18

Los copos de nieve, gordos y húmedos, se movían empujados por el viento. A veces caían con más fuerza en rachas y se arremolinaban formando blancas cortinas. Richard, confuso y entumecido, cabalgaba detrás de la hermana Verna. El tercer caballo iba atado al suyo y cerraba la marcha. Cuando la nieve empezó a caer a fuertes rachas, las Hermana se convirtió en una figura gris que avanzaba delante de él.

En ningún momento se le ocurrió preguntarse adónde se dirigían ni tampoco abrigarse con la capa para protegerse del viento frío y cortante. No le importaba; nada le importaba.

Era como si sus pensamientos flotaran y bailaran con la nieve, sin poder quedarse quietos. Richard jamás había querido a nadie como quería a Kahlan. Ella se había convertido en su vida.

Y Kahlan lo había mandado lejos.

Era tan doloroso que no podía pensar en nada más. Aún no había salido de su asombro de que Kahlan dudara de su amor y que quisiera alejarlo de ella. ¿Por qué? ¿Por qué?

En su mente se iban sucediendo los pensamientos, a cuál más desesperado. No podía entender que Kahlan le hubiera pedido que se pusiera un collar para demostrarle su amor después de haberle explicado qué significaba para él llevar un collar. Tal vez debería habérselo dicho todo. Tal vez entonces hubiera comprendido.

El pecho le seguía doliendo donde Rahl el Oscuro le había quemado. Al llevarse una mano al vendaje, finalmente se dio cuenta de que había dejado de nevar. Las nubes bajas que cruzaban raudas el firmamento estaban deshilachadas y dejaban pasar rayos de sol. La pradera aparecía con un apagado color marrón sin vida, y las nubes eran de un gris sucio y asimismo sin vida. Era un paisaje vacío y muerto.

Por el ángulo del sol, Richard calculó que la tarde estaba ya avanzada. Llevaban muchas horas cabalgando en silencio. La hermana Verna no le había dirigido la palabra.

El joven alzó una mano y, a modo de prueba, palpó el collar por primera vez. Era liso, sin junturas y frío. Richard se había prometido a sí mismo que jamás volvería a llevar un collar, y sin embargo llevaba uno. Y lo que era peor; se lo había puesto él mismo porque Kahlan se lo había pedido, porque había dudado de su amor.

Por primera vez desde que llevaba el collar, se obligó a sí mismo a pensar en otra cosa. Ya no podía seguir pensando en Kahlan, no podía soportar el dolor. Él era el Buscador y tenía que ocuparse de otras cosas, cosas importantes. Oprimió suavemente las piernas contra la cincha del caballo para incitarlo a avanzar hasta ponerse a la altura del castaño caballo castrado de la Hermana.

Al levantar una mano para retirar la capa de su cabeza, se dio cuenta de que no la llevaba echada, por lo que se limitó a pasarse los dedos por el pelo húmedo.

— Hay algunas cosas de las que debemos hablar —dijo a la Hermana—. Cosas importantes que ignoras.

La mujer le lanzó una mirada de indiferencia. El borde de la capucha le tapaba parcialmente la cara.

— ¿Qué cosas son ésas? —preguntó.

— Soy el Buscador.

— No me descubres nada. —La hermana Verna volvió a dirigir la mirada al frente.

Su actitud serena e indiferente irritó a Richard.

— Tengo responsabilidades —insistió—. Ya te lo dije antes; están ocurriendo cosas muy graves de las que no tienes ni idea. Cosas peligrosas. —La Hermana no respondió. Era como si Richard no hubiera dicho nada. Así pues, decidió ir al grano—. El Custodio está tratando de escapar del inframundo.

— No se pronuncia su nombre, y tú tampoco debes hacerlo, pues podría llamar su atención. Cuando debemos hablar de él nos referimos a él como el Innombrable.

La Hermana le hablaba como si fuera un niño. La vida de Kahlan estaba en peligro, y esa mujer lo trataba como si fuera un niño.

— Me importa un bledo cómo lo llaméis, pero está tratando de escapar. Y te aseguro que ya le he llamado la atención.

Por fin la hermana se dignó mirarlo, aunque con el mismo aire despreocupado.

— El Innombrable siempre está intentando escapar.

Richard respiró hondo y volvió a la carga.

— El velo de inframundo está rasgado. Va a escaparse.

Una vez más, la hermana Verna se volvió hacia él, y esta vez retiró el borde de la capucha para verlo mejor. Por el ribete de la oscura y pesada capucha asomaban rizos de cabello castaño. La Hermana exhibía un curioso ceño, un ceño divertido. En las comisuras de los labios le rondaba una sonrisa.

— El mismo Creador fue quien puso al Innombrable donde ahora está. Y el mismo Creador colocó el velo con sus propias manos para impedirle salir. —La sonrisa se reveló, al tiempo que acercaba las cejas y pequeñas arrugas aparecían en su frente maltratada por haber pasado mucho tiempo al aire libre—. El Innombrable no puede huir de la prisión en el que el Creador lo encerró. No temas nada, hijo mío.

Richard explotó de rabia e hizo girar su yegua zaina hacia la Hermana. Los dos caballos se empujaron, lamentándose y sacudiendo la cabeza. Richard agarró con firmeza las riendas de la sorprendida montura de la Hermana para evitar que se encabritara o se desbocara. Entonces se inclinó hacia la mujer. Respiraba entrecortadamente por la furia.

— ¡No permitiré que me pongas motes! ¡No permitiré que me llames «hijo mío» ni cosas por el estilo sólo porque llevo un collar! ¡Soy Richard! ¡Richard Rahl!

La hermana Verna no vaciló. Su voz continuaba sonando serena y calmada cuando dijo:

— Lo siento, Richard. Es la costumbre. Estoy acostumbrada a tratar con personas mucho más jóvenes que tú. No pretendía rebajarte.

El modo en que lo miraba fijamente a los ojos lo hizo sentirse de pronto estúpido y violento, lo hizo sentir como un niño. Se disculpó al tiempo que soltaba las riendas.

— Pido perdón por haber gritado. No estoy de muy buen humor.

— Creía que te apellidabas Cypher —dijo la Hermana, de nuevo con el entrecejo fruncido.

