El carcayú se fue haciendo más grande. La flecha esperaba tan sólo que la cabeza plana y oscura se levantara. Detrás de su hombro izquierdo resonó un grave gruñido.
— ¡Silencio! —susurró Richard.
El gar enmudeció. El carcayú alzó la testa. Con un silbido, la flecha abandonó el arco. Agitando las alas, el pequeño gar brincaba sobre las almohadillas de los pies. Tenía toda su atención puesta en el vuelo de la flecha.
— Espera —murmuró Richard. El gar se quedó inmóvil.
El proyectil dio en el blanco con un fuerte impacto. El gar chilló de júbilo. Agitando las alas extendidas, brincó más alto y miró al humano. Richard se inclinó hacia él y señaló con un dedo la arrugada nariz de la criatura.
— De acuerdo, pero tráeme la flecha.
Tras inclinar rápidamente la cabeza en gesto de aquiescencia, el gar alzó el vuelo. A la tenue luz del alba Richard contempló cómo se abalanzaba sobre el animal muerto como si temiera que pudiera escapar. El aire se llenó de pelos cuando las zarpas del gar empezaron su labor de desgarro. La oscura silueta descendió y las alas se plegaron a la espalda mientras se encorvaba sobre su presa, gruñendo y haciéndola pedazos.
Richard apartó la vista y se fijó en las delgadas nubes que mudaban de color a medida que el cielo se iluminaba. La hermana Verna no tardaría en despertar. Pese a que ella insistía en que no era necesario, Richard seguía montando guardias.
Finalmente la mujer se dio por vencida, pero Richard sabía que la enojaba que no diera su brazo a torcer. Lo cierto era que se enojaba por cualquier cosa. Desde que el día anterior cruzaran el valle, estaba más quisquillosa de lo habitual. La consumía una silenciosa furia.
Richard echó un vistazo hacia el pequeño gar para comprobar si seguía comiendo. Era un verdadero misterio cómo se las había apañado para seguirlo por el valle de los Perdidos. Antes de llegar al valle consideraba un error seguir alimentándolo, pero se sentía responsable por él. Cada noche, cuando hacía guardia, el gar se reunía con él y Richard le cazaba algo para que comiera. Al cruzar al Viejo Mundo creyó que ya no volvería a verlo, pero de algún modo había conseguido llegar.
El pequeño gar sentía auténtica devoción por él. Mientras estaba de guardia comía con él, jugaba con él y dormía a sus pies, o encima de ellos. Al acabar la guardia desaparecía sin chistar. Richard jamás lo vio en otro momento que no fuera durante su guardia. Era como si instintivamente supiera que debía mantenerse alejado de la Hermana. Richard estaba casi seguro de que la mujer trataría de matarlo si lo veía, y tal vez el gar lo presentía.
La inteligencia de esa pequeña bestia peluda no dejaba de sorprenderlo. Aprendía más rápidamente que cualquier animal que Richard hubiera visto. Kahlan ya le había dicho que los gars de cola corta eran listos, y ahora comprobaba cuánta razón tenía.
Sólo tenía que enseñarle las cosas una o dos veces para que las entendiera. Ahora estaba aprendiendo a comprender las palabras y trataba de imitarlas, aunque no parecía poseer la capacidad del habla. No obstante, algunos de los sonidos que emitía se asemejaban mucho a palabras.
Richard no sabía qué hacer con el pequeño gar. Tal vez ya era hora de que abandonara el nido y aprendiera a cazar solo y a sobrevivir, pero la bestia no lo dejaba. Lo seguía, aunque sin ser visto, fueran adónde fueran, incluso a través del peligro. Tal vez era aún demasiado joven para arreglárselas solo. Tal vez veía a Richard como su única oportunidad de supervivencia. O tal vez lo veía como una madre sustituta.
En el fondo, Richard no deseaba que el gar se marchara. Mientras atravesaban la Tierra Salvaje se habían hecho amigos. El gar le ofrecía un amor incondicional, nunca lo criticaba ni discutía con él. Era agradable tener un amigo. ¿Cómo podía negar esa misma sensación al gar?
Un aleteo lo devolvió a la realidad. El gar aterrizó pesadamente en el suelo delante de él. Había ganado mucho peso desde que Richard lo encontró, y el joven juraría que había crecido casi quince centímetros.
Los tendones que se adivinaban bajo la piel rosada de su pecho y su abdomen se habían tensado, y los brazos ya no eran todo pellejo y huesos como cuando lo encontró, sino que ahora estaban más musculosos.
