Richard cogió a ambos muchachos por un brazo.
— Despacio, ahora, despacio —les dijo en voz baja—. Ya os dije que yo iría primero.
Kipp y Hersh suspiraron impacientes. Richard asomó la cabeza por la esquina para comprobar que el pasillo estuviera desierto y luego empujó a los dos chicos contra la pared. Llevaban ranas que pataleaban en sus bolsillos.
— Esto es muy serio —les sermoneó Richard—. Os elegí a vosotros porque sé que sois los mejores. Haced lo que planeamos. Quedaos aquí, con la espalda pegada a la pared y contad hasta cincuenta. No quiero que asoméis ni un solo pelo por la esquina hasta llegar a cincuenta. Confío en vosotros.
Ambos sonrieron ampliamente.
— Tranquilo, Richard —dijo Kipp—. Las sacaremos de ahí.
Richard se agachó y acercó un conminatorio dedo a uno y después al otro.
— Lo repito: esto es muy serio. No es ningún juego. Esta vez os podríais meter en un lío muy gordo. ¿Seguro que queréis seguir adelante?
Kipp se metió las manos en los bolsillos y palpó las ranas.
— Ya te he dicho que has acudido a los hombres adecuados. Podemos hacerlo. Queremos ayudarte, Richard.
Los muchachos se sentían muy excitados, porque ésta sería la primera vez que se aventuraban más allá de los guardias, en territorio inexplorado para su especialidad. Richard era consciente de que no se daban cuenta del peligro que entrañaba la empresa y odiaba tener que utilizarlos de ese modo, pero no se le ocurría otro.
— Muy bien, pues empezad a contar.
Richard dio la vuelta a la esquina y avanzó rápidamente por el corredor con la capa del mriswith abierta. Al llegar a la puerta doble que buscaba, se quedó quieto contra el muro de mármol blanco, frente a ella y se levantó la capucha. Entonces se envolvió en la capa y se concentró en el mármol de detrás.
Se mantuvo inmóvil. De pronto los muchachos aparecieron por la esquina gritando con todas sus fuerzas y corrieron por el pasillo. Se detuvieron delante de la puerta doble y miraron ora a la derecha ora a la izquierda. No lo vieron, aunque estaba justo detrás de ellos. Richard sabía que debían de estar preguntándose dónde se habría escondido.
Siguiendo el plan, abrieron la puerta bruscamente y, riendo excitados, empezaron a sacarse ranas de los bolsillos arrojándolas a la habitación. Las dos Hermanas tan sólo necesitaron un instante para recuperarse de la sorpresa. Ambas se levantaron de sus asientos y salieron corriendo de detrás de su escritorio, una de ellas con una vara en la mano. Los chicos lanzaron las últimas ranas y echaron a correr en direcciones opuestas gritando en tono de burla: «¡A que no me coges! ¡A que no me coges!».
Las hermanas Ulicia y Finella frenaron tan bruscamente que se deslizaron sobre el suelo de mármol. Aunque estaba a pocos centímetros de ellas, no lo vieron. Richard contuvo la respiración.
Las hermanas vieron a los muchachos doblar la esquina en extremos opuestos del pasillo. Inmediatamente extendieron los brazos. Unos rayos de luz fueron a estrellarse contra las paredes, derribando cuadros al suelo, pero Kipp y Hersh se libraron. Gruñendo muy enfadadas, las Hermanas se separaron para emprender cada una la persecución de uno de los muchachos.
Richard esperó hasta que hubieron dado la vuelta a la esquina antes de apartarse de la pared, relajar la concentración y permitir así que la capa recuperara su color negro original. Durante el proceso se preguntó qué pensaría alguien que presenciara cómo se materializaba en el aire.
El despacho estaba vacío. Frente a la puerta situada entre los dos escritorios el aire parecía destellar y zumbar. Richard aproximó una mano con cautela; notó el aire más denso de lo normal, pero ningún dolor. Así pues, atravesó los destellos y a continuación la puerta.
La habitación interior no era ni mucho menos tan grande como el despacho y apenas estaba iluminada. Las paredes estaban revestidas con madera de una intensa tonalidad oscura. En el centro se veía una pesada mesa de madera de nogal atestada de papeles y libros, y con tres velas encima. A ambos lados, las paredes estaban cubiertas del suelo al techo con estanterías llenas de libros desordenados y curiosos objetos.
Una anciana sirvienta ataviada con un grueso vestido gris de trabajo sacaba el polvo a uno de los estantes superiores, para lo cual se había subido a un taburete. La mujer se dio media vuelta, sorprendida, y cesó en su trabajo. Entonces echó un rápido vistazo a la puerta y a continuación a Richard.
— ¿Cómo has…
— Lo siento, no pretendía asustarte. He venido a ver a la Prelada. ¿Está aquí?
