor de ésta.

A continuación, vio a la Madre Confesora ante el de D’Hara, el responsable de la muerte de las otras Confesoras. Era un apuesto hombre vestido de blanco, de pie delante de tres cajas. Para sorpresa de Margaret, cada caja proyectaba un número de sombras distinto. El hombre de blanco realizaba ritos, conjuraba pérfidos hechizos (hechizos del inframundo) hasta que anocheció, pero él siguió durante toda la noche. Cuando amaneció, Margaret supo de algún modo que había sido el amanecer de ese mismo día. Estaba viendo hechos acaecidos ese día.

El hombre de túnica blanca concluyó los preparativos. Sonriendo, extendió los brazos y abrió la caja del centro, la que proyectaba dos sombras. En un principio quedó bañado por la brillante luz que surgía de la caja, pero entonces, en un estallido de poder, la magia de la caja se arremolinó en torno a él y le arrebató la vida. Había elegido mal; había perdido la vida tratando de alcanzar la magia que lo había matado.

Entonces vio a la Madre Confesora con un hombre, un hombre al que amaba, y sintió su felicidad. Era un tipo de dicha que la mujer nunca antes había experimentado. El corazón de Margaret se esponjó por la felicidad absoluta que la Madre Confesora sentía al lado de ese hombre. Era una visión de lo que estaba ocurriendo en ese mismo instante.

Pero su mente dio un brusco salto en el tiempo. Vio guerra y muerte por doquier. Vio la muerte que causaba en el mundo de los vivos el Custodio del inframundo, haciendo gala de tal perversidad que se sintió ahogada por el terror.

Nuevamente, la profecía dio un salto adelante y la trasladó en medio de una multitud. En el centro se levantaba una sólida plataforma sobre la que se encontraba la Madre Confesora. Reinaba un ambiente festivo, y todos se mostraban excitados.

Ése era el suceso gozoso al que conduciría la bifurcación de la profecía; una de las bifurcaciones que debían descifrarse correctamente a fin de salvar el mundo de la oscuridad que pretendía conquistarlo. La atmósfera festiva de la multitud la contagió, y sintió un cosquilleo de esperanza expectante, pues se preguntaba si la Madre Confesora iba a contraer matrimonio con el hombre al que amaba, y si ése era el suceso gozoso del que hablaba la profecía y que debía llevar alegría a la gente. Deseaba con todas sus fuerzas que fuese así.

Pero algo iba mal. La cálida sensación de gozo de Margaret se fue enfriando, hasta que la piel se le erizó.

Con inquietud creciente reparó en que la Madre Confesora tenía las manos atadas y que, junto a ella, se veía un hombre, no su amado, sino un individuo que se cubría la cabeza con una capucha negra y esgrimía una enorme hacha. La inquietud de Margaret se tornó horror.

Una mano obligó a la Madre Confesora a arrodillarse, la agarró por el pelo y le colocó la cara contra el bloque. La Madre Confesora ya no exhibía su larga melena, pero sin duda se trataba de la misma mujer. Tenía los ojos cerrados, de los que se le escapaban las lágrimas. Su vestido blanco relucía bajo la brillante luz del sol. Margaret no podía ni respirar.

La enorme hacha en forma de media luna se alzó en el aire, centelleó a la luz solar y descargó ruidosamente contra el bloque. Margaret reprimió un grito. La cabeza de la Madre Confesora cayó a un cesto. La muchedumbre vitoreó.

Con un abundante chorro de sangre que manchó el vestido, el cuerpo decapitado y sin vida se desplomó contra el suelo de madera. Bajo él se formó un brillante charco de sangre, que tiñó de rojo el vestido blanco. Había tanta sangre… La multitud lanzó gritos de júbilo.

A Margaret se le escapó un gemido de horror. Sentía náuseas. Nathan impidió que cayera al suelo entre sollozos y chillidos, y la sostuvo del mismo modo que un padre sostendría a un niño asustado.

— Ah, Nathan, ¿es ése el suceso que llevará alegría a la gente? ¿Es eso lo que debe ocurrir para que el mundo de los vivos se salve?

— Así es —respondió Nathan, suavemente—. Casi todas las profecías de la ramificación verdadera son bifurcadas. A fin de que el mundo de los vivos se salve del Custodio del inframundo, todos los acontecimientos deben avanzar por la ramificación correcta. En esta profecía, la gente debe regocijarse al contemplar la ejecución de la Madre Confesora, pues la alternativa es la oscuridad perpetua del inframundo. No sé por qué, pero es así.

Margaret siguió llorando, abrazada a los fuertes brazos del Profeta.

— Oh, querido Creador, ten piedad de tu sierva. Dale fuerzas.

— No hay piedad que valga cuando se combate al Custodio.

— Ah, Nathan, he leído profecías sobre la muerte de algunas personas, pero no eran más que palabras. Verlo en realidad me ha desgarrado el alma.

