20

En sus oídos resonaban los latidos de su propio corazón. Pugnando por controlar su aterrorizada respiración, se agachó detrás del grueso tronco de un viejo pino y se aplastó contra la basta corteza. Si las Hermanas habían descubierto que las estaba siguiendo…

El aire oscuro y húmedo le llegaba a los pulmones en inspiraciones irregulares. Sus labios se movían dirigiendo silenciosas plegarias al Creador en las que le suplicaba protección. Con unos ojos tan abiertos como platos, clavó la vista en la oscuridad y tragó saliva para intentar humedecerse la garganta.

La figura oscura se deslizaba silenciosamente hacia ella. La Hermana la divisó apenas cuando asomó por el borde de un árbol. Haciendo un esfuerzo reprimió el impulso de gritar y echar a correr, y se dispuso a la lucha. Buscó en su interior la dulce luz y abrazó su han.

La sombra se aproximó aún más, vacilando, buscando. Un paso más, sólo uno, y saltaría. Tendría que hacerlo bien para asegurarse de que no daba la alarma. También tendría que ser rápida y lanzar al unísono diferentes tipos de redes. Pero, si era precisa y veloz, no sonaría grito alguno ni alarma, y sabría con toda certeza quién era. La Hermana contuvo la respiración.

Finalmente, la figura oscura dio un paso más. La mujer saltó desde detrás del árbol y lanzó las redes. Cordones de aire tan fuertes como sogas de amarre se arrollaron alrededor de la figura. Justo cuando ésta abría la boca, la mujer le lanzó un sólido nudo de aire que lo amordazó antes de poder lanzar el grito.

La Hermana hundió los hombros, aliviada, al comprobar que había evitado cualquier sonido, pero el corazón aún le latía desbocado y jadeaba. Con esfuerzo, logró recuperar su calma mental, aunque sin dejar escapar su han por miedo a confiarse demasiado, pues podrían rondar otras figuras. Entonces inspiró hondo y dio un paso hacia la figura inmovilizada. Cuando estaba lo suficientemente cerca para sentir su aliento en el rostro, extendió una palma hacia arriba y en el centro liberó un hilo de fuego que prendió una diminuta llama, justo lo necesario para ver la cara de la figura.

— ¡Jedidiah! —susurró. La Hermana presionó su mano contra la nuca del joven, y sus dedos palparon el liso y frío metal del rada’han. Entonces inclinó su frente contra la del joven mientras cerraba los ojos. Las lágrimas le corrían por las mejillas—. Oh, Jedidiah, me has dado un susto de muerte.

La mujer abrió los ojos y contempló la aterrorizada faz iluminada por la diminuta llama, que titilaba.

— Ahora te libero —susurró suavemente—, pero tienes que guardar silencio. ¿Me lo prometes?

El joven asintió tan bien como pudo considerando que estaba inmovilizado. La Hermana retiró las redes así como la mordaza de aire. Jedidiah dejó caer los hombros, aliviado.

— Hermana Margaret —susurró, con voz trémula—, me has asustado tanto que casi me lo hago encima.

La mujer rió en silencio.

— Lo siento, Jedidiah. Tú también.

La hermana Margaret cortó el hilo de han que alimentaba la pequeña llama, y ambos se dejaron caer al suelo, se recostaron el uno contra el otro y trataron de recuperarse del susto. Pese a ser varios años más joven que ella, Jedidiah era más alto y corpulento y muy atractivo. Dolorosamente atractivo, en opinión de la hermana.

Él le había sido asignado cuando llegó a palacio y ella era todavía una novicia. Jedidiah estaba ansioso por aprender y había estudiado muy duro. Desde el primer día había sido un encanto. Margaret sabía que otros eran difíciles, pero Jedidiah no. Él había obedecido siempre. Ella sólo tenía que decirle que hiciera algo, y él lo hacía de mil amores.

Algunos opinaban que Jedidiah se mostraba más ansioso por complacerla a ella que por complacerse a sí mismo en lo que hacía, pero nadie podía negar que era el mejor estudiante y que se estaba convirtiendo en el mejor mago, y eso era todo lo que importaba. Lo que importaba eran los resultados, no los medios, y Margaret había ascendido rápidamente a la categoría de Hermana de pleno derecho por su labor con él.

Jedidiah se había sentido más orgulloso que ella misma cuando fue ordenada Hermana de la Luz. Ella también estaba orgullosa de él; probablemente era el mago más poderoso que había conocido Palacio en mil años.

— Margaret —musitó el joven—, ¿qué estás haciendo aquí?

— Hermana Margaret —lo corrigió ella.

— No hay nadie cerca. —Jedidiah le besó una oreja.

— Para ya —rezongó la Hermana. El beso le produjo un cosquilleo que le recorrió toda la columna vertebral; el joven había añadido una brizna de magia a ese beso. A veces Margaret deseaba no habérselo enseñado, pero otras suspiraba por que lo hiciera—. Jedidiah, ¿qué haces tú aquí? ¿Por qué has seguido a una Hermana fuera de palacio?

— Te traes algo entre manos, lo sé. No trates de convencerme de que no. Y es algo peligroso. Al principio sólo estaba un poco preocupado, pero, al darme cuenta de que te encaminabas al bosque Hagen, me asusté mucho por ti. No voy a dejar que rondes sola por un lugar tan peligroso como éste. No sin que yo esté a tu lado para protegerte.

— ¿Protegerme, dices? —susurró la Hermana, con severidad—. ¿Debo recordarte lo que acaba de suceder? Te dejé indefenso en un abrir y cerrar de ojos. Ni siquiera pudiste defenderte contra una sola de mis redes; no pudiste romper ninguna. Apenas eres aún capaz de tocar tu han, y mucho menos usarlo con efectividad. Tienes mucho que aprender antes de ser suficiente mago para ir por ahí protegiendo a alguien. De momento, ya tienes suficiente con no tropezar con tus propios pies.

El reproche lo silenció. A Margaret no le gustaba reprenderlo con tanta dureza, pero, si lo que sospechaba era cierto, era un asunto demasiado peligroso para que él se involucrara. Temía por él y no quería que le pasara nada malo.

Las cosas que había dicho no eran del todo verdad. Jedidiah era ya más poderoso que cualquier Hermana, en las raras ocasiones en las que ejecutaba correctamente todos y cada uno de los pasos. Pero algunas Hermanas ya no se atrevían a presionarlo demasiado. Margaret sintió cómo Jedidiah apartaba la mirada.

— Lo siento, Margaret —susurró—. Temía por ti.

La mujer sintió una punzada en el corazón al oír su tono dolido. Acercó la cabeza a la suya para seguir hablando en quedos susurros.

— Lo sé, Jedidiah, y me conmueve. De veras que sí. Pero éste es un asunto de las Hermanas.

— Margaret, el bosque Hagen es un lugar muy peligroso. En él habitan bestias que podrían matarte. No quiero que estés aquí.

En efecto, el bosque Hagen era un lugar muy peligroso. Lo había sido durante miles de años y así lo seguía siendo por decreto de Palacio. Como si pudieran hacer algo para impedirlo.

