3

Mientras se acercaba, Zedd se hizo una visión de conjunto de los muertos y los moribundos. Era imposible evitar pisar sangre. Al ver a los heridos, sintió una dolorosa punzada en el corazón. Todo eso era obra de un solo aullador. ¿Y si venían más?

— Comandante, manda buscar a algunos sanadores. Yo solo no podré atender a todos los heridos.

— Ya lo he hecho, mago Zorander.

El mago asintió y empezó a examinar a los heridos. Soldados de la Primera Fila retiraban los cadáveres, muchos de ellos compañeros, y consolaban a los heridos. Zedd se llevó los dedos a las sienes para notar las heridas, notar qué estaba al alcance de los sanadores y qué heridos lo necesitaban a él.

Al tocar a un joven soldado que luchaba por respirar entre gorgoteos de sangre, lanzó un gruñido. Bajó la vista y vio costillas que sobresalían de un agujero en el peto del tamaño de un puño. Zedd sintió que el estómago iba a explotarle. Trimack se arrodilló al otro lado del joven. Los ojos del mago se posaron en el comandante, que entendió el mensaje y asintió. El joven tenía los segundos contados.

— Marchaos —dijo el comandante con voz serena—. Ya me quedo yo con él.

Mientras se marchaba, vio que Trimack cogía la mano del joven y empezaba a contarle una mentira para tranquilizarlo. Tres mujeres ataviadas con largas faldas marrones con muchos bolsillos llegaron corriendo. Sus maduros rostros evaluaron la escena sin estremecerse.

Sacándose vendas y emplastos de los grandes bolsillos, las tres mujeres corrieron hacia los heridos y empezaron a suturar y administrar pociones. Sin embargo, la mayoría de las heridas estaban más allá de sus capacidades de curación, así como de las del mago. Zedd pidió a una de ellas, la que le parecía que menos caso haría de las protestas, que atendiera a Chase. El guardián estaba sentado en un banco al otro lado del patio con el mentón inclinado sobre el pecho. Tenía a Rachel sentada en el suelo, abrazada a una pierna.

Zedd y las otras dos sanadoras se movían entre las personas tiradas por el suelo, ayudaban cuando era posible y pasaban de largo cuando nada podía hacerse ya. Una de las sanadoras lo llamó; estaba inclinada sobre una mujer joven que trataba de alejarla.

— Por favor —decía con un hilo de voz—, ayuda a los demás. Yo estoy bien. Sólo necesito descansar. Por favor, ayuda a los otros.

Al arrodillarse junto a ella, Zedd sintió la humedad de su túnica empapada en sangre. La mujer apartó con la suya las manos del mago, mientras que con la otra impedía que los intestinos se le salieran por una herida de garra en el abdomen.

— Por favor. Hay otros que necesitan ayuda.

Zedd contempló la tez cenicienta de la mujer enarcando una ceja. Una delgada cadena de oro en el pelo sostenía una gema azul contra su frente. El azul de la piedra era tan parecido al azul de sus ojos que era como si tuviera tres. El hechicero creyó reconocer esa gema y se preguntó si sería auténtica o sólo una baratija comprada por capricho. Hacía mucho tiempo que no veía a nadie llevar la Piedra como vocación. Era imposible que esa joven conociera su significado.

— Soy el mago Zeddicus Zu’l Zorander. ¿Quién eres tú, pequeña, para darme órdenes?

La faz de la joven palideció aún más.

— Perdonadme, mago…

Se calmó cuando Zedd le tocó la frente con los dedos. El hechicero sintió una descarga de dolor tan agudo que apartó los dedos bruscamente y tuvo que luchar para contener las lágrimas.

Entonces lo supo con total certeza: la joven llevaba la Piedra por vocación. La Piedra, del mismo color que sus ojos y colocada en la frente como si fuera el ojo de la mente, era un talismán que proclamaba su visión interior.

Una mano agarró la túnica del mago por detrás y tiró de ella.

— ¡Mago! —exclamó una voz avinagrada a su espalda—. ¡Atiéndeme a mí primero! —Zedd se volvió y se encontró con un rostro tan avinagrado como la voz—. Soy lady Ordith Condatith de Dackidvich, de la casa de Burgalass. Esa moza no es más que mi criada particular. Me han herido por su culpa; por no haber actuado con la suficiente rapidez. ¡Atiéndeme a mí primero! ¡Podría morir en cualquier momento!

Sin necesidad de tocarla, Zedd supo que sólo tenía heridas sin importancia.

— Os pido perdón, milady. —Con gestos exagerados, el mago le posó los dedos sobre la frente. Únicamente se había magullado las costillas, un poco las piernas y tenía un pequeño corte en un brazo que requería un par de puntos.