La mujer se agachó y tanteó con el pie en busca del suelo. Richard le ofreció una mano. La sirvienta se lo agradeció con una sonrisa, mientras se apartaba del rostro un mechón canoso que se le había escapado del flojo moño con el que se recogía el pelo en la nuca. Una vez en el suelo, Richard comprobó que apenas le llegaba al extremo inferior del esternón. Tenía un cuerpo más bien rechoncho, como si antes hubiera sido alta y un gigante la hubiese aplastado.
La mujer alzó la vista hacia él y frunció el entrecejo.
— ¿Te han dejado entrar las hermanas Ulicia y Finella?
— No —contestó Richard, inspeccionando el agradable desorden que reinaba en la estancia—. Las dos han salido.
— Pero supongo que habrán dejado un escudo.
— Necesito hablar con la Prelada. —Richard vio una puerta abierta al otro lado de la habitación, que conducía a un patio—. ¿Está allí?
— ¿Tienes cita? —preguntó la mujer en voz baja y agradable.
— No —admitió él—. Llevo días tratando de conseguir una, pero las dos Hermanas de afuera se negaron. Así pues, me las he tenido que ingeniar yo solo para verla.
La mujer se llevó un dedo al labio inferior.
— Ya veo. Pero necesitas una cita. Ésas son las reglas. Lo siento.
Richard se encaminó hacia la puerta abierta. Empezaba a impacientarse, pero trató de hablar con voz calmada pues no deseaba asustar a la anciana sirvienta.
— Escúchame, tengo que hablar con la Prelada o todos nosotros vamos a tener pronto una cita con el mismísimo Custodio.
— ¿De veras? —La mujer enarcó las cejas en gesto de asombro. Luego chasqueó la lengua y comentó—: El Custodio, vaya, vaya.
Richard se paró de golpe, se estremeció y lanzó un gruñido. Entonces giró sobre sus talones.
— Tú eres la Prelada, ¿verdad?
La mujer esbozó una pícara sonrisa y los ojos le brillaron.
— Sí, Richard, supongo que sí.
— ¿Sabes quién soy yo?
— Oh, pues claro que sí.
Richard suspiró.
— Así pues, ¿tú eres quien manda aquí?
La Prelada rió más fuerte.
— Por lo que he oído, eres tú quien manda ahora. Apenas llevas aquí un mes y te has ganado ya a medio palacio. Estaba pensando en pedirte a ti una cita.
— Yo te la hubiera concedido enseguida —replicó Richard con un amistoso frunce de la frente.
— Tenía muchas ganas de conocerte. —La Prelada le palmeó suavemente un brazo—. A partir de ahora puedes venir a verme cuando gustes.
— ¿Y por qué no me lo permitiste antes?
La mujer cruzó las manos debajo de sus generosos senos.
— Era una prueba, hijo mío, una prueba. Debo decir que estoy impresionada. Supuse que te costaría otros seis u ocho meses lograrlo.
La puerta se abrió de repente. Una fuerza que emanaba del collar levantó a Richard del suelo y lo arrojó violentamente contra la pared. No podía moverse y le faltaba la respiración. Dos airadas Hermanas acababan de aparecer por la puerta con las manos en las caderas.
— Vamos, vamos —les dijo la Prelada—, parad ya. Bajad al chico.
Richard cayó al suelo y fulminó con la mirada a las dos Hermanas.
— Soy yo quien convenció a Kipp y a Hersh para que hicieran eso. Es culpa mía. Si hay represalias, que sean contra mí y no contra ellos. Si les hacéis algún daño, tendréis que responder ante mí.
Una de las Hermana dio un paso hacia él.
— Ya está decidido cuál será su castigo. Esta vez, para variar, recibirán una lección. —Furiosa, lo señaló con una recia vara—. No te preocupes por ellos; preocúpate por cuál será tu propio castigo.
— Sí, hermana Ulicia —intervino la Prelada—. Creo que se impone un castigo. —La Hermana dirigió a Richard una petulante sonrisa—. A vosotras, concretamente.
La hermana Ulicia ahogó una exclamación.
— ¿Cómo, prelada Annalina?
— ¿Acaso no os di instrucciones muy precisas de que no dejarais entrar a Richard?
Las dos Hermanas se irguieron.
— Sí, prelada Annalina.
— Y aquí está. En mi oficina.
La hermana Ulicia señaló la puerta.
— Pero… ¡Pero si dejamos un escudo! Es imposible que…
— ¿Imposible? —La Hermana dejó caer la mano ante el gesto de desaprobación de su superiora—. Pues yo lo estoy viendo plantado delante de mí. ¿Acaso me engañan mis ojos, Hermanas?
— No, prelada Annalina —respondieron al unísono.