Se decía que el bosque Hagen era el campo de entrenamiento de un tipo de mago muy especial. Ese tipo de mago no era enviado allí, sino que iba por voluntad propia, porque quería, porque lo necesitaba y algo lo atraía irremisiblemente.

Pero no se trataba más que de un rumor. Margaret no conocía a ningún mago que se dedicara a pasear por ese bosque, al menos ninguno en los últimos mil años. Y quizá ninguno lo había hecho nunca. Según las leyendas, en tiempos muy remotos existían magos de ese tipo, poseedores de mucho poder, que se internaban en el bosque Hagen. También se decía que pocos volvían a salir. Pero, incluso en ese lugar, existían normas.

— El sol no se ha puesto mientras estaba aquí. Vine después de anochecer. Si no te encuentras en el bosque Hagen al atardecer, puedes salir de él, y yo no pienso quedarme aquí hasta el siguiente ocaso. Estoy relativamente segura. Pero tú no. Quiero que regreses ahora mismo.

— ¿Qué puede ser tan importante que te impulse a aventurarte aquí? ¿Qué estás haciendo? Espero una respuesta, Margaret. Una respuesta sincera. No admitiré que me des excusas. Corres peligro, y quiero ayudarte.

La Hermana tocó la flor de oro, delicadamente trabajada, que llevaba al cuello prendida en una cadena. Jedidiah la había hecho para ella no con magia, sino con sus propias manos. Era una campanilla que representaba su despertar a la conciencia del don, un despertar que ella había propiciado. Esa pequeña flor de oro era la más preciada posesión de Margaret.

La Hermana le cogió la mano y se recostó contra él.

— Muy bien, Jedidiah, te lo diré. Pero hay cosas que debo callarme. Correrías un grave peligro, si lo supieras todo.

— ¿Por qué? ¿Por qué es demasiado peligroso para decírmelo?

— Calla y escucha, o te mando de vuelta a palacio ahora mismo. Y sabes que puedo hacerlo.

— Margaret, tú no harías eso —replicó el joven mago, tocando el collar—. Dime que no lo harías, no después de haber sido…

— ¡Silencio! —Jedidiah enmudeció. La Hermana aguardó un momento para estar segura de que iba a permanecer callado antes de continuar—. Hace tiempo que sospecho que algunos de los poseedores del don que se han marchado o muerto, en realidad, han sido asesinados.

— ¿Qué?

— ¡Habla en voz baja! —susurró la Hermana en tono airado—. ¿Quieres que también nos maten a nosotros? —De nuevo, el joven enmudeció—. Creo que algo horrible sucede en el Palacio de los Profetas. Creo que algunas de las Hermanas los asesinaron.

— ¿Asesinados? ¿Por las Hermanas? —Jedidiah la miró fijamente en la oscuridad—. Margaret, tienes que estar loca para atreverte a sugerir tal cosa.

— No lo estoy. Pero todo el mundo me tomaría por tal si lo dijera en voz alta entre los muros de palacio. Tengo que hallar el modo de demostrarlo.

— Bueno, yo te conozco mejor que nadie —dijo Jedidiah, tras quedarse un momento pensativo—, y si tú dices que es cierto, te creo. Te ayudaré. Tal vez podríamos desenterrar los cuerpos, encontrar alguna prueba que contradiga la versión oficial o, incluso, a alguien que haya visto algo. Podríamos interrogar discretamente a los criados. Conozco a algunos que…

— Jedidiah, hay algo peor.

— ¿Qué podría ser peor que eso?

Margaret sostuvo la flor de oro contra la yema de un dedo y frotó el pulgar contra ella. Cuando habló, lo hizo en tono más bajo que antes.

— Hay Hermanas de las Tinieblas en palacio.

Aunque no podía verlo en la oscuridad, supo que al joven se le había puesto carne de gallina en los brazos. Alrededor de ellos chirriaban insectos nocturnos. La Hermana observaba el oscuro contorno de su cara.

— Margaret… Hermanas de las… No puede ser. No existen. Son sólo un mito… una leyenda.

— No son ninguna leyenda. Hay Hermanas de las Tinieblas en palacio.

— Margaret, te lo ruego, no digas eso. Podrían ejecutarte por lanzar una acusación como ésa. Si acusas a una Hermana de servir a las Tinieblas y no puedes demostrarlo, te condenarían a muerte. Y no puedes probarlo, porque no existen. No existen Hermanas de las…

El joven mago ni siquiera podía pronunciar esas palabras. La sola idea lo asustaba tanto que no podía expresarla en voz alta. Margaret conocía su temor. Ella misma lo sentía, pero se había topado con cosas ante las cuales no podía cerrar los ojos. Ojalá no hubiera ido nunca a ver al Profeta esa noche o, al menos, no lo hubiera escuchado.

La Prelada se había enfadado porque Margaret no quiso transmitir el mensaje del Profeta a una de sus ayudantes. Cuando, finalmente, le había concedido audiencia, se había limitado a clavar en ella unos ojos de mirada vacua y a preguntar qué significaba eso del «guijarro en el estanque». Margaret lo ignoraba. La Prelada le había echado un rapapolvo por molestarla con las tonterías de Nathan. Para acabarlo de rematar, el Profeta había afirmado que no recordaba haber enviado mensaje alguno a la Prelada.

— Ojalá fuera como tú dices, pero no es así. Son reales. Están entre nosotras. Viven en palacio. —La Hermana contempló un momento la oscura sombra del joven—. Por eso es por lo que estoy aquí. Para conseguir la prueba.

— ¿Cómo piensas hacerlo?

— Las he seguido hasta aquí. Han venido al bosque Hagen para hacer algo. Y yo voy a averiguar el qué.

Jedidiah giró la cabeza en todas direcciones, escrutando la oscuridad.

— ¿Quiénes? ¿Qué Hermanas son? ¿Las conoces?

— Sí. Algunas, al menos.

— ¿Quiénes son?

— Jedidiah, no puedo decírtelo. Si lo supieras y cometieras el más mínimo error… no podrías defenderte de ellas. Si estoy en lo cierto y, realmente, son Hermanas de las Tinieblas, te matarían sólo por saberlo. No puedo soportar la idea de que podrían hacerte daño. Antes de decírtelo debo ir a la oficina de la Prelada con la prueba.

— ¿Cómo sabes que son Hermanas de las… ¿Y qué prueba tienes?

Margaret escudriñó la oscuridad en busca de señales de peligro.

— Una de las Hermanas tiene algo. Es un objeto de magia negra. Se lo vi en su despacho. Se trata de una estatuilla. Me fijé en ella porque esa Hermana posee todo tipo de objetos antiguos, que todo el mundo cree que sólo son reliquias. La había visto antes y, como el resto de las demás cosas, estaba cubierta de polvo.

»Pero un día, después de que uno de los muchachos muriera, fui a su despacho para hablar con ella de su informe. La estatuilla estaba oculta en una esquina detrás de un libro, y ya no estaba cubierta de polvo. Estaba limpia.

