Emergieron de la niebla y la bruma como los blancos colmillos de la muerte. En un primer momento un miedo cerval inmovilizó a sus asustadas presas, que enseguida emprendieron una precipitada huida para salvar la vida ante la blanca muerte. Pero colmillos de blanco acero las atravesaban sin piedad. Aterrorizados chillidos de muerte rasgaban el aire de la noche. La histeria impulsaba a los hombres a precipitarse involuntariamente hacia el frío y blanco acero que los esperaba.
Intrépidos soldados cataban el gusto del miedo antes de morir. El caos se iba extendiendo con gran griterío. El ruido de acero que entrechocaba, madera que se astillaba, lona que se rasgaba, cuero que crujía, huesos que se salían de sus articulaciones, fuegos que crepitaban, carros que se estrellaban, golpes sordos de carne y hueso al desplomarse en el suelo así como los gritos de hombres y bestias se confundían para conformar el fragor del terror. El tumulto iba avanzando empujado por la ola de muerte blanca.
El aire estaba saturado del penetrante olor de la sangre, que se imponía al aroma dulzón de la madera ardiendo, el acre olor del aceite que ardía en las lámparas así como de la brea, que quemaba produciendo una espesa humareda, y el terrible hedor de pelo y carne chamuscados.
Lo que la fría bruma aún no había humedecido, la sangre caliente se encargaba de cubrir de una resbaladiza pátina.
Ahora los blancos colmillos de acero estaban cubiertos de sangre y otros restos; la blanca nieve se convirtió en una alfombra empapada de manchas rojas. El frío aire se abrasaba con lenguas de fuego que se alzaban para teñir de naranja incandescente la espesa niebla. Unas siniestras y oscuras nubes de humo abrazaban el suelo, mientras que sobre ellas el cielo ardía.
Raudas flechas surcaban el aire, lanzas astilladas se perdían en la niebla mientras que puntas de picas quebradas giraban sobre sí mismas para ser engullidas por la oscuridad. Restos de tiendas desgarradas ondeaban y se agitaban como si una furiosa tormenta las golpeara. Espadas se alzaban y caían en oleadas acompañadas por los gruñidos de esfuerzo de quienes las empuñaban.
Había hombres corriendo en todas direcciones como un ejército de frenéticas hormigas. Algunos caían al suelo y sus vísceras se desparramaban por la nieve. Uno de los heridos, cegado por la sangre, fue dando tumbos sin rumbo hasta que una blanca sombra, un espíritu de muerte, pasó por su lado y lo abatió. Una rueda de carro avanzaba por el suelo rebotando, pero oscuras cortinas de acre humo que se iban desplazando rápidamente la ocultaron a la vista.
Nadie había dado la alarma, pues los centinelas habían sido los primeros en caer. En el campamento enemigo casi nadie se había dado cuenta de lo que sucedía hasta que ya fue demasiado tarde.
En un lugar que últimamente era el escenario de bulliciosas celebraciones, y en el que muchos de sus soldados estaban borrachos, era difícil percatarse de que ocurría algo fuera de lo normal. Muchos de los hombres que habían bebido la cerveza envenenada con bandu yacían alrededor de los fuegos, enfermos. Algunos estaban tan débiles que se quemaron vivos sin tratar siquiera de escapar de las tiendas en llamas. Y otros estaban tan borrachos que sonreían a los hombres que les atravesaban el vientre con una espada.
Incluso los que no estaban borrachos, o no tanto como para caer en el embotamiento, no se daban cuenta de lo que realmente ocurría. Después de todo, los alborotos y la confusión estaban a la orden del día en el campamento, y durante toda la noche ardían enormes hogueras tanto para calentarse como para reunirse en torno. Por lo general eran los únicos puntos de referencia en el desordenado trazado del lugar, por lo que los fuegos que sembraban la destrucción únicamente inquietaban a quienes estaban cerca.
Para los d’haranianos, las refriegas en el campamento eran simplemente un ingrediente más del jolgorio, y nadie se echaba las manos a la cabeza por oír los gritos de los hombres que eran apuñalados en altercados. Las posesiones personales solamente lo seguían siendo si uno era lo suficientemente bravo como para defenderlas ante los muchos dispuestos a arrebatárselas. Entre los d’haranianos, las alianzas eran arenas movedizas y podían durar bien toda una vida o, en la mayoría de los casos, no más de una hora, hasta que se presentaba una nueva alianza más ventajosa o provechosa. Debido al alcohol y al veneno, percibían los chillidos muy amortiguados.
Aunque en batalla eran unos soldados muy disciplinados, el resto del tiempo eran incontrolables casi hasta el punto de la anarquía. En las expediciones d’haranianas, la paga consistía en una parte importante del botín. Ésta era una de las razones por las que habían saqueado Ebinissia pese a toda su palabrería de una nueva ley, y la perspectiva de un nuevo saqueo probablemente despertaba en ellos una inquebrantable devoción al deber. En el campo de batalla o al primer sonido de alarma, se convertían en una perfecta máquina de combate, casi en una entidad de mente única, pero en el campamento, sin el propósito primordial de la guerra, eran miles de individuos que perseguían su interés particular.
Así pues, y puesto que no se había dado la alarma, apenas prestaron atención al ruido extra y a los gritos. El ruido que ellos mismos creaban haciendo canjes, contándose historias, riendo, bebiendo, jugando, luchando y teniendo tratos con las prostitutas, ahogaba la batalla no anunciada que se libraba a poca distancia. En caso necesario los oficiales los llamarían. Pero sin esa llamada que los reclamara al deber, su vida era suya, y que cada cual se apañara como pudiera con sus propios problemas. La muerte blanca los pilló completamente desprevenidos.
La aparición de los fantasmales espíritus los dejó paralizados, y más de uno gimió de temor al confundirlos con los espíritus de los shahari. Otros dieron por supuesto que la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos se había evaporado. O que, de algún modo, se habían visto transportados al inframundo.
De no mediar tanta cerveza, adulterada o no, las cosas seguramente habrían sido distintas. Pero el alcohol y la confianza en su superioridad numérica los había hecho vulnerables. Más de lo que nunca serían. Pero no todos estaban borrachos ni embotados; algunos se defendían con ferocidad.
Kahlan contemplaba la escena a lomos de su caballo de guerra, que se movía sin cesar. Observaba ese mar de cruda emoción desatada con su cara de Confesora.
Los hombres de la Orden Imperial no tenían ni ética ni moral. Eran animales que solamente comprendían la ley del poder; habían violado a las jóvenes en palacio y habían asesinado sin piedad a los habitantes de Ebinissia, desde los más ancianos a los recién nacidos.
Un hombre arremetió contra ella después de salvar el círculo de acero que la rodeaba y se agarró a su silla para sujetarse. Mirándola muy asombrado, le suplicó lloroso la piedad de los buenos espíritus. Kahlan le partió el cráneo.
Acto seguido giró el caballo y preguntó al sargento Cullen.
— ¿Hemos tomado ya las tiendas de los comandantes?
A una señal del sargento uno de los hombres desnudos pintados de blanco corrió a comprobarlo, mientras los atacantes se internaban cada vez más profundamente en el campamento de la Orden. Tan pronto como Kahlan divisó los caballos dio la señal. A su espalda oyó el sonido de cascos al galope y el estridente traqueteo de cadenas; eran las guadañas de la muerte preparadas para segar vidas.
Con un sonido semejante a un chiquillo que corriera junto a una valla pasando por ella un palo, las cadenas arrastradas a toda velocidad producían un chasquido de huesos combinado con un prolongado y ruidoso tableteo. Los relinchos de las bestias y el golpe sordo de sus cuerpos al desplomarse ahogaban el sonido de los cascos al galope y de los huesos al quebrarse.
Incluso los que estaban borrachos apartaron la vista de los blancos espíritus para posarla en el horrendo espectáculo. Fue lo último que vieron sus ojos. Hombres que salían a trompicones de las tiendas para ver, sin comprender, qué ocurría ante sus ojos. Otros vagaban sin rumbo con una jarra en las manos, posando su mirada de beodos de una escena a otra. Eran tantos que algunos tuvieron que esperar turno para morir.
Pero otros no estaban ebrios y, en vez de espíritus, veían hombres pintados de blanco. Comprendían que estaban siendo atacados y que esas afiladas espadas iban a por ellos. Los galeanos rodearon un foco de encarnizada resistencia y la sofocaron, pero a un alto coste. Kahlan reunió a sus hombres y se dispuso a clavar su cuña de blanco acero en el corazón del campamento enemigo.
Vio a dos hombres montados en enormes caballos de tiro, no pudo distinguir quiénes eran, que después de abatir a todos los caballos que habían podido encontrar ahora causaban estragos en una hilera de tiendas y sus indefensos ocupantes. De pronto, la cadena se enganchó con un sólido lecho de roca y lanzó a los caballos uno contra otro en brutal colisión. Los jinetes cayeron al suelo y un enjambre de hombres con espadas y hachas se lanzó sobre ellos.
Un hombre armado con una espada y alarmantemente sobrio apareció de repente junto a una pierna de Kahlan y alzó hacia ella una feroz mirada. Bajo esa penetrante mirada, Kahlan se sintió simplemente como una mujer desnuda montada sobre un caballo.
— Pero qué… —empezó a decir el hombre, después de recorrer todo su cuerpo con los ojos.
De su esternón brotaron treinta centímetros de acero, que le arrancaron un último gruñido.
— ¡Madre Confesora! —El hombre desnudo detrás de ella liberó la espada y señaló con ella—. ¡Las tiendas de los comandantes están por ahí!
Por el rabillo del ojo percibió movimiento al otro lado. Con un revés golpeó a un tambaleante borracho a un lado del cuello.
— ¡Vamos! ¡Hacia las tiendas de los comandantes! ¡Ahora!
Sus hombres abandonaron al enemigo al que estaban diezmando para seguirla. Kahlan saltaba con Nick por encima de hombres, hogueras y carros abollados. Los hombres la seguían sin pararse a matar a los confusos, aterrorizados y borrachos d’haranianos que pululaban por el campamento, pero eliminaban a cualquiera de ellos que les entorpeciera el paso. A veces no les quedaba otro remedio que encarar conatos de resistencia.
Las grandes tiendas de los comandantes estaban rodeadas por galeanos. Vigilaban a unos quince hombres a punta de espada. Ante ellos yacían al menos treinta cuerpos de espaldas a la nieve en ordenada hilera.
Otros galeanos estaban arrojando estandartes guerreros y banderas a una gran pila que ya ardía. Sobre la nieve se veían barriles vacíos desparramados. Cuando se había producido el ataque, los oficiales no habían impartido órdenes. El ejército de la Orden Imperial estaba huérfano de dirección.
El teniente Sloan señaló con la espada la hilera de cuerpos.
— Esos oficiales ya estaban muertos; envenenados. Los otros aún seguían con vida, aunque también están tocados. Los encontramos a todos acostados en sus tiendas. Hemos tenido que obligarlos a levantarse. Nos pidieron más ron, ¿podéis creerlo? Aquí los tenéis, tal como ordenasteis.
Kahlan examinó los rostros de los cuerpos tendidos en la nieve, pero no vio a quien buscaba. Entonces escrutó los semblantes de los prisioneros. Pero tampoco estaba entre ellos.
— ¿Dónde está Riggs? —preguntó con su cara de Confesora a un oficial kelta situado a un extremo de la fila.
El oficial le lanzó una iracunda mirada y le escupió. Kahlan alzó la vista hacia el galeano que lo guardaba y se pasó un dedo por la garganta. El galeano no vaciló. Inmediatamente el oficial se desplomó.
La mirada de Kahlan se posó en el siguiente hombre, al que formuló la misma pregunta:
— ¿Dónde está Riggs?
— ¡No lo sé! —repuso el interpelado, mirando en todas direcciones.
Nuevamente Kahlan se pasó un dedo por la garganta. Mientras el oficial caía, miró al siguiente hombre, un comandante d’haraniano.
— ¿Dónde está Riggs?
El comandante miraba horrorizado no a los dos cuerpos sangrantes que yacían junto a él, sino a la mujer que él tomaba por un fantasma. Se humedeció los labios y respondió:
— Fue herido por la Madre Confesora, quiero decir por vos. —Su voz tembló para añadir—: Cuando… cuando estabais viva.
— ¿Dónde está?
El oficial se estremeció y negó vigorosamente con la cabeza.
— ¡No lo sé, gran espíritu! El caballo le hirió en la cara y está siendo atendido por los cirujanos. No sé dónde están sus tiendas.
— ¿Quién sabe dónde están las tiendas de los cirujanos?
Muchos temblaron y se estremecieron mientras sacudían la cabeza. Kahlan fue recorriendo la fila de oficiales montada en el caballo. Finalmente se detuvo ante alguien que conocía.
— General Karsh, me alegra mucho volverte a ver. ¿Dónde está el general Riggs?
— No te lo diría aunque lo supiera. —El hombre sonrió al tiempo que le lanzaba una lasciva mirada—. Tienes mucho mejor cuerpo del que imaginaba. ¿Por qué eres la puta de esos desgraciados? Con nosotros irías mucho mejor servida que con estos niños.
El hombre que lo guardaba le retorció el brazo hasta hacerlo gritar de dolor.
— ¡Habla con más respeto a la Madre Confesora, cerdo kelta!
— ¿Respeto? ¿Respeto por una buscona con una espada? ¡Nunca!
Kahlan se inclinó hacia él para decirle:
— Estos «niños», como tú los llamas, os han hecho prisioneros. Cualquiera de ellos es más hombre que tú, Karsh.
»¿No querías guerra? Pues ya la tienes. Pero una guerra de verdad. Esto no es una matanza de mujeres y niños sino una guerra conducida por mí, la Madre Confesora. Una mujer. Una guerra sin cuartel.
Kahlan se sentó muy erguida en la silla, permitiendo que la mirada de Karsh se regodeara en sus senos.
— Tengo un mensaje para ti, Karsh, para que se lo entregues al Custodio. Cuando lo veas, que será muy pronto, dile que prepare mucho sitio, pues pienso enviarle a todos sus discípulos.
La mirada de Kahlan recorrió la línea de hombres que guardaban a los oficiales. En un rápido gesto se pasó un dedo por la garganta. La respuesta fue igualmente rápida.
Mientras los cuerpos se desplomaban, la mujer dejó escapar un grito y se llevó una mano al cuello. Sentía un repentino dolor punzante justo en el mismo lugar…
Era el dolor que había sentido cuando Rahl el Oscuro posó sus labios en su cuello, el dolor que había sentido cuando el espíritu de Rahl el Oscuro se les había aparecido en la casa de los espíritus y había grabado su mano en el pecho de Richard, el dolor que había sentido cuando Rahl el Oscuro le había besado el cuello y le había prometido en silencio horrores inimaginables.
Los hombres corrieron en su ayuda.
— ¡Madre Confesora! ¿Qué os ocurre?
Kahlan alejó la mano. La sangre le teñía los blancos dedos. Pese a no tener una explicación para ello, sabía sin lugar a dudas que Rahl el Oscuro la había mordido con sus perfectos dientes absolutamente blancos.
— ¡Madre Confesora, tenéis sangre en el cuello!
— No es nada. Estoy perfectamente. Seguramente una flecha me ha pasado rozando, eso es todo. —Haciendo acopio de todo su coraje ordenó—: Clavad las cabezas de los oficiales en postes para que todos sus hombres las vean y sepan que se han quedado sin líderes. Deprisa.
Para cuando la última cabeza sangrante era alzada, los d’haranianos ya afluían hacia ellos de todas direcciones. La mayoría estaba borracha y reía como si todo eso no fuese más que una camorra entre borrachos. Pero por incompetentes y torpes que fueran, su superioridad numérica era aplastante. Eran como un enjambre de abejas; cada uno que caía era reemplazado por otros diez.
Los galeanos se batían como leones, pero no podían hacer nada contra la marea humana que se les venía encima. Hombres con los que Kahlan había hablado, que había tranquilizado, inspirado, a los que había gritado y sonreído, morían con gritos de dolor y terror. Se habían demorado demasiado en el campamento.
Más adelante estalló una batalla campal. Los galeanos se veían obligados a retroceder. Pero, si lo hacían, no tendrían escapatoria. Era imposible volver por donde habían venido, a través de soldados que ya habrían tenido tiempo de sobras para despejarse por la carnicería que los rodeaba, que ya habrían recuperado el sentido común y el valor.
Sin el elemento sorpresa no eran más que un grupo de muchachos desnudos y una mujer. Si intentaban una segunda vez lo que les había funcionado la primera, todos morirían. Era preciso que se abrieran paso por la fuerza en el campamento de la Orden Imperial hasta el otro lado del valle. Los d’haranianos abatían las formas blancas. Una manaza la agarró por el tobillo. Kahlan la cercenó y sacudió el pie para librarse de la mano.
Corrían peligro de ser absorbidos en el vientre de la bestia.
Haciendo caso omiso de los gritos agónicos de sus hombres, de su promesa de no abandonar el círculo protector de los soldados galeanos más fieros, de su promesa de no ponerse deliberadamente en peligro, Kahlan azuzó a Nick hacia lo más reñido de la batalla y cargó contra el enemigo.
Con los dientes apretados hundía la espada en cualquier enemigo que tuviera cerca, cortando carne y hueso. Sentía un hormigueo en la muñeca por los terribles impactos, y el brazo le pesaba tanto que temía no ser capaz de sostener la espada mucho tiempo más.
Asustados ante la posibilidad de que cayera en batalla, sus hombres avanzaron en masa hacia ella con nueva determinación. Los galeanos obligaron a la ola negra a retroceder, arrollándola, mientras Kahlan azuzaba a Nick hacia el mar de oscuros uniformes de cuero.
De pie sobre los estribos alzó la espada en alto.
— ¡Por Ebinissia! —gritó—. ¡Por sus muertos! ¡Por su espíritu!
Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Aquellos soldados de la Orden Imperial a los que el blanco enemigo había confundido pero que, de todos modos, estaban decididos a aplastarlo fueran quienes fueran, se detuvieron y se quedaron mirando descaradamente a la mujer desnuda de blanco, montada en un caballo que acababa de aparecer entre ellos. Su confianza en que estaban siendo atacados por hombres de carne y hueso y no por espíritus se tambaleó. No podían dejar de mirarla boquiabiertos. Kahlan paseó la mirada por todos esos ojos que la observaban.
Entonces trazó un círculo por encima de su cabeza con la nívea espada al tiempo que una suave brisa le alborotaba el pelo que le caía sobre los hombros.
— ¡En nombre de sus espíritus he venido a vengarlos!
Hombres ataviados con uniformes de cuero caían de rodillas, soltaban la espada, unían las manos en actitud suplicante y las alzaban hacia ella. Gemían implorando protección. Suplicaban piedad y perdón. Kahlan se preguntó si, de haber estado sobrios, la ilusión habría resultado tan convincente. Invadidos por los vapores del alcohol el efecto era apocalíptico.
— ¡Guerra sin cuartel!
Mientras todos esos rostros permanecían vueltos hacia ella y los ojos derramaban lágrimas de temor, fueron atacados por la espalda. La súbita oleada de duro acero, violenta e implacable, los aterrorizó y los acabó de convencer que los espíritus iban a matarlos a todos. Se quebraron y corrieron, dejando caer armas, chillando de terror por el inframundo.
Ya habían logrado su objetivo. Ahora el tiempo corría en su contra. Debían escapar.
Así pues cargaron hacia adelante como un impetuoso río mortal de aguas blancas que se llevaba por delante tiendas, hogueras, carros y hombres, sorprendiendo aún más a un letárgico enemigo, y matando a todos los que podían sin frenar su avance. Nuevamente la muerte blanca se adentraba en la niebla.
Al mirar atrás, Kahlan vio las parejas de caballos de tiro con sus jinetes que sostenían en alto las cadenas que los unían. Con un gesto los incitó a que se dieran prisa a unirse a la corriente blanca. Los jinetes empezaron a desenganchar un extremo de las cadenas de los horcates para luego pasar la cadena sobre la perilla de la silla del otro caballo, a fin de dejar a ambos animales libres y poder huir a toda prisa.
Allá a lo lejos, a la derecha, entre la niebla divisó una línea de caballos amarrados. Brin y Peter se reunieron, sujetaron de nuevo el extremo de la cadena al otro gancho y lanzaron al galope a Daisy y a Pip. Kahlan pensó en gritarles que permanecieran con los demás, que ya habían hecho suficiente y que era el momento de huir, pero ya era demasiado tarde. Sabía que jamás volvería a verlos.
Brin soltó las vueltas de cadena y separaron a los caballos para tensar el acero al tiempo que avanzaban hacia la hilera de monturas. Los cascos de los imponentes caballos tronaban contra el suelo. Kahlan echó una última mirada a Brin y a Peter, consciente de que no volvería a verlos vivos, tras lo cual centró su atención en lo que tenía delante.
— ¡Ahí está el resto de los carros de provisiones! —gritó señalando con la espada.
Los hombres sabían qué hacer. Mientras ella se encargaba de espolear a la columna, algunos galeanos empaparon los carros con aceite de quemar, rompieron las ruedas y lanzaron antorchas. Los carros empezaron a arder violentamente. Otras antorchas se arrojaron a las tiendas. El enemigo, arrancado del sueño por el ruido y el fuego que lo rodeaba, encontró su fin en las armas de los galeanos. Conforme Kahlan y sus hombres se sumergían en la niebla e iban dejando atrás los fuegos, éstos perdían intensidad y se convertían en un resplandor naranja.
De repente estaban ya fuera del campamento, en terreno abierto. Lejos del campamento y de los fuegos, la oscuridad resultaba opresora. Los hombres que trotaban en vanguardia vacilaron y empezaron a mirar en torno.
— ¡Los exploradores delante! —gritó Kahlan—. ¿Dónde se han metido los exploradores?
Dos hombres se abrieron paso hasta la primera fila y señalaron en la dirección del paso que buscaban. Kahlan buscó con la mirada al resto de exploradores, pero no había más. Con Nick galopó hasta la vanguardia para interrogar a los dos hombres.
— ¿Dónde están los otros? ¡Tenían órdenes de ir en cabeza!
Los ojos redondos y húmedos que la miraron respondieron a su pregunta.
— Muy bien, vosotros dos conocéis el camino. Sacadnos de aquí.
Cincuenta hombres habían explorado el paso. Suficientes para estar del todo seguros que sobrevivirían los necesarios para mostrar el camino. Pero sólo quedaban dos.
Con un silencioso gruñido, Kahlan maldijo a los espíritus. Avergonzada, retiró la maldición. Al menos les quedaban esos dos. Sin ellos, estarían condenados a vagar en la niebla muertos de frío, vulnerables a los hombres de la Orden que los perseguirían.
La mujer frenó a Nick junto a la corriente de hombres desnudos y agitó un brazo frenéticamente.
— ¡Vamos, moveos, deprisa! ¡Corred, maldita sea, corred! ¡Los tenemos casi encima! —Los jinetes de los caballos de tiro, entre los que no se contaban ni Brin ni Peter, se pusieron a su altura—. ¡Conductores! ¡Seguid al explorador que va en cabeza! ¡Él os enseñará qué estacas seguir! —Todos asintieron para decir que recordaban el plan.
Hombres ataviados con el uniforme de D’Hara, pero con retazos de tela blanca cosidos a las charreteras para señalar que eran soldados de Galea infiltrados en el campamento enemigo con los uniformes de los centinelas, pasaron a todo correr.
— No os olvidéis de arrancar las estacas antes de montar.
El plan consistía en montar en parejas o en tríos sobre los caballos de tiro y encaminarse a uno de los pequeños campamentos establecidos alrededor del enemigo. Ese mismo día habían dejado rastros por todo el valle de modo que, sin las estacas clavadas en la nieve para guiarse, nadie podría localizarlos.
Claro que el enemigo podría seguir fácilmente el rastro de todos los soldados que marchaban a pie, pero también habían elaborado planes para eso.
Kahlan vio que se libraba en la lejana retaguardia una batalla campal. Se suponía que el teniente Sloan debía evitar justamente que eso ocurriera y mantener la retaguardia en movimiento. Maldiciendo, regresó al galope. Sin detenerse, cargó entre las dos fuerzas, giró y cargó a través de ellas de nuevo para separarlas. Los d’haranianos, vestidos con uniforme de cuero, retrocedieron al ver al fantasma de la Confesora sobre un caballo blanco.
Kahlan caminó entre los galeanos, gritándoles:
— Pero ¡qué os ocurre! ¡Ya sabéis las órdenes! ¡Corred o no podréis escapar!
Los soldados galeanos empezaron a moverse, tratando de arrastrar un cuerpo.
— ¿Dónde se ha metido el teniente Sloan? ¡Se supone que debería estar aquí!
Los hombres señalaron con la cabeza el cuerpo que arrastraban. Le faltaba la mitad de la cabeza y Kahlan pudo ver el cerebro al descubierto. Era el teniente Sloan. Los d’haranianos se disponían a atacar de nuevo. Kahlan tiró de las riendas y Nick reculó.
— ¡Está muerto! ¡Dejadlo! ¡Corred, corred, idiotas! ¡Si alguno de vosotros se vuelve a parar por algo, os obligaré a luchar el resto de esta guerra desnudos! ¡Vamos, corred!
Esta vez emprendieron la huida en serio, corriendo tan deprisa que levantaban nieve con los pies. Nuevamente Kahlan pasó como una exhalación junto a la hilera de d’haranianos bebidos, que se tambalearon hacia atrás y cayeron unos encima de otros, aterrorizados. Tenía que entretenerlos para dar tiempo a sus hombres a que cogieran ventaja.
Así pues, condujo a Nick al galope entre el enemigo, pisoteando a quienes le cortaban el paso. Presos de un pánico momentáneo por el fantasma blanco, los hombres se dispersaban. Algunos invocaban la protección de los espíritus, pero otros pasaban a la acción blandiendo armas. Si herían a Nick en una pata…
Kahlan reprimía su avance con la espada y su caballo de batalla, pero la rodeaban. Los galeanos desaparecían tragados por la niebla. «Corred —les pidió en silencio—. Corred.» Blandió la espada hacia los hombres que se le acercaban demasiado. La siguiente vez que echó un vistazo hacia atrás no vio más que oscura niebla y bruma. Mientras daba vueltas a Nick iba perdiendo el sentido de la orientación, embistiendo a los soldados, tratando de ganar para sus hombres el tiempo que necesitaban para escapar.
Quiso huir, pero el enemigo la tenía completamente cercada y cada vez eran más los soldados. Algunos gritaban a sus compañeros que no era más que una mujer desnuda, no un espíritu, y que no iban a permitir que una mujer se les escapara. Kahlan se sentía más desnuda de lo que se había sentido en toda la noche.
Los d’haranianos se lanzaban alrededor de las patas de Nick y aunque éste se encabritaba y les lanzaba coces, otros ocupaban su lugar, tratando de desequilibrar al enorme caballo con su peso. Kahlan daba cortes a diestro y siniestro, cercenando brazos, hendiendo cráneos y apuñalando cuerpos.
Pero rodeada como estaba por un mar de hombres, de pronto se dio cuenta de que su situación era insostenible. Era consciente de que, si la desmontaban, estaría perdida y Nick también. Por mucho que lo intentaba no lograba quitárselos de encima.
Por primera vez en esa noche tuvo realmente miedo de no lograrlo. Pensó que iba a morir allí, en la nieve, en ese valle envuelto en un velo de bruma. No volvería a ver a Richard nunca más.
Súbitamente sintió un dolor gélido en la mordedura del cuello, en la mordedura de Rahl el Oscuro, y le pareció que en el aire flotaba una queda risa.
Dando tajos con la espada apartó a los hombres que intentaban agarrarla. Unos dedos como garras le aprisionaban las piernas. El dolor que le causaban la instó a arreciar las estocadas. Nick logró girar, y los pies de los hombres volaron en el aire, pero no soltaban a su presa. Kahlan apuñalaba y cortaba brazos. Pero otros agarraban el bocado del caballo, arrebatándole así el control de la montura. Un caballo era un botín muy valioso y, mientras se creyeran al mando de la situación, no iban a permitir que muriera.
Un soldado muy corpulento se agarró a la perilla de la silla y se impulsó hacia arriba.
— ¡No la matéis! ¡Es la Madre Confesora! ¡No la matéis! ¡Derribad a la zorra! ¡Tiene que estar viva para cortarle la cabeza!
Kahlan le hundió el acero en el cuello y un chorro de sangre caliente se le derramó por el muslo.
— ¡No la matéis! —gritó otro d’haraniano—. ¡Derribad a la zorra!
Sus palabras fueron acogidas con entusiasmo.
Kahlan blandió la espada contra las manos que trataban de cogerla. Unos dedos le arañaban las piernas. Un mar de ojos la contemplaban con lascivia. La mujer se defendía furiosamente mientras Nick se tambaleaba lateralmente, haciendo esfuerzos para liberar la cabeza, pero los soldados lo tenían atrapado por el bocado.
Un hombre saltó sobre ella por detrás y la sujetó por el pelo. Kahlan gritó cuando tiró de ella hacia atrás, desmontándola de la silla. Manos y más manos la manoseaban mientras ella caía al suelo. Todos se abalanzaron sobre ella. Grandes manos le cogían las piernas, la cintura, los tobillos, los pechos.
Otros dedos se cerraban alrededor de la espada para arrebatársela. Kahlan giró la empuñadura y cercenó varios dedos. Seguía defendiéndose con bravura. Pero los cuerpos la oprimían contra el frío suelo, dejándola sin respiración. Mordió los dedos que le tapaban la boca. Un poderoso puño la golpeó en la mandíbula.
Finalmente lograron inmovilizarle los brazos.
Eran demasiados.
«Mi amado Richard, te quiero.»