— Es una historia muy larga. —Richard se cubrió con la capa el vendaje que le tapaba la quemadura—. George Cypher me crió como si fuera su hijo. Pero hace poco descubrí que, en realidad, soy hijo de Rahl el Oscuro.

— Rahl el Oscuro. ¿El mago al que mataste? ¿Mataste a tu propio padre?

— No me mires así. Tú no lo conociste. No tienes idea del tipo de hombre que era. Encarceló, torturó y mató a más personas de las que tú y yo podamos imaginar. Me repugna pensar que era mi padre, pero así es. Soy su hijo. Si esperas que me arrepienta de haberlo matado, puedes esperar sentada.

La hermana Verna sacudió la cabeza con una inquietud que parecía auténtica.

— Lo siento, Richard. A veces el Creador enmaraña mucho los hilos que tejen nuestra vida, y nosotros nos preguntamos por qué. Pero estoy segura de una cosa: todo lo que Él hace es por alguna razón.

Palabrería. Esa mujer no hacía sino parlotear. Mientras daba de nuevo la vuelta a su caballo, insistió:

— Te repito que el velo está rasgado, y que el Custodio va a escapar.

— El Innombrable —lo corrigió la Hermana, con tono amenazante.

— Por mí, de acuerdo. El Innombrable. Me importa un ardite como lo llames, pero te digo que va a escapar. Todos corremos un grave peligro —replicó, irritado.

Kahlan corría un grave peligro.

Le daba lo mismo si esa hechicera lo reducía a cenizas; su vida ya no tenía valor. Su única preocupación era la seguridad de Kahlan.

— ¿Quién te dijo eso? —inquirió la Hermana, con su mirada y su sonrisa burlonas.

— Una bruja llamada Shota. Me dijo que el velo estaba rasgado. —Se calló que, también según Shota, era él el responsable de ello—. Dijo que si no se reparaba, el Cus… el Innombrable se escaparía.

— Así que una bruja. —La hermana Verna sonrió. Sus ojos chispeaban. ¿Y tú la creíste? ¿Creíste las palabras de una bruja? ¿Crees de veras que las brujas dicen la verdad plana y llana? —La mujer se rió.

Richard la miró por el rabillo del ojo; estaba que echaba chispas.

— A mí me pareció que estaba muy segura de lo que decía. No me mentiría en algo tan importante. Yo la creo.

A la hermana Verna, todo ese asunto se le antojaba muy divertido.

— Si hubieses tenido ocasión de tratar con más brujas, Richard, sabrías que tienen un concepto de la verdad muy especial. Es posible que a veces las muevan las buenas intenciones, pero sus profecías raramente se cumplen al pie de la letra.

Richard se desinfló al darse cuenta de que la Hermana tenía razón. Desde luego, parecía saber mucho sobre brujas. De hecho, compartían la misma opinión sobre ellas.

— Shota parecía muy segura de lo que decía. Estaba asustada.

— Eso no lo dudo. Cualquier persona sensata siempre tiene miedo del Innombrable. Pero yo no daría mucho crédito a lo que dijo.

— No es sólo lo que dijo. Han ocurrido otras cosas.

— ¿Por ejemplo? —preguntó la Hermana, denotando curiosidad.

— Un aullador.

— Ya. Un aullador. ¿Me estás diciendo que has visto a un aullador? —Calmada, la mujer clavó de nuevo sus ojos marrones al frente.

— ¿Visto? ¡Me atacó! Los aulladores son seres del inframundo. Los envía el Innombrable. ¡Envió a uno a través del desgarrón en el velo para matarme!

— Cuánta imaginación tienes, Richard. Creo que has oído demasiadas canciones infantiles.

— ¿Qué quieres decir? —Richard tenía que hacer esfuerzos para no estallar.

— En efecto, los aulladores son seres del inframundo, al igual que otras bestias como los canes corazón. Pero no son «enviados» como tú dices. Sólo se escapan. Vivimos en un mundo en el que conviven el bien y el mal, la luz y la oscuridad. El Creador nunca pretendió que fuese un mundo perfecto, a salvo de todo mal. Nosotros no siempre podemos entender sus razones, pero las tiene y es perfecto. Tal vez, los aulladores están para mostrarnos el lado oscuro. No lo sé. Pero sí sé que son un mal que, a veces, viene a nosotros. No eres el primer poseedor del don al que atacan. Es posible que el don los atraiga. Quizás es una prueba, o una advertencia del corrompido mal que espera a quienes se apartan de la Luz.

— Pero… hay profecías que dicen que son enviados cuando el velo se rasga, que el Innombrable los envía.

— ¿Cómo sería eso posible, Richard? ¿Acaso el velo se ha rasgado antes?

— ¿Cómo quieres que yo lo sepa? —Tras un momento de reflexión, añadió—: No veo cómo eso hubiera sido posible. Si se rasgó, ¿cómo fue reparado? No podría haber sucedido sin que nadie se diera cuenta. ¿Adónde quieres llegar?

— Bueno, si el velo nunca se ha rasgado, ¿cómo pudo el Innombrable enviar a sus aulladores? ¿Cómo podríamos nosotros saber qué son? ¿Cómo tendrían un nombre?

Fue el turno de Richard de fruncir el entrecejo.

— Tal vez los conocemos como aulladores porque así se los nombra en la profecía.

— ¿Has leído esa profecía?

— Bueno, no. Kahlan me habló de ella.

— ¿Y ella sí la había leído, con sus propios ojos?

— No. La aprendió cuando era niña. En una canción que le cantaron unos magos. —El ceño de irritación de Richard se hizo más profundo.

— En una canción. —La Hermana no lo miró, pero su sonrisa se hizo más amplia—. Richard, no pretendo tomar tus temores a la ligera, pero las cosas que se repiten una y otra vez, sobre todo en una canción, van tergiversándose con el tiempo.

»En cuanto a las profecías, bueno, todavía son más indescifrables que las palabras de una bruja. En el palacio tenemos bóvedas llenas de ellas. Es posible que, como parte de tu educación, puedas trabajar con ellas. Yo he leído todas las que guardamos, y puedo decirte que se escapan a la comprensión de casi todo el mundo. Si no vas con mucho tiento, seguro que encuentras una profecía que diga cualquier cosa que quieres oír. O, al menos, creerás que eso es lo que quieres oír. Algunos magos dedican toda su vida al estudio de las profecías y, no obstante, sólo comprenden una pequeña parte de ellas.