El joven prefería no pensar en lo grande que llegaría a hacerse. Ojalá que para entonces ya se hubiera independizado. Si tenía que cazar para alimentar a un gar de cola corta adulto no le quedaría tiempo para hacer nada más.
Tras limpiar la sangre del astil en el pelaje del muslo, el gar dirigió a Richard su horrenda pero radiante sonrisa sangrienta y le tendió la flecha. Richard señaló a su espalda.
— No la quiero. Guárdala en su sitio.
El gar introdujo la flecha en el carcaj apoyado contra un tocón, pasando el brazo por encima del hombro de Richard. A continuación sus facciones se crisparon, como si preguntara si lo había hecho bien. Richard sonrió y le dio palmaditas en la repleta barriga.
— Buen chico. Lo has hecho muy bien.
El gar se dejó caer feliz a sus pies, donde empezó a lamerse la sangre de las garras y de su crespo pelaje. Al acabar, apoyó sus largos brazos en el regazo del humano y recostó encima la cabeza.
— Necesitas un nombre. —El gar lo miró y ladeó la cabeza muy atento—. Nombre. Mi nombre es Richard —dijo, dándose golpecitos en el pecho. El gar hizo lo propio en el pecho de Richard—. Richard. Richard.
— Raaaa —gruñó entre sus afilados colmillos. Giró la cabeza al otro lado y agitó las orejas.
— Muy bien. Rich… ard.
Nuevamente la bestia dio golpecitos a Richard en el pecho y dijo en un gutural gruñido, esta vez sin mostrar todos los colmillos:
— Raaaa gurrrr.
— Rich… ard.
— Raaaach aaarg.
El joven se echó a reír.
— No está mal. Vamos a ver, ¿cómo vamos a llamarte?
Richard reflexionó, tratando de hallar un nombre adecuado. El gar se sentó y en su frente aparecieron profundas arrugas mientras clavaba la mirada en su protector. Después de un momento, le cogió la mano y le golpeó con ella el pecho.
— Raaaach aaarg —dijo. A continuación llevó la mano de Richard a su propio pecho y se golpeó levemente diciendo—: Grrratch.
— ¿Gratch? —El joven se incorporó, muy sorprendido—. ¿Te llamas Gratch? ¿Gratch? —insistió, dando golpecitos al gar.
La criatura asintió y se dio leves golpes en el pecho mientras repetía:
— Gratch. Gratch.
Richard se sentía un tanto perplejo; nunca se le había ocurrido que el gar podía tener un nombre.
— Muy bien, Gratch, pues. —Nuevamente el joven se dio golpecitos en el pecho y dijo—: Richard. —Tras lo cual sonrió y propinó al gar una palmada en el hombro al tiempo que decía—: Gratch.
El gar extendió las alas y se golpeó el pecho enérgicamente con las garras abiertas.
— ¡Grrrratch!
Richard rió, y el gar se lanzó sobre él, emitiendo una gutural risita mientras ambos luchaban en el suelo. La pasión del gar por la lucha sólo era superada por su pasión por la comida. Gar y humano se revolcaron en el suelo, riendo y peleando, aunque suavemente.
Richard era más delicado que Gratch. El gar solía coger el brazo de Richard en su boca, aunque afortunadamente nunca lo mordía. Tenía unos colmillos afilados como cuchillos que podrían atravesarle fácilmente el brazo, y además lo había visto partir hueso con esos dientes.
El joven dio por finalizado el combate sentándose sobre el tocón. Gratch se sentó a horcajadas sobre él, rodeándolo con brazos, patas y alas, y acurrucándose contra uno de sus hombros. El gar sabía que, cuando amaneciera, Richard se marcharía.
El joven vio un conejo por el rabillo del ojo entre los matorrales, a cierta distancia, y pensó que tal vez a la hermana Verna le gustaría desayunarse con un poco de carne.
— Gratch, necesito un conejo.
El gar saltó de su regazo mientras Richard cogía el arco. Una vez hubo disparado, dijo a Gratch que le llevara el conejo pero sin comérselo. El gar había aprendido a cobrar piezas de caza y le encantaba hacerlo; Richard siempre le daba los restos después de despellejar y destripar la pieza.
Tras despedirse del gar Richard regresó al campamento. Su mente conjuró la visión de Kahlan en la torre y recordó lo que le había dicho. No podía quitarse de la cabeza esa imagen de Kahlan siendo decapitada. Sus palabras habían sido: «Si debes, pronuncia estas palabras, pero no hables de esta visión. “Cuando la amenaza de la sombra desaparezca, de todas tan sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad. Pero la aciaga sombra del reino de los muertos acecha. Si la vida quiere tener una esperanza, la de blanco deberá ser ofrecida a su gente, para darles felicidad y jolgorio.”».