— ¿Y bien? —La dama se agarraba a los volantes plateados en torno al cuello—. Magos —masculló—; la verdad, son una panda de inútiles. ¡Y qué decir de los guardias! ¡Seguro que se habían quedado dormidos en sus puestos! ¡Informaré a lord Rahl de esto! ¿Y bien? ¿Qué me dices de mis heridas?

— Milady, me temo que ya no hay nada que pueda hacer por vos.

— ¡Qué! —La dama agarró al mago por el cuello de la túnica y tiró de él con fuerza—. Más te vale curarme o me encargaré personalmente de que lord Rahl te corte la cabeza. ¡Ya veremos entonces de qué eres capaz, mago inútil!

— Por supuesto, milady. Me esforzaré por hacerlo lo mejor posible.

El mago ensanchó el pequeño desgarro en el raso color granate oscuro de la manga, convirtiéndola en una enorme bandera colgante, tras lo cual posó de nuevo una mano sobre el hombro de la mujer que llevaba la gema azul. La joven gimió cuando el mago bloqueó parte del dolor y le transmitió su fuerza. La respiración se le normalizó. Zedd mantuvo la mano sobre ella, tratando en lo posible de reconfortarla y tranquilizarla con su magia.

— ¡Mi vestido! ¡Lo has destrozado! —chilló lady Ordith.

— Lo siento, milady, pero no podemos arriesgarnos a que la herida se infecte. Es mejor perder un vestido que el brazo, ¿no lo creéis así?

— Bueno, sí, supongo que…

— Diez o quince puntos bastarán —dijo Zedd a la corpulenta sanadora inclinada entre las dos mujeres tendidas en el suelo. Tras examinar la pequeña herida, la matrona posó su dura mirada de ojos azules en el mago.

— Estoy segura de que sabéis mejor que nadie qué conviene, mago Zorander —dijo la sanadora con voz serena, aunque su mirada dejaba traslucir que había comprendido sus verdaderas intenciones.

— ¡Qué! ¿Vas a permitir que una estúpida partera haga el trabajo por ti?

— Milady, soy un anciano. Jamás he sido bueno cosiendo heridas, y ahora el pulso me tiembla horriblemente. Me temo que os haría más mal que bien, pero, si insistís, me esforzaré para…

— No —replicó desdeñosamente la dama—. Que sea la partera quien lo haga.

— Muy bien. —Zedd miró a la sanadora. El rostro de la mujer no revelaba emoción alguna, aunque se había ruborizado ligeramente—. Teniendo en cuenta cuánto sufre la señora, me temo que sólo hay un remedio para sus otras heridas. ¿Llevas algo de raíz de zarzo en esos grandes bolsillos?

— Sí, pero… —La sanadora frunció el entrecejo, desconcertada.

— Perfecto —la interrumpió Zedd—. Creo que con dos terrones bastará.

— ¿Dos? —inquirió, la matrona, enarcando una ceja.

— ¡No escatimes conmigo! —exigió lady Ordith—. Si no hay suficiente para todos, pues alguien menos importante que yo tendrá que quedarse sin. ¡Exijo que me des la dosis completa!

— Muy bien. —Zedd alzó la mirada hacia la sanadora—. Adminístrale la dosis completa. Tres terrones de raíz, no enteros, sino a tiras.

«¿A tiras?», articuló en silencio e incrédulamente la sanadora, abriendo mucho los ojos. Zedd bizqueó y asintió. La matrona esbozó una ligera sonrisa.

La raíz del zarzo se utilizaba para calmar el dolor de pequeñas heridas, pero debía tomarse entera. Sólo se necesitaba un pequeño terrón. En tanta cantidad y a tiras le provocaría un ardor insoportable en las partes íntimas. La buena señora iba a pasarse la mayor parte de la semana siguiente en el excusado.

— ¿Cómo te llamas, querida? —preguntó Zedd a la sanadora.

— Kelley Hallick.

El mago lanzó un cansado suspiro.

— Kelley, ¿quedan heridos a los que no puedas atender tú?

— No, señor. Middea y Annalee se están ocupando de los últimos.

— Entonces, te ruego que te lleves a lady Ordith a un lugar donde no… donde esté más cómoda mientras la atiendes.

Kelley bajó la mirada hacia la joven sobre la cual Zedd había posado una mano tranquilizadora, examinó el zarpazo en el abdomen y luego buscó de nuevo los ojos del hechicero.

— Por supuesto, mago Zorander. Parecéis muy cansado. Si queréis, venid a verme más tarde y os prepararé una infusión de damiana. —Nuevamente, las comisuras de sus labios se curvaron en una leve sonrisa.

Zedd no pudo reprimir una sonrisa. Además de sus efectos tonificantes, la infusión de damiana poseía también efectos afrodisíacos. Por cómo chispeaban los ojos de la mujer, Zedd supuso que ésta preparaba muy bien la infusión de damiana.

