46

Se sumergió en el vacío, en un yermo de total oscuridad en el que ni el tiempo ni el espacio existían. Era como si estuviera en otro mundo. El oscuro vacío estaba más allá de la comprensión o el consuelo.

Mientras vagaba por las profundidades de ese vacío, sintió algo. Era un sentimiento que encendía en ella una chispa de esperanza, esperanza de escapar de esa desolada vacuidad. Aferrándose a esa leve sensación, trató desesperadamente de agarrarse a algo sustancial, como quien se aferra a una roca en un ancho y oscuro río. Resistiéndose a esa sofocante oscuridad, recuperó la sensación de su cuerpo.

Fue flotando de regreso. Sentía que la cabeza le iba a estallar con un dolor sordo y, como atontada, trataba de comprender qué le estaba ocurriendo. Alguien la llamaba. Madre Confesora. No, ése no era su nombre.

Pero entonces oyó: Kahlan. Sí, así se llamaba ella. Unas manos la zarandearon. Alguien la llamaba y la zarandeaba.

Kahlan regresó de un lugar muy lejano. Abrió los ojos, y el mundo giró a su alrededor. El capitán Ryan la agarraba por los hombros y la zarandeaba mientras pronunciaba su nombre.

Inspiró profundamente y se llenó los pulmones de aire frío. Entonces agitó ambos brazos para desasirse, pero enseguida tuvo que colocar las manos en el suelo para apoyarse. Las facciones del capitán reflejaron una gran inquietud.

— ¿Madre Confesora, estáis bien?

— Yo… yo… —Kahlan paseó la mirada en torno. También estaba Tossidin. Acabó de incorporarse y se llevó los dedos, helados, a la frente—. Mi cabeza… ¿Qué hora es?

— Pronto amanecerá. —El capitán lanzó por encima del hombro una mirada de inquietud a Tossidin—. Hemos venido a despertaros tal como ordenasteis. Los soldados están listos para la marcha.

Kahlan se quitó de encima el manto.

— Estaré lista en un momento y luego…

Pero entonces recordó su decisión de ir a Aydindril. Tenía que reunirse con Zedd para que ayudara a Richard. Si realmente el velo estaba rasgado…

— Madre Confesora, no tenéis buen aspecto. Habéis pasado por muchas cosas y apenas habéis dormido durante días. Creo que necesitáis descansar.

Era cierto. Aunque notaba que había recuperado el poder, definitivamente no se sentía repuesta.

— Capitán —le dijo, poniéndole una mano sobre un brazo—, tengo que ir a Aydindril. Tengo que…

— Descansad. Aún estáis demasiado agotada para viajar. Cuando regrese ya estaréis más descansada y podréis partir.

Kahlan asintió, agarrada aún a su manga en busca de apoyo.

— Sí. Debo partir. Ayer lo estuve pensando. Tengo que ir a Aydindril. Descansaré hasta que regreses, pero después tendré que marcharme. —Miró a su alrededor y solamente vio a Tossidin con el capitán—. ¿Dónde están Chandalen y Prindin?

— Mi hermano ha ido a comprobar que no haya centinelas enemigos. Así podremos atacar por sorpresa.

— Y Chandalen está atacando con los piqueros —añadió el capitán Ryan—. Tengo que reunirme con él cuando lidere el ataque de los espadachines.

Kahlan se palpó el labio, que le dolía.

— Tossidin, di a Chandalen que cuando acabe vuestro ataque tenemos que partir hacia Aydindril. Id con mucho cuidado los tres. Tenéis que acompañarme hasta Aydindril. —Mantener los ojos abiertos y hablar le suponía un enorme esfuerzo. Era consciente de que no estaba en condiciones de viajar—. Yo descansaré hasta que regreséis.

El capitán Ryan suspiró de alivio al saber que no se uniría al ataque, sino que se quedaría en el campamento, a salvo.

— Dejaré algunos hombres de guardia mientras dormís.

— No. El campamento está muy bien escondido. Estaré perfectamente a salvo.

Pero el capitán insistió.

— Diez o doce hombres no se notarán en el ataque, y estaré más tranquilo si sé que no estáis aquí arriba totalmente sola.

