35

Al abrir la puerta, Zedd se sorprendió al encontrarse con una nube de humo que olía a creosota. Por la ventana abierta entraba un aire helado y salía el humo. Adie estaba sentada en el lecho, arropada hasta el cuello con una manta, peinándose el pelo liso, negro y gris que le rozaba el cuello.

— ¿Qué pasa aquí? ¿Qué sucede?

— Tenía frío y traté de encender un fuego —respondió la mujer, señalando con el cepillo.

Zedd lanzó un vistazo a la chimenea.

— Necesitas madera Adie. No puedes encender fuego sin madera.

En vez del reproche que esperaba, sus palabras fueron acogidas con una expresión de inquietud.

— Había madera —explicó Adie—. Usé mi magia para tratar de encender un fuego desde la cama. Pero sólo conseguí provocar una humareda y chispas. Abrí la ventana para que se marchara el humo. Cuando miré a la chimenea, la leña ya no estaba.

— ¿Que no estaba? —Zedd se acercó a Adie.

— Sí —contestó ésta y volvió a peinarse—. Algo va mal. Algo le pasa a mi don.

— Lo sé. —Zedd le acarició el pelo con una mano—. Yo he tenido un contratiempo similar. Debe de ser debido a la contaminación. —El mago se sentó, le cogió el cepillo y lo dejó sobre el lecho—. Adie, ¿qué puedes decirme sobre esta contaminación, sobre el skrin? Necesitamos respuestas.

— Ya te he dicho todo lo que sé. El skrin es una fuerza que se mueve en la frontera que separa el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

— Pero ¿por qué tu herida no sana? ¿Por qué mi magia es incapaz de curarla? ¿Por qué desapareció la leña cuando usaste magia?

— El skrin pertenece a ambos mundos. ¿Es que no lo ves? —Adie meneó la cabeza, frustrada—. El skrin posee magia de ambos mundos, por lo que funciona en ambos. Posee Magia de Suma y Magia de Resta. Al tocarnos la fuerza que es el skrin, nos contaminó con su Magia de Resta.

— ¿Quieres decir que, en tu opinión, la contaminación de la Magia de Resta está corrompiendo nuestra magia? ¿Nuestro don?

— Exactamente. Es como si hubieras limpiado las cenizas de una chimenea con las manos desnudas y después, sin lavártelas, colgaras sábanas blancas recién limpias para que se secaran. Pero tienes las manos manchadas de ceniza, por lo que tiznas las sábanas blancas y húmedas. La ceniza se pega a las sábanas limpias.

Zedd consideró el problema en silencio durante un rato.

— Adie —susurró al fin—, tenemos que limpiarnos las manos como sea. Tenemos que librarnos de la contaminación.

— Tienes un talento increíble para exponer lo obvio, viejo mago.

Zedd se tragó la réplica y cambió de tema.

— Adie, he alquilado un coche para que nos lleve a Nicobarese, pero cada día estás más débil, y pronto yo estaré tan mal como tú. No sé si podemos esperar. Si hay otro modo, si existe otra persona que viva más cerca y que pueda ayudarnos, debo saberlo.

— No hay otro modo. No existe nadie más.

— Bien, pero ¿qué me dices acerca de esa mujer con tres hijas? Tal vez estudió en algún lugar más cercano que Nicobarese. Tal vez podríamos ir allí.

— Sería inútil.

— ¿Por qué?

Adie se quedó mirándolo, pero al fin cedió.

— Porque estudió con las Hermanas de la Luz.

Zedd se puso bruscamente de pie.

— ¿Qué? ¡Córcholis y recórcholis! —exclamó, caminando impaciente del lecho a la chimenea y de vuelta al lecho—. Lo sabía. Lo sabía.

— Zedd, estudió con ellas para aprender, y luego regresó a su hogar. Ella no era una Hermana. Las Hermanas de la Luz no son tan… irrazonables como crees.

Zedd se detuvo para mirarla detenidamente con un solo ojo.