— Tal vez lo haga —repuso Zedd, guiñándole un ojo. En cualquier otro momento habría considerado seriamente esa oferta, pues Kelley era una mujer atractiva, pero en esos momentos nada estaba más lejos de su mente.

— Lady Ordith, ¿cómo se llama vuestra sirvienta?

— Jebra Bevinvier. Es una inútil total; holgazana e insolente.

— Bueno, ya no tendréis que soportar más sus deficientes servicios. Necesitará mucho tiempo para recuperarse, y vos os marcharéis muy pronto.

— ¿Marcharme? ¿Cómo que marcharme? —La dama alzó la nariz con arrogancia—. No tengo intención alguna de marcharme.

— El palacio ya no es un lugar seguro para una dama de vuestra importancia. Tendréis que iros por vuestra seguridad. Como vos misma habéis dicho, los guardias se pasan dormidos la mitad del tiempo. Debéis alejaros de aquí.

— Repito que no tengo intención alguna de…

— Kelley, por favor, llévate a lady Ordith a un lugar donde puedas atenderla —dijo el mago a la sanadora, dirigiéndole una firme mirada.

Antes de darle oportunidad de seguir causando problemas, Kelley se llevó a rastras a la dama como si fuese un saco de ropa sucia. El mago dirigió a Jebra una cálida sonrisa y le apartó del rostro algunos mechones de pelo, rubio rojizo y corto. La joven se apretaba la grave herida con un brazo. Zedd había logrado detener la hemorragia casi por completo, pero eso no bastaba para salvarla; debía volver a meter dentro los intestinos.

— Muchas gracias, señor. Ahora ya me siento mucho mejor. Si me ayuda a levantarme, no os molestaré más.

— Quédate tumbada, pequeña —repuso el mago suavemente—. Debemos hablar.

Con una dura mirada, obligó a retroceder a los espectadores. A los soldados de la Primera Fila les bastó esa fugaz mirada para empezar a apartar a los curiosos.

El labio de la joven temblaba, y su pecho subía y bajaba más rápidamente. A duras penas logró hacer un gesto de asentimiento.

— Voy a morir, ¿verdad?

— No voy a mentirte, pequeña. Esa herida es tan grave que no sé si me alcanza el talento para curarla, y además estoy agotado. Pero no puedo descansar ahora. Si no hago algo ya mismo, morirás. Pero, si lo intento, podría acelerarte el fin.

— ¿Cuánto tiempo?

— Si no hago nada, durarás horas, tal vez toda la noche. Podría calmarte el dolor para que la agonía se te hiciera más soportable.

La joven cerró los ojos, y por el rabillo de éstos se le escaparon lágrimas.

— Nunca creí que me importaría morir.

— ¿Debido a la piedra de Vidente que llevas?

— ¿Lo sabe? ¿Reconoce la Piedra? ¿Sabe qué soy? —inquirió la joven, con ojos desorbitados.

— Así es. Ha quedado muy atrás el tiempo en que la gente reconocía a un Vidente por la Piedra, pero yo soy muy anciano, y no es la primera vez que veo una. ¿Es por eso por lo que no quieres que te ayude? ¿Temes qué pueda pasarme si lo intento?

La joven asintió débilmente.

— Pero de pronto siento deseos de vivir.

— Eso es lo que quería saber, pequeña —le dijo Zedd, palmeándole suavemente un hombro—. No te preocupes por mí. No soy un novato, sino mago de Primera Orden.

— ¿De Primera Orden? —musitó Jebra, muy asombrada—. No sabía que aún quedaban. Por favor, señor, no arriesgue su vida por salvar a alguien como yo.

— El riesgo no es tan grande. Sólo sufriré un poco de dolor. Y, por cierto, llámame Zedd.

La joven se quedó pensativa un momento, tras lo cual aferró el brazo del mago con su mano libre.

— Zedd…, si se me permite elegir… elijo luchar por la vida.

Zedd sonrió levemente y le acarició la frente cubierta por un sudor frío.

— En ese caso, te prometo que lo haré lo mejor que pueda. —La joven hizo un gesto de asentimiento mientras se aferraba a su brazo y a su única esperanza—. ¿Puedes hacer algo para ahorrarme el dolor de las visiones?

La joven se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. Las lágrimas anegaron de nuevo sus ojos.

— Lo siento —se disculpó en un susurro apenas audible—. Tal vez no deberías…

— Chsss, pequeña —la consoló él.

El mago inspiró profundamente y colocó una mano sobre el brazo que impedía que los intestinos se desparramaran. Entonces puso suavemente la palma de su otra mano sobre los ojos. Sólo desde fuera no podría sanar esa herida; debía curarla desde dentro, con la ayuda de la mente de la joven. Pero el intento podría matarlos a ambos.