— Lo sé. Lo sé perfectamente. —Nathan le dio palmaditas en la espalda, sin dejar de abrazarla.

Margaret se irguió mientras se enjugaba las lágrimas de la cara.

— ¿Es esta la profecía verdadera que sigue a la que se ha bifurcado hoy?

— Sí.

— ¿Y así es como se supone que deben verse las profecías?

— Exactamente. Así es como me vienen a mí. Te he mostrado cómo las veo yo. Las palabras acompañan a la profecía y deben ser consignadas por escrito, de modo que los no profetas no las vean como lo que son en realidad, pero, en cambio, que los profetas las vean al leerlas. Es la primera vez que muestro a alguien una profecía.

— ¿Por qué yo?

— Margaret, estamos en guerra contra el Custodio —respondió Nathan tras posar en ella brevemente su triste mirada—. Debes saber el peligro que corremos.

— Siempre estamos en guerra contra el Custodio.

— Creo que esta vez puede ser distinto.

— Debo decírselo a las otras. Debo decirles lo que puedes mostrarles. Debes ayudarnos a entender las profecías.

— No. No pienso mostrar a nadie más lo que te he mostrado a ti. No me importa el dolor que puedan infligirme; no cooperaré. No volveré a hacer esto ni por ti ni por ninguna otra hermana.

— ¿Por qué no?

— Porque no estás hecha para verlas, sólo para leerlas.

— Pero…

— Así es como debe ser; si poseyeras el don, éste te las desvelaría. Del mismo modo que, como tanto te gusta decir a ti, la gente simple no está preparada para oír las profecías, tú no estás preparada para verlas.

— Pero podría sernos de ayuda.

— Te ayudarían tan poco como a la joven a la que le conté una, o a los miles de personas que murieron por ello. Del mismo modo que vosotros me mantenéis prisionero aquí, para que mis palabras no lleguen a oídos inadecuados, yo debo mantener ignorantes a todos los que no sean profetas. Es la voluntad de quien concede el don de la profecía y todo lo demás. Si Él hubiera querido que las vieras, te habría dado la llave, pero no lo ha hecho.

— Nathan, hay otras que te torturarían hasta que se las revelaras.

— Por mucho que me torturen, no pienso hacerlo. Me dejaré matar antes de revelarlas. Además, no lo intentarán si tú no se lo dices. —El Profeta ladeó la cabeza hacia la mujer.

Margaret se quedó mirándolo fijamente y lo vio de modo distinto a otras veces. Ninguno antes que él había sido tan taimado. Él era el único en el que nunca habían podido confiar. Todos los demás habían dicho la verdad acerca de su don y de lo que éste comportaba, pero sabían que Nathan mentía, sabían que no les revelaba todo acerca de lo que era capaz. Margaret se preguntó qué sabía Nathan y cuáles eran realmente sus capacidades.

— Lo que hoy me has mostrado irá a la tumba conmigo, Nathan.

El Profeta cerró los ojos e hizo un gesto de asentimiento.

— Gracias, hija mía.

Otras hermanas le habrían hecho pagar caro hablarles de ese modo, pero Margaret no. Ella se puso de pie y se alisó el vestido.

— Por la mañana comunicaré a quienes trabajan en las criptas que la profecía se ha bifurcado, así como las que corresponden a la ramificación verdadera y a la falsa. Tendrán que descifrarlas como buenamente puedan, sirviéndose de las armas que les ha entregado el Creador.

— Así es como debe ser.

La hermana guardó de nuevo en un cajón del escritorio la tinta, la pluma y el recipiente con la arena.

— Nathan, ¿por qué querías que viniera la Prelada? No recuerdo que la hayas llamado nunca.

Cuando alzó la mirada, el Profeta la estudiaba impasible.

— Ésa es otra cosa que tampoco debes saber, hermana Margaret. ¿Deseas causarme dolor, deseas tratar de sacármelo por la fuerza?

— No, Nathan —respondió ella, recogiendo de encima del escritorio el libro de profecías.

— En ese caso, ¿querrás dar un recado a la Prelada en mi nombre?

Margaret seguía pugnando por contener las lágrimas que le escocían en los ojos.

— Sí. ¿Qué quieres que le diga?

— ¿No lo repetirás a nadie excepto a la Prelada y te llevarás el secreto a la tumba?

— Si así lo deseas, aunque no veo el porqué. Puedes confiar en las hermanas para…

— No, Margaret, quiero que me escuches: cuando se combate al Custodio, no hay que fiarse de nadie. Estoy arriesgándome mucho al confiar en ti y en la Prelada. No confíes en nadie. —Nathan le lanzó una aterradora mirada, con las cejas fruncidas—. Sólo podrán traicionarte aquellos en quienes confíes.

— De acuerdo, Nathan. ¿Cuál es el mensaje?