— ¿Y tú cómo lo sabes?

Adie lanzó un suspiro de resignación antes de responder:

— El hueso redondo de skrin, el que me fue entregado por una moribunda en su lecho de muerte, el que te dije que era tan importante, el que perdí en mi casa… bueno, la mujer que me lo dio era una Hermana de la Luz.

— ¿Y qué estaba haciendo ella en el Nuevo Mundo? —inquirió Zedd en tono mesurado.

— No estaba en el Nuevo Mundo. Cuando la encontré, yo estaba en el Viejo Mundo.

Zedd se puso en jarras al tiempo que se inclinaba hacia la hechicera.

— ¿Cruzaste el valle de los Perdidos? ¿Fuiste al Viejo Mundo? Eres como una caja llena de secretos.

Adie se encogió de hombros.

— Ya te he contado que busqué a mujeres con el don para aprender de ellas todo lo que pudiera. Algunas de esas mujeres vivían en el Viejo Mundo. Aproveché mi única oportunidad para cruzar el valle una vez para aprender lo que necesitaba saber y luego regresar.

Adie se arropó con la manta y prosiguió:

— Las Hermanas, bueno algunas, me enseñaron lo poco que sabían. Fue poco pero muy importante. Las Hermanas creen que deben saber cosas sobre el Custodio, o el Innombrable que es como lo llaman ellas, para mantener a otras almas fuera de su alcance.

»No estuve mucho tiempo en su palacio; únicamente me hubieran permitido quedarme si me convertía en una de ellas, pero por un tiempo dejaron que estudiara allí y aprendiera de los libros que guardan en las criptas. En algunas de las Hermanas no hubiera confiado para nada, pero otras me ayudaron mucho.

Mascullando, Zedd volvió de nuevo a pasear, inquieto.

— Las Hermanas de la Luz son fanáticas que están muy equivocadas. ¡A su lado, los miembros de la Sangre de la Virtud parecen hombres razonables! —Aquí se detuvo para preguntar—: Cuando estabas allí, ¿viste a alguno de sus muchachos? ¿Viste si tenían a alguien con el don?

— Estaba demasiado ocupada estudiando. No fui allí para embarcarme en discusiones teológicas con las Hermanas. Si realmente tenían algún pupilo, me mantuvieron alejada de él. Estoy segura de que, si tenían algún muchacho, sería de su mundo.

»No son tan insensatas como para romper la tregua. Temen lo que los magos de este lado les harían si la violaran. Las Hermanas me enseñaron lo que sabían y dejaron que estudiara en las criptas, pero nunca me permitieron ver a ningún muchacho ni me dijeron si tenían alguno.

— ¡Pues claro que no tenían ninguno! —exclamó Zedd—. Ya apenas nace nadie con el don. Demasiados magos murieron en las guerras. Somos una raza en extinción.

»Como Primer Mago nunca me negaría a enseñar a alguien nacido con el don, como ocurría hace miles de años. Y tampoco lo haría ninguno de los magos a los que yo he entrenado. ¡Y las Hermanas lo saben perfectamente! ¡Conocen las reglas! No les está permitido hacerse cargo de un poseedor del don a no ser que todos y cada uno de los magos se nieguen a enseñarle. Romper las reglas equivaldría a una sentencia de muerte para cualquier Hermana que osara cruzar el valle.

— Lo saben, Zedd. Y no se toman la amenaza a la ligera.

— ¡Más les vale! Cuando era joven me topé con una de ellas y envié un aviso a la Prelada. —El mago flexionó los puños mientras miraba a la nada—. Sus métodos son bárbaros. Son como niños enseñando cirugía. Si supiera cómo evitar esas malditas torres, iría hasta allí y reduciría el Palacio de los Profetas a cenizas.

»Las Hermanas de la Luz hacen solamente lo que es mejor para las Hermanas de la Luz —afirmó, fulminando con la mirada a Adie.