— No es una amenaza que pueda ser tomada a la ligera.

— ¿Crees que resulta tan sencillo rasgar el velo? Ten fe, Richard. El Creador hizo el velo. Ten fe en Él.

Richard cabalgó en silencio un rato. Las palabras de la hermana Verna tenían sentido. El joven tenía la impresión de que su concepción del mundo se tambaleaba.

Pero le costaba demasiado concentrarse en eso, pues Kahlan no cesaba de colarse en sus pensamientos. El corazón se le rompía al recordar que le había exigido que se pusiera el collar para demostrarle su amor, sabiendo que eso los iba a separar. La traición ardía dolorosamente dentro de su pecho.

Con la uña del pulgar daba golpecitos en las riendas. Al fin, se volvió de nuevo hacia su acompañante y le dijo:

— Eso no es todo. Todavía no te he contado lo peor.

— ¿Hay más? Pues dímelo —lo animó, con una maternal sonrisa—. Tal vez pueda aplacar tus miedos.

Richard lanzó un profundo suspiro para tratar de liberarse al menos de parte del dolor que sentía.

— El hombre al que maté, Rahl el Oscuro, mi padre… bueno, cuando murió fue enviado al inframundo para reunirse con el Cus… el Innombrable. Anoche escapó. Escapó por el desgarrón en el velo. Ahora está de nuevo en este mundo y se propone acabar de romper el velo.

— ¿Y tú sabes que de verdad fue enviado a reunirse con el Innombrable? Fuiste al inframundo y lo viste llegar; lo viste al lado del Innombrable, ¿no es eso?

La hermana Verna sabía cómo enfurecerlo. Richard trató de no pensar en cómo escocían sus pullas.

— Hablé con él cuando regresó a este mundo. Él mismo me lo dijo. Me dijo que había vuelto para acabar de desgarrar el velo. Dijo que todos caeríamos en manos del Custodio. Un muerto regresa a este mundo. ¿Es que no lo ves? Sólo puede hacerlo si atraviesa el velo.

— ¿Me estás diciendo que tú estabas tranquilamente sentado y un hombre muerto se acercó a ti y te habló?

Richard la miró ceñudo, pero ella seguía mirando al frente.

— Fue durante una reunión de la gente barro. Yo trataba de hablar con los espíritus de sus antepasados para tratar de averiguar el modo de cerrar el velo, cuando él apareció.

— Ah. Ya veo. —La mujer asintió, con gesto de satisfacción.

— ¿Qué es lo que ya ves?

La hermana Verna puso cara de una tolerancia fruto de tener que dar explicaciones a niños.

— ¿La gente barro te hizo beber una poción mágica o comer algo antes de ver a los espíritus?

— ¡No!

— ¿Sólo te sentaste con ellos y viste los espíritus?

— Bueno, no exactamente. Primero hubo un banquete que duró un par de días. Los ancianos comieron y bebieron cosas especiales. Pero yo no. Luego nos pintamos con barro y entramos en la casa de los espíritus con siete ancianos. Nos sentamos en círculo, y los ancianos cantaron un rato. Entonces fueron pasando un cesto, y cada uno cogía un sapo sagrado y se frotaba el limazo del lomo en la piel y…

— Sapos —lo interrumpió la Hermana—. ¿Eran rojos?

— Pues sí. Sapos sagrados rojos.

— Los conozco. —Con una sonrisa, la Hermana dirigió de nuevo la vista al frente—. Te causaban hormigueo en la piel, ¿verdad? Y luego viste a los espíritus.

— Eso es simplificarlo mucho, pero sí, supongo que puede resumirse así. ¿Qué tratas de decirme?

— ¿Has viajado mucho por la Tierra Central? ¿Conoces a la mayoría de los pueblos que la habitan?

— No. Yo provengo de la Tierra Occidental. Apenas sé nada de los habitantes de la Tierra Central.

— Comprendo. En la Tierra Central viven muchos pueblos que no conocen la luz del Creador. Estos infieles adoran todo tipo de cosas: ídolos, espíritus, etc. Son salvajes que mantienen costumbres centradas en falsas creencias. En general, todos comparten una misma cosa: usan alimentos o bebidas sagradas para que los ayuden a «ver» a sus «espíritus protectores».

»Por lo visto, la gente barro usa la sustancia que poseen los sapos rojos para tener las visiones de lo que desean ver.

— ¿Visiones?

— El Creador ha puesto muchas plantas y animales en este mundo para que los usemos. Su poder trabaja de manera invisible. Por ejemplo, una infusión de corteza de sauce baja la fiebre, y hay muchas cosas que si las comemos nos hacen enfermar o, incluso, pueden matarnos. El Creador nos dio inteligencia para discernirlas. Otras cosas, si las comemos o, como en el caso de los sapos rojos, las frotamos contra la piel, nos hacen ver cosas como cuando soñamos.

»En su ignorancia, los salvajes creen que esas visiones son reales. Esto es lo que te ocurrió a ti. Cuando te frotaste el limazo de un sapo rojo, tuviste visiones, que te parecieron aún más reales por el justo temor que te inspira el Innombrable. Si esos espíritus fuesen reales, ¿por qué sería necesario usar una planta especial, un alimento, una bebida o, en este caso, un sapo rojo, para verlos y hablar con ellos?

»Por favor, no creas que me burlo de ti, Richard. Las visiones pueden parecer muy reales. Cuando uno está bajo su influjo, pueden parecerle más reales que la vida misma. Pero no es más que una ilusión.

Richard se resistía a creer las explicaciones de la Hermana, aunque comprendía de qué estaba hablando. Desde muy niño, Zedd se lo había llevado al bosque para recolectar determinadas plantas con poderes curativos: aum para quitar el dolor y acelerar la cicatrización de pequeñas heridas, o raíz de zarzo para calmar el dolor de heridas más profundas. Zedd le había enseñado qué plantas iban bien para la fiebre, la digestión, los dolores del parto o los mareos, qué plantas debía evitar, cuáles eran peligrosas y otras que provocaban visiones. No obstante, no podía creer que se hubiera imaginado a Rahl el Oscuro.