— ¿Y sólo es eso? Una Hermana saca el polvo a una estatua y tú crees que…

— No. Nadie sabe qué es esa estatua. Después de ver que le había sacado el polvo, tenía razones para preguntarme de qué se trataba. Tuve que ser muy precavida para que nadie supiera qué información buscaba, pero al fin la hallé.

— ¿Cómo? ¿Cómo averiguaste qué era?

La Hermana recordó su visita a Nathan y que había jurado que jamás revelaría quién le había dicho qué era esa estatuilla.

— Eso da igual. No te incumbe.

— Margaret, pero ¿cómo…?

— Te repito que no pienso decírtelo —lo atajó la mujer—. Además, no tiene importancia. Lo importante es que sé qué es esa estatua, no cómo lo supe. Representa a un hombre que sostiene en alto un cristal. Ese cristal es quillion.

— ¿Quillion?

— Se trata de un tipo de cristal mágico muy poco común. Absorbe todo el poder de un mago hasta dejarlo seco.

Jedidiah se quedó mudo un momento por la sorpresa.

— Si es tan poco común, ¿cómo sabes que es quillion? ¿Cómo pudiste reconocerlo? Tal vez no es más que un cristal parecido.

— Quizá, si no hubiera sido usado. Cuando el quillion se usa para extraer la magia de un mago, resplandece con luz naranja por el poder de su don, de su han. Cuando ya me iba, vislumbré la estatua escondida tras el libro; el quillion irradiaba un resplandor naranja. Entonces no sabía qué era. Cuando lo descubrí, regresé para llevárselo a la Prelada como prueba, pero ya no brillaba.

— ¿Qué quiere decir eso? —susurró Jedidiah en tono de temor.

— Significa que el poder del mago había pasado del cristal a una persona. Un huésped. El quillion actúa sólo como recipiente del poder hasta que éste es transmitido a otra persona. Jedidiah, creo que las Hermanas están matando a poseedores del don y se lo roban para quedárselo ellas. Creo que están absorbiendo ese poder.

— ¿Además del que ya poseen? ¿Crees que ahora poseen también el poder del don de mago? —inquirió, con voz trémula.

— Sí. Y eso las hace mucho más peligrosas y más poderosas de lo que imaginamos. Eso es lo que más me asusta: no que me ejecuten por acusar a una Hermana de ser una Hermana de las Tinieblas, sino que ellas me descubran. Si realmente están absorbiendo el poder, no sé qué podría detenerlas. Ninguno de nosotros sería rival para ellas. Pero necesito una prueba si quiero que la Prelada me crea. Tal vez ella sabrá qué hacer. Yo, desde luego, no.

— Lo que no comprendo es cómo las Hermanas absorben el don contenido en el quillion. El don de un mago, su han, es masculino, mientras que las Hermanas son mujeres. Es imposible que una mujer capte el han masculino. Si fuera tan sencillo, simplemente lo absorberían mientras matan a los magos. Si de verdad absorben en ellas el han masculino, no entiendo cómo pueden hacerlo. ¿Y qué haces aquí, en el bosque?

La hermana Margaret cruzó los brazos para protegerse de un frío interior, aunque el aire era cálido.

— ¿Recuerdas el otro día cuando Sam Weber y Neville Ranson completaron todas las pruebas y se les iba a quitar el collar para que pudieran abandonar el palacio?

— Sí. —Jedidiah asintió en la oscuridad—. Me decepcioné mucho, porque Sam había prometido que vendría a decirme adiós y a mostrarme que realmente ya no llevaba el rada’han. Quería desearle buena suerte después de convertirse en un verdadero mago. Pero no vino. Luego supe que se había marchado por la noche, para evitar las despedidas lacrimógenas. Pero Sam era amigo mío, una persona muy amable y un sanador; no es propio de él marcharse de ese modo, sin decirme adiós. Me dolió que no se despidiera de mí. Yo quería desearle buena suerte.

»Lo asesinaron.

— ¿Qué? —Jedidiah flaqueó—. Oh, querido Creador, no. —La voz se le quebró por el llanto—. ¿Estás segura? ¿Cómo lo sabes?

La Hermana le puso una mano sobre el hombro para consolarlo y explicó:

— El día después de que, al parecer, se marchara de modo tan precipitado, sospeché que algo terrible había pasado. Quise comprobar si el quillion relucía de nuevo, pero la puerta estaba protegida.

— Eso no demuestra nada. Todas las Hermanas protegen sus alcobas o sus despachos en ocasiones. Tú misma lo haces cuando no quieres que nadie te moleste, por ejemplo, cuando estamos solos.

— Lo sé. Pero quería ver el quillion, por lo que esperé detrás de una esquina hasta que la Hermana se acercó a su despacho. Calculé el tiempo y salí de mi escondite, de modo que justo pasé por delante de la puerta cuando ella entraba. Antes de que la cerrara, pude echar un vistazo al despacho a oscuras y vi la estatuilla sobre el estante, detrás del libro. Brillaba con luz naranja. Lo siento, Jedidiah.

— ¿Quién era? ¿Qué Hermana? —preguntó el joven mago, bajando el tono de voz por la ira.

— No pienso decírtelo, Jedidiah. No hasta que pueda mostrarle a la Prelada la prueba. Es demasiado arriesgado.

— Si ese cristal es realmente quillion y puede demostrar qué es esa Hermana, ¿por qué no lo ha ocultado mejor? —preguntó Jedidiah, tras un momento de reflexión.

— Tal vez porque creía que era imposible que alguien lo reconociera. Tal vez porque no tiene miedo y no se molesta en ser más cuidadosa de lo que cree estrictamente necesario.

— ¿Por qué no volvemos, rompemos el escudo, cogemos esa maldita cosa y se la llevamos a la Prelada? Puedo romper el escudo. Sé que puedo.

— Yo misma iba a hacerlo esta noche. Regresé al despacho, pero ya no estaba protegido con un escudo. Entré a hurtadillas para coger la estatua, pero había desaparecido. Entonces vi cómo la Hermana en cuestión abandonaba palacio acompañada por otras, y las seguí hasta aquí.

»Si puedo robarle el quillion mientras aún brilla, podré demostrar que son Hermanas de las Tinieblas. Tengo que detenerlas antes de que arrebaten otra vida. Jedidiah, están cometiendo asesinatos, y lo peor es que me temo que conozco el motivo.

El joven lanzó un débil suspiro.

— Muy bien. Pero yo voy contigo.

— No —protestó la mujer, hablando entre dientes—, tú te vuelves.

— Margaret, te amo. Si me envías de vuelta para que me muera de preocupación, nunca te perdonaré. Yo mismo iré a la Prelada y le expondré la acusación para que te mande ayuda. Aunque pueden ejecutarme por hacer esa acusación, sé que levantaría sospechas y quizá la alarma. Sólo de ese modo podré ayudarte. O me permites que vaya contigo o iré a ver a la Prelada, te prometo que lo haré.

Margaret sabía que Jedidiah decía la verdad; él siempre cumplía sus promesas. Todos los magos poderosos lo hacían. La Hermana se arrodilló, se inclinó hacia él y le echó los brazos al cuello.