— Es posible, pero han jurado seguir las reglas, la tregua, al igual que tú, por lo que debes dejarlas en paz.

El mago, que seguía con la mirada fija, negó con la cabeza.

— ¿Cómo pudieron dejar que otros nacidos con el don murieran por motivos egoístas…? Si hubieran estado a la altura de sus responsabilidades como hechiceros, las Hermanas de la Luz nunca habrían tenido necesidad de existir. No habrían sido necesarias.

»Nunca se les ocurriría dejar que un mago enseñara a una joven hechicera a usar su don —prosiguió, mientras que con una bota devolvía a la chimenea una brasa apagada—. Pero se creen capaces de enseñar a un joven mago a usar el suyo.

— Zedd, estoy de acuerdo contigo, pero escúchame: las causas y las guerras muertas y enterradas no son asunto nuestro. El velo está rasgado y la piedra de Lágrimas está en el mundo de los vivos. Eso sí debe preocuparnos.

»Acudí a esas mujeres para aprender. Aunque la magia que aprendí allí, y que te he enseñado, no sea suficiente para eliminar la contaminación, al menos la ha frenado. Debemos librarnos de ella o nos matará.

Bajo el escrutinio de esos blancos ojos, Zedd se calmó.

— Claro. Tienes razón, Adie. Tenemos problemas mucho más urgentes.

— Me alegro de que seas lo suficientemente sabio como para no hacer oídos sordos a un sabio consejo.

Zedd se masajeó los músculos de la nuca, que le dolían.

— ¿Crees de verdad que la mujer con las tres hijas sabría algo acerca de la contaminación que sufrimos? Es un viaje muy largo para basarlo únicamente en una corazonada y en la esperanza.

— Estudió muchos años con las Hermanas de la Luz. A ellas les gustaba y querían que se quedara y se convirtiera en Hermana, pero ella no compartía sus creencias, y finalmente regresó a su hogar. No sé hasta dónde llegaban sus conocimientos, pero si las Hermanas sabían algo acerca de la contaminación y se lo enseñaron, no tengo duda de que ella transmitiría ese conocimiento a sus propias hijas. Y, por mucho que deteste la idea, tenemos que ir a Nicobarese para encontrarlas.

Cuando Zedd vio que Adie se abrigaba con la manta, cerró la ventana. Acto seguido, se arrodilló frente a la chimenea, apiló en el hogar leña menuda y luego los troncos preparados ya en un cubo. Se disponía a usar su magia para encender el fuego cuando se lo pensó mejor y, en vez de eso, prendió un palito en la lámpara. Entonces se puso en cuclillas y acercó la llama a la leña menuda.

— Zedd, amigo mío —dijo Adie dulcemente—. No soy una Hermana de la Luz. Sé que lo estás pensando, pero te aseguro que no soy una de ellas.

Eso era justamente lo que Zedd se había estado preguntando.

— ¿Me lo dirías si lo fueras?

Adie se quedó en silencio. Zedd miró por encima del hombro y la vio sonreírle.

— Las Hermanas de la Luz valoran la honestidad por encima de casi cualquier otra cosa. Se enorgullecen de estar al servicio de su Creador —explicó Adie.

El fuego prendió. Zedd, de pie frente a la mujer, la miraba sin devolverle la sonrisa.

— No es ningún consuelo.

Adie le cogió una mano y le dio cariñosos golpecitos con la otra.

— Zedd, yo te diría la verdad. Estoy en deuda con algunas de ellas por lo que hicieron por mí, pero te juro por el alma de mi amado Pell que no soy una Hermana de la Luz. Nunca permitiría que se llevaran a alguien del Nuevo Mundo que poseyera el don mientras hubiera un mago dispuesto a enseñarle. Si de mí dependiera, nunca permitiría que se llevaran a un muchacho y lo sometieran a sus reglas.

Zedd alisó el borde de una alfombra con un pie.