Cuando se sintió preparado, el mago derribó sus barreras mentales. El impacto del dolor fue tal que se quedó sin aliento. Ni siquiera osaba gastar la mínima energía necesaria para inspirar. El hechicero apretó los dientes y se opuso a la presión con unos músculos duros como piedras. Ni siquiera había llegado aún al dolor de la herida. Primero debía enfrentarse al dolor de las visiones de Jebra y superarlo antes de tratar de ayudarla.

El agónico dolor sumió su mente en un río de negrura en el que se arremolinaban espectros de las visiones de la joven. Sólo podía adivinar su significado, aunque el dolor que le producían era terriblemente vívido y real. Sus ojos, firmemente cerrados, derramaban abundantes lágrimas, y todo su cuerpo temblaba mientras él nadaba contracorriente en ese torrente de angustia. Zedd sabía que no debía dejarse llevar o estaría perdido; se ahogaría.

A medida que se sumergía más profundamente en la mente de Jebra, las emociones de sus visiones lo zarandeaban de un lado a otro. Justo más allá de la superficie de la percepción, oscuros pensamientos trataban de clavarse en su voluntad y de arrastrarlo a un pozo de desesperanza y abandono. Sus propios recuerdos dolorosos afloraron a la superficie de su conciencia para unirse a la penosa vida de la joven, convergiendo en un insoportable dolor y locura. Únicamente gracias a su experiencia y a su resolución pudo conservar la cordura y su libertad, y no ser arrastrado a las aguas sin fondo de la amargura y el pesar.

Finalmente, logró abrirse paso hasta la luz blanca y serena que ardía en el centro de su ser. Zedd halló descanso en el dolor, relativamente moderado, de la herida que amenazaba la vida de Jebra. Raras veces la realidad supera la imaginación, y en la imaginación el dolor era real.

Alrededor de ese calmo centro, la fría oscuridad de la noche perpetua trataba de arrebatar el poco calor y la escasa luz que quedaba en la vida de Jebra, impaciente por envolver en su mortaja el espíritu de la joven. Zedd apartó la mortaja para que la luz de su magia transmitiera calor y vida al espíritu de Jebra. Las sombras retrocedieron ante el poder de su Magia de Suma.

El poder de esa magia, su exigencia de bienestar para la vida, volvió a colocar los órganos expuestos al lugar designado por el Creador. Zedd todavía no osaba dedicar parte de su energía a tratar de calmar el sufrimiento de la joven. Jebra arqueó la espalda y gimió de dolor. Él también sentía ese dolor, y su propio abdomen experimentaba la misma agonía que el de ella. El dolor era tan intenso que el mago temblaba.

Una vez realizado lo más duro —lo que escapaba a su comprensión—, finalmente pudo dedicar parte de su magia a calmarle el dolor. Jebra se dejó caer en el suelo con un gemido de alivio. El mago sintió ese mismo alivio en su cuerpo.

Dirigiendo el flujo de magia, Zedd finalizó la curación. Con su poder cerró la herida, haciendo que los tejidos volvieran a unirse —carne con carne y capa sobre capa— hasta la superficie de la piel, como si nunca se hubieran desgajado.

Ya sólo le quedaba salir de la mente de Jebra. Era tan peligroso como entrar en ella, y apenas le quedaban fuerzas; se las había entregado todas a ella. En vez de perder más tiempo preocupándose por ello, el mago se sumergió de nuevo en el torrente de agonía.

Casi una hora después de haber empezado, se encontró de rodillas, encorvado, llorando como un niño. Jebra lo sostenía entre sus brazos, con la cabeza apoyada en uno de sus hombros. Tan pronto como fue consciente de que había regresado, el mago se controló y se enderezó. Al mirar alrededor comprobó que no había nadie lo suficientemente cerca para oír qué decían. A nadie le interesaba estar cerca de un mago que usaba su magia en otra persona de un modo que le arrancaba chillidos como los de Jebra.

— Ya está —dijo al fin, con una pizca de dignidad—, no ha sido tan terrible. Creo que ahora todo está bien.

Jebra soltó una risa tranquila y temblorosa, y lo abrazó con fuerza.

— Me enseñaron que un mago no puede curar a una Vidente.

— Un mago normal, no, querida —repuso Zedd, esforzándose por alzar un enjuto dedo—. Pero estás hablando con Zeddicus Zu’l Zorander, mago de Primera Orden.

La joven se secó una lágrima que le corría por la mejilla.

— No tengo nada de valor con que pagarte excepto esto —dijo, mientras se quitaba la cadena de oro que llevaba alrededor de la cabeza y se la ofrecía—: Por favor, acepta este humilde obsequio.

— Es un bonito gesto, Jebra Bevinvier —dijo Zedd tras mirar la cadena con la piedra azul—. Estoy conmovido. —Zedd sintió una punzada de remordimiento por haber plantado el impulso en la mente de la joven—. Es una hermosa cadena y la acepto con humilde gratitud. —Usando un finísimo flujo de poder separó la piedra de su engarce. Entonces, le devolvió la piedra; sólo necesitaba la cadena—. Pero la cadena es pago suficiente. Quédate con la Piedra; es tuya por derecho propio.