— Rahl me quemó—. Richard dio golpecitos al vendaje por encima de la camisa—. No pudo ser una visión. Rahl el Oscuro estaba allí, alargó una mano y me quemó la piel. No me lo estaba imaginando.

La Hermana se encogió ligeramente de hombros.

— Pudieron pasar dos cosas: después de frotar el sapo contra tu piel ya no podías ver la sala en la que te encontrabas, ¿verdad?

— Verdad. Es como si hubiera sido absorbida en un oscuro vacío.

— Bueno, la vieras o no, continuaba allí. Estoy segura de que los salvajes habían encendido un fuego. Cuando te quemaste no estabas sentado, sino que estabas de pie, moviéndote, ¿verdad?

— Sí —admitió el joven de mala gana.

La Hermana frunció los labios.

— En el estado en el que te encontrabas, es muy probable que cayeras y te quemaras con una rama del fuego y te imaginaras que el espíritu de Rahl el Oscuro te había quemado.

Richard empezaba a sentirse rematadamente estúpido. ¿Y si la Hermana tenía razón? ¿Podría ser algo tan sencillo? ¿De verdad era tan crédulo?

— Hablaste de dos posibilidades. ¿Cuál es la segunda?

La Hermana cabalgó en silencio unos momentos. Cuando habló, su voz sonó más queda y tenebrosa que antes.

— El Innombrable siempre trata de ganar adeptos. Aunque está aislado por el velo, sus tentáculos pueden llegar hasta nuestro mundo y puede hacernos daño. Es muy peligroso. El lado oscuro siempre es peligroso. Cuando personas ignorantes flirtean con el lado oscuro se exponen al peligro de llamar la atención del Innombrable o de uno de sus secuaces. Es posible que realmente te tocara, que te quemara uno de sus perversos servidores. Existen cosas muy peligrosas, pero la gente es demasiado estúpida para rehuirlas. A veces, esas cosas pueden matar.

»Ése es uno de nuestros trabajos —prosiguió, con voz más animada—: intentar enseñar a quienes aún no han visto la luz del Creador el camino de la Luz para que se aparten de las cosas oscuras y peligrosas.

A Richard no se le ocurría nada que pudiera refutar la versión de lo sucedido de la Hermana. Sus palabras tenían sentido. Si tenía razón, eso significaría que Kahlan no estaba realmente en peligro, que podía considerarse a salvo. Deseaba tanto creer eso. Lo deseaba con desesperación, pero…

— Admito que podrías tener razón, pero sigo sin estar convencido. Hay cosas que no puedo expresar con palabras.

— Lo entiendo, Richard. Resulta duro admitir que nos hemos equivocado. A nadie le gusta admitir que lo han engañado o que ha hecho el ridículo, pues eso duele. Una parte importante de crecer y aprender es ser capaces de defender la verdad ante todo, aunque signifique admitir que hemos albergado ideas estúpidas.

»Por favor, Richard, créeme, no creo que seas ningún estúpido por haber creído eso. Tu miedo es totalmente comprensible. Lo que distingue al sabio es que busca la verdad y admite que siempre puede aprender más de lo que ya sabe.

— Pero todo está relacionado y…

— ¿Tú crees? Una persona sabia no engarza las cuentas de unos hechos que no guardan relación alguna para formar una gargantilla con ellas sólo porque desea que estén conectados. Una persona sabia ve la verdad aunque a veces ésta sea inesperada. La gargantilla de la verdad es la más hermosa que podemos llegar a llevar.

— La verdad —masculló Richard para sí. Él era el Buscador de la Verdad, y se suponía que su objetivo era justamente perseguir la verdad. Estaba tejido con alambre de oro en la empuñadura de su espada: la Espada de la Verdad. Pero habían sucedido cosas que no le podía explicar a la Hermana con palabras. ¿Cómo podría hacérselas entender? ¿Acaso se estaba engañando a sí mismo?

Entonces recordó la Primera Norma de un mago: la gente estaba dispuesta a creer cualquier cosa, ya fuera porque quería que fuese verdad o porque temía que lo fuera. Ya sabía por experiencia que él no estaba inmunizado contra ello; no estaba inmunizado contra creer en una mentira.

Había creído que Kahlan lo amaba. Había creído que Kahlan jamás haría nada que pudiera hacerle daño. No obstante, lo había apartado de su lado. Richard sintió que se le formaba de nuevo un nudo en la garganta.

— Te estoy diciendo la verdad, Richard. Estoy aquí para ayudarte. —El joven no respondió. No la creía. Como en respuesta a sus pensamientos, la Hermana preguntó—: ¿Y el dolor de cabeza?

La pregunta lo dejó pasmado. No la pregunta en sí, sino la respuesta.

— Pues… ha desaparecido. El dolor de cabeza ha desaparecido por completo.

La hermana Verna sonrió, satisfecha.

— Tal como te prometí, el rada’han te ha quitado el dolor. Sólo queremos ayudarte, Richard.

— También dijiste que el propósito del collar es controlarme —le recordó el joven.

— Así es, para que podamos enseñarte. Es preciso que alguien te controle mientras aprendes. Es para protegerte, Richard.

— Y para hacerme daño. Tú misma dijiste que era para causarme dolor.

La mujer se encogió de hombros y abrió las palmas hacia el cielo, con las riendas entrelazadas en los dedos.

— Acabo de hacerte daño. Te acabo de demostrar que creías algo estúpido. ¿Acaso eso no te ha dolido? ¿No te duele darte cuenta de que estabas equivocado? ¿Pero no es mejor saber la verdad que creer una mentira, aunque duela?

Richard rehuyó la mirada de la Hermana mientras pensaba en la verdad de que Kahlan lo había obligado a ponerse el collar y lo había apartado de su lado. Esa verdad, la verdad de que no era lo suficientemente bueno para ella, le dolía mucho más que cualquier otra cosa.

— Supongo que sí —dijo—. Pero odio llevar este collar. Lo odio.

Estaba harto de tanta charla. El pecho le dolía, y sentía todos los músculos agarrotados. Estaba agotado y echaba de menos a Kahlan. Pero Kahlan lo había obligado a ponerse el collar y lo había mandado lejos. Mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, sintiéndolas como hielo en la piel, dejó que el caballo que montaba y el que iba atado a su silla se quedaran retrasados con respecto al de la Hermana.