— Yo también te quiero, Jedidiah.

Margaret lo besó apasionadamente, mientras él también se ponía de rodillas para estar a su altura. Las manos del joven se introdujeron bajo su vestido y le agarraron las nalgas, al tiempo que la atraía hacia sí. El contacto de esas manos en su carne le arrancó a la mujer un suave gemido. Los cálidos labios de Jedidiah le besaron el cuello y luego la oreja, produciéndole mágicos cosquilleos. Con una rodilla separó las piernas de la mujer, ganando así un acceso para las manos. Ella ahogó una exclamación al sentirlas.

— Vayámonos juntos de aquí —le susurró Jedidiah al oído. —Volvamos a palacio, protege tu alcoba y te daré más hasta que chilles. Podrás chillar cuanto quieras, y nadie te oirá.

Margaret lo empujó lejos de sí y le apartó las manos de debajo del vestido. El joven estaba quebrando su resistencia, y la Hermana tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para frenarlo. Jedidiah estaba usando su magia para seducirla y alejarla del peligro y así salvarla. Margaret sabía que si lo dejaba continuar un segundo más, no podría detenerlo.

— Jedidiah —dijo en un áspero susurro. Jadeaba—, por favor, no me obligues a recurrir al collar para frenarte. Esto es demasiado importante. Hay vidas en juego. —Jedidiah trató de abrazarla de nuevo, pero la mujer le envió una descarga de poder a través de sus manos hacia las muñecas del joven. Entonces, le apartó las manos con firmeza.

— Lo sé, Margaret. Tu vida es una de las que está en juego. No quiero que nada malo te ocurra. Te quiero más que a nada en el mundo.

— Jedidiah, esto es más importante que mi vida. Las vidas de todos están en peligro. Creo que el Innombrable tiene algo que ver con todo esto.

El joven mago se quedó helado.

— No lo dirás en serio.

— ¿Por qué crees que esas Hermanas anhelan el poder? ¿Para qué lo necesitan? ¿Por qué están dispuestas a matar por él? ¿Con qué fin? ¿A quién crees que sirven las Hermanas de las Tinieblas?

— Quiera el Creador que te equivoques —susurró Jedidiah lentamente. Alzó las manos hasta sujetarla por los hombros y preguntó—: Margaret, ¿quién más lo sabe? ¿A quién se lo has dicho?

— Sólo a ti, Jedidiah. Conozco a cuatro o quizás a cinco Hermanas de las Tinieblas, pero hay otras y no sé quiénes son. Ya no sé en quién puedo confiar. Esta noche he seguido a once hasta aquí, pero podrían ser más.

— ¿Qué me dices de la Prelada? Tal vez no deberías acudir a ella; podría estar de su lado.

Margaret sacudió la cabeza mientras suspiraba.

— Es posible que tengas razón, pero es nuestra única oportunidad. No se me ocurre nadie más que pudiera ayudarnos. Debo acudir a ella. Jedidiah, te lo suplico, regresa —imploró, rozándole la cara con la yema de sus dedos—. Así, si algo me pasara, tú podrías hacer algo. Alguien lo sabría.

— No. No pienso dejarte sola. Si me obligas a volver, iré a contárselo todo a la Prelada. Te amo y prefiero morir antes que vivir sin ti.

— Pero debemos pensar en otros. Hay otras vidas en juego.

— No me importa nadie más. Por favor, Margaret, no me pidas que te deje sola ante el peligro.

— A veces me sacas de quicio, amor mío. —La Hermana cogió las manos del joven entre las suyas y le dijo—: Jedidiah, si nos cogen…

— Si estamos juntos, acepto el riesgo.

— En ese caso, ¿quieres ser mi marido, tal como hablamos? —le preguntó, entrelazando sus dedos—. Si muero esta noche, quiero morir siendo tu esposa.

Jedidiah la atrajo hacia sí colocándole una mano detrás de la cabeza. Entonces le apartó el pelo de la oreja y le susurró suavemente:

— Eso me haría el hombre más feliz del mundo. Te quiero tanto, Margaret. Pero ¿cómo podemos casarnos aquí y ahora?

— Podemos hacer los votos. Nuestro amor es lo que cuenta, no que haya otra persona que pronuncie los votos por nosotros. Las palabras que nazcan de nuestro corazón nos unirán más estrechamente de lo que podría hacerlo nadie.

— Éste es el momento más feliz de mi vida —declaró Jedidiah, abrazándola con fuerza. Entonces se retiró y volvió a cogerla de las manos. En la oscuridad se miraron el uno al otro—. Yo, Jedidiah, prometo ser tu esposo en la vida y en la muerte. Te ofrezco mi vida, mi amor y mi devoción eterna. A partir de ahora estamos unidos a los ojos y el corazón del Creador, así como a los nuestros.

La mujer susurró las mismas palabras mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Nunca se había sentido tan asustada y tan feliz en toda su vida. Lo deseaba tanto que temblaba. Cuando acabaron de pronunciar los votos, se besaron. Fue el beso más tierno y más cariñoso que Jedidiah le hubiera dado jamás. De los ojos de Margaret seguían brotando lágrimas mientras se abrazaba a él y le besaba los labios. Con las manos se aferraba a sus anchos hombros, atrayéndolo hacia ella. Los brazos del joven rodeándola la hacían sentir más segura y más amada de lo que nunca se había sentido. Al fin se separaron.

— Te quiero, esposo mío —dijo Margaret, pugnando por recuperar el aliento.

— Te quiero, esposa mía, por siempre jamás.

La Hermana sonrió. Aunque no podía ver en la oscuridad, sabía que él también sonreía.

— Vamos a ver si encontramos alguna prueba y podemos detener a las Hermanas de las Tinieblas. Hagamos que el Creador se sienta orgulloso de las Hermanas de la Luz y de un futuro mago.

— Prométeme que no harás nada descabellado —le pidió Jedidiah, apretándole una mano—. Prométeme que no tratarás de hacer nada demasiado arriesgado. Quiero que pasemos lo que queda de noche en nuestra cama y no aquí, en el bosque.

— Tengo que averiguar qué se proponen y ver si hay un modo de demostrárselo a la Prelada. Pero son más poderosas que yo y, al menos, son once. Por si fuera poco, si realmente son Hermanas de las Tinieblas, pueden usar la Magia de Resta, y contra ello no tenemos defensa.

»No sé cómo vamos a arrebatarles el quillion. Tal vez encontremos algo más que nos sirva como prueba. Si tenemos los ojos bien abiertos y dejamos que el Creador nos guíe, tal vez éste nos revelará qué podemos hacer. Pero no quiero que ni tú ni yo nos arriesguemos más de lo necesario. No deben descubrirnos.

— Perfecto. Eso es justo lo que deseo —repuso Jedidiah.

— Pero, Jedidiah, soy una Hermana de la Luz, lo cual significa que tengo responsabilidades hacia el Creador y hacia sus otras criaturas. Aunque ahora seamos marido y mujer, mi trabajo sigue siendo guiarte. En esto no somos iguales: yo estoy al mando y sólo permitiré que me acompañes si me prometes que será así. Aún no eres un mago de pleno derecho. Si te digo algo, debes obedecerme. Sigo controlando mejor mi han que tú.