El Profeta clavó en ella una penetrante mirada. Al fin, dijo en un susurro:

— Dile que el guijarro está en el estanque.

— ¿Qué significa eso?

— Ya te has asustado bastante, hija mía. No pongas nuevamente a prueba tu fortaleza.

— Soy la hermana Margaret, Nathan —lo reprendió suavemente la mujer—. No «hija mía», sino hermana Margaret. Te ruego que me trates con el debido respeto.

— Perdóname, hermana Margaret —se disculpó el Profeta con una sonrisa. De vez en cuando, la mirada del hombre le causaba escalofríos—. Una cosa más, hermana Margaret.

— ¿Qué es?

Nathan alargó una mano y le secó una lágrima de la mejilla.

— En realidad no sé nada de tu muerte. —La mujer suspiró para sus adentros, aliviada—. Pero sí sé algo de importancia relacionado contigo. Es algo de importancia en la lucha contra el Custodio.

— Si va a ayudarme a que la luz del Creador se derrame sobre el mundo, dímela.

Pareció que Nathan se replegaba sobre sí mismo y que la miraba desde un lugar muy lejano.

— Llegará el día, muy pronto, en que te toparás con algo y tendrás necesidad de saber la respuesta a una pregunta. No sé qué pregunta será, pero, cuando necesites la respuesta, ven a mí y yo te la diré. Debes guardar también este secreto.

— Gracias, Nathan. Que el Creador bendiga a su siervo —añadió, posando una mano sobre la del Profeta.

— No, gracias, hermana. No deseo nada más del Creador.

— ¿Es porque te tenemos aquí dentro encerrado? —preguntó Margaret, sorprendida.

— Existen muchos tipos de prisiones —replicó el hombre, esbozando de nuevo su media sonrisa—. En lo que a mí respecta, sus bendiciones están contaminadas. Sólo hay una cosa peor que ser tocado por el Creador: ser tocado por el Custodio, aunque a veces dudo incluso de esto.

— De todos modos, rezaré por ti, Nathan —dijo Margaret mientras retiraba la mano.

— Si tanto te preocupas por mí, libérame.

— Lo siento. No puedo hacerlo.

— No quieres hacerlo.

— Dilo como quieras, pero no puedes salir de aquí.

Finalmente, el hombre le dio la espalda, y ella avanzó hacia la puerta.

— Hermana, ¿querrás enviarme a una mujer por una o dos noches? —La voz del Profeta expresaba tanto dolor que Margaret sintió ganas de llorar.

— Creí que ya te había pasado la edad.

— Tú tienes un amante, hermana Margaret —replicó Nathan, volviéndose lentamente hacia ella.

La mujer dio un respingo. ¿Cómo podía él saberlo? No lo sabía, sino que lo adivinaba. Era una mujer joven, que algunos consideraban atractiva. Y era natural que ella se interesara por los hombres. Sí, definitivamente sólo hacía una suposición. Sin embargo, ninguna hermana conocía el alcance de sus capacidades.

Nathan era el único mago del que no podían fiarse que dijera la verdad sobre sus poderes.

— ¿Escuchas las habladurías, Nathan?

— Dime, hermana Margaret, ¿sabes ya cuándo llegará el día en que serás demasiado vieja para el amor, aunque sólo sea por las fugaces horas de una noche? ¿A qué edad exactamente dejamos de necesitar amor, hermana?

Margaret se quedó un rato silenciosa. Estaba avergonzada.

— Yo misma iré a la ciudad y te traeré una mujer para que te visite una vez, Nathan, aunque yo misma deba pagar por ella. No puedo prometerte que sea hermosa a tus ojos, pues no te conozco los gustos, pero sí te prometo que no será una cabeza de chorlito, pues creo que valoras la inteligencia en una mujer más de lo que admites.

— Gracias, hermana Margaret.

La hermana vislumbró una sola lágrima que le caía por el rabillo del ojo.

— Pero debes prometerme que no le contarás ninguna profecía.

— Por supuesto, hermana —prometió Nathan, con una leve inclinación de cabeza—, lo juro por mi palabra de honor de mago.

— Lo digo en serio, Nathan. No quiero ser responsable de que nadie muera. En esas batallas no sólo perdieron la vida hombres, sino también mujeres. No podría soportar tener parte de culpa.

— ¿Y si te digo que una de esas mujeres habría dado a luz a un hijo que se hubiera convertido en un brutal tirano, que habría torturado y masacrado a decenas y centenares de miles de personas inocentes, incluidos mujeres y niños? ¿Y si hubieras tenido la oportunidad de cortar la bifurcación de esa terrible profecía?

Margaret se quedó estupefacta, paralizada, hasta que al fin se obligó a parpadear y preguntó en un susurro:

— Nathan, ¿me estás diciendo que…?

— Buenas noches, hermana Margaret. —El Profeta dio media vuelta y regresó a la soledad de su pequeño jardín, no sin antes cubrirse con la capucha.


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