Cabalgaba en silencio. Su yegua iba arrancando matas de hierba que masticaba mientras avanzaba lentamente. En general, Richard no permitía que un caballo comiera con el bocado en la boca, pues le impedía masticar correctamente y podría tener un cólico. Más de uno había perdido un buen caballo por culpa de un cólico. Pero, ese día, Richard se limitó a acariciar el cálido cuello del animal y a darle unas palmaditas para tranquilizarlo.

Era agradable tener compañía que no le dijera que era un estúpido, que no lo juzgara ni le exigiera nada. Él jamás haría eso a un caballo. Mejor ser un caballo que una persona: anda, gira, para. Nada más. Mejor ser cualquier cosa que quien era.

Pese a las palabras de la hermana Verna, Richard sabía que no era más que un cautivo. Nada de lo que la Hermana dijera podría cambiar esa verdad.

Si quería recuperar la libertad, tendría que aprender a controlar el don. Tal vez, cuando lo lograra, las Hermanas se darían por satisfechas y lo soltarían. Aunque Kahlan ya no quisiera saber nada de él, al menos sería libre.

Eso era exactamente lo que haría, decidió: aprendería a controlar el don tan deprisa como pudiera, para así poder quitarse el collar y volver a ser libre. Zedd siempre le había dicho que aprendía muy deprisa. Bueno, pues lo aprendería todo. Además, siempre le había gustado aprender, siempre había deseado saber más y más. Nunca tenía bastante. La perspectiva de aprender cosas nuevas lo animó un tanto, pues era algo que le encantaba. Tal vez no sería tan malo estar con las Hermanas. Sabía que podía hacerlo. Además, no le quedaba otro remedio.

Se acordó de cómo Denna lo había entrenado, cómo le había enseñado.

El corazón se le cayó a los pies. Se estaba engañando a sí mismo. Las Hermanas nunca lo dejarían libre. No iba a aprender por el simple gusto de hacerlo ni tampoco lo que deseara aprender, sino que aprendería lo que las Hermanas de la Luz quisieran enseñarle; y esto no necesariamente tenía por qué ser la verdad. Iban a darle lecciones sobre el dolor. No había esperanza para él.

Mientras cabalgaba, no dejaba de darle vueltas a estos sombríos pensamientos. Él era el Buscador, el portador de la muerte.

Cada vez que mataba a alguien con la Espada de la Verdad, sabía que eso era lo que él era. Eso era lo que hacía el Buscador, lo que el Buscador era: el portador de la muerte.

Cuando el cielo empezó a inflamarse con tonalidades rosa, amarillas y doradas, Richard se fijó en unas manchas blancas en la distancia. No era nieve, pues ésta no había cuajado. Además, las manchas se movían. La hermana Verna no comentó nada al respecto; simplemente siguió cabalgando. Por las largas sombras que el sol proyectaba desde atrás, Richard se dio cuenta de que viajaban en dirección este.

Al aproximarse lo suficiente, reconoció las formas blancas que invadían el camino y que se tornaban rosa con los últimos rayos del sol. Era un pequeño rebaño de ovejas. Al pasar entre ellas, vio que los pastores eran bantak por su manera de vestir.

Tres bantak se acercaron a Richard sin hacer caso alguno a la hermana Verna. Farfullaban algo ininteligible, pero sus palabras revelaban algo así como veneración. Los tres se hincaron de rodillas e inclinaron la cabeza, al tiempo que extendían los brazos y apoyaban las manos en el suelo hacia él. Richard puso la yegua al paso y los miró. Los bantak se pusieron de pie y le dirigieron palabras que no pudo entender.

Richard alzó una mano a modo de saludo, lo cual pareció satisfacerlos. Los tres sonrieron e inclinaron la cabeza varias veces más, mientras el joven pasaba por su lado. Los pastores trotaron a su lado e intentaron obligarlo a aceptar todo tipo de cosas: pan, fruta, tiras de cecina, un trapo, una bufanda sucia, colgantes hechos con colmillos, huesos y cuentas e, incluso, sus propios cayados.

El joven forzó una sonrisa y, por señas que le pareció que entenderían, intentó declinar los obsequios sin que se ofendieran. Uno de los tres insistía en regalarle un melón. Como quería evitar problemas, Richard acabó por aceptarlo y se lo agradeció con repetidas inclinaciones de cabeza. Todos parecieron muy orgullosos y no dejaron de saludar con la cabeza hasta que el joven los perdió de vista. Richard les dirigió un último saludo y guardó el melón en la alforja.

La hermana Verna había dado la vuelta a su caballo y esperaba que la alcanzara. Pese a que aguardaba con el entrecejo fruncido, Richard no metió prisa a su caballo, sino que dejó que fuera a su propio ritmo. «A ver qué quiere ahora», se dijo.

Al ponerse por fin a su altura, la Hermana se inclinó hacia él y le preguntó:

— ¿Por qué dicen esas cosas?

— ¿Qué cosas? No entiendo su idioma.

— Creen que eres un mago. ¿Por qué? ¡Vamos, responde! —exigió, muy irritada.

Richard se encogió de hombros.

— Supongo que es porque yo mismo se lo dije.

— ¿Qué? —la hermana se retiró la capucha de la capa—. ¡Tú no eres ningún mago! ¡No tienes derecho alguno de decirles eso! ¡Les mentiste!

— Tienes toda la razón; no soy ningún mago. Y sí, les mentí —replicó Richard, cruzando las muñecas por encima del alto pomo de la silla.

— ¡Mentir es un crimen contra el Creador!

— No lo hice para jugar a ser mago —se defendió Richard, tras lanzar un cansino suspiro—. Lo hice para detener una guerra. Era el único modo de impedir que un montón de gente muriera. Funcionó, y nadie salió mal parado. Volvería a hacerlo para evitar muertes.

— Mentir es pecado. El Creador detesta las mentiras.

— ¿Ese Creador tuyo prefiere acaso los asesinatos?

La hermana Verna pareció que iba a escupirle fuego.

— Es el Creador de todo el mundo, no solamente el mío. Y odia las mentiras.

— Te lo ha dicho él en persona, ¿verdad? —dijo Richard, tras evaluar por un instante la acalorada expresión de su compañera—. Se acercó a ti, se sentó a tu lado y te dijo: «Hermana Verna, quiero que sepas que odio las mentiras», ¿no es eso?