— Lo sé, Margaret. Una de las razones por las que deseaba ser tu esposo es que te respeto. No quiero tener una mujer débil. Tú siempre has sido mi guía, y eso no va a cambiar ahora. Tú me has dado todo lo que tengo. Te seguiré siempre.

— Eres maravilloso, esposo mío. Realmente maravilloso —replicó la mujer, sonriendo y meneando la cabeza—. Serás un mago extraordinario. Nunca te lo había dicho, porque temía que se te pudiera subir a la cabeza, pero algunas de las Hermanas creen que te convertirás en el mago más poderoso que ha existido en los últimos mil años.

El joven nada dijo, y Margaret no podía verle la cara, pero estaba segura de que se había sonrojado.

— Margaret, tus ojos son los únicos que quiero ver llenos de orgullo por mí.

La Hermana lo besó en la mejilla y, mientras lo cogía de la mano, dijo:

— Vamos a ver si podemos detener todo esto.

— ¿Cómo sabes qué dirección han tomado? Los árboles ocultan la luna.

— Es un truco que mi madre me enseñó y que nunca he revelado a nadie. Cuando las vi abandonar el palacio, conjuré un charco de mi han a sus pies. Lo pisaron y ahora van dejando huellas de mi propio han, huellas que sólo yo puedo ver. Las veo tan claramente como el sol en un estanque, pero nadie más las ve.

— Tienes que enseñarme ese truco.

— Un día lo haré, te lo prometo. Vamos.

Cogiéndolo de la mano, lo guió siguiendo el resplandor que dejaban las huellas de las Hermanas por el espeso bosque. En la distancia, aves nocturnas emitían inquietantes llamadas, las lechuzas ululaban, y otras criaturas lanzaban quedos chillidos y chasquidos. El terreno era abrupto, cubierto por raíces y maleza, pero las brillantes huellas la ayudaban a ver por dónde iba.

Sudaba por efecto del húmedo calor, y el vestido se le pegaba a la piel. Al llegar a casa, protegería su alcoba y se daría un baño. Un baño muy largo junto con Jedidiah. Después dejaría que el joven usara su magia con ella, y ella usaría la suya con él.

Se fueron internando cada vez más profundamente en el bosque Hagen, donde nunca habían estado antes. El vapor que emanaba de las zonas cenagosas transportaba el penetrante hedor de vegetación en descomposición. Atravesaron oscuros barrancos velados por raíces colgantes y musgo que les rozaba la cara y los brazos, haciéndolos estremecerse cada vez. Las huellas ascendían por crestas rocosas en las que los árboles escaseaban.

En la cima de una de ellas, de pie en el húmedo aire estancado, Margaret volvió la vista atrás. En la distancia, más allá del sombrío bosque, titilaban las luces de Tanimura. Descollando en la plateada luz de la luna se veía la oscura silueta del Palacio de los Profetas, que tapaba las luces de la ciudad.

Cómo deseaba estar de vuelta en palacio, en su hogar, pero primero debía cumplir con su deber. Si no lo hacía ella, nadie más lo haría. Las vidas de todos dependían de ella. El Creador dependía de ella. No obstante, cómo anhelaba estar a salvo en su hogar…

Pero ese hogar ya no era seguro. Si realmente las Hermanas de las Tinieblas existían, el palacio era un lugar tan peligroso como el bosque Hagen. Pese a todo lo que ya había averiguado, aún le costaba trabajo creer que hubiera Hermanas de las Tinieblas. Debía convencer a la Prelada a toda costa. No había nadie más a quien pedir ayuda. Ojalá pudiera confiar al menos en una Hermana, pero no se atrevía a abrir su corazón a ninguna. Nathan le había advertido que no lo hiciera.

Aunque deseaba que Jedidiah estuviera en palacio, a salvo, se alegraba de tenerlo a su lado. Sabía que el joven nada podía hacer para ayudarla, pero era un alivio poder confiar en él. En su marido. Margaret sonrió al pensarlo. Si algo le ocurría a él, jamás se lo perdonaría. De ser necesario, lo protegería con su vida.

El terreno empezó a descender. Los huecos entre los árboles le permitían ver que descendían hacia una profunda hondonada con el borde empinado, lo que los obligaba a caminar despacio para no lanzar piedras rodando. Una empezó a deslizarse al contacto con su pie, pero rápidamente Margaret usó un puñado de aire para detenerla y volver a asentarla con firmeza en la tierra. Luego soltó un suspiro de alivio.

Jedidiah la seguía como una sombra silenciosa y reconfortante. Relajó un poco la tensión cuando dejaron atrás el terreno de rocas poco firme y penetraron de nuevo en el denso bosque, donde el suelo estaba cubierto por musgo que silenciaba sus pasos.

El pesado y fétido aire que llegaba hasta ellos a través del espeso bosque les llevó el débil sonido de un cántico. En el pecho de la Hermana resonaron unas palabras rítmicas y guturales pronunciadas en tono grave. Aunque no las entendía, le inspiraban repugnancia, como si contaminaran el mismo aire.

Jedidiah la agarró por el brazo y la obligó a detenerse. Le acercó la boca al oído y murmuró:

— Por favor, Margaret, regresemos ahora, antes de que sea demasiado tarde. Tengo miedo.

— ¡Jedidiah! —lo reprendió la mujer, aferrándolo por el collar con una mano—. ¡Esto es importante! Yo soy una Hermana de la Luz y tú un mago. ¿Para qué crees que te he estado enseñando? ¿Para que hagas trucos en la calle en día de mercado y que la gente te arroje monedas? Ambos servimos al Creador. Él nos ha dado todo lo que tenemos para que lo usemos para ayudar a quienes están en peligro. Eres un mago. ¡Actúa como tal!

A la tenue luz, la Hermana apenas distinguía sus ojos, muy abiertos. Los músculos del joven se relajaron y hundió ligeramente los hombros.

— Lo siento. Tienes razón. Cumpliré con mi obligación. Lo prometo.

— Yo también tengo mucho miedo —dijo Margaret, ya más apaciguada—. Toca tu han, querido Jedidiah, y mantenlo bien sujeto, aunque no con demasiada fuerza. Sujétalo de manera que puedas liberarlo en cualquier momento, si es necesario, tal como yo te he enseñado. En caso de que algo ocurra, no lo retengas. No tengas miedo de hacerles daño. Si realmente debes usar tu poder, utilízalo todo o no bastará. No pierdas la cabeza. Eres suficientemente fuerte para poder defenderte. Puedes hacerlo, Jedidiah. Ten fe en lo que te he enseñado, en todo lo que todas las Hermanas te han enseñado. Ten fe en el Creador y también en lo que Él te ha dado. Lo posees por alguna razón, como todos. Quizá sea ésta la razón; tal vez esta noche debas cumplir tu destino.