Kahlan no tenía fuerzas para discutir.

— De acuerdo.

Enseguida se dejó caer sobre la estera. Frunciendo el entrecejo por la preocupación, Tossidin la tapó con el manto. Mientras los dos hombres salían a rastras, Kahlan empezó a caer otra vez en la negrura. Trató de no sumergirse de nuevo en ese horrible lugar, pero fue irremediablemente arrastrada hacia allí.

El aplastante peso del vacío se cerró en torno a ella. Kahlan trató de escaparse de sus garras y regresar, pero la oscuridad era demasiado densa. Era como estar atrapada en el barro. Sí, estaba atrapada y cada vez se sumergía más y más. Una oleada de pánico la invadió.

Intentó pensar pero era incapaz de formular conceptos coherentes. Tenía la impresión de que algo iba mal, pero su mente no hallaba la solución.

Esta vez en lugar de rendirse concentró toda su energía en pensar en Richard, en que debía salvarlo, y con ello la oscuridad no llegó a ser un vacío total. Esta vez conservó un leve sentido del tiempo, de su paso. Se sentía como si se estuviera pasando toda la vida durmiendo, aferrándose tenazmente a los pensamientos sobre Richard.

La preocupación que sentía por él y la ansiedad que le provocaba ese extraño sueño, tan y tan profundo, hizo que lentamente, paso a paso, se fuera arrastrando de vuelta a la conciencia. No obstante, tuvo la impresión de que le costaba horas.

Finalmente, con un desesperado grito ahogado, se despertó. Sentía en la cabeza un dolor lacerante, y en el cuerpo agudas punzadas de fatiga. Fue incorporándose penosamente, mirando alrededor del oscuro refugio. La vela se había consumido casi por completo. La quietud le zumbaba en los oídos.

Se dijo que tal vez necesitaba aire frío para acabar de despertarse. Notaba brazos y piernas lentos y pesados mientras se arrastraba para salir del refugio. Fuera anochecía. Al levantar la vista vio las primeras estrellas que titilaban entre las ramas de los árboles. El aliento se convertía en una nube de vaho.

Con piernas temblorosas dio un paso pero tropezó con algo y cayó de bruces sobre la nieve. Aún en el suelo abrió los ojos. A pocos centímetros de distancia unos ojos vidriosos la contemplaban fijamente. El joven soldado yacía con la mejilla contra la nieve. Había tropezado con su pierna. Kahlan sintió como si sus huesos trataran de desprenderse de la piel de un salto y echar a correr.

El soldado presentaba un horrible tajo en la garganta, tan profundo que casi le habían decapitado, de modo que la cabeza se le inclinaba hacia atrás en un ángulo imposible. Kahlan podía ver la abertura de la tráquea cortada. Sangre coagulada cubría la nieve. La mujer sintió que la bilis le subía hasta la boca, pero se obligó a tragar la amargura.

Lentamente alzó la cabeza y vio las formas oscuras de otros cuerpos. Todos eran galeanos y todos tenían aún las espadas envainadas. Sus asesinos no les habían dado la oportunidad de defenderse.

Los músculos de las piernas se le tensaron, queriendo correr, pero se esforzó por mantenerse quieta. Sumida aún en el brumoso estado que media entre el sueño y el despertar, se dijo que no podía huir. Su mente parecía estar en un estupor de ensueño. Quien había matado a esos hombres podía seguir cerca; tenía que obligarse a pensar.

Tocó la mano del soldado muerto y comprobó que seguía caliente, lo cual indicaba que acababa de suceder. Tal vez eso era lo que la había despertado.

Alzó la vista y miró entre los árboles. Unos hombres se movían por las sombras. La habían visto y se acercaban al claro, rodeándola. Avanzaban riendo y gritando. Eran casi una docena de d’haranianos y un par de keltas; soldados de la Orden Imperial. Kahlan ahogó una exclamación y se levantó de un brinco.

Un hombre, el que estaba más cerca, presentaba una herida roja e hinchada que le desfiguraba la parte izquierda del rostro desde la sien hasta la mandíbula. Esa herida se la había producido Nick con un casco. Alguien se la había cosido toscamente con puntos irregulares. El hombre sonrió despectivamente con el lado bueno de la boca. Era el general Riggs.