La Hermana hizo rechinar los dientes y repuso airadamente:

— Pues claro que no. Está escrito en libros.

— Ah, ya. Bueno, entonces seguro que es verdad. Todo el mundo sabe que algo que está escrito y se atribuye a alguien tiene que ser cierto.

— Estás tratando a la ligera las palabras del Creador. —Los ojos de la hermana Verna eran dos ascuas ardientes.

Richard se inclinó hacia ella, y parte de su propia furia afloró para decir:

— Y tú, hermana Verna, tratas a la ligera las vidas de personas a las que consideras infieles.

La mujer se detuvo e hizo un esfuerzo para calmarse un poco.

— Richard, debes aprender que mentir está mal. Muy mal. Va en contra del Creador y en contra de lo que enseñamos. Si tú eres un mago, entonces un niño de tres años es un anciano. Llamarte a ti mismo mago cuando no lo eres es una mentira, una repugnante mentira. Más que eso; una profanación. Tú no eres un mago.

— Hermana Verna, sé perfectamente que mentir está mal. No tengo por costumbre ir por ahí diciendo mentiras, pero, visto en perspectiva, creo que es preferible mentir a que nadie muera. No había otro modo.

La Hermana hizo una profunda inspiración y asintió, con lo que sus rizos castaños se agitaron.

— Tal vez tienes razón, siempre que seas consciente de que mentir está mal. Pero no lo conviertas en una costumbre. No eres ningún mago.

Richard la miró fijamente, agarrando con más fuerza las riendas.

— Sé muy bien que no soy ningún mago, hermana Verna. Sé muy bien quién soy —Richard oprimió las costillas de su montura entre las piernas para azuzar al animal—: soy el portador de la muerte.

Rápida como el rayo, la mano de la Hermana lo agarró por una manga, obligándolo a dar la vuelta sobre su silla. Richard tiró de las riendas y la miró. La mujer tenía los ojos muy abiertos.

— ¿Qué acabas de decir? —susurró en tono apremiante—. ¿Cómo te has llamado?

— Soy el portador de la muerte —contestó él, sin inmutarse.

— ¿Quién te impuso ese nombre?

Richard estudió la faz cenicienta de la Hermana.

— Sé qué significa llevar esta espada. Sé qué comporta desenvainarla. Lo sé mejor que cualquier otro Buscador que me haya precedido. Es parte de mí, y yo soy parte de ella. Usé la magia de la espada para matar a la última persona que me puso un collar al cuello. Sé en qué me convierte. Mentí a los bantak porque no quería que nadie muriera. Pero había otra razón. Los bantak son un pueblo pacífico, y no quería que aprendieran el horror que supone matar. Yo he aprendido demasiado bien esa lección. Tú mataste a la hermana Elizabeth, por lo que es posible que también lo sepas.

— ¿Quién te impuso el nombre de «portador de la muerte»? —insistió la Hermana.

— Nadie. Yo mismo me he llamado así, porque es lo que soy y lo que hago: llevar la muerte.

— Ya veo —replicó la Hermana, soltándole la camisa. Ya empezaba a dar media vuelta a su caballo cuando Richard pronunció su nombre en tono autoritario. La Hermana se detuvo.

— ¿Por qué? ¿Por qué esa insistencia en saber quién me impuso el mote? ¿Por qué es tan importante?

La ira de la mujer se había desvanecido, siendo reemplazada por un asomo de temor.

— Ya te lo he dicho. He leído todas las profecías que se guardan en palacio, y hay una que cita literalmente esas palabras: «Él es el portador de la muerte, y así se llamará a sí mismo».

— ¿Y qué dice el resto de la profecía? —quiso saber Richard, entornando los ojos—. ¿Dice también que te mataré, así como a cualquier otra persona, para desembarazarme de este collar?

— Las profecías no deben ser vistas ni oídas por personas no preparadas para ello —replicó la Hermana, rehuyendo su mirada.

La hermana Verna azuzó de repente a su montura y la lanzó al galope. Mientras la seguía, Richard decidió cambiar de tema. En realidad, no le interesaban en absoluto las profecías. En lo que a él respectaba, no eran más que acertijos, y Richard odiaba los acertijos. Si era preciso comunicar algo importante, ¿qué sentido tenía expresarlo en forma de un acertijo? Los acertijos no eran más que juegos estúpidos y triviales.

Mientras cabalgaba, se preguntaba a cuántas personas tendría que matar para desembarazarse de ese collar. Una o cien, no importaba. La sangre le hervía con sólo pensar que lo arrastrarían del rada’han como a un perrito. El joven hizo rechinar los dientes, los músculos de la mandíbula se le tensaron y aferró con fuerza las riendas.

El portador de la muerte. Mataría a cuantos hiciera falta. Se libraría del collar o moriría en el intento. La cólera y el ansia de matar invadieron todas las fibras de su ser.

Sobresaltado, se dio cuenta de que estaba conjurando la magia de la espada sin necesidad de desenvainarla. Ya no necesitaba empuñarla para hacerlo. El joven notaba cómo la hormigueante furia de la espada mágica le recorría todo el cuerpo. Haciendo un esfuerzo, la ahogó y procuró calmarse.

Además de despertar la furia y el odio de la espada, también sabía cómo apelar la otra cara: la magia blanca. Las Hermanas no sabían que podía hacerlo. Richard confiaba en que no tendría motivos para enseñárselo, pero, si era necesario, no vacilaría. Fuese del modo que fuese, se quitaría el collar. Para ello usaría una u otra cara de la magia de la espada o ambas. A su debido tiempo. Todo a su debido tiempo.

El crepúsculo se teñía ya con resplandores violeta cuando la hermana Verna decidió hacer un alto para pasar la noche. La mujer se abstuvo de dirigirle la palabra a Richard. Éste ignoraba si seguía enfadada, pero tampoco le importaba.

El joven ató los caballos a corta distancia del improvisado campamento, en una hilera de pequeños sauces que crecían a la orilla de un arroyo, les quitó las bridas y las reemplazó por un cabestro. Su yegua zaina sacudió la cabeza, contenta de verse libre del bocado. Richard comprobó que se trataba de un agresivo bocado curvo; pocos empujaban de manera más cruel.

Richard era de la opinión que las personas que los usaban eran gente que consideraba a los caballos meras bestias que los humanos debían conquistar y controlar. Tal vez esas personas deberían llevar un bocado curvo en la boca, a ver si les gustaba. Un caballo bien enseñado no necesitaba nada más que un bridón articulado. Y, si además de enseñarles se les daba un poco de entendimiento, ni siquiera necesitaban bocado. Seguramente, algunas personas preferían castigar antes que ejercitar la paciencia.

A modo de prueba, Richard alzó una mano para acariciar una oreja del caballo, con la punta negra. La yegua apartó decidida la cabeza de su mano.

— Vaya, vaya —murmuró—, por lo visto también les gusta retorcerte las orejas. Yo no pienso hacerte eso, amiga mía —prosiguió, mientras rascaba el cuello del caballo y le daba palmaditas. El animal lo aceptó de buena gana.

Richard fue a buscar agua al arroyo en un cubo de lona y apenas permitió que los caballos bebieran, pues seguían acalorados. En una de las alforjas encontró cepillos, y se tomó su tiempo para almohazarlos y luego limpiarles los cascos. Tardó más tiempo del necesario porque prefería la compañía de los animales a la de la Hermana.

Al acabar, cortó parte de la corteza del melón que le habían regalado los bantak y ofreció un pedazo a cada caballo. Pocas cosas gustaban más a los caballos que la corteza de melón. Los tres la devoraron con entusiasmo. Era la primera vez que mostraban entusiasmo por algo. Después de haber visto los bocados que llevaban, a Richard no le extrañaba nada.

Cuando decidió que el pecho le dolía demasiado para seguir de pie, regresó donde la hermana Verna estaba sentada, encima de una pequeña manta, y estiró la suya propia en el suelo frente a ella. Cruzó las piernas y sacó de la mochila un pedazo de torta de pan de tava, más por hacer algo que porque tuviera hambre. Ofreció un poco a la Hermana, y ésta aceptó. Luego partió el melón y reservó la corteza, para después. Asimismo ofreció a la Hermana un pedazo de la fruta.

— Fue entregada bajo engaño —declinó, mirando la fruta con frialdad.

— Fue una muestra de agradecimiento por haber impedido una guerra.

— Es posible. —Finalmente, la hermana Verna cedió de mala gana.

— Si quieres, yo me ocupo de la primera guardia —sugirió el joven.

— No es necesario.

Richard la estudió en la penumbra mientras masticaba un trozo del jugoso melón.

— Por la Tierra Central rondan canes corazón y otras bestias. Además, podría atraer a otro aullador. Creo que sería más sensato hacer guardias.

La mujer arrancó con las manos un trozo de pan de tava sin alzar la vista.

— Conmigo estás seguro. No hay necesidad de hacer guardias.

La mujer hablaba con voz monótona. No sonaba enfadada, pero casi. Richard comió en silencio un rato, tras lo cual decidió tratar de alegrar un poco el ambiente.

— Yo estoy aquí, y tú estás aquí —dijo, fingiendo una animación que no sentía—. Llevo el rada’han. ¿Y si me empiezas a enseñar a controlar el don?

— Habrá tiempo de sobra para enseñarte cuando estemos en el Palacio de los Profetas.

Pareció que, de repente, el aire se enfriaba. La cólera de Richard se inflamó. La furia de la espada gritaba ser liberada, pero Richard la contuvo.

— Como quieras —replicó.

— Hace frío —dijo la hermana Verna, mientras se estiraba sobre la manta y se abrigaba con la capa—. Enciende una hoguera.

Richard se llevó el último pedazo de pan de tava a la boca y esperó a habérselo tragado antes de replicar con suavidad. Los ojos de la mujer lo observaban.

— Me sorprende que no sepas más de magia, hermana Verna, concretamente dos palabras mágicas que obran milagros. Son dos palabras capaces de lograr mucho más de lo que imaginas. Son las palabras «por favor». Yo no tengo frío. Si quieres un fuego, enciéndelo tú misma. Yo voy a hacer la guardia. Ya te dije antes que no me fío de nada. Si nos matan por la noche, no será antes de que yo dé la alarma.

El joven le volvió la espalda sin esperar respuesta. No quería oír nada de lo que la mujer pudiera decirle. Tras alejarse una buena distancia por la hierba seca, halló un montículo de tierra alrededor de la guarida de una marmota y se dejó caer sobre él para vigilar. Y también para pensar.

Era una noche de luna. Ésta lo contemplaba fijamente desde lo alto y arrojaba una pálida luz plateada sobre el vacío paisaje que lo rodeaba. Esa luz le bastaba para ver sin tener que esforzarse. Richard inspeccionó la desierta campiña mientras rumiaba. Por mucho que tratara de pensar en otras cosas, era inútil. Sólo podía pensar en una: Kahlan.

Después de enjugarse algunas lágrimas, dobló las rodillas y se las abrazó. Se preguntaba qué estaría haciendo ella, dónde estaba y si lograría reunirse con Zedd. Se preguntaba si aún le importaba lo suficiente para intentarlo.

La luna se desplazaba despacio por el cielo, bañándolo en su luz. ¿Qué iba a hacer? Se sentía perdido.

En su mente dibujó el rostro de Kahlan. Hubiera conquistado el mundo sólo para ver cómo le sonreía y para regocijarse en la calidez de su amor. Richard estudió la faz de la mujer en su mente, se imaginó sus ojos verdes y su hermoso cabello.

Entonces recordó el mechón de pelo que Kahlan le había metido en el bolsillo. Lo sacó y lo contempló a la luz de la luna. Era un mechón que había trenzado y sujetado por el centro con una cinta de su vestido de boda, y recordaba un ocho girado de costado. Asimismo era el símbolo del infinito.

Richard hizo rodar el mechón entre los dedos índice y pulgar, y lo contempló mientras giraba. Kahlan se lo había dado para que la recordara. Era un recuerdo de ella. Porque nunca más volvería a verla. Un dolor desgarrador le impedía respirar.

Aferró el agiel lo más fuerte que pudo, hasta que la muñeca empezó a temblarle por el esfuerzo. El dolor combinado del agiel y de la pena que le desgarraba el corazón se convirtieron en un ardiente tormento. Richard dejó que distorsionara su percepción hasta que no lo pudo soportar por más tiempo, y entonces siguió aguantando y aguantando hasta desplomarse en la base del montículo de tierra, apenas consciente.

Jadeaba, tratando de respirar. El dolor había borrado de un plumazo todos los pensamientos de su mente. Aunque sólo por breves minutos, su mente se había visto libre de la angustia. Richard se quedó tendido en el suelo mucho rato, recuperándose.

Cuando al fin fue capaz de volverse a incorporar, se dio cuenta de que tenía aún entre los dedos el mechón de cabello. Se quedó mirándolo a la luz de la luna, recordando que la hermana Verna le había reprochado haberle dicho a los bantak una mentira. Una repugnante mentira. Ésas habían sido las mismas palabras que había empleado Kahlan; lo había acusado de que su amor por ella no era más que una repugnante mentira. Esas palabras le dolían más que el agiel.

— No es una mentira —musitó—. Yo haría cualquier cosa por ti, Kahlan.

Pero no era suficiente. Ponerse el collar no era suficiente. Él no era suficiente. Era el hijo de un monstruo. Ahora sabía qué quería Kahlan, lo que realmente quería.

Quería librarse de él.

Quería que se pusiera el collar para que se lo llevaran lejos y así ser libre.

— Yo haría cualquier cosa por ti, Kahlan —sollozó.

Se levantó y pasó la mirada por la vacía pradera. El oscuro horizonte rilaba, convertido en una mancha desdibujada.

— Cualquier cosa —repitió—. Incluso esto. Te dejo libre, amor mío.

Richard cayó de rodillas y luego de bruces al suelo, sollozando. Lloró y lloró hasta que ya no le quedaron más lágrimas. Se quedó tumbado en el frío suelo, gruñendo de dolor hasta que se dio cuenta de que seguía asiendo el agiel. Lo soltó y al fin se incorporó. Exhausto, se apoyó contra el montículo de tierra.

Había acabado; finito. Se sentía vacío, muerto.

Tras un rato se puso en pie y, lentamente, desenvainó la Espada de la Verdad.

Su vibración sonó como una suave melodía en el frío aire. Junto con el acero brotó la furia, que llenó el vacío interior de Richard y lo poseyó por completo. El joven dio la bienvenida a esa rabia, se sumergió en ella, dejándose invadir. Respiraba agitadamente con el ansia de matar.

Su mirada se deslizó hacia donde dormía la Hermana.

Al aproximarse a ella en silencio, vio la forma oscura de su cuerpo. Richard era un experto guía de bosque y sabía ser muy sigiloso.

Mientras se movía con soltura, sus ojos examinaban con cuidado el suelo así como la forma dormida de la hermana Verna. No se apresuró. No había necesidad de ello. Tenía todo el tiempo que necesitaba. El joven trató de respirar más despacio para no hacer ruido, pues la devoradora furia que lo invadía lo hacía jadear.

La idea de que llevaba otra vez un collar alimentó el furioso fuego que ardía en su interior, avivando el infierno.

La furia de la espada mágica le abrasaba todo el cuerpo como si por sus venas circulara metal fundido. Richard reconoció perfectamente esa sensación y se entregó a ella. Estaba más allá de todo lo razonable. Nada podría detenerlo. Nada, excepto el derramamiento de sangre, satisfaría al portador de la muerte.

Aferraba con tanta fuerza la empuñadura que sus nudillos estaban blancos. Sus músculos se mantenían al límite de la tensión, esperando dolorosamente ser liberados. Pero no los contendría mucho tiempo más. La magia de la Espada de la Verdad clamaba cumplir la voluntad de Richard.

Como una silenciosa sombra, bajó la mirada hacia la hermana Verna. La rabia le martilleaba la cabeza. El joven se pasó el filo del acero por la parte interior del antebrazo y tiñó ambos lados con su sangre, dando al acero lo que le reclamaba. La mancha oscura se fue deslizando por la caña y goteó por la punta. Richard notó su sangre húmeda y cálida en el brazo. Respiraba agitado cuando aferró la empuñadura con ambas manos.

Sentía el peso del collar alrededor del cuello. El filo se alzó, resplandeciente a la luz de la luna.

Richard miró a la Hermana, dormida a sus pies casi hecha un ovillo. Tenía frío y temblaba en el sueño. El joven se quedó allí, con la espada en lo alto, mirándola con dientes rechinantes y temblando con un poderoso anhelo. Kahlan no lo amaba. El hijo de un monstruo.

No. Monstruo por él mismo. Richard se vio a sí mismo de pie junto a la mujer dormida, la espada en el aire, presta para ser descargada.

Él era el monstruo.

Así lo veía Kahlan y lo había enviado lejos de ella, con un collar en el cuello, para que lo torturaran. Porque era un monstruo al que debía acollararse. Una bestia.

Las lágrimas le corrían por la cara. Despacio, la espada fue descendiendo hasta que la punta tocó el suelo. El joven se quedó mirando fijamente a la Hermana que, dormida, temblaba de frío. Así permaneció mucho tiempo.

Finalmente, en silencio, volvió a guardarse la espada en la funda, fue a coger su manta, tapó con ella a la hermana Verna y la arropó bien, procurando no despertarla. Entonces se sentó y la contempló hasta que dejó de temblar, tras lo cual se echó él mismo y se abrigó con la capa.

Aunque estaba exhausto y todo el cuerpo le dolía, no lograba conciliar el sueño. Sabía que las Hermanas iban a hacerle daño; justamente para eso era el collar. Cuando llegaran al palacio, lo torturarían.

En el fondo, ¿qué más daba?

Los recuerdos atravesaban raudos su mente, recuerdos de lo que Denna le había hecho. Recordaba perfectamente todo el sufrimiento y el dolor, la sensación de sentirse impotente y la sangre, su sangre.

Las visiones se prolongaron. Mientras viviera jamás podría olvidarlo. Apenas había acabado toda esa tortura, cuando ya volvía a empezar de nuevo. Nunca habría un final.

En su agitada mente un solo pensamiento lo consolaba: la hermana Verna le había asegurado que el Custodio jamás podría escapar, lo que significaba que Kahlan se hallaba a salvo. Eso era lo único realmente importante. Richard trató de olvidar todo lo demás y concentrarse en ese pensamiento. Finalmente, pudo dormirse.


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