De nuevo, Jedidiah asintió, y Margaret volvió a seguir las relucientes huellas que se internaban en la tupida vegetación. Iban sorteando árboles hacia el centro de la hondonada, de donde procedía el cántico. Cuanto más se acercaban, más intenso era el picor que le producían en la piel esas voces. Eran voces de Hermanas. Margaret creyó reconocer algunas de ellas.

«Querido Creador —rogó—, dame fuerza para hacer lo que debo hacer para cumplir tus designios. Da también fuerza a Jedidiah. Ayúdanos a servirte y a ayudar a otros.»

Entre las hojas parpadeaban lucecitas. Margaret y Jedidiah se fueron aproximando sigilosamente. Los árboles que los rodeaban eran muy inmensos. Ahora ya no seguían las huellas, sino que avanzaban de un tronco a otro. Ya podían vislumbrar algo entre los matorrales. Despacio, fueron avanzando de puntillas por el suelo del bosque bajo enormes abetos que desplegaban sus ramas. Las hojas que pisaban eran blandas y no crujían. Hombro con hombro, se ocultaron bajo unos espesos matorrales en la linde del bosque, lo más cerca posible. Más allá se abría un claro llano y redondo.

Al menos cien velas ardían en el suelo, formando un círculo similar a una verja o una frontera que sirviera de protección contra el oscuro bosque. Dentro del límite marcado por las velas había un círculo dibujado en el suelo. Parecía estar hecho con arena blanca en la que brillaban pequeños puntos de centelleante luz. Se asemejaba a las descripciones de arena de hechicero que había oído, aunque nunca la había visto. Destacaba claramente a la luz de las velas así como a la luz de la luna.

En la arena se habían trazado unos símbolos. Estaban comprendidos dentro del círculo, y algunos puntos tocaban el límite externo a intervalos irregulares. Margaret jamás había visto esos símbolos, pero conocía elementos de éstos por haberlos visto en un libro antiguo. Eran símbolos del inframundo.

Más o menos entre la línea blanca exterior y las velas, había once Hermanas sentadas en círculo. Margaret esforzó la vista para intentar reconocerlas a la débil y parpadeante luz. Todas se cubrían la cabeza con una capucha en la que habían practicado sendos orificios para ver, y cantaban al unísono. Las sombras de las Hermanas convergían en un punto del centro.

En ese centro yacía una mujer que se hallaba totalmente desnuda, excepto por una sencilla capucha como las de las demás. Estaba de espaldas, con las manos cruzadas sobre los senos y con las piernas apretadas.

Doce. Contando la del centro, eran doce Hermanas. Margaret volvió a estudiar a las Hermanas que se encontraban allí reunidas. Estaba muy oscuro pese a las velas, y además estaban colocadas de espaldas a la mujer.

Su mirada se posó en una forma situada en el lado opuesto del círculo. Se quedó sin respiración. Esa figura era mayor que las demás, estaba encorvada, con la cabeza gacha y no llevaba capucha. Estaba sentada donde convergían las líneas y los símbolos.

No era una Hermana. Margaret se llevó un buen susto cuando distinguió el débil resplandor naranja. Tenía en el regazo la estatuilla con el quillion.

Ella y Jedidiah se agacharon, helados, observando el círculo de las Hermanas que cantaban. Al rato, una de ellas, situada a un lado de la figura encorvada, se levantó. Los cánticos cesaron. La Hermana pronunció en tono cortante unas pocas palabras en un idioma que Margaret no conocía. En ciertas partes del discurso elevaba bruscamente una mano, lanzando un brillante polvo sobre la mujer desnuda del centro. El polvo se inflamaba, iluminando a las encapuchadas Hermanas con breves destellos. Cuando eso sucedía, todas respondían con extrañas palabras en verso. Margaret y Jedidiah se miraron, y la mujer vio reflejados en los ojos del joven sus propios sentimientos de confusión y miedo.

La Hermana que estaba de pie alzó ambos brazos y recitó una lista de extrañas palabras. Entonces se dirigió hacia la mujer desnuda, se detuvo junto a la cabeza de ésta y volvió a alzar los brazos. El centelleante polvo volvió a inflamarse una vez más, pero, en esta ocasión, el brillo naranja del quillion se intensificó.

Despacio, la figura encorvada alzó la cabeza. Margaret ahogó un grito al ver la cara de la bestia y su boca llena de colmillos, que se abrió con un grave gruñido. La Hermana sacó de su capa un cetro de plata delicadamente forjado y lo agitó con movimientos bruscos, mientras cantaba de nuevo y rociaba con agua a la mujer que se encontraba desnuda.

Algo le ocurría al quillion, pues brillaba y se apagaba. Los oscuros ojos de la bestia contemplaban la desnudez de la mujer tendida en el suelo. Margaret observaba con ojos desorbitados. El corazón le latía con tanta fuerza que tenía la impresión de que iba a abrirle un boquete en el pecho.

Cuando el quillion se apagaba, los ojos de la bestia relucían con luz naranja; el mismo color que el quillion. A medida que el fulgor del quillion perdía intensidad, el resplandor en los ojos de la bestia aumentaba, hasta que la estatuilla se apagó definitivamente y los ojos brillaron con fuerza.

Otras dos Hermanas se levantaron y se colocaron cada una a un lado de la que ya estaba de pie. Ésta se arrodilló, inclinó la encapuchada cabeza y miró a la mujer desnuda.

— Si estás segura, ha llegado el momento. Ya sabes qué debe hacerse; lo mismo por lo que hemos pasado todas nosotras. Te ofrecemos el don. ¿Lo aceptas?

— ¡Sí! Tengo derecho a él. Es mío y lo quiero.

A Margaret le pareció que reconocía ambas voces, pero no podía estar segura porque la capucha ahogaba las palabras.

— Entonces será tuyo, Hermana. —Las otras dos asimismo se arrodillaron junto a la primera, que sacó un trozo de tela de su capa y la enrolló—. Para ganar el don, tendrás que superar una prueba de dolor. Mientras dure, no podremos tocarte con nuestra magia, pero te ayudaremos lo mejor que podamos.

— Haré lo que sea. El don es mío. Empecemos ya.

La mujer desnuda extendió los brazos. Las Hermanas situadas a ambos lados se apoyaron con todo su peso sobre las muñecas de la yaciente.

La situada a su cabeza sostenía la tela enrollada por encima del rostro encapuchado.

— Abre la boca y muerde esto. —Dicho esto colocó la tela entre los dientes de la mujer—. Y ahora separa las piernas. Mantenlas así. Si tratas de cerrarlas, se interpretará como que rechazas lo que se te ofrece y perderás la oportunidad. Para siempre.

La mujer desnuda miraba fijamente hacia la nada. El pecho le subía y bajaba mientras jadeaba de miedo. Lentamente, separó las piernas.

La bestia reaccionó emitiendo un grave gruñido.

Los dedos de Margaret se hundieron en el antebrazo de Jedidiah.

La bestia olisqueó el aire. Cuando se irguió, despacio, Margaret se dio cuenta de que era mayor de lo que parecía encorvada. Era muy corpulenta y se asemejaba a un hombre. La centelleante luz de las velas se reflejaba en los sudorosos y abultados músculos de brazos y pecho. En las estrechas caderas empezaba a crecerle un pelo sedoso, que se iba haciendo más basto en piernas y tobillos, donde era más largo y grueso que en ninguna otra parte del cuerpo. Pero la cabeza no era la de un hombre. Era un horror de cólera y colmillos.