Obviamente «la de blanco» era Kahlan, y también sabía qué significaba «darles felicidad y jolgorio».
Asimismo pensó en la profecía que la hermana Verna le había contado, la que decía: «Él es el portador de la muerte, y así se llamará a sí mismo». A decir de la Hermana, esa profecía aseguraba que el poseedor de la espada era capaz de resucitar a los muertos, conjurar el pasado en el presente. Desazonado, Richard se preguntó qué podría significar eso.
En el campamento encontró a la hermana Verna en cuclillas junto al fuego, cocinando una torta de cereal. Al percibir ese aroma, su estómago protestó. El paraje, escasamente arbolado, empezaba a despertar al nuevo día, cuya llegada los sonidos de animales e insectos se encargaban de anunciar. Desde los altos árboles de exiguo follaje cantaban grupos de pequeños pájaros oscuros, mientras que las ardillas grises correteaban por las ramas persiguiéndose. Richard ensartó el conejo en un pincho que luego colgó sobre el fuego, mientras la hermana Verna continuaba ocupada con la torta.
— Te he traído el desayuno. Creí que te gustaría comer algo de carne.
La única respuesta fue un gruñido.
— ¿Sigues enfadada conmigo por salvarte la vida?
Pausadamente la mujer agregó otra ramita a las llamas.
— No estoy enfadada contigo por salvarme la vida, Richard.
— Creí que habías dicho que el Creador detesta las mentiras. ¿Piensas que él te cree? Yo no.
El rostro de la mujer se puso tan colorado, que Richard pensó que su rizada cabellera iba a arder.
— No blasfemes.
— ¿Acaso mentir no es una blasfemia?
— Richard, no entiendes por qué estoy enfadada.
El joven se sentó en el suelo, se cogió los tobillos y cruzó las piernas.
— Quizá sí que lo entiendo. Se suponía que tú debías protegerme y no al revés. Tal vez sientes que has fallado. Pero yo no lo creo. Ambos nos limitamos a hacer lo que debíamos para sobrevivir.
— ¿Tú crees? —Un abanico de finas arrugas se desplegó alrededor de los ojos de la mujer al entrecerrarlos—. Si mal no recuerdo, cuando Bonnie, Geraldine y Jessup conducen a la gente al otro lado del río de aguas envenenadas, algunas personas mueren.
— De modo que es cierto que leíste el libro —repuso Richard, risueño.
— ¡Ya te lo dije! Corrimos un riesgo del todo insensato. Podríamos haber muerto los dos.
— No teníamos otra opción.
— Siempre tienes una opción, Richard. Eso es lo que trato de enseñarte. Los magos que crearon el valle de los Perdidos también creyeron que no tenían otra opción y solamente lograron empeorar las cosas. —La Hermana se sentó sobre sus talones—. Usaste tu han sin ser consciente de las consecuencias.
— ¿Qué otra opción teníamos?
Con las manos sobre las rodillas, la mujer se inclinó hacia adelante.
— Siempre tenemos otra opción, Richard. Esta vez tuviste suerte de no matarte al usar tu magia.
— ¿Se puede saber de qué estás hablando?
La hermana Verna cogió una alforja y empezó a rebuscar en el interior hasta sacar una bolsa de tela verde.
— Tienes sangre de la bestia en el brazo. ¿Te picó alguno de los bichos?
— En las piernas.
— Enséñamelo.
Richard se subió las perneras y le mostró las picaduras hinchadas y enrojecidas. La mujer meneó la cabeza y, susurrando para sí, sacó de la bolsa primero una botella y luego otra.
A continuación recogió un palito del suelo, lo mojó en la pasta blanca que contenía una de las botellas y la extendió sobre la parte plana de la hoja de un cuchillo. El palito lo arrojó al fuego. Entonces cogió otro, lo mojó en la pasta oscura que contenía la segunda botella y la mezcló con la anterior sobre la hoja del cuchillo, tras lo cual la extendió por el filo. Después también arrojó al fuego el segundo palito, que aún tenía algo de pasta. Richard se estremeció cuando una bola de fuego al rojo vivo explotó y salió disparada hacia lo alto, disipándose a medida que se elevaba para, finalmente, convertirse en una hirviente nube de humo negro.
— Claro y oscuro, tierra y cielo —dijo la Hermana, alzando el cuchillo para mostrarle la pasta gris que cubría la hoja—. Magia que curará lo que, de otro modo, te mataría antes de acabar el día. Tienes un talento especial para meterte en líos, Richard. A cada paso que das, te metes en uno peor. Vamos, ven aquí, acércate.