— ¿Y ahora pretendéis recompensar vuestro fracaso volviendo a vuestros puestos, como si nada hubiera pasado, y castigar su éxito? —La Prelada chasqueó la lengua—. Vosotras dos recibiréis el castigo que habéis decidido para los muchachos.
Las Hermanas palidecieron.
— Pero Prelada… —susurró la hermana Finella—. No se puede hacer eso a una Hermana.
— ¿De veras, hermana Finella? ¿Qué castigo les habéis impuesto?
— Que les azoten el trasero… públicamente… mañana por la mañana después del desayuno.
— Suena justo. Vosotras dos ocuparéis su lugar.
— Pero Prelada —susurró atónita la hermana Ulicia—. Somos Hermanas de la Luz. Eso sería humillante.
— Aprender humildad nunca ha hecho daño a nadie. En castigo por vuestra incompetencia seréis azotadas públicamente.
La hermana Ulicia se puso tensa.
— ¿Y si nos negamos, prelada Annalina?
La Prelada sonrió.
— Lo interpretaré como que ya no sois dignas de mi confianza y, además, que no deseáis seguir siendo Hermanas de la Luz.
Ambas inclinaron la cabeza. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellas, Richard enarcó una ceja hacia la Prelada.
— Espero no ganarme nunca tu desaprobación, prelada Annalina.
La mujer se rió entre dientes.
— Richard, por favor, llámame Ann. Así es como me llaman mis viejos amigos.
— Sería un honor llamarte Ann, Prelada, pero me temo que no soy un viejo amigo.
— ¿Eso crees? Vaya, vaya, qué chico más sabio. Bueno, no importa. De todos modos llámame Ann. ¿Sabes por qué he castigado a las Hermanas? Porque no han aceptado la responsabilidad por sus acciones. No se han dado cuenta de la importancia de ello. Estás aprendiendo a ser un mago, Richard.
— ¿A qué te refieres?
— Sabías que era peligroso contrariar a esas dos, ¿verdad? —Richard asintió—. No obstante, usaste a los dos muchachos, sabiendo perfectamente que podían salir mal parados.
— Sí, lo sabía, pero tuve que hacerlo. Era muy importante verte, y no se me ocurrió otro modo de lograrlo.
— La carga de un mago; así es como se llama. Utilizar a otros. Un mago sabio comprende que no puede hacerlo todo solo y que, si algo es suficientemente importante, debe utilizar a sus semejantes aunque eso signifique poner en peligro sus vidas. Es una habilidad extremadamente rara y al mismo tiempo esencial para ser un buen mago. Y tal vez también para ser una Prelada.
— Ann, es urgente. Debo hablar contigo.
— ¿Urgente, dices? Bueno, en ese caso ¿qué te parece si hablamos de ese asunto tan urgente mientras damos un paseo por mi jardín?
La mujer lo cogió por el brazo y lo condujo a través de la puerta abierta. Fuera, la luz de la luna se derramaba sobre un magnífico jardín con árboles, senderos, macizos de flores, plantas silvestres y un precioso estanque. Pero Richard apenas se dio cuenta de la belleza del lugar; desde que había hablado con Warren casi no podía comer ni dormir. Si el Custodio se escapaba, todos, incluida Kahlan, caerían en sus garras. Tenía que impedirlo.
— Ann, el mundo está en peligro. Necesito tu ayuda. Y necesito que me quites este collar para buscar más ayuda.
— Para eso estoy aquí, Richard, para ayudarte. ¿Qué ocurre?
— El Custodio…
— El Innombrable —lo corrigió la Prelada.
— ¿Qué más da eso?
— Llamarlo por su nombre llama su atención.
— Ann, no es más que una palabra. Lo importante es el significado de esa palabra, no una sucesión de letras. ¿Crees que si lo llamáis Innombrable en vez de Custodio lo engañáis? ¿Crees que no se da cuenta de que habláis de él? Es un error suponer que tus enemigos son ignorantes y tú eres listo.
La Prelada se rió con ganas.
— Llevaba mucho tiempo esperando que alguien se diera cuenta.
La mujer se detuvo al borde del estanque. Richard le preguntó:
— ¿Qué es «el guijarro en el estanque»?
— Tú eres uno, Richard —repuso ella con la mirada fija en el agua.
— ¿Quieres decir que hay más de uno?
Una piedrecilla flotó en el aire hasta la mano de la Prelada.
— Todo el mundo tiene un efecto sobre los demás. Algunas personas inspiran a otras para conseguir grandes cosas, mientras que otras las arrastran al crimen. Quienes poseen el don causan un efecto más profundo en quienes los rodean. Cuanto mayor es el han, mayor es el efecto.
— ¿Qué tiene eso que ver conmigo? ¿Qué tiene que ver con un guijarro en un estanque?