Una larga y delgada lengua asomó por sus fauces, venteando el aire. Sus ojos relucían a la tenue luz con el color naranja del poder del don que había absorbido del quillion.

Cuando se estiró sobre manos y rodillas hacia la mujer desnuda, Margaret a punto estuvo de soltar un grito. Reconocía a esa bestia. Había visto un dibujo de ella en un libro antiguo, el mismo en el que había visto parte de los hechizos dibujados en la arena. Sintió deseos de chillar.

Era un namble. Uno de los servidores del Innombrable.

«Oh, Creador mío —rogó con fervor—, por favor, protégenos.»

Gruñendo con un rumor sordo, el namble fue avanzando despacio hacia la mujer como un enorme felino, flexionando sus poderosos músculos. Sus inquietantes ojos relucían con brillo de color anaranjado. Con la cabeza gacha se arrastró entre las piernas de la mujer desnuda. Ésta, que jadeaba presa del pánico, seguía con la mirada fija en la nada.

El namble le olisqueó la entrepierna. Su larga lengua asomó entre los colmillos y la recorrió. La mujer se estremeció y soltó un sonido que quedó ahogado por la mordaza, pero mantuvo las piernas bien separadas. Su mirada permanecía inmóvil; no miraba al namble. Las Hermanas del círculo empezaron a entonar un suave cántico. De nuevo, el namble la lamió, esta vez más despacio y gruñendo. La mujer chilló amordazada. En su cuerpo desnudo brillaban gotas de sudor, pero mantuvo las piernas separadas.

La bestia se alzó sobre sus rodillas y lanzó un ronco rugido al negro firmamento. Su falo erecto, puntiagudo e incisivo, destacaba claramente recortado a la luz de las velas. Cuando se inclinó hacia adelante, colocando un puño a cada lado de la mujer, los abultados músculos de sus brazos y hombros sobresalieron poderosamente. Con la lengua lamió la garganta de la mujer, mientras lanzaba un gruñido sordo y vibrante, tras lo cual descendió sobre ella y la cubrió con su enorme cuerpo.

La bestia impulsó las caderas hacia adelante. La mujer cerró los ojos con gesto crispado mientras gritaba contra la tela que mordía entre los dientes. El namble le dio un rápido y fuerte empujón, y los ojos de la mujer se abrieron de golpe, aterrada. Aunque mordía la tela, sus gritos de dolor podían oírse por encima de los cánticos cada vez que la bestia la embestía, añadiendo cada vez más fuerza a los chillidos.

Margaret tenía que hacer esfuerzos para seguir respirando mientras observaba. Odiaba a esas mujeres, pues se habían entregado a algo de una maldad inconcebible. Pero seguían siendo sus Hermanas, y no podía soportar ver cómo una de ellas sufría. La Hermana se dio cuenta de que estaba temblando. Con una mano aferró la flor de oro que le colgaba del cuello, y con la otra agarró el brazo de Jedidiah. Lloraba a mares.

La bestia seguía retorciéndose encima de la Hermana a la que sus compañeras sujetaban en el suelo. Sus ahogados gritos de agonía se clavaban en el corazón de Margaret.

Finalmente, la Hermana que le sujetaba la mordaza dijo:

— Si deseas el don, tendrás que alentarlo para que te lo dé. No lo soltará a no ser que le hagas perder el control, a no ser que se lo arrebates. Debes ganárselo. ¿Comprendes?

Llorando y con los ojos firmemente cerrados, la mujer asintió.

— Muy bien, ahora es todo tuyo. Si quieres el don, quítaselo —dijo la Hermana, retirándole la mordaza.

Las otras le soltaron los brazos. Las tres regresaron a sus sitios en el círculo y se unieron al cántico. La mujer lanzó un lamento que heló la sangre a Margaret y le perforó los oídos.

Entonces, rodeó con brazos y piernas al namble, aferrándose a él y se movió con él al ritmo del cántico. Ahora ya no gritaba, sino que jadeaba por el esfuerzo.

La Hermana Margaret no fue capaz de continuar mirando la escena. Cerró los ojos y se tragó el gemido que trataba de brotarle de la garganta. Sin embargo, no era suficiente con cerrar los ojos, pues aún lo oía. «Por favor, Creador mío, que acabe. Por favor, que acabe», rezó mentalmente.

Entonces, con un ronco gruñido, acabó. Margaret abrió los ojos y vio que el namble se había quedado inmóvil, con la espalda encorvada. La bestia tembló y, lentamente, se quedó como sin vida. La mujer pugnaba por respirar bajo su pecho.

Con una fuerza que parecía imposible, se quitó de encima a la bestia. El namble, respirando agitadamente, regresó a cuatro patas al lugar que ocupaba antes en el círculo, donde se acurrucó convertido en un bulto oscuro. El cántico había cesado. La mujer se quedó caída en el suelo un rato, jadeando y recuperándose. Su cuerpo esta cubierto por una reluciente pátina de sudor que reflejaba la luz amarilla de las velas.

Después de inspirar hondo por última vez, se puso en pie con facilidad. Por las piernas le corría una oscura mancha de sangre. Haciendo gala de una tranquilidad que provocó un escalofrío en la espalda a la hermana Margaret y la dejó casi sin aliento, la mujer volvió la cara hacia ella y se quitó la capucha.

El amenazante resplandor anaranjado de sus ojos desapareció, siendo reemplazado por el habitual azul pálido con motas violeta que Margaret conocía tan bien.

— Hermana Margaret —la saludó en tono de befa, como burlona era la sonrisa de sus labios—. ¿Has disfrutado con el espectáculo? Seguro que sí.

Margaret se puso en pie despacio, completamente atónita. La Hermana que había sostenido la mordaza también se levantó y se retiró la capucha.

— Margaret, querida —le dijo—, qué amable eres al mostrar tanto interés por nuestro pequeño grupo. No sabía que eras tan estúpida. ¿De veras creíste que te dejé ver el quillion en mi despacho por descuido? ¿Que no sabía que alguien estaba interesado? Tenía que descubrir quién merodeaba y metía las narices en lo que no le importaba. Así pues, dejé que lo vieras. No estuve del todo segura hasta que nos seguiste. —Su sonrisa heló a Margaret—. ¿Nos tomas por idiotas? Vi perfectamente el charco de han que conjuraste para que lo pisáramos. Qué lástima, para ti.

Margaret aferraba con fuerza la flor de oro que llevaba al cuello, y hundía las uñas en la palma de su mano. ¿Cómo era posible que hubiesen visto el charco de su han? La respuesta era trágicamente simple: las había subestimado. Había subestimado lo que podían hacer con el don. Y ese error iba a costarle la vida.

Pero sólo la suya. Sólo la suya. Margaret rogó al Creador que sólo fuera la suya. Sentía la presencia de Jedidiah a su lado.