Richard hundió los talones y bordeó el fuego.
— ¿Estabas tratando de decidir si debías o no ayudarme?
— Claro que no. Las pastas están hechas con una poderosa magia, una magia muy compleja que contrarrestará el efecto de la ponzoña que te inyectaron los insectos. Si te la aplico demasiado pronto, te matará. Y, si me demoro demasiado, serán las picaduras las que te maten. Debe ser el tipo de magia correcto en el momento adecuado. Simplemente estaba esperando que llegara ese momento.
Richard quería discutir con ella, pero en vez de eso dijo:
— Gracias por ayudarme. —Antes de inclinarse sobre las picaduras, la Hermana frunció el entrecejo—. ¿Hermana, por qué has dicho que empeoraba las cosas?
— Estás actuando de un modo temerario. Usar magia es peligroso no sólo para los demás, sino también para quien la conjura.
Richard hizo un gesto de dolor cuando la mujer pasó el cuchillo por encima de una de las picaduras, primero en un sentido y luego en el otro, cortando en forma de aspa. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
— ¿Cómo puede ser peligroso para mí?
La Hermana se concentró mientras se inclinaba sobre la pierna del joven murmurando un ensalmo y rozando con el cuchillo la carne hinchada. Richard tuvo que hacer esfuerzos para no pegar un brinco cuando cortó la siguiente picadura. Aunque eran superficiales, los cortes le escocían terriblemente.
— Es como encender fuego en el corazón de un bosque seco de yesca. Tú te encuentras en el centro del fuego, en el centro de lo que tú mismo has provocado. Lo que hiciste fue estúpido y peligroso.
— Hermana Verna, tan sólo trataba de seguir vivo.
— ¡Y mira los resultados! —exclamó ella, dándole con un dedo en una de las dolorosas picaduras—. Si no te curo, morirás. —Una vez hubo acabado con las piernas, pasó a los brazos—. Cuando esas bestias nos atacaron, creíste que nos salvabas, pero todo lo que hiciste solamente sirvió para aumentar el peligro.
Al acabar sostuvo el cuchillo sobre el fuego. Una delgada lengua de fuego blanco brotó con furia del acero y consumió los restos de la pasta. La Hermana mantuvo el cuchillo sobre las llamas hasta que no quedó nada de la pasta ni de la lengua de fuego blanca.
— Si no hubiera actuado, Hermana, ahora estaríamos muertos.
— ¡Yo no digo que hicieras mal en actuar! —La mujer agitó el caliente acero en su dirección—. ¡Lo que digo es que no actuaste de la forma correcta! ¡Usaste un tipo de magia equivocado!
— Usé la única que tenía: la espada.
La Hermana arrojó el cuchillo, que fue a clavarse con un ruido sordo en uno de los leños.
— Es peligroso actuar sin conocer las consecuencias de la magia que uno conjura.
— Bueno, todo lo que tú hacías era inútil.
La hermana Verna se balanceó hacia atrás hasta quedar sentada sobre los talones, lo miró fijamente un momento y enseguida se volvió para colocar de nuevo las botellas en la bolsa verde.
— Lo siento, Hermana. No quería decir eso. No lo pensaba de verdad. Lo único que quería decir es que tú no eras capaz de sentir el camino y que yo sabía que, si nos quedábamos allí, no saldríamos con vida.
Se oyó el sonido de las botellas entrechocando en el interior de la bolsa. Era como si no lograra colocarlas justo como ella quería.
— Richard, tú crees que lo que debes aprender con nosotras es a controlar el don, a usar la magia. Ésa es la parte sencilla. Lo difícil es saber qué tipo de magia usar, cuánta, cómo, cuándo y las consecuencias de hacerlo. La clave de todo es el cuándo, cómo, cuánto y qué; como la magia que acabo de aplicar a las picaduras.
»Sin esos conocimientos, eres como un ciego que blandiera un hacha en medio de un grupo de niños —prosiguió, mirándolo muy seria—. No tienes ni idea del peligro que creas cuando usas magia. Nosotras trataremos de enseñarte a mirar antes de blandir el hacha.
— Nunca lo había visto de ese modo —fue la réplica de Richard, mientras arrancaba hierbas a sus pies.
— Tal vez debería estar enfadada conmigo misma, y no contigo, por ser tan estúpida. Me creí inmunizada contra cualquier engaño para hacerme caer en una trampa. Te doy las gracias por salvarme, Richard.
El joven se enrolló un largo tallo de hierba alrededor de un dedo.
— Sentí tanto alivio al encontrarte… Creí que estabas muerta. Me alegro de que no sea así.
La mujer había sacado todas las botellas de la bolsa y las había dejado en el suelo.
