41

Estaba besando a Richard y estrechándolo con fuerza entre sus brazos. En su mente sólo tenía cabida un sentimiento de paz y dicha. De pronto, unos gritos la sobresaltaron. Richard desapareció. Sus brazos, pesados, estaban vacíos.

Kahlan se incorporó y apartó la manta. Por un momento se sintió al borde del pánico; no recordaba dónde estaba. Cuando lo recordó tuvo ganas de vomitar.

Ojalá pudiera darse un baño con agua caliente. Ya ni recordaba la última vez. Se estaba frotando los ojos cuando el capitán Ryan asomó la cabeza dentro de la tienda.

— ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto he dormido? —farfulló Kahlan, arrojando lejos de sí la manta.

— Un par de horas, más o menos. Hay alguien ahí fuera que quiere veros.

Delante de la tienda esperaba un grupo de hombres con el rostro ceniciento. Uno de ellos era el teniente Hobson. Custodiaban a Mosle, atado y amordazado, al que dos soldados sujetaban por los brazos. Mosle miraba a todas partes, aterrorizado. Trató de gritar algo, pero la mordaza se lo impidió.

Kahlan fulminó con la mirada al capitán Ryan.

Éste aguantó con un pulgar enganchado en el cinturón.

— Madre Confesora, puesto que Mosle os ha ofendido personalmente, creí que os gustaría ejecutarlo vos misma. —Con estas palabras le tendió su propio cuchillo, ofreciéndole el mango.

Kahlan, sin hacer caso del cuchillo, ordenó a los soldados que lo sujetaban:

— Liberadlo y apartaos.

Se sentía como si aún estuviera durmiendo y soñara. Pero estaba despierta. No tenía elección.

Cuando los soldados se apartaron, la Confesora agarró a Mosle por un brazo. Éste se quedó un instante paralizado por el miedo y luego trató de retroceder.

Pero no tenía tiempo para escapar. Kahlan lo tocaba. Ya era suyo. La sensación de somnolencia se desvaneció en un torbellino, absorbido por su poder. Kahlan no pensó en lo que iba a hacer; no tenía elección. Se había comprometido en esa causa y se entregó a ella.

Los ruidos del campamento —el repiqueteo de los arreos, las cajas de madera que eran arrastradas sobre los carros, el sonido de otras cajas que se abrían haciendo palanca, el chirrido de las ruedas, el relincho de los caballos, miles de pisadas, hombres hablando, el repiqueteo de las pezuñas de caballos, el sonido de acero al ser afilado, el crepitar del fuego y los latidos de su propio corazón—, todo fue engullido por el silencio.

En ese silencio de su mente el poder lo invadió todo. Kahlan sintió cómo los músculos de Mosle se tensaban bajo su mano. Pero el hombre no tenía ninguna posibilidad. Era suyo.

En el silencio, en la quietud, en la paz de su mente hizo lo que tantas veces antes había hecho: liberó su poder y descargó su magia en el hombre que tenía delante.

Hubo una violenta sacudida en el aire cuando penetró bruscamente en él. Un trueno silencioso. Un anillo de nieve a su alrededor se alzó en una nube que rodó sobre sí misma hasta que al fin volvió a posarse en el suelo.

Mosle, que ya no era quien había sido, se arrodilló ante ella sobre la húmeda nieve. Tenía la frente surcada por arrugas de pánico, pues debido a la mordaza no podría suplicarle que le ordenara algo. El hombre sorbía aire por la nariz tratando de respirar, invadido por el terror de contrariarla. A su alrededor el campamento había quedado sumido en un asombrado silencio. Todos los ojos estaban posados en la Confesora. Kahlan le sacó la mordaza de la boca. Los ojos de Mosle se llenaron de lágrimas de alivio.

— Mi ama —susurró con voz ronca—. Por favor, ama, pedidme lo que sea. Por favor, decidme qué puedo hacer para serviros.

Cientos de rostros atónitos y turbados la miraban. Kahlan, que exhibía su rostro de Confesora, bajó la vista hasta el hombre arrodillado delante de ella.

— William, me complacería mucho que me contaras la verdad de lo que pensabas hacer después de abandonar el campamento.

Mosle se esponjó de gozo. Más lágrimas le corrieron por las mejillas y, de no haber sido porque tenía las manos atadas a la espalda, se habría aferrado a las piernas de Kahlan en signo de gratitud.

— Oh sí, mi ama, permitid que os lo cuente todo.

— Habla.

Mosle barbotó apresuradamente:

— Me dirigía al campamento de esos otros hombres, a los que vos llamasteis Orden Imperial, para unirme a ellos. E iba a llevar a todos mis hombres allí. Les iba a revelar la presencia de los reclutas de Galea y todos vuestros planes, para así congraciarnos con ellos y que nos aceptaran. Creí que tenían más posibilidades de ganar que vos y, como no deseaba morir, iba a unirme a ellos. Creí que les complacería si les llevaba hombres para aumentar sus filas. Creí que les complacería que los ayudáramos a aplastaros.

De repente, prorrumpió en sollozos.

— Oh, por favor, ama, perdonadme. Mi intención era perjudicaros; quería que esos hombres os mataran. Por favor, ama, siento mucho haberos querido mal. Por favor, ama, decidme cómo podréis perdonarme. Haré cualquier cosa. Os lo suplico. Ordenad, y obedeceré. Por favor, mi ama, ¿qué deseáis de mí?

— Deseo que mueras —susurró Kahlan en el gélido silencio—. Ahora mismo.

William Mosle cayó aovillado hacia adelante, contra las botas de la mujer y se sacudió en unas terribles convulsiones. Después de unos largos y angustiosos momentos, exhaló el último aliento y se quedó inmóvil.

La mirada de Kahlan