— Sé que no eres una de ellas, querida. Es sólo que me hierve la sangre al pensar en lo que esas mujeres hacen a los nacidos con el don, cuando yo podría enseñarles el gozo de su talento. Es un don, pero ellas lo tratan como si fuera una maldición.

— Veo que tienes un nuevo bastón. Y muy elegante, por cierto —comentó la mujer, mientras que con el pulgar le acariciaba el dorso de la mano.

— No quiero ni pensar en lo que maese Hillman piensa cobrarme por él —rezongó Zedd.

— ¿Has conseguido un transporte?

— Sí. Un hombre llamado Ahern nos llevará. Será mejor que procuremos dormir un poco. Nos esperará con su coche tres horas antes del amanecer.

»Adie —añadió con gesto sombrío—, hasta que lleguemos a Nicobarese y consigamos librarnos de esta contaminación, será mejor que pensemos detenidamente en las consecuencias antes de usar la magia.

— ¿Estamos seguros aquí?

De la neblina de tenue luz brotó una suave mano que le acarició una mejilla para tranquilizarla.

Aquí estás segura, Rachel. Ambos estáis seguros. Ahora y siempre. Estáis a salvo.

Rachel sonrió. Se sentía segura. Nunca se había sentido tan segura. Era un tipo de seguridad distinto del que sentía cuando estaba junto a Chase; era más bien como la que había sentido en brazos de su madre. Nunca antes había sido capaz de recordar a su madre, pero ahora la recordaba y también recordaba cómo se sentía cuando la abrazaba y la estrechaba contra su pecho.

El miedo que habían pasado ella y Chase mientras corrían para atrapar a Richard empezaba a desvanecerse, así como la terrible zozobra por si lograrían o no llegar hasta él a tiempo. El terror provocado por la gente que había intentado detenerlos, las luchas que Chase tuvo que librar, el horror de la sangre derramada, toda la sangre que Rachel había visto… Todo eso estaba desapareciendo.

Mientras estaba de pie junto al centelleante estanque, las manos se tendieron de nuevo hacia ella. Eran manos acompañadas de dulces sonrisas tranquilizadoras. Esas manos la ayudaron a desabrocharse los botones de su sucio y sudoroso vestido y a quitárselo. La niña hizo un gesto de dolor cuando el vestido le rozó la magulladura en el hombro que le había hecho, al tirarla al suelo, un hombre que los perseguía.

Las sonrisas se tornaron tristes miradas de inquietud por su dolor. Las suaves y gentiles voces le susurraban palabras de consuelo, mientras que las resplandecientes manos le acariciaban el hombro. Cuando se alejaron, la magulladura había desaparecido. Ya no sentía ningún dolor.

¿Mejor ahora?

— ¡Sí, sí! Mucho mejor. Muchas gracias.

Las manos le quitaron los zapatos y los calcetines. La niña se sentó en una roca bañada por el sol y sumergió los pies desnudos en la calmante agua. Sería maravilloso bañarse en ella y desprenderse de todo el sudor y la suciedad.

Las manos se acercaron a la piedra que le pendía de una cadena al cuello, pero súbitamente se alejaron, como si las asustara.

No podemos quitarte eso. Debes hacerlo tú sin nuestra ayuda.

Pese a la tranquilizadora calidez y seguridad que le transmitía el maravilloso paraje en el que se encontraba, pese al consuelo y la paz que había hallado, pese a su deseo de hacer lo que los suaves murmullos le pedían, una voz se alzó en su mente. Era Zedd que le decía que debía guardar la piedra y no entregarla a nadie por ninguna razón, pues era muy importante.

La niña apartó los ojos de las ondas concéntricas que creaban sus propios pies para posarlos en esos dulces semblantes.

— No quiero quitármela. ¿Puedo dejármela puesta?

Nuevamente los rostros sonrieron, más ampliamente.

Pues claro que sí, Rachel, si es lo que deseas. Si es lo que te hace feliz.

— Prefiero seguir llevándola. Eso me haría feliz.