Jebra cerró los dedos en torno a la Piedra, asintió y dio al mago un beso en la mejilla. Zedd lo aceptó con una sonrisa.

— Y ahora, querida, debes descansar. He gastado gran parte de tus fuerzas para curarte. Guarda cama unos cuantos días y estarás como nueva.

— Me temo que me has dejado sin empleo. Tendré que buscar otro para conseguir comida. Y ropa —añadió, mirándose el desgarrón en su vestido verde.

— ¿Por qué llevabas la Piedra si eras la sirvienta de lady Ordith?

— Pocos saben qué significa la Piedra. Lady Ordith lo ignoraba, pero su marido, el duque, estaba al corriente. Él quería mis servicios, pero su mujer jamás habría permitido que una mujer sirviera a su marido, por lo que el duque me colocó como criada de su esposa.

»Ya sé que no es lo más honorable para una Vidente trabajar de manera encubierta, pero en Burgalass hay mucha necesidad. Mi familia conocía mis habilidades y me echó de casa, por temor a las visiones que pudiera tener sobre ellos. Antes de morir, mi abuela me entregó su Piedra y me dijo que se sentiría honrada de que yo la llevara.

Jebra se llevó a la mejilla el puño que contenía la Piedra.

— Gracias por no aceptarla —susurró—. Gracias por entenderlo.

Nuevamente, Zedd sintió una punzada de culpabilidad.

— Así pues, ¿el duque te ofreció cobijo y después te utilizó para sus propósitos?

— Sí. Ocurrió hace una docena de años. Como doncella de lady Ordith, yo estaba presente en casi cualquier reunión o acto. Luego, el duque acudía a mí y yo le decía qué veía de sus adversarios. Con mi ayuda acrecentó su poder y su riqueza.

»Puede decirse que nadie más reconocía la piedra de Vidente. El duque desdeñaba a todos los que no conocían el saber antiguo. Se burlaba de sus oponentes haciéndome exhibir la Piedra.

»También me obligaba a vigilar a lady Ordith. Gracias a ello, lady Ordith no tuvo éxito en sus intentos de enviudar. Así pues, ahora se contenta con ausentarse siempre que puede del palacio del duque. Y no le disgustaría deshacerse de mí, pues ella quería despedirme, pero el duque se lo impidió.

— ¿Por qué estaba descontenta lady Ordith de tu servicio? —inquirió Zedd con una sonrisa—. ¿Acaso eres holgazana y maleducada como dice ella?

Jebra le devolvió la sonrisa, acentuando así las finas arrugas que se formaban en las esquinas de sus ojos.

— No. Es a causa de las visiones. A veces, cuando tengo una, bueno, tú ya sentiste el dolor al curarme, aunque yo no siento un dolor tan intenso, al menos eso creo. Pero, a veces, el dolor me impide cumplir con mis obligaciones.

— Bueno, ya que te has quedado sin empleo, serás una invitada en el Palacio del Pueblo hasta que te recuperes. Tengo algo de influencia aquí. —El mago se asombró al caer en la cuenta de que era cierto; se sacó una bolsa de un bolsillo de la túnica y lo hizo tintinear—. Toma, para tus gastos y a modo de sueldo, si es que puedo convencerte de que me prestes tus servicios.

La joven sopesó la bolsa en la palma de su mano.

— Si contiene monedas de cobre, no sería suficiente para pagarme. Claro que, tratándose de ti… —Jebra sonrió y se inclinó hacia él. Su mirada era alegre y reprobadora al mismo tiempo—. Pero, si son de plata, es demasiado.

— Son de oro —replicó Zedd con expresión grave. Asombrada, la joven parpadeó—. Pero no es para mí para quien deberás trabajar la mayor parte del tiempo.

Tras contemplar la bolsa llena de monedas de oro que sostenía en una mano, Jebra miró al mago.

— Pues ¿para quién?

— Para Richard. El nuevo lord Rahl.

La joven palideció y sacudió vigorosamente la cabeza, al mismo tiempo que encorvaba la espalda. Inmediatamente devolvió la bolsa a Zedd.

— No. —Más pálida aún si cabe, volvió a negar con la cabeza—. No, lo siento. No quiero trabajar para él. No.

— Richard no es mala persona. De hecho, tiene muy buen corazón.

— Lo sé.

— ¿Sabes quién es?

Jebra clavó la vista en su regazo y asintió.

— Lo sé. Lo vi ayer. El primer día de invierno.

— ¿Y tuviste una visión al verlo?

— Sí —repuso Jebra con voz débil y temerosa.

— Jebra, dime qué viste. Cuéntamelo todo. Te lo ruego. Es muy importante.