— Bueno, bueno, por fin te encuentro, Confesora.

Kahlan se estremeció, al igual que sus atacantes, cuando una forma oscura irrumpió en el claro desde la maleza profiriendo un grito de batalla. Aprovechando que todos se volvieron, Kahlan salió disparada en la dirección contraria.

Antes de dar media vuelta había tenido tiempo de vislumbrar el destello que la luz arrancaba de una enorme hacha de guerra en forma de media luna. Era Orsk, que de un solo hachazo derribó a dos hombres. Seguramente él también la había estado buscando para protegerla. Aquellos tocados por el poder de una Confesora nunca se daban por vencidos.

Pese a que las piernas le pesaban y sentía un hormigueo, como si hubiera dormido sobre ellas, Kahlan corría tan deprisa como podía. Detrás de ella estallaron chillidos y alaridos, y resonó el entrechocar del acero. Orsk rugía mientras hundía el hacha en los hombres que la perseguían.

El ramaje de los pinos le golpeaba en el rostro mientras corría tambaleante entre los árboles. Ramas muertas y matorrales se le enganchaban en los pantalones y la camisa. Atontada, atravesaba vacilante los montones de nieve, que le salpicaba en la cara desde el suelo y desde las ramas cargadas. No conseguía que las piernas se movieran más deprisa.

El hombre que tenía a los talones gruñó al zambullirse para detenerla. Sus manos le agarraron las piernas y la hizo caer. Kahlan escupió nieve mientras propinaba puntapiés y trataba por todos los medios de zafarse. Pero el hombre iba subiendo por sus piernas clavándole las zarpas, la cogió por el cinturón y, finalmente, se encaramó encima de ella.

Un airado rostro con la fea herida que le corría por un lado la miraba con expresión de triunfo. Riggs sonrió siniestramente. Entre los árboles aún resonaban sonidos de lucha. Ella y Riggs estaban solos.

Un puño la agarró por el pelo y le aplastó la cabeza contra el suelo. Con el otro puño la golpeó en el costado, dejándola sin respiración. La golpeaba una y otra vez. Kahlan sintió una cálida oleada de náuseas mientras pugnaba por recuperar el aliento.

— Ya te tengo, Confesora. No volverás a escapar. Es inútil que te resistas.

El general Riggs estaba solo. ¿En qué estaba pensando? Kahlan posó bruscamente una mano en el pecho del d’haraniano. No le cabía en la cabeza que un hombre solo se creyera capaz de apresar a una Confesora.

— Estás solo, Riggs —logró decir Kahlan bajo el peso del hombretón—. Estás perdido. Ya eres mío.

— ¿Eso crees? Él me dijo que ahora ya no puedes usar tu poder —replicó él, desdeñoso.

Riggs le alzó la cabeza y se la estrelló contra el suelo. Kahlan notó cómo la visión se le hacía borrosa y trató de concentrarse en lo que debía hacer. El d’haraniano volvió a levantarle la cabeza para golpeársela contra el suelo. Aunque desconcertada por las palabras del hombre, debía hacerlo ya mismo, antes de que la dejara inconsciente, antes de que fuera demasiado tarde. Debía hacerlo ahora, cuando aún tenía el tiempo a su favor.

Mientras Riggs le alzaba la cabeza, Kahlan hizo el silencio en su mente, derribó los diques que contenían su poder de Confesora y lo liberó.

Hubo un trueno silencioso. Riggs se estremeció por el impacto de la magia. Las ramas de los árboles de alrededor se agitaron, creando una lluvia de nieve que cayó sobre la espada de Riggs y el rostro de la Confesora.

El d’haraniano abrió mucho los ojos y relajó los músculos de la mandíbula.

— ¡Mi ama! ¿Qué me ordenáis?

Kahlan usó las últimas briznas de energía que le quedaban para preguntar:

— ¿Quién te dijo que mi poder no te afectaría?

— Ama, fue…

La sangrienta punta de una flecha surgió de su nuez de Adán. La ancha punta de acero se detuvo a apenas un par de centímetros del mentón de Kahlan. Los ojos se le rasgaron y movió los labios, pero de su boca solamente brotó sangre, no palabras. Conforme empezaba a ahogarse, iba desplomándose sobre ella.