Pues la seguirás llevando. Ahora y para siempre, si ése es tu deseo.

La niña esbozó una sonrisa de paz y seguridad mientras se sumergía en la calmante agua. Estaba tan bien allí. Rachel flotó sobre las aguas y se dejó llevar. Sentía cómo todas sus preocupaciones se desprendían de ella junto con la suciedad. Cuando le parecía que era imposible sentirse más segura ni más feliz, al momento siguiente el bienestar aumentaba, y no dejaba de hacerlo.

Rachel movió los brazos por el agua dorada limpiadora y curativa para nadar hasta el otro lado del estanque, donde recordaba que había dejado a Chase. Lo encontró sumergido en el agua casi hasta el cuello, con la cabeza inclinada hacia atrás apoyada en un suave felpudo de hierba en la orilla. El guardián tenía los ojos cerrados y una maravillosa sonrisa en la cara.

— ¿Papá?

— Sí, hija —susurró él sin abrir los ojos.

La niña nadó hasta él. Chase levantó un brazo, y Rachel se deslizó bajo él. Era tan agradable sentir cómo la abrazaba y la consolaba.

— Papá, ¿tendremos que abandonar algún día este lugar?

— No. Dicen que podemos quedarnos para siempre.

— Me alegro mucho —repuso la niña, acurrucándose contra él.

Luego durmió, durmió de verdad, como ya no recordaba que hubiera hecho antes, tan segura y protegida, durante todo el tiempo que quiso. Cuando se vistió, su ropa estaba limpia y parecía brillar como si fuera nueva. La ropa de Chase también brillaba. Rachel bailó en corro cogida de la mano de otros niños. Eran niños resplandecientes, cuyas voces y risas resonaban alegres. También ella rió con una felicidad que le era desconocida.

Cuando tuvo hambre, ella y Chase se tumbaron en la hierba, rodeados por la cálida neblina y los resplandecientes rostros sonrientes, y comieron cosas dulces y deliciosas. Cuando estaba cansada, dormía, y nunca tenía que preocuparse de dónde lo hacía, pues por fin estaba completamente a salvo. Y cuando quería jugar, los otros niños jugaban con ella. La querían. Todo el mundo quería a Rachel. Y ella quería a todo el mundo.

A veces paseaba sola. Unos vaporosos rayos de sol atravesaban los árboles. Los relucientes prados estaban llenos de flores silvestres que la suave brisa mecía, como luminosas manchas de color que titilaran.

Otras veces paseaba de la mano de Chase. La niña era feliz de que él también estuviera satisfecho. Ahora ya no tenía que pelearse con nadie; también él estaba a salvo y decía que había hallado la paz.

A veces Chase se la llevaba de paseo y le mostraba el bosque en el que decía que había pasado su infancia, donde había jugado cuando era tan pequeño como ella. Rachel sonreía encantada al ver la mirada de felicidad en los ojos de Chase. Lo amaba y se sentía realizada ahora que sabía que, al igual que ella, el guardián había hallado por fin la paz.

La mujer alzó la vista y sus finos labios apenas esbozaron una sonrisa. No había oído nada y no necesitaba volverse para escrutar la oscuridad casi absoluta. Sabía que él estaba allí, al otro lado de la puerta. Y sabía cuánto tiempo llevaba allí.

Con las piernas aún cruzadas, se elevó suavemente sobre un cojín de aire por encima del suelo cubierto de paja. Los exangües brazos del muchacho oscilaron al quedar colgando, como un hilo de pesca lastrado. Desprovisto tanto de vida como de rigidez, su espalda se inclinó hacia atrás sobre el brazo de la mujer. En la otra mano ésta sostenía la estatua.

La mujer descruzó las piernas, extendió hasta el suelo los pies calzados con chinelas y se apoyó sobre ellos. Cuando el muchacho se deslizó de su brazo, el peso muerto de su cabeza golpeó contra el suelo. Brazos y piernas cayeron torcidos hacia un lado. El chico llevaba ropas mugrientas. Asqueada, la mujer se limpió las manos en la falda.