— Podría haberme perdido en ese encantamiento por toda la eternidad.
— ¿Qué quieres decir?
Al joven le pareció que había más botellas de las que podrían caber en esa bolsa, pero él mismo había visto cómo las sacaba de allí.
— Otras veces hemos tratado de rescatar a algunas Hermanas. Hemos visto a Hermanas y a sus pupilos perdidos en hechizos de embeleso. La primera vez que crucé el valle vi a una. Pero nunca hemos sido capaces de rescatarlas. Algunas Hermanas incluso han muerto en el intento. Tú usaste magia.
La mujer empezó a meter de nuevo las botellas en la bolsa.
— Usé la espada. La espada posee magia, ya lo sabes.
— No. No usaste la magia de la espada, sino tu han, aunque no te dieras cuenta de ello. Usar el han guiándose por el deseo, pero sin saber que se hace, es la cosa más peligrosa que existe.
»Cuando me llamaste, te oí. Las Hermanas hemos tratado de llamar a otras, pero nunca nos han oído. Ni una sola vez.
— Simplemente no sabíais cómo hacerlo. Tú tampoco podías oírme hasta que atravesé una especie de brillante muro que te rodeaba. Entonces sí pudiste hacerlo. El truco consiste en atravesar primero ese muro.
— Eso ya lo sabemos, Richard —objetó ella suavemente, apartando botellas a ambos lados para hacer sitio—. Hemos probado todo tipo de magia, pero nunca hemos sido capaces de atravesar el muro de uno de esos encantamientos, ni romperlo. Ni siquiera hemos podido captar la atención de las Hermanas atrapadas en ellos. Nadie había podido ser liberada de un encantamiento de embeleso. Gracias, Richard. —Finalmente la Hermana colocó la última botella y se volvió para mirar al joven a la cara.
Él se encogió de hombros al tiempo que se deshacía del tallo de hierba arrollado alrededor de un dedo.
— Bueno, era lo mínimo que podía hacer para compensarte.
— ¿Compensarme por qué?
— Bueno… —Richard estaba muy ocupado bajándose las perneras de los pantalones—… antes de salvarte, podríamos decir que te maté.
— ¿Qué hiciste qué? —inquirió la Hermana, inclinándose hacia él.
— Me estabas haciendo daño con tu magia, con el collar.
— Lo siento, Richard. Estaba hechizada y no era dueña de mis actos. No era mi intención hacerte daño.
— No, no me refiero a eso. Fue antes. En la torre blanca.
La mujer se aproximó aún más a él y le dijo, haciendo rechinar los dientes:
— ¿Entraste en una torre? ¿Estás loco o qué? ¡Ya te dije qué son esas torres! ¿Por qué eres tan…
— Hermana, no tenía opción.
— Otra vez con las mismas. Te advertí de lo peligrosas que son esas torres. ¡Te avisé que te mantuvieras alejado de ellas!
— Escúchame; caían rayos por todas partes y no podía escapar. Yo… bueno, no se me ocurrió otra solución. Me zambullí a través de un arco y me refugié en el interior de una torre.
— ¿Es que eres incapaz de seguir ni la más simple de las indicaciones? ¿Siempre tienes que comportarte como un niño?
Richard la miró sin alzar la cabeza.
— Ésas fueron exactamente tus palabras. Entraste en la torre. Yo estaba convencido de que eras tú. Estabas furiosa conmigo, tanto como ahora, y empleaste esas mismas palabras.
El joven apretó los dientes y se señaló con un dedo el collar que llevaba al cuello.
— Usaste esto para lanzarme contra el muro e inmovilizarme. ¿Puede hacer eso el collar, Hermana?
— Sí. —La Hermana se sentó, mucho más calmada ya—. Nosotras no poseemos el poder de un mago, el han masculino. El collar aumenta nuestro poder para que seamos más fuertes que quien lo lleva puesto. De ese modo podemos enseñarle.
— Después lo usaste para causarme dolor. Era un dolor muy real, igual que el que me provocaste cuando estabas atrapada. Pero mucho más fuerte, y no acababa. ¿Puede hacer eso el collar, Hermana? —preguntó Richard, muy enfadado.
La hermana Verna arrancó una mata de hierba y empezó a limpiarse las manos con ella, eludiendo la mirada del joven.
— Sí —contestó al fin—. Pero no era más que una visión, Richard. No era real.
— Yo te dije que dejaras de hacerme daño o te obligaría a ello. Pero tú seguías, por lo que conjuré la magia de la espada y rompí el vínculo de poder que me retenía. Tú te pusiste furiosa y dijiste que acababa de cometer mi último error y que ibas a matarme por osar oponerme a ti. Ibas a matarme, Hermana.