Un puño agarró a Riggs por el hombro y lo apartó. Kahlan creyó que se trataría de Orsk, pero no era así.

— ¡Madre Confesora! —Un preocupado Prindin la miraba desde arriba—. ¿Estás herida? ¿Te ha hecho daño?

Rápidamente le quitó al general de encima y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse, mientras con la mirada le recorría el cuerpo, aún tendido sobre la nieve. Kahlan lo miró pero no aceptó su mano. Usar el poder la había dejado más exhausta y desmadejada que nunca.

Prindin esbozó su habitual sonrisa mientras se colgaba el arco a la espalda.

— Ya veo que no estás herida. De hecho, te ves estupenda.

— No había necesidad de matarlo. Ya había usado mi poder con él y era mío. Estaba a punto de confesar quien le había dicho que mi poder no…

Kahlan sintió una sensación de desagradable hormigueo en el cuerpo por el modo en que Prindin se la comía con los ojos. La habitual sonrisa del joven le puso la piel de gallina, y los pelillos de la nuca se le erizaron.

Orsk irrumpió de entre los árboles.

— ¡Ama! ¿Estáis bien?

Kahlan oyó las voces de otros en el bosque, entre ellas la de Chandalen. Inmediatamente Prindin flechó el arco. Orsk alzó el hacha sosteniéndola con una sola mano.

— ¡Prindin! ¡No! ¡No dispares! —Prindin estiró la cuerda—. ¡Orsk! ¡Corre!

El hombretón dio media vuelta sin hacer preguntas, y salió disparado hacia los matorrales seguido por una flecha. Kahlan oyó cómo el proyectil impactaba contra algo sólido y a Orsk tambalearse entre el árido sotobosque, quebrando ramas y árboles jóvenes. Al fin ese ruido cesó y se oyó cómo un cuerpo caía al suelo.

Kahlan trató de ponerse de pie pero estaba demasiado débil. Era como si no tuviera huesos y los músculos se le estuvieran deshaciendo. No le quedaban fuerzas. La oscuridad la reclamaba de nuevo.

Prindin le lanzó de nuevo su típica sonrisa mientras volvía a colgarse el arco a la espalda.

Kahlan hizo un esfuerzo por hablar. Al fin logró articular un débil susurro.

— Prindin, ¿por qué has hecho eso?

El joven se encogió de hombros.

— Para poder estar solos. Antes de que te corten la cabeza —añadió con una sonrisa más amplia si cabe.

Prindin. Prindin le había dicho a Riggs que su poder no le afectaría, para que Kahlan lo gastara en él y se quedara indefensa. Las piernas le temblaron con el esfuerzo que hizo por tratar de incorporarse. Pero nuevamente cayó. Prindin la miraba.

Entre los árboles se oyó la voz de Chandalen que, sin aliento, la llamaba a gritos. En otra dirección se oía también a Tossidin llamándola. Kahlan trató de atraer su atención, pero solamente le salió una débil y ronca queja. La oscuridad amenazaba con engullirla.

Tal vez seguía dormida. Ojalá que así fuera. Apenas podía hablar, ni moverse, como en una pesadilla.

Pero sabía que esto no era un sueño.

Prindin se volvió hacia donde sonaban las apremiantes llamadas. Kahlan hundió los talones en la nieve y con un supremo esfuerzo reculó. Su mano topó con una robusta rama de arce caída al suelo.

Prindin corrió hacia ella. Kahlan centró todo su miedo, su dolor y su horror por lo ocurrido en entrar en acción. Reunió todos los recursos que le quedaban. Prindin iba a atraparla.

Kahlan se levantó, blandiendo la sólida rama. Prindin se agachó y agarró la improvisada cachiporra para arrebatársela. Acto seguido la obligó a girar de modo que quedara de espaldas a él, enroscó un brazo alrededor de la cabeza de la mujer y le tapó la boca para que no pudiera avisar a Chandalen. Aunque no era un hombre fornido, Kahlan sabía que Prindin poseía una fuerza extraordinaria aunque, en el estado en el que se encontraba, incluso un niño podría someterla.