— ¿Por qué no entras, Jedidiah? —La voz de la mujer resonó en la fría piedra—. Sé que estás ahí. No trates de esconderte.

Lentamente la pesada puerta se abrió con un chirrido y una oscura figura avanzó hasta situarse al alcance de la luz de la vela que ardía encima de una desvencijada mesa, único mobiliario de la pieza subterránea. Jedidiah se quedó mirando en actitud relajada y silenciosa, mientras el resplandor anaranjado se desvanecía de los ojos de la mujer hasta adquirir de nuevo su pálido color azul con motas violeta.

La mirada del joven se posó en la estatua que ella aún sostenía.

— Su propietaria me ha enviado a buscarla. La quiere de vuelta.

— ¿Lo sabe? —inquirió la Hermana con una sonrisa más amplia—. No importa —añadió, encogiéndose de hombros—. Toma, ya no la necesito… de momento.

El rostro de Jedidiah era una máscara de placidez mientras recogía la estatua.

— No le gusta que «tomes prestadas» sus cosas.

La mujer acarició la mejilla del joven con un dedo.

— No es a ella a quien sirvo. Me importa un pepino qué le gusta y qué no.

— Harías bien en que te importara un poco más.

— ¿De veras? —Su sonrisa se iluminó—. Yo podría darte el mismo consejo. Poseía el don —dijo, girando el cuerpo para coger un brazo del muchacho que yacía en el suelo sin vida. Lentamente sus ojos volvieron a posarse en los de Jedidiah, y la sonrisa desapareció por completo, como si sólo hubiera sido un espejismo—. Ahora es mío —anunció con un susurro cargado de veneno.

Un ligero gesto de perplejidad distorsionó la perfecta máscara del joven.

— ¿Crees que para eso necesito la ceremonia, Jedidiah? ¿El ritual en el bosque Hagen? —Lentamente negó con la cabeza—. Ya no. Eso es sólo la primera vez, porque somos hembras, y el han femenino no puede absorber el han masculino. Pero ahora que poseo el don de un hombre, puedo absorber el de otros sin necesidad del ritual.

»Y tú también, Jedidiah —susurró, acercando su rostro al del joven hasta casi tocarlo—. Con el quillion tú también puedes. Yo podría enseñarte. Es tan sumamente fácil. Simplemente le enseñé el rito de unión para tratar de revelarle su han. —La mejilla de la Hermana rozó la de Jedidiah mientras le susurraba al oído—. Pero no sabía cómo controlar su don. Creé un vacío en el quillion. —La mujer se apartó para estudiar los ojos del joven—. Ese vacío le succionó la vida y también el don. Ahora me pertenece a mí.

Jedidiah estudió los ojos de la mujer un momento antes de echar un vistazo al cuerpo.

— No recuerdo haberlo visto.

— No juegues conmigo, Jedidiah —siguió susurrando ella casi pegada al joven mago—. Lo que realmente quieres saber es dónde lo he encontrado y por qué las Hermanas no, si realmente poseía el don.

Jedidiah se encogió de hombros con indiferencia.

— Si poseía el don, ¿por qué no lleva collar?

— Porque era aún muy joven —contestó la Hermana, ladeando la cabeza—. Su han era demasiado débil para que las demás Hermanas lo detectaran. Pero no demasiado débil para mí —añadió, ladeando la cabeza al otro lado. Acto seguido rozó con su nariz la nariz del joven—. Estaba aquí mismo, en la ciudad, bajo sus mismas narices. Probablemente era el fruto de un devaneo de uno de vosotros. Sois unos chicos muy malos.

— Muy eficiente. Así te ahorras tener que escribir un informe y contestar preguntas curiosas.

— Sé buen chico y deshazte de él por mí —le pidió la Hermana, bajando la vista hacia el cadáver—. Lo encontré viviendo en la miseria cerca del río. Tíralo allí. Nadie hará preguntas.