— ¿Ves todas esas plantas acuáticas que flotan en la superficie? Digamos que son las demás personas, el mundo de los vivos, y que este guijarro eres tú. —La Prelada arrojó la piedra al estanque—. ¿Ves lo que ocurre? Las ondas originadas por el guijarro, que eres tú, afectan a todo el mundo. Sin ti esas ondas nunca se hubieran originado.
— Ya veo. Las plantas flotan en las ondas, subiendo y bajando. Pero el guijarro se hunde.
La Prelada le dirigió una tensa sonrisa.
— Nunca lo olvides.
Las palabras de la mujer le dieron qué pensar.
— Creo que tienes demasiada fe en mí. Apenas me conoces.
— Te conozco más de lo que crees, hijo mío. Dime, ¿qué te inquieta acerca del Custodio?
— Debemos hacer algo. Está a punto de escapar. Una de las cajas del Destino ha sido abierta. Tiene paso libre. Y la piedra de Lágrimas se encuentra en este mundo. Tengo que hacer algo.
— Ah. —La Prelada sonrió—. Acabo de ver cómo el han de una simple Hermana te lanzaba contra la pared, ¿y pretendes enfrentarte contra el mismísimo Custodio?
— Han ocurrido cosas. Es preciso hacer algo.
— Te he visto hablando con Warren. Es un joven muy brillante, pero es aún muy joven. A veces necesita que alguien lo guíe. —La Prelada se acercó una ramita—. Warren estudia con mucho ahínco y le encantan los libros de profecías. Creo que conoce hasta el polvo que los cubre.
Ahora examinaba una flor que crecía en una rama. Mientras la contemplaba a la luz de la luna, Richard se dijo que seguramente se había creído demasiado listo. Y Warren también.
— Pero ¿y el Custodio? ¿Y la piedra de Lágrimas?
La Prelada volvió a enlazar su brazo en el del joven y siguieron paseando.
— Si el paso está libre y la piedra de Lágrimas está en este mundo, Richard, ¿por qué no estamos ya en manos del Custodio? ¿Eh?
— Es posible que esté a punto de hacerlo.
— Ah. ¿Así que crees que ahora mismo está ocupado cenando y que esperará hasta acabar de comer y haberse limpiado con la servilleta para empezar a devorar el mundo de los vivos? ¿Estás impaciente por cerrarle el paso antes de que se levante de la mesa? ¿Crees que es así como funciona el mundo de los muertos? ¿Que funciona como el nuestro?
Richard, nervioso, se pasó los dedos por el pelo.
— No lo sé. No sé cómo funciona ese mundo, pero Warren me dijo que…
— Warren no lo sabe todo. No es más que un estudiante. Tiene talento para las profecías, sí, pero aún le queda mucho por aprender.
»¿Sabes por qué guardamos las profecías en las criptas y controlamos quiénes las leen? Justamente para evitar el tipo de discusiones que estamos teniendo ahora. Porque las profecías son peligrosas para las mentes comunes, e incluso algunas lo son para las mentes entrenadas. Hay más cosas de las que ves, Richard, o ya habríamos caído en las garras del Custodio.
— ¿Me estás diciendo que no corremos peligro?
La Prelada esbozó una taimada sonrisa.
— Siempre corremos peligro, Richard. Mientras exista un mundo de los vivos, existirá el peligro. La vida será siempre mortal.
La mujer le palmeó de nuevo el brazo.
— Eres una persona importante, alguien que es mencionado en las profecías, pero si te comportas como un loco harás más mal que bien. Aunque la piedra de Lágrimas esté en este mundo, ella sola no basta para permitir que el Custodio escape. La piedra no es más que un medio para lograr ese fin.
— Espero que tengas razón —dijo Richard, y siguieron paseando.
La Prelada alzó la vista e inquirió:
— ¿Cómo está tu madre?
Richard desvió la mirada hacia la oscuridad.
— Murió cuando yo era un niño. En un incendio.
— Lo siento, Richard. ¿Y tu padre?
— ¿Cuál de ellos? —murmuró.
— Tu padre adoptivo, George.
Richard carraspeó.
— Fue asesinado por Rahl el Oscuro. —El joven le lanzó una rápida mirada por el rabillo del ojo—. ¿Cómo sabes de su existencia?
La Prelada le dirigió una de esas intemporales miradas que Richard ya había visto en Adie, Shota, la hermana Verna, Du Chaillu y también en Kahlan.
— Lo siento, Richard, no sabía que había muerto. George Cypher era todo un hombre.
Richard se detuvo. Sentía un extraño hormigueo.
— Tú —musitó—. Fue de ti de quien mi padre consiguió ese libro. —No añadió nada más para que la Prelada rellenara los detalles que confirmaran su sospecha. La mujer sonrió levemente.