Chandalen se acercó a ellos por la espalda con un cuchillo en la mano. Kahlan mordió a Prindin en el brazo y gritó. Pero Prindin dio media vuelta con una rapidez y una fuerza increíbles, y golpeó a Chandalen en la cabeza con la rama. Sonó un escalofriante ruido hueco. El golpe tumbó a Chandalen contra las ramas de un abeto. Mientras se desasía de Prindin, Kahlan vio sangre en la nieve alrededor de Chandalen.

Un Tossidin sin aliento irrumpió de entre los árboles.

— ¿Qué ocurre? ¡Prindin!

Entonces los vio y se quedó como paralizado. Miró a Chandalen y luego a Prindin.

Éste echó un vistazo a su hermano por encima del hombro y le habló en su propio idioma.

¡Chandalen trató de matarnos! Yo llegué justo cuando trataba de asesinar a la Madre Confesora. Ven. Ayúdame. Está herida.

Kahlan cayó de hinojos y gritó:

— No… Tossidin… no…

Pero Tossidin ya corría hacia ellos.

¿Cuál es el problema del que Chandalen me habló? ¿Qué te ocurre, hermano? ¿Qué has hecho?

¡Ayúdame! ¡La Madre Confesora está herida!

Tossidin cogió a su hermano por un hombro y le dio media vuelta.

¡Prindin! ¿Qué has…

Sin previo aviso Prindin clavó un cuchillo en el pecho de su hermano. Tossidin abrió mucho los ojos por la sorpresa, y también abrió la boca aunque de ella no salieron palabras. Resollaba. Las rodillas se le doblaron y se desplomó. Kahlan gritó. Prindin lo había apuñalado en el corazón.

Chandalen se incorporó, aturdido, y lanzó un gruñido. Entonces se llevó las manos a la cabeza, que le sangraba. Sin perder de vista a Chandalen, Prindin se sacó una cajita de hueso de la bolsa que llevaba al cinto. Estaba llena de bandu. No había entregado todo su veneno.

Sin poder hacer nada para detenerlo, Kahlan tuvo que ver cómo Prindin emponzoñaba generosamente una punta de flecha. Chandalen se sostenía la cabeza entre las manos mientras trataba de recuperarse y poner sus ideas en orden. Prindin estiró la cuerda del arco. Kahlan sabía que apuntaba a la garganta de Chandalen. Justo cuando disparaba, la mujer logró tirarse contra las piernas del joven. La flecha falló el blanco, aunque dio a Chandalen en un hombro.

Prindin estrelló en el rostro de Kahlan el dorso del puño, lanzándola violentamente de espaldas contra el suelo. Invadida por un terror sin igual, la mujer quiso alejarse de él arrastrándose a cuatro patas. La nieve le helaba los dedos y por encima de las rodillas tenía los pantalones empapados de agua fría. Kahlan se concentró en el frío para tratar de salir de su sopor. Mientras se alejaba miró por encima del hombro.

Prindin sacó otra flecha de la aljaba y sumergió la punta en el veneno, al tiempo que contemplaba su lucha por escapar. Del mismo modo que había contemplado la lucha de Chandalen. Mientras se ponía en pie, tambaleante, y echaba a correr, un grito le brotó de los labios. Una pesadilla. Tenía que ser una pesadilla.

El impacto de la flecha en la parte posterior de la pierna izquierda fue como si la golpearan con un garrote. Kahlan chilló y cayó de bruces. La pierna le quemaba de dolor. Por el músculo se extendía una sensación de punzante hormigueo. Luego el dolor empezó a abrasarle el hueso de la cadera.

Prindin se abalanzó sobre ella. Se arrodilló y agarró la flecha que sobresalía de la parte posterior de su pierna. Posó la otra mano sobre el trasero para sujetarla y de un tirón le arrancó el proyectil. Kahlan notaba cómo el hormigueo del veneno le subía por la pierna.

No te preocupes, Madre Confesora, en tu flecha no he puesto tanto veneno como en la de Chandalen. Sólo el suficiente para asegurarme de que no me causarás problemas. Él morirá dentro de un minuto pero tú vivirás lo suficiente para que te corten la cabeza. —La mano le acarició las nalgas—. Si es que no esperan demasiado. Hace demasiado frío aquí fuera —añadió, inclinándose sobre ella—. Volvamos adentro.

Prindin la agarró por la muñeca y empezó a arrastrarla por la nieve. En su mente Kahlan luchaba contra él; se resistía, gritaba y lo golpeaba, pero no lograba que el cuerpo le obedeciera. Era como una muñeca de trapo que alguien arrastrara sobre la nieve. Sentía la ponzoña que le llegaba ya a las costillas.

Las lágrimas le corrían por las mejillas. Orsk. Tossidin. Chandalen. Ella. ¿Cómo podía Prindin hacer algo así? Kahlan sollozaba mientras su rostro se deslizaba sobre la nieve. ¿Cómo podía? A su propio hermano. Había apuñalado a su propio hermano como si nada. ¿Quién podría hacer algo tan monstruoso? ¿Cómo podía alguien hacer algo así? ¿Quién sino…

Un poseído.

La súbita inspiración la dejó sin aliento. Ella antes nunca había creído del todo en poseídos. Los magos le decían que eran reales, pero ella había creído que no eran más que conjeturas y supercherías, algo que impulsaba a la gente a la caza de cosas en la oscuridad, cosas del inframundo, cosas que acataban las órdenes susurradas por el mismísimo Custodio.

Pero ahora lo sabía de cierto, pues había caído en las garras de un poseído. Por todos los buenos espíritus, ¿cómo era posible que nadie se hubiera dado cuenta? Prindin la había ayudado tantas veces… Incluso se había hecho amigo suyo para permanecer cerca de ella y que de este modo el Custodio supiera en todo momento dónde estaba. Prindin era un poseído. Rahl el Oscuro se había reído de ella por ser tan estúpida.

También supo sin lugar a dudas que el velo estaba realmente rasgado. Rahl el Oscuro le había prometido que tales cosas sucederían. Rahl había regresado para acabar de romper el velo y ella había sido una insensata al pensar que tenía el control de la situación cuando, en realidad, Rahl el Oscuro y el Custodio la habían tenido siempre vigilada a través de los ojos de Prindin.

Pero ¿por qué había esperado hasta entonces? ¿Por qué dejarla que luchara en esa guerra, que tanta gente muriera, antes de atacarla?

Sabía por qué. El Custodio pertenecía al mundo de los muertos y lo que deseaba era llevar la muerte al mundo de los vivos. El Custodio odiaba a los vivos. Por esa razón quería romper el velo; para imponer la muerte al mundo de los vivos.

El Custodio codiciaba el hálito de vida de este mundo y disfrutaba viendo morir a la gente. No deseaba detener demasiado pronto el sufrimiento, el miedo ni el dolor.

Mientras Prindin la arrastraba entre los matorrales y por encima de un tronco medio cubierto por la nieve, Kahlan sentía como si el brazo se le fuera a desencajar. El hormigueo del veneno se le extendía ya por el pecho.

La pierna izquierda la tenía insensible. Kahlan se consoló pensando que al menos de ese modo no notaba el lacerante dolor de la flecha. La punta redonda de hierro le había penetrado hasta el hueso, y Prindin no había sido nada cuidadoso al sacársela. Al menos ya no la sentía.

Al llegar al refugio vio un montón de cuerpos esparcidos por el suelo, no sólo de los galeanos sino también de los soldados de la Orden Imperial a los que Orsk había matado. Muy pronto, cuando Prindin acabara con ella, la entregaría a la Orden y le cortarían la cabeza. Todo acabaría, y no había nada que ella pudiera hacer por impedirlo. Ni siquiera era capaz de presentar resistencia. Nunca volvería a ver a Richard. Queridos espíritus, Richard nunca sabría cuánto lo amaba.

Prindin la arrastró por la entrada al refugio y la tiró sobre la estera de ramas. Mientras encendía otras dos velas usando la que casi se había apagado ya, Kahlan pugnó por respirar y permanecer consciente.

Quiero verte bien —le dijo Prindin con una sonrisa lasciva—. Tienes un cuerpo muy bonito. Quiero verte toda.

A Kahlan siempre le había gustado la sonrisa de Prindin pero ahora la odiaba.

El hombre barro se desprendió de su manto de pieles y lo arrojó a un lado. Su sonrisa se desvaneció y abrió mucho los ojos. Ya no se dignaba a hablar en la lengua de Kahlan sino que utilizaba la suya propia.

Desnúdate. Primero quiero mirarte. Quiero excitarme viendo tu desnudez.

Pero ni siquiera bajo la amenaza de un cuchillo en el cuello habría podido Kahlan obedecer; era incapaz de mover los brazos.

— Prindin —musitó con esfuerzo—, los hombres regresarán pronto y te pillarán aquí.

Estarán muy ocupados. Deben librar una lucha que no esperaban. —Nuevamente Prindin sonrió—. Tardarán mucho en volver… si es que vuelven. —La sonrisa se tornó de repente en una expresión de cólera—. ¡Que te desnudes he dicho!

— Prindin, eres amigo mío. Por favor, no me hagas esto.

Kahlan lloraba desconsoladamente porque había perdido un amigo, seducido por la locura del Custodio.

— Prindin, ¿por qué?

El joven se incorporó como si la pregunta lo cogiera por sorpresa.

El gran espíritu dijo que podría tomarte antes de que se llevara tu alma al inframundo. Dijo que sería mi recompensa por mi servicio. El gran espíritu está complacido conmigo por entregarte a él.

Kahlan sentía un doloroso escozor en la mordedura del cuello y temblaba de pesar por Tossidin y por Chandalen, y también por la situación desesperada en la que se hallaba ella misma. El hormigueo del veneno le llegaba ya hasta los hombros y notaba las primeras punzadas que anunciaban que le subía por la garganta.

Prindin la estrujó bajo su cuerpo mientras la besaba justamente donde Rahl el Oscuro lo había hecho, sobre la mordedura. El dolor, las visiones le arrancaron un silencioso grito de horror.

Prindin… por favor… después de tomarme, ¿me soltarás? —Kahlan habló en la lengua de la gente barro con la esperanza de despertar así su compasión—. Te lo suplico.

Prindin levantó la cabeza y la miró a los ojos.

Sería inútil. Te he estado envenenando con el té que te preparaba y también con la flecha. Haga lo que haga, morirás. Es preciso que te corten la cabeza antes de que el veneno te mate. Será mejor. Sufrirás menos. No encontrarás en mí más clemencia que ésa.

El joven sonrió mientras se inclinaba de nuevo hacia ella y le besaba el cuello. Kahlan lloraba.

Te odio —le dijo entre lágrimas—. A ti y a tu gran espíritu.

Prindin se levantó de un salto, se enderezó tanto como pudo en el pequeño refugio y, con los puños en las caderas, la fulminó con la mirada.

¡Tienes que ser mía! ¡Me lo prometió! ¡Te tomaré! Tu poder nada puede hacerme, ya me he asegurado de eso. Ya no te queda nada. ¡Serás mía! Si no te entregas voluntariamente, te tomaré por la fuerza. Tú llevaste tu aborrecible magia a mi gente, nos impusiste tus odiosas normas. Eres malvada y yo te tomaré para someter tu perversidad. ¡El gran espíritu me dijo que así sería!

Prindin se quitó la camisa de gamuza por la cabeza. Tenía un cuerpo enjuto y nervudo. Entonces se lanzó encima de ella y aterrizó con un gruñido. Su rostro estaba justo encima del de Kahlan.

Ambos se miraron con sorpresa.

Prindin no tenía ni idea de lo que había ocurrido. Ella sí lo sabía, pero ignoraba el cómo.

Kahlan sintió la cálida sangre del joven que le corría por el puño. Las pupilas de Prindin se abrieron. Al toser le salpicó la cara con gotitas de sangre. Entonces, con un largo y lento gorgoteo exhaló el último aliento y se quedó rígido.

Kahlan seguía llorando. No tenía fuerzas para quitárselo de encima y le costaba respirar debajo de él.

Así pues, se quedó quieta sintiendo cómo la sangre de Prindin fluía sobre su mano, entre sus pechos y le empapaba la camisa. Notaba ya el cosquilleo del bandu en el cuello.


Загрузка...