— Lo siento, Richard —susurró la mujer, que alzó la vista hacia él—. Siento que tuvieras que pasar por eso. —Su voz se hizo más enérgica para preguntar—. ¿Y bien? ¿Qué me hiciste o, mejor dicho, qué hiciste a la visión de mí?
El joven se inclinó hacia adelante y rozó con la yema del dedo índice el hombro de su acompañante.
— Te corté en dos con la espada. Justo por aquí.
La Hermana se quedó petrificada y palideció ligeramente. Pero, con un esfuerzo, recuperó la compostura.
— No quería hacerlo —se disculpó Richard, arrancando de nuevo briznas de hierba que crecían a sus pies—, pero estaba convencido de que ibas a matarme.
— No lo dudo, Richard. Pero te repito que sólo era una visión. De haber sido real, las cosas no habrían sucedido así. No hubieras podido matarme.
— ¿A quién estás tratando de convencer, Hermana? ¿A mí o a ti misma?
— Las cosas que viste no son como en la vida real, Richard —repuso ella, devolviéndole ahora la mirada—. Son simples ilusiones.
Richard lo dejó pasar. Dio la vuelta al conejo para que se tostara por el otro lado y apartó a un lado la bandeja de hierro con la torta de cereales para que se enfriara.
— Sea como sea, cuando te vi de nuevo no sabía si eras una visión o eras real, pero deseaba de verdad que estuvieras viva. Yo no quería matarte. Además —añadió, alzando la vista y sonriendo—, te había prometido que lograríamos cruzar el valle de los Perdidos.
— Sí, lo prometiste. Tus palabras las dictaba más el deseo que la sensatez.
— Hermana, me limité a hacer lo posible por sobrevivir y ayudarte a ti también a hacerlo.
La mujer suspiró y sacudió la cabeza.
— Richard, sé que estás tratando de hacerlo lo mejor posible, pero debes comprender que lo que tú crees que es lo mejor, no necesariamente lo es. Estás apelando a tu han sin saber lo que haces ni darte cuenta de que lo haces. Estás corriendo unos riesgos que ni te imaginas.
— ¿De qué modo estaba usando mi han?
— Los magos hacen promesas que su han se esfuerza por cumplir. Tú me prometiste que me ayudarías a cruzar el valle, que me salvarías. Pero al hacerlo te acogiste a una profecía.
— ¿Cuándo hice yo una profecía? —Richard frunció el entrecejo.
— No sólo la hiciste, sino que usaste tu han sin ser consciente de ello, recurriste a una profecía sin conocer su contenido; hiciste algo en el pasado que te ayudará en el futuro.
— ¿De qué estás hablando?
— Destruiste los bocados de los caballos.
— Ya te dije entonces por qué lo hacía. Son muy crueles.
La Hermana negó con la cabeza.
— Justamente de eso estoy hablando; crees que lo hiciste por una razón, pero en realidad el propósito de esa acción era otro. Tu consciente simplemente trata de racionalizar lo que tu han está haciendo. Cuando huíamos del valle, yo creí que tu idea era descabellada y traté de frenar mi caballo. Pero no pude porque no tenía bocado.
— ¿Y qué?
— Porque destruiste los bocados en el pasado fuiste capaz de mantener una promesa en el futuro. Eso es usar una profecía. Estás blandiendo el hacha a ciegas.
Richard la miró con escepticismo.
— Me parece que esa interpretación es ir demasiado lejos, incluso para ti.
— Sé cómo funciona el don, Richard.
El joven reflexionó sobre ello, pero finalmente decidió que no quería creerla, aunque también decidió que no quería discutir con la Hermana sobre ese asunto. Había otras cosas que deseaba preguntarle.
— ¿Ya has llenado ese librito? No te he visto escribir en él.
— Ayer envié un mensaje que decía que habíamos atravesado el valle. Es un libro mágico, y con la magia borramos los viejos mensajes. Lo borré todo excepto dos páginas, pero con lo que añadí ayer ahora hay tres páginas llenas.
Richard partió una esquina de la torta, aún caliente.
— ¿Quién es la Prelada?
— Es la superiora de las Hermanas de la Luz. Es la… —La mujer entornó los ojos—. Nunca la he mencionado. ¿Cómo conoces su existencia?
Richard se lamió las migas que le habían quedado en los dedos.
— Lo leí en tu libro.
Inmediatamente la mano de la Hermana voló hacia su cinturón para comprobar que el libro seguía allí. Sí estaba, como siempre.