— Jedidiah —susurró—, corre. Yo trataré de contenerlas mientras tú huyes. Corre, amor mío. Sálvate.

— Creo que prefiero quedarme, «amor mío». —La poderosa mano del joven la agarró por el brazo. Margaret no podía dejar de mirar esa expresión cruel y vacía—. Traté de salvarte, Margaret. Intenté que regresaras, pero tú no quisiste escucharme. Si logro que jure, ¿no podríamos… —preguntó a la Hermana situada al otro lado del claro. Ésta se limitó a mirarlo iracunda—. No, supongo que no. —Jedidiah suspiró.

De un fuerte empellón, la empujó hacia el calvero. Margaret trastabilló y se detuvo al borde de las velas. Se sentía como entumecida. Su mente se negaba a trabajar, y no podía hablar.

— ¿Se lo ha contado a alguien más? —preguntó a Jedidiah la Hermana que estaba al mando, entrelazando las manos al frente.

— No. Sólo a mí. Quería conseguir una prueba antes de pedir ayuda a otros. No es así, ¿amor mío? —De nuevo, Jedidiah sacudió la cabeza, y una leve sonrisa asomó en sus labios. En esos labios que ella había besado. Margaret sintió náuseas. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?—. Qué lástima.

— Lo has hecho muy bien, Jedidiah. Serás recompensado. Y en cuanto a ti, Margaret… bueno, mañana Jedidiah informará que, después de intentar rehuir las insistentes insinuaciones de una mujer madura, tuvo que rechazarte claramente y con firmeza, y que tú saliste corriendo avergonzada y humillada. Si vienen aquí y encuentran tus huesos, se confirmarán sus temores de que preferiste poner fin a tu vida porque te sentías indigna de seguir viviendo como Hermana de la Luz.

— Entrégamela. Deja que ponga a prueba mi nuevo don. Deja que lo disfrute —rogó la Hermana de los ojos moteados.

Esos ojos mantenían a Margaret helada. Su mano continuaba aferrando la flor del colgante. El abrumador dolor de saber que Jedidiah la había traicionado apenas la dejaba respirar.

Margaret había suplicado al Creador que diera fuerzas a Jedidiah, fuerzas para ayudar al prójimo, aunque no sabía quién era ese prójimo. Y el Creador había escuchado todas sus plegarias, sus insensatas plegarias.

Cuando la Hermana consintió, los finos labios esbozaron una ansiosa sonrisa. Bajo la penetrante mirada de esos ojos moteados, Margaret se sintió desnuda, indefensa.

Al fin, su mente empezó a funcionar de nuevo. Sus aterrorizados pensamientos buscaron frenéticamente el modo de huir, tanteando posibilidades desesperadas. Sólo se le ocurría una cosa antes de que fuera demasiado tarde. Con una determinación que nacía del pánico, dejó que su han explotara a través de todas las fibras de su ser y creó un escudo; el escudo más poderoso que podía conjurar, un escudo de aire que hizo tan duro como el acero e igualmente impenetrable. En ese escudo, la Hermana volcó todo su dolor y su odio.

Pero la otra Hermana no dejó de sonreír. Sus ojos moteados no se movieron.

— Aire, ¿verdad? Con el don ahora puedo verlo. ¿Quieres que te enseñe lo que puedo hacer con el aire, de lo que es capaz el don?

— El poder del Creador me protegerá —balbució Margaret.

— ¿De veras lo crees? Deja que te muestre la impotencia del Creador. —La fina sonrisa se tornó gesto de sorna.

La Hermana alzó la mano, y Margaret se esperó una bola de fuego de mago. Pero lo que se le vino encima fue una bola de aire tan densa que podía verlo, podía ver cómo se acercaba. Era tan denso que a través de él todo se veía deformado. Margaret sentía su rugido al aproximarse y el lamento de su poder. Atravesó su escudo como brea ardiendo que atraviesa papel.

No debería haber sido capaz de hacer eso, pues su escudo era de aire. En principio, aire no podía romper un escudo de aire tan fuerte como el suyo. Pero era aire creado no por una Hermana corriente, sino por una Hermana con el don, el don de un mago.

Confusa, Margaret se dio cuenta que estaba tirada en el suelo y miraba hacia las hermosas estrellas, la obra del Creador. No podía respirar, simplemente no podía.

Era extraño. No recordaba que el aire la hubiera golpeado, sólo que de pronto algo la había dejado sin respiración. Sentía frío, aunque tenía algo cálido en la cara, cálido y húmedo. Era un consuelo.

Sus piernas se negaban a moverse. Por mucho que lo intentara, no lo lograba. Haciendo un supremo esfuerzo consiguió levantar un poco la cabeza. Las Hermanas no se habían movido, pero ahora parecían estar más lejos. Todas la miraban, y Margaret hizo lo mismo.

Algo iba terriblemente mal.

Por debajo de las costillas apenas tenía nada, sólo despojos de sus entrañas y nada más. Donde debería haber estado el resto de su cuerpo no había nada. ¿Qué había pasado con sus piernas? Tenían que estar en alguna parte.

Sí, allí estaban. A cierta distancia, donde antes estaba ella de pie.

Así pues, por eso no podía respirar. No comprendía cómo el aire le había hecho eso; era imposible. Al menos, no en manos de una Hermana. Era un milagro.

«Creador, Creador, ¿por qué no me has ayudado? Yo hacía tu trabajo. ¿Por qué has permitido que esto pasara?»

Debería dolerle, ¿no? Debería sufrir al haber sido desgarrada por la mitad. Pero no, no sentía el más mínimo dolor.

Frío. Solamente sentía frío. Sin embargo, la cálida masa de sus entrañas contra el rostro la aliviaba, le daba calor. Margaret se consoló con ese calor.

Tal vez no le dolía gracias al Creador. «Creador, te doy las gracias. Lo he hecho lo mejor que he podido. Lo siento, te he fallado. Tendrás que enviar a otra.»

Unas botas se acercaron. Era Jedidiah, su marido, un monstruo.

— Traté de avisarte, Margaret. Traté de mantenerte lejos. No puedes decir que no lo intentara.

Margaret tenía los brazos extendidos a ambos lados. En la mano derecha notaba aún la flor de oro. No la había soltado. Pese a que la habían partido en dos, no la había soltado. Ahora quiso hacerlo, pero la mano no se le abría. Ojalá tuviera fuerza suficiente para dejar ir la flor. No quería morir con ella en la mano. Pero le era imposible soltarla.

«Creador mío, también te he fallado en esto.»

Puesto que no podía soltarla, hizo lo único que se le ocurrió: enviarle todo su poder. Tal vez alguien la vería y formularía la pregunta correcta.

Cansada. Estaba tan cansada.

Trató de cerrar los ojos, pero no pudo. ¿Cómo podía alguien morir si ni siquiera podía cerrar los ojos?

Había muchas estrellas en el cielo. Estrellas hermosas. Pero le parecían menos de las que recordaba, que eran muy pocas ahora. Una vez su madre le había dicho cuántas había, pero no podía recordarlo.

Bueno, tendría que contarlas ella misma.

Una… dos…


Загрузка...