— ¿Temes decirlo en voz alta? El Libro de las Sombras Contadas; a ese libro te refieres. —La Prelada señaló un banco de piedra—. Richard, siéntate antes de que te caigas.
Richard se dejó caer en el banco. Entonces la miró. La Prelada seguía de pie.
— ¿Tú? ¿Tú diste ese libro a mi padre?
— Más bien le ayudé a conseguirlo. Verás, Richard, como ya te he dicho, tú y yo somos viejos amigos. Claro que la última vez que te vi estabas berreando. Solamente contabas con unos pocos meses de edad.
Los labios de la Prelada trazaron una distante sonrisa.
— Si tu madre pudiera verte ahora… Estaba tan orgullosa de ti. Me dijo que eras la bendición que compensaba la maldición. Ya ves, Richard, el mundo de los vivos se basa en el equilibrio. Tú eres un hijo del equilibrio. He invertido mucho en ti.
Richard notó la lengua pegada al paladar.
— ¿Por qué? —logró decir.
— Porque eres un guijarro en el estanque. —La mirada de la mujer pareció perderse en la nada—. Hace más de tres mil años los magos poseían Magia de Resta. Desde entonces ninguno ha nacido con ella. Teníamos esperanzas, pero hasta ahora no había vuelto a nacer ninguno. Unos pocos sienten la llamada de ese tipo de magia, pero no poseen el don. Tú tienes el don para ambas, Magia de Suma y de Resta.
— ¡Qué! —Richard se puso de pie bruscamente—. ¡Estás loca!
— Siéntate, Richard.
El sosegado poder de su voz, su penetrante mirada y su presencia lo impulsaron a obedecer. Por alguna razón, de pronto le parecía mucho más alta. No había crecido, pero ahora sentía que descollaba sobre él. También su voz imponía.
— Ahora escúchame bien. Me estás causando muchos problemas. Eres como un toro que no para de destrozar vallados y de pisotear los campos. Hay demasiado en juego para que tú vayas por ahí actuando de un modo tan inconsciente. Sé que crees que haces lo debido, pero también el toro lo cree así. Tu problema es la falta de conocimiento. Yo me propongo darte una educación.
»Aunque no creas todo lo que te digo, será mejor que lo aceptes, o de otro modo llevarás ese collar mucho tiempo, porque no podrás librarte de él hasta que aceptes la verdad.
— Creía que las Hermanas eran quienes quitaban el collar.
La mirada de la Prelada le hizo desear haber mantenido la boca cerrada. Se hubiera cambiado incluso por las dos Hermanas que iban a ser humilladas en público.
— Solamente cuando te aceptes a ti mismo, cuando aceptes tus capacidades, tu verdadero poder, podrás quitarte el rada’han. Tú mismo te lo pusiste alrededor del cuello. Nosotras no tenemos poder para quitártelo hasta que tú nos ayudes con tu propio poder. Y el único modo de hacerlo es aceptando quién eres.
»Para empezar, debes comprender la naturaleza del Custodio y del Creador, así como la naturaleza de este mundo. Tu problema, que es el problema de la mayoría de la gente incluido Warren, es que tratas de entender el mundo del más allá aplicando las leyes que rigen nuestro mundo.
»El bien y el mal, el Creador y el Custodio son el caos dividido en dos fuerzas opuestas. Aunque cada una de ellas detesta a la otra, son interdependientes y una no podría existir sin la otra. Se definen en términos de relación. La lucha, nuestra lucha en este mundo, consiste en mantener el equilibrio.
Aunque Richard permanecía callado, no pudo evitar poner cara de preocupación.
— Del Creador nace la vida, el espíritu de la vida, que florece en este mundo. Sin el Custodio, que representa la muerte, no habría vida. Sin la muerte la vida sería eterna.
»¿Puedes imaginarte un mundo en el que nadie muriera nunca? ¿En el que todos los niños nacidos vivieran para siempre? ¿En el que toda planta que brotara siguiera con vida? ¿En el que los árboles fueran eternos, y de todas las semillas brotara un árbol?
»¿Sabes qué ocurriría? ¿De qué nos alimentaríamos si no pudiésemos matar a ningún animal ni recoger una cosecha, si todos los seres vivieran para siempre y nunca murieran? Estaríamos condenados a una vida eterna de hambre voraz que no dejaría de atormentarnos. El caos consumiría el mundo de los vivos y éste quedaría destruido para siempre.
»La muerte, o el inframundo como la llaman algunos, es eterna. Tú piensas en ella en términos de la vida que conoces. Pero en la eternidad el tiempo no tiene significado ni dimensión. Para el Custodio un segundo o un año es lo mismo.
»Son sus servidores en este mundo quienes le transmiten la dimensión temporal. Es su urgencia la que lo empuja a luchar, porque ellos sí que comprenden el tiempo. El Custodio necesita a los vivos si quiere vencer. Seduce con promesas, y sus servidores anhelan su triunfo.
— ¿Y qué papel desempeñan los vivos?
— Nosotros dividimos y definimos el caos del orden y los mantenemos separados; luz y oscuridad, amor y odio, bien y mal. Nosotros somos el equilibrio.
»Somos como las plantas que flotan en la superficie del estanque. El aire sería el Creador y las profundidades el Custodio. Las almas de los vivos, que provienen del Creador, florecen en este mundo y, cuando mueren, descienden al mundo de los muertos.
»Pero eso no significa que sea malo. Nosotros somos quienes lo juzgamos así. El Custodio es como el lodo que cubre el fondo del estanque. Los espíritus de los muertos residen en cualquier lugar, ya sea en lo más profundo de ese caos y odio, cerca del Custodio, o cerca de los vivos, de la luz del Creador. Los vivos tenemos la esperanza de pasar la eternidad al calor de esa luz.
»Somos nosotros, los vivos, quienes separamos y definimos los mundos a ambos lados de la vida. Y la magia es el elemento que otorga a este mundo el poder para ello. La magia es el punto de equilibrio.
»El Custodio quiere invadir el mundo de los vivos; ése sería su triunfo. Pero para ello debe eliminar la magia. No obstante, al mismo tiempo, para triunfar debe usar magia para romper ese equilibrio.
Richard trataba por todos los medios de mantener la cabeza fuera de las turbias aguas de la confusión.
— ¿Y los magos tienen el poder de influir en el equilibrio?
La Prelada seguía inclinada hacia él. Alzó un dedo y repuso:
— Sí. Tú sí porque posees ambos tipos de magia. —La sonrisa de la mujer se evaporó de un modo que le cortó la respiración—. Eso te convierte en una persona extremadamente peligrosa, Richard.
»Posees ambas caras del don; tienes el poder para destruir el velo o para repararlo. Hay buenas personas que, si tuvieran noticia de tu poder, te matarían sin dudarlo por miedo de que nos destruyeras a todos deliberadamente o por accidente.
— ¿Y tú? ¿Eres tú una de ellas?
— Si lo fuera, no habría ayudado a tu padre a conseguir el Libro de las Sombras Contadas. Lograste neutralizar la amenaza inmediata, Richard, pero al hacerlo alimentaste la magia de la puerta que separa ambos mundos, lo que aumenta el peligro en el futuro. Era un riesgo que tuve que correr, porque de otro modo las consecuencias habrían sido desastrosas. Pero si no se repara lo ocurrido, el desastre al final será mayor.
— ¿Qué es el velo? ¿Dónde está?
La Prelada extendió la mano y le dio golpecitos en la frente.
— El velo está en el interior de todos los que poseemos magia. Nosotros somos sus guardianes. Es por eso por lo que el equilibrio significa tanto para los poseedores del don. Porque cuando el equilibrio se rompe, el velo se rasga. Y cuanto mayor es el desequilibrio, más se rasga el velo.
»El Creador reina en su mundo y el Custodio en el suyo. El Custodio necesita al Creador para que le proporcione vida, y el Creador necesita al Custodio para que la vida se renueve. El velo mantiene el equilibrio.
La mujer mostraba un sombrío semblante.
— Muchos considerarían blasfemas mis palabras, porque creen que el Custodio es el mal que debe ser destruido. Pero, en última instancia, con eso solamente se conseguiría lo contrario; toda vida sería barrida como la arena que arrastra la corriente de un río.
— Sólo por seguir con la discusión, ¿qué ocurriría si de verdad poseyera ambos tipos de magia? ¿Para qué serviría mi poder?
— La mayoría de los magos poseen un talento que los conduce en una dirección determinada. Algunos curan, otros construyen objetos mágicos, y otros, los menos, son profetas. Pero los más raros son los magos guerreros. No ha nacido ninguno en los últimos tres mil años. Hasta ahora.
Richard se enjugó el sudor de las palmas en los pantalones.
— No me gusta cómo suena eso.
— «Mago guerrero» tiene dos significados que se equilibran, como en todas las cosas mágicas. El primer significado es que pueden romper el velo y, por tanto, generar destrucción y muerte: guerra. Pero el segundo es que poseen la magia necesaria para enfrentarse a los poderes del Custodio. Ser un mago guerrero no significa que seas malvado, Richard. Muchos de los que guerrean lo hacen para proteger la vida de inocentes. Lo que significa es que te preocupan tanto los demás, que eres capaz de luchar por ellos.
— «Solamente el nacido para la verdad podrá salvar la vida. Es el marcado; es el guijarro en el estanque» —recitó Richard.
La Prelada enarcó una ceja.
— Para alguien que se burla de las profecías posees un extraño conocimiento de sus principales pasajes. Si no me he vuelto loca, supongo que llevas una marca.
Richard sintió la cicatriz en el pecho y asintió.
— ¿Estás diciendo que mi vida está ya marcada? ¿Que simplemente debo vivirla como ya está escrito?
— No, Richard. La vida no está predeterminada. Las profecías simplemente significan que posees un potencial. Tienes la capacidad de influir en los acontecimientos. Es por eso por lo que es tan importante que aprendas.
»Aunque lo más importante es que aprendas a aceptarte a ti mismo. Si no, perjudicarás la parte más vital de ti mismo: tu libre albedrío. Si actúas sin conocimiento, podrías lanzarte en manos del caos.
»Cuando naciste te dejé vivir porque posees el potencial para hacer el bien. En tu interior guardas la esperanza de vida. Pero hasta que no aceptes de verdad ambas caras de tu magia eres un peligro para todos los seres vivos.
Richard deseaba desesperadamente cambiar de tema. Se sentía como si el mundo lo aplastara.
— ¿Qué es la piedra de Lágrimas?
La Prelada se encogió de hombros.
— En el mundo de los muertos es una fuerza. En este mundo es un objeto imbuido de poder que representa esa fuerza.
»La piedra de Lágrimas es como un peso que mantiene al Custodio en el extremo infinito de su mundo, de modo que su influencia en el nuestro quede lo suficientemente atenuada para generar el equilibrio.
— En ese caso, si la piedra está aquí, es que el Custodio se ha liberado de su prisión.
— Si eso fuese cierto, todos estaríamos muertos, ¿no crees? —La Prelada arqueó una ceja con gesto interrogador. Richard mantuvo silencio—. Es uno de los sellos que lo mantienen atrapado en su mundo. Pero hay otros que siguen en su lugar. De momento la magia ayuda a mantenerlo a raya.
»Pero la piedra de Lágrimas posee el poder para romper el equilibrio, rasgar del todo el velo y liberar al Custodio si se usa en este mundo, por alguien como tú, de un modo equivocado. Verás, la piedra de Lágrimas es capaz de desterrar a cualquier alma a las profundidades infinitas del inframundo. Pero si se usa de ese modo, por odio y un motivo egoísta, alimenta el poder del otro lado y puede destruir el velo.
»El velo únicamente puede ser reparado por alguien que posea el don para ambos tipos de magia. Es preciso devolver la piedra al lugar que le corresponde.
»Debemos luchar para mantener los demás sellos intactos hasta que llegue el día en que alguien como tú pueda restaurarlo, mientras aún hay tiempo. Mientras tanto, el Custodio va ganando poder aquí. Sus secuaces tratan de romper los demás sellos. Existen otros modos de liberar al Custodio.
— Ann…, ¿estás segura respecto a mí? Tal vez…
— Esta noche lo has demostrado al atravesar el escudo. Nuestros escudos se componen de Magia de Suma, por lo que el único modo de que puedas haberlo atravesado es que tu han haya usado Magia de Resta.
— Tal vez mi han, mi Magia de Suma, era más fuerte que el escudo.
— Cuando atravesaste el valle de los Perdidos las torres te atrajeron. Tanto las blancas como las negras. ¿Me equivoco?
— Es posible que me topara con ellas por casualidad.
La mujer lanzó un suspiro de cansancio.
— Las torres fueron creadas por magos que poseían ambos tipos de poder. En las torres blancas hay arena blanca, arena de hechicero. Dudo que cogieses siquiera un puñado.
— Eso no prueba nada. ¿Y qué es esa arena de hechicero?
— La arena de hechicero es muy valiosa, casi diría que no tiene precio. Solamente existe en las torres blancas, y solamente pueden recogerla quienes se topan con ellas por casualidad. La arena de hechicero son huesos cristalizados de los magos que dieron sus vidas para alzar las torres. Es algo así como magia destilada. Confiere poder a los hechizos que se dibujan en ella, tanto buenos como malos. El hechizo adecuado trazado sobre arena de hechicero puede conjurar al Custodio.
»Pero tú cogiste arena negra, ¿verdad?
— Pues sí. Simplemente quería un poco. Eso es todo.
La Prelada hizo un gesto de asentimiento.
— Sólo un poco. Richard, desde que esas torres fueron construidas ningún mago ha sido capaz de recoger ni un grano de arena negra. Solamente pueden cogerla de las torres quienes poseen Magia de Resta. Guarda esa arena con tu vida, Richard. Es más valiosa de lo que imaginas.
— ¿Por qué? ¿Qué puede hacer?
— La arena negra es la opuesta a la blanca; se anulan mutuamente. Un solo grano de arena negra es capaz de contaminar un hechizo dibujado para conjurar al Custodio. Destruiría ese hechizo. Un puñado de esa arena vale más que todo un reino.
— No obstante, es posible que…
— Los últimos magos nacidos con ambos tipos de magia imbuyeron al Palacio de los Profetas su poder. Los profetas de aquel tiempo predijeron que volvería a nacer un mago con ambas caras de la magia, un mago guerrero, y para él crearon asimismo el bosque Hagen y a los mriswiths. Solamente alguien con Magia de Resta se sentiría atraído hacia ese bosque por el deseo de luchar.
— Pero yo usé la Espada de la Verdad —objetó Richard. A él mismo su voz le sonó como una súplica en medio del vendaval—. Fue la espada.
— La Espada de la Verdad también fue creada por magos con ambos tipos de magia. Solamente uno como ellos es capaz de aprovechar todo su potencial. Solamente tú puedes hacerlo. Y aún no lo has conseguido.
»Para ti es una ayuda, pero no la necesitas para matar un mriswith. Tu don basta. Si no me crees, deja la espada en palacio e intérnate en el bosque Hagen armado sólo con un cuchillo. Ya verás cómo matas a un mriswith.
— Otros usaron la espada y no poseían el don, ni mucho menos Magia de Resta.
— No usaban verdaderamente la magia de la espada. Esa arma fue creada para ti. Es una ayuda, del mismo modo que los mriswiths, o que una profecía dictada en épocas remotas para ayudarte.
— No creo que yo sea uno de esos magos guerreros.
— ¿Comes carne?
— ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?
— Eres un hijo del equilibrio. Los magos deben hallar su equilibrio entre lo que hacen y su poder. Los magos guerreros rara vez comen carne. Su abstinencia es un modo de compensar las muertes que deben causar a veces.
— Lo siento, Ann, pero no puedo creer que tenga Magia de Resta.
— Justamente por eso eres un peligro. Cada vez que te topas con magia, tu han aprende más sobre cómo protegerte y servirte, pero tú no eres consciente de ello. El rada’han ayuda a tu han a crecer, pero tú no te das cuenta.
»Haces cosas sin comprender su trascendencia ni la razón que te impulsa, como cuando te sentiste atraído por la arena negra y cogiste un puñado o cuando cogiste el hueso redondo de casa de Adie.
Richard frunció el entrecejo.
— ¿También conoces a Adie?
— Sí, ella nos ayudó a tu padre y a mí a cruzar el paso para coger el Libro de las Sombras Contadas.
— ¿A qué hueso redondo te refieres?
Richard percibió un leve destello de alarma en los ojos de la Prelada.
— Adie tenía un hueso redondo tallado con figuras de bestias. Es un objeto de gran poder. Tu Magia de Resta tuvo que atraerte hacia él.
Richard recordó haber visto ese hueso en un estante.
— Vi un hueso como ése en su casa, pero no me lo llevé. Jamás cogería algo que no me perteneciera. Tal vez eso significa que no poseo Magia de Resta.
— No. —La Prelada se irguió—. Te fijaste en él. Si no lo cogiste fue porque aún no llevabas el rada’han y tu poder no se había desarrollado lo suficiente para atraerte hacia el hueso de skrin del mismo modo que te atrajo hacia la arena negra.
Richard vaciló.
— ¿Supone eso un problema?
La mujer sonrió con una sonrisa que a Richard le pareció forzada.
— No. Adie protegería ese hueso con su vida. Sabe lo importante que es. Ya lo recuperarás en el futuro.
— ¿Qué es lo que hace?
— Ayuda a proteger el velo. Si lo usa un mago guerrero, como tú, que posee ambos poderes, invoca al skrin. Los skrins son la fuerza que ayuda a mantener los mundos separados. Podríamos decir que son los guardianes de la frontera entre ambos mundos.
— ¿Y si cae en manos de la persona equivocada? ¿En manos de un servidor del Custodio?
La mujer tiró de su camisa para que se pusiera de pie.
— Te preocupas demasiado, Richard. Ahora tengo trabajo. Tú déjamelo a mí. Hazlo lo mejor que puedas, hijo mío, y estudia. Aprende a tocar tu han para controlarlo. Si quieres ayudar al Creador, debes aprender.
Richard la miró. La Prelada tenía la mirada perdida.
— Ann, ¿por qué el Custodio codicia el mundo de los vivos? ¿De qué iba a servirle? ¿Cuál es su propósito?
La Prelada respondió con voz suave y distante.
— La muerte es la antítesis de la vida. El Custodio existe para consumir la vida. Su odio hacia la vida no tiene límites. Es tan eterno como su prisión de muerte.