La joven alzó los ojos y lo miró largamente, tras lo cual clavó de nuevo la vista en el regazo y se mordió el labio inferior.

— Fue ayer, durante la oración matinal. Cuando la campana tañó, me dirigí a un patio, y allí estaba él, mirando al estanque. Me fijé en él porque llevaba la espada del Buscador, y porque era alto y apuesto. Y también porque no estaba arrodillado como los demás. Estaba de pie, mirando cómo la gente se congregaba y, cuando yo me acerqué, sus ojos se fijaron en mí fugazmente. Fue sólo un instante, pero el poder que desprendía me dejó sin aliento.

»Una Vidente siente ciertos tipos de poder, como el don, que emanan de alguien. —Jebra alzó los ojos hacia Zedd—. He visto antes a personas que poseen el don; he visto sus auras. Todas eran como la tuya: cálida y suave. Tu aura es muy hermosa, pero la suya era diferente. Era eso, pero mucho más.

— Violencia —dijo Zedd en tono quedo—. Es el Buscador.

— Sí, podría ser eso. No lo sé; nunca había visto el aura de un Buscador. Pero puedo decirte qué sentí: era como si me hundieran el rostro en una pila de agua helada antes de tener tiempo de coger aire.

»A veces, no tengo ninguna visión sobre alguien, y otras veces sí. Nunca sé cuándo voy a tener una. En ocasiones, cuando una persona está angustiada, desprende un aura especialmente intensa, y las visiones son más vívidas. El aura de Richard era como los relámpagos en plena tempestad; sufría mucho emocionalmente. Era como un animal atrapado que trata de cortarse una pata a mordiscos para liberarse. Sentía el horror de tener que traicionar a sus amigos para salvarlos. Es algo que no entendí; no tenía sentido.

»También percibí la imagen de una mujer muy hermosa de cabello largo. Tal vez una Confesora, aunque no sé cómo podría ser así. El aura refulgía con tal angustia por ella que lo sentí en el rostro y temí que me quemara la piel. Si no hubiese estado en medio de la oración, hubiera caído de hinojos por el dolor que me causaba esa aura.

»Estaba a punto de correr hacia él para consolarlo, cuando dos mord-sith se acercaron y se dieron cuenta de que Richard no estaba de rodillas. Aunque no sentía temor, él se arrodilló, aceptando con resignación la terrible traición a la que se veía abocado. Me sentí aliviada cuando se arrodilló; creí que había salvado la situación. Por suerte, había visto sobre todo auras, y no visiones reales. No quería tener visión alguna de ese hombre. —La joven pareció perderse en el recuerdo de la experiencia.

— ¿Ocurrió algo más?

Los ojos de Jebra regresaron a la realidad.

— Sí —repuso—. Creí que lo peor ya había pasado, pero lo que había visto no fue nada comparado con lo que vino después.

La joven se frotó las manos un instante.

— Todos estábamos recitando el canto dirigido al Padre Rahl, cuando Richard se puso de pie de un salto. Tenía una sonrisa pintada en el rostro. Había resuelto el rompecabezas en el que estaba atrapado; por fin había colocado en su sitio la última pieza. El rostro de la mujer y el amor que le inspiraba colmaban su aura.

»Pobre de quien ose interponer un solo dedo entre ellos dos, porque perdería el dedo, tal vez la mano y todo el brazo antes de tener tiempo de retirarlo.

— La mujer es Kahlan —comentó Zedd con una leve sonrisa—. ¿Y luego qué?

— Entonces empezaron las visiones —respondió Jebra, cruzando los brazos sobre el abdomen—. Vi cómo mataba a un hombre, aunque no sé cómo. No lo mataba de manera violenta, pero lo mataba. Y luego vi al hombre que iba a matar: Rahl el Oscuro. Y también vi que era su padre, pero que él no lo sabía. Entonces supe quién era Richard: el hijo de Rahl el Oscuro que pronto se convertiría en el nuevo Amo Rahl. Su aura refulgía en terribles conflictos: de plebeyo a rey.

— Rahl el Oscuro quería dominar el mundo con una magia aterradora —dijo Zedd, poniéndole una mano en el hombro para tranquilizarla—. Al impedírselo, Richard salvó a muchos de la tortura o la muerte. Aunque matar sea una cosa terrible, quitándole la vida a él ha salvado las vidas de muchas más personas. Supongo que no es por ello que le tienes miedo.

— No, no, fue por lo que vino después. Las dos mord-sith se levantaron porque Richard se disponía a abandonar la oración. Una de ellas lo amenazó con su agiel. Para mi sorpresa, Richard también llevaba uno colgado del cuello, rojo como los de ellas, y lo empuñó. Entonces les dijo que si no lo dejaban pasar, las mataría. Desprendía un aura de violencia tan intensa que me quedé sin respiración. Él deseaba que las mord-sith lo intentaran. Ellas lo notaron y le franquearon el paso.