— ¿Me estás pidiendo que te haga el trabajo sucio? —Jedidiah enarcó una ceja.

La mujer le acarició el cuello, donde llevaba el rada’han.

— No cometas el error de tomarme por una simple Hermana, Jedidiah. Ahora poseo el don masculino, igual que tú. Y sé cómo usarlo. Ni te imaginas cómo aumenta ese poder cuando añades el han de otro.

— Parece que te estás convirtiendo en una Hermana que hay que tener en cuenta. Cualquier persona sensata iría con mucho cuidado contigo.

— Eres muy listo, Jedidiah —lo felicitó ella, dándole suaves cachetes en la mejilla.

»¿Sabes, Jedidiah? —añadió con un ligero frunce de preocupación, mientras deslizaba las manos hasta la cintura del joven—. Es posible que creas que tu don te hace muy poderoso, pero creo que deberías empezar a preocuparte. Hasta ahora nadie ha desafiado tus habilidades ni el lugar que por derecho te corresponde entre los magos de palacio. Pero se acerca uno nuevo, uno que llegará pronto. Jamás has conocido a nadie como él. Creo que, cuando llegue, dejarás de ser el orgullo de palacio.

El semblante del joven no reveló ninguna emoción, pero poco a poco se fue poniendo colorado.

— Bueno, has dicho que te gustaría enseñarme —dijo, levantando la estatua.

La Hermana agitó un dedo frente a su cara.

— No, no, no. Ése es mío. Tú elige a otro cualquiera. Cualquier don aumentará tu poder, pero ése es mío.

Jedidiah agitó la estatua frente al rostro de la Hermana.

— Es posible que la propietaria de esto tenga algo que decir. Tiene sus propios planes para el nuevo.

— Lo sé —repuso ella con una sonrisa torcida—. Y tú vas a mantenerme informada de sus planes.

— ¿Por qué debería hacerlo? —inquirió Jedidiah enarcando una ceja.

La sonrisa de la mujer se amplió a ambos lados de la boca.

— Te tengo reservado algo muy especial. —Las manos de la Hermana se enseñorearon de los dos lados de las caderas de Jedidiah, notando la firmeza de sus juveniles músculos bajo la túnica—. Eres bueno con las manos, tienes un talento especial para trabajar objetos de metal. Quiero que hagas algo por mí, algo imbuido de magia. He oído que ése es uno de los talentos de tu don.

— ¿Qué quieres: una chuchería, un amuleto tal vez, en oro o en plata?

— No, no, mi querido muchacho. Quiero que trabajes acero. Para empezar, reúne el acero de un centenar de puntas de espada. Pero deben ser espadas muy especiales. Tómalas de la armería. Deben ser puntas de espadas antiguas que hayan sido usadas y hayan atravesado carne en combate.

— ¿Y qué quieres que haga luego?

— Ya hablaremos de eso más tarde —respondió ella, deslizando hacia arriba una mano por la parte interior del muslo.

La mujer sonrió al notar el rápido efecto de su caricia.

— Debes de sentirte muy solo desde que Margaret se marchó. Muy, muy solo. Creo que necesitas una amiga que te comprenda. ¿Sabías que el han masculino te proporciona una comprensión única del macho? Ahora veo con una nueva luz qué es lo que os gusta a los hombres. Creo que tú y yo vamos a ser muy buenos amigos y, como mi amigo especial, voy a darte la recompensa antes de realizar el trabajo.

La Hermana le lanzó un hilo de magia hacia donde sabía que tendría un efecto más contundente. Jedidiah sonrió ampliamente mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos, dejó escapar un gutural gruñido y luego una exclamación ahogada. Jadeando, agarró con ambas manos las nalgas de la mujer, la atrajo hacia así y la besó con furia.

La Hermana apartó con los pies el cadáver del muchacho mientras permitía que Jedidiah la tumbara sobre el suelo cubierto de paja.


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