— ¿Te has atrevido a leer mis mensajes privados? ¡No tienes ningún derecho! Pienso…
— Cuando lo hice estabas muerta —la atajó Richard—. Al matarte a ti, o a la ilusión de ti, el libro cayó al suelo y yo lo leí.
La mujer se relajó.
— Oh. Bueno, no era más que parte de la ilusión. Como ya te he dicho, en la vida real las cosas son distintas.
Richard partió otro pedazo de torta.
— Sólo había dos páginas escritas, como en el libro verdadero. No añadiste la tercera hasta que salimos del valle. Hasta entonces sólo eran dos.
— Ilusión, Richard —repuso ella, observando cómo comía la torta.
— En una página decía: «Soy la Hermana que está al cargo de este muchacho. Estas directivas no son solamente irrazonables sino también absurdas. Exijo conocer el significado de estas instrucciones. Exijo saber con qué autoridad han sido dictadas. Atentamente, hermana Verna Sauventreen, servidora de la Luz». Y en la segunda página estaba escrito: «Obedecerás las instrucciones o sufrirás las consecuencias. No te atrevas a poner nunca más en duda las órdenes de palacio. De mi propia mano, la Prelada».
La Hermana había palidecido.
— No tenías ningún derecho a leer algo que no te pertenecía.
— Como ya he dicho, entonces estabas muerta. ¿Cuáles eran esas instrucciones sobre mí que te enojaron tanto?
El color regresó a la faz de la Hermana de golpe.
— Tiene que ver con un tecnicismo. Tú no lo entenderías y, de todos modos, tampoco es asunto tuyo.
— ¿Que no es asunto mío? —Richard enarcó una ceja—. Afirmas que solamente estás tratando de ayudarme pero me has hecho tu prisionero, ¿y dices que no es asunto mío? Llevo un collar alrededor del cuello con el que puedes causarme daño, tal vez incluso matarme, ¿y dices que no es asunto mío? Declaras que debo obedecerte, que debo confiar en ti y creerme las cosas que me dices, pero esa confianza se tambalea a cada nueva cosa que descubro, ¿y no es asunto mío? Afirmas que lo que viví en la ilusión no es como las cosas de la vida real, pero yo descubro que sí, ¿y dices que no es asunto mío?
La hermana Verna enmudeció. Lo miraba sin ninguna emoción. Lo miraba, pensó el joven, como quien observa a un insecto metido en una caja.
— Hermana Verna, ¿puedes aclararme algo que no puedo quitarme de la cabeza?
— Si puedo…
Richard se acercó aún más al cuerpo las piernas sobre las que estaba sentado y se esforzó para que ni una pizca de hostilidad se filtrara en su voz.
— La primera vez que me viste te sorprendió que fuese un adulto. Creíste que sería un niño.
— Es cierto. Algunas Hermanas en palacio localizan a los nacidos con el don. Pero tú permaneciste oculto a nosotras, por lo que nos costó mucho tiempo encontrarte.
— Pero tú misma me dijiste el otro día que te habías pasado media vida lejos de palacio, buscándome. Si pasaste más de veinte años buscándome, ¿cómo podías esperar que fuese un niño? Deberías haberte imaginado que sería un adulto, a no ser que no supieras que había nacido y emprendieras la búsqueda mucho antes de que alguien en palacio me localizara.
— Es como dices. Es algo que nunca antes había ocurrido —repuso ella con voz cautelosa y sosegada.
— ¿Y por qué empezasteis a buscarme antes de que ninguna de las Hermanas percibiera que había nacido alguien con el don?
La mujer escogió las palabras cuidadosamente.
— No sabíamos con exactitud cuándo nacerías, pero te esperábamos. Por eso fuimos enviadas a buscarte.
— ¿Cómo sabíais que nacería?
— Se anuncia en una profecía.
Richard asintió. Deseaba saber más acerca de esa profecía que hablaba de él y por qué pensaban las Hermanas que era tan importante, pero estaba siguiendo una pista que no quería abandonar.
— Así pues, ¿sabías que podrían pasar muchos años antes de que me encontrarais?
— Sí. No sabíamos cuándo nacerías. Solamente sabíamos que tu nacimiento se produciría dentro de unas décadas determinadas.
— ¿Cómo se eligen las Hermanas que deben emprender la búsqueda?
— La Prelada las elige.
— ¿Y vosotras no tenéis ni voz ni voto?
La Hermana se puso tensa como si temiera que, sin querer, se estuviera poniendo ella misma la soga al cuello, pero el impulso de proclamar su fe fue más fuerte.
— Las Hermanas trabajamos al servicio del Creador. Ninguna de nosotras tenía ninguna razón para oponerse. Nuestro único propósito es ayudar a los poseedores del don. El hecho de ser elegida para salvar a los nacidos con el don es uno de los mayores honores que puede recibir una Hermana.
— ¿Ninguna de las elegidas anteriormente tuvo que sacrificar tantos años de su vida para rescatar a un poseedor del don?
— No. Nunca he oído que les costará más de un año. Pero sabía que la misión que me asignaban podía durar décadas.
Richard sonrió para sí. Entonces se inclinó hacia atrás y estiró los músculos.
— Ahora ya lo entiendo —proclamó con aire triunfante.
— ¿Qué es lo que entiendes? —inquirió ella, recelosa.
— Entiendo por qué me tratas como lo haces, hermana Verna. Entiendo por qué te opones a mí en todo y por qué estamos siempre como perro y gato. Entiendo por qué estás resentida conmigo, por qué me odias.
La Hermana presentaba el mismo aspecto que alguien que espera que el suelo se abra a sus pies y se lo trague.
— Yo no te odio, Richard —protestó.
— Sí que me odias, y no te culpo por ello. Lo entiendo. Por mi culpa tuviste que renunciar a Jedidiah.
La mujer se estremeció como si la soga acabara de estrecharse en torno a su cuello.
— ¡Richard! Te prohíbo que me hables de ese…
— Es por eso por lo que estás resentida conmigo. No por lo que sucedió a tus compañeras, sino por Jedidiah. Si no fuese por mí, estarías con él. Habrías estado con él estos últimos veinte años. Tuviste que renunciar al amor de tu vida para emprender esta maldita búsqueda. La Prelada te eligió y tú no tuviste elección; tenías que ir. Es tu deber, y por tu deber perdiste a tu amor y a los hijos que podríais haber tenido. Por mi culpa. Por eso me odias.
La hermana Verna se quedó mirándolo fijamente, sin moverse ni decir nada. Al fin, rompió el silencio.
— Realmente eres el Buscador.
— Lo siento, hermana Verna.
— No tienes por qué disculparte, Richard. No sabes de qué estás hablando. —Lentamente apartó el conejo del fuego y lo dejó en la bandeja de hierro, junto a la torta. Por un momento su mirada se perdió en la nada—. Será mejor que acabemos de desayunar. Debemos partir.
— De acuerdo. Pero antes quiero que sepas, Hermana, que soy parte inocente en lo que te ha ocurrido. Fue la Prelada quien te eligió. Deberías estar furiosa con ella o, si realmente estás tan entregada a tu deber como dices, si estás entregada a tu Creador, deberías regocijarte en su servicio. Decídete, pero deja de culparme a mí.
La Hermana abrió la boca para hablar, pero en vez de eso manoseó torpemente el tapón del odre que contenía el agua. Al fin lo sacó y tomó un largo sorbo. Al acabar, inspiró profundamente varias veces y se secó los labios con la manga. Su mirada fija se posó en Richard.
— Llegaremos a palacio muy pronto, Richard, pero antes debemos atravesar la tierra de una gente muy peligrosa. Las Hermanas tenemos un acuerdo para que nos dejen pasar. Tendrás que hacer algo por ellos, si no, estaremos en un buen lío.
— ¿Qué tendré que hacer?
— Matar a alguien.
— Hermana Verna, no pienso…
La mujer alzó el dedo índice para imponerle silencio.
— Esta vez no te atrevas a blandir el hacha, Richard —susurró—. No tienes ni idea de las consecuencias.
»Prepara los caballos —ordenó, poniéndose en pie—. Nos vamos.
— ¿No vas a desayunar? —preguntó Richard, levantándose a su vez.
Sin hacer caso de la pregunta, la Hermana se aproximó a él y le dijo:
— Dos no discuten si uno no quiere, Richard. Siempre estás enfadado conmigo por todo lo que te digo. Tú también estás resentido. Me odias porque crees que fui yo quien te obligó a ponerte el collar. Pero no es así, y lo sabes. Fue Kahlan quien te obligó. Es por culpa suya que ahora llevas el rada’han. Si no fuese por ella, no estarías conmigo. Es por mí que la has perdido, y me odias por ello.
»Pero antes quiero que sepas, Richard, que soy parte inocente en lo que te ha ocurrido. Fue Kahlan quien te hizo esto, no yo. Deberías estar furiosa con ella o, si realmente estás tan entregado a ella como dices, deberías regocijarte por cumplir sus deseos. Tal vez tiene razones válidas. Tal vez lo hizo pensando sólo en tu bienestar. Decídete, pero deja de culparme a mí.
Richard trató de tragar saliva pero no pudo.