»Cuando dio media vuelta para marcharse… tuve las otras visiones. —Jebra se llevó una mano al corazón mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. Zedd… mis visiones no siempre son claras; a veces no sé qué significan. En una ocasión tuve una visión acerca de un campesino: vi pájaros que picoteaban su estómago y el de su familia. No supe qué quería decir. Al final resultó que una bandada de mirlos se comieron las semillas que el campesino acababa de plantar. El hombre replantó los campos y los vigiló. De no haberlo hecho, él y su familia podrían haber muerto de hambre.

»A veces no sé qué significan las visiones —repitió la joven, enjugándose con los dedos las lágrimas de las mejillas—, ni si se harán realidad, pues no todas se cumplen. Pero, a veces, pasa exactamente lo que yo he visto —agregó, toqueteándose el pelo—, y soy capaz de decir cuándo son verdaderas y ocurrirán sin lugar a dudas.

— Lo entiendo, Jebra —la tranquilizó Zedd palmeándole un hombro—. Las visiones son una forma de profecía, y sé lo confusas que pueden ser las profecías. ¿Qué tipo de visiones tuviste de Richard: las confusas o las claras?

La joven lo miró profundamente a los ojos mientras respondía:

— Ambas. Vi todos los tipos de visión posible, desde las confusas a las claras, desde las posibles a las seguras; una detrás de otra. Nunca antes me había ocurrido algo así. Por lo general, sólo tengo una visión, y o bien sé qué significa y que es cierta, o no la entiendo y no estoy segura de que llegue a suceder. Pero las visiones sobre Richard me vinieron como un torrente; pasaban de largo como lluvia empujada por el viento. Pero en todas ellas había dolor, pena y peligro.

»Las que más destacaban, y que por lo tanto sabía que eran ciertas, eran las peores. Una trataba de algo alrededor del cuello, no sé el qué, pero era algo que iba a causarle mucho dolor y lo alejaría de la mujer… Kahlan, dijiste que se llamaba…, lo alejaría de todos aquellos a quienes ama. Estaría solo y atrapado.

— Richard fue capturado por una mord-sith y torturado por ella. Tal vez fue eso lo que viste —sugirió el mago.

— No, no —replicó Jebra con vehemencia—. Lo que vi no era el pasado, sino el futuro. Además, no se trataba del dolor de una mord-sith. Era distinto. Estoy completamente segura.

Zedd asintió, absorto en sus pensamientos.

— ¿Qué más viste? —preguntó.

— Lo vi dentro de un reloj de arena. Estaba arrodillado en la mitad inferior, llorando angustiado. La arena caía alrededor, pero no lo tocaba. En la mitad superior estaban las lápidas de todos sus seres queridos, donde no podía alcanzarlas debido al chorro de arena.

»Vi un cuchillo en su corazón, que iba a matarlo, empuñado por sus propias manos temblorosas. Pero antes de ver qué ocurría, tuve otra visión. No siempre se suceden en orden temporal. Richard vestía un elegante manto rojo con botones dorados y ribete de brocado. Estaba boca abajo… con un cuchillo clavado en la espalda. Estaba muerto, pero al mismo tiempo no lo estaba. Sus propias manos se acercaron a él para darle la vuelta, pero, antes de que pudiera ver su rostro sin vida, tuve otra visión.

»Fue la peor de todas, la más intensa. —Nuevamente se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a sollozar en silencio. Zedd le apretó un hombro para animarla a continuar—. Vi cómo su cuerpo ardía. —Jebra trató de secarse las lágrimas y se balanceó adelante y atrás sin dejar de llorar—. Gritaba. Incluso podía oler su piel, que se quemaba. Entonces, fuera lo que fuera lo que lo estaba quemando (no sé el qué), desapareció. Richard perdió el conocimiento, y vi una marca en él. Un marca grabada a fuego.

Zedd notó la boca seca e intentó humedecerla con la lengua.

— ¿Viste qué marca era? —inquirió.

— No, no vi su aspecto, pero estoy tan segura de qué era como cuando veo el sol. Era la marca de la muerte, la marca de Custodio del inframundo. El Custodio lo había marcado para señalar que era suyo.

— ¿Tuviste más visiones? —preguntó Zedd, luchando por controlar la respiración así como las manos, que le temblaban.

— Sí, pero no fueron tan intensas, y no las entendí. Pasaban tan rápidamente que no podía captar su forma, sólo sentía el dolor. Luego, Richard se marchó.

»Mientras las mord-sith miraban cómo se iba, yo corrí a mi cuarto y me encerré en él. Me quedé en la cama durante horas, sin poder controlar el llanto por la pena de lo que había visto. Lady Ordith aporreó la puerta, pues requería mis servicios, pero yo le dije que estaba enferma y, finalmente, se marchó lanzando un bufido. Yo lloré y lloré hasta que no me quedaron más lágrimas dentro. Había visto virtud en ese hombre, y lloraba por el miedo que me producía el mal que lo amenazaba.

»Aunque las visiones eran diferentes, todas eran lo mismo, en todas sentía lo mismo: peligro. El peligro se cierne sobre él del mismo modo que un águila se cierne sobre su presa. —Jebra recuperó parte de su compostura mientras Zedd la miraba en silencio—. Ésta es la razón por la que no deseo trabajar para él. Los buenos espíritus me protegen, y no quiero tener nada que ver con el peligro que lo acecha. No quiero tener nada que ver con el inframundo.

— Tal vez podrías ayudarlo con tu talento, ayudarlo a evitar el peligro. Al menos, eso esperaba yo.

Jebra se secó las mejillas con el dorso de la manga.

— Ni por todo el oro y el poder del duque querría encontrarme cerca de lord Rahl. No soy ninguna cobarde, pero tampoco soy una heroína de balada ni una estúpida. No quiero sentir de nuevo cómo mis entrañas se desparraman y, en esta ocasión, quizá pierda mi alma.

Zedd la contempló en silencio mientras Jebra se sorbía la nariz y recuperaba el control, apartando de sí las aterradoras visiones. La joven inspiró profundamente y lanzó un suspiro. Al fin, sus ojos azules se posaron en los del mago.

— Richard es mi nieto —se limitó a decir Zedd.

— Oh, que los buenos espíritus me perdonen —replicó ella, cerrando los ojos con gesto de dolor. Durante un largo instante se tapó la boca con una mano, tras lo cual abrió los ojos. Tenía el entrecejo fruncido de horror—. Zedd…, siento mucho haberte dicho lo que vi. Perdóname. De haberlo sabido, jamás te lo habría contado. —Las manos de la joven temblaban—. Perdóname, por favor, perdóname.

— La verdad es la verdad, y no seré yo quien te castigue por verla. Jebra, soy un mago; ya sé el peligro que corre Richard. Justamente por eso te pido ayuda. El velo del inframundo se ha roto. La bestia que casi te mata escapó al mundo de los vivos por el desgarrón en el velo. Si la abertura se agranda, el Custodio escapará. Richard ha hecho cosas que, según las profecías, lo señalan como el único capaz de volver a cerrar el velo.

Zedd alzó la bolsa llena de oro y, lentamente, se la dejó en el regazo. Los ojos de Jebra seguían sus movimientos. El mago retiró la mano vacía. La mirada de la joven quedó prendida en la bolsa, como si fuese un animal que pudiera morderla.

— ¿Será muy peligroso? —preguntó Jebra con un hilo de voz.

— No más peligroso que pasear por la tarde por un palacio fortaleza —respondió Zedd, sonriéndole a los ojos.

En un súbito movimiento reflejo, Jebra se apretó con una mano el abdomen, donde había estado la herida. Con la mirada examinó el amplio y esplendoroso patio, como si buscara una vía de escape o quizá temiera un ataque. Sin mirarlo, dijo:

— Mi abuela era clarividente y mi única guía. Una vez me dijo que, debido a las visiones, tendría una vida llena de dolor, y que nada que pudiera hacer podría evitarlas. También me dijo que, si alguna vez se me ofrecía la oportunidad de usar las visiones para la causa del bien, la aprovechara, porque eso me compensaría en parte por la carga que debería soportar. Eso fue el día que me entregó la Piedra.

»No lo haría ni por todo el oro de D’Hara. Pero por ti lo haré —dijo Jebra, alzando la bolsa y colocándola en el regazo de Zedd.

— Gracias pequeña —repuso el mago con una sonrisa, dándole una cariñosa palmada en la mejilla. Acto seguido, le devolvió la bolsa. Las monedas del interior emitieron un ahogado tintineo—. Toma; lo vas a necesitar. Es para tus gastos. El resto puedes quedártelo. Ése es mi deseo.

— ¿Qué debo hacer? —inquirió Jebra, resignada.

— Bueno, para empezar, ambos necesitamos dormir algunas horas. Tú debes descansar algunos días para recuperar fuerzas. Luego deberéis viajar, lady Bevinvier. —Zedd sonrió cuando Jebra enarcó las cejas—. Ahora mismo, los dos estamos muy cansados. Mañana partiré para atender un asunto de vital importancia. Antes de marchar iré a verte y hablaremos. De momento, me gustaría que no exhibieras la Piedra. Nada bueno puede sacarse de revelar tu talento a los ojos que acechan en las sombras.

— ¿Así pues tendré que trabajar de nuevo de forma encubierta? No es lo más honorable.

— Quienes pueden reconocerte no buscan oro, sino que sirven al Custodio. Quieren mucho más que riquezas. Si te descubren, desearás que hoy no te hubiese salvado la vida.

Jebra se estremeció y, al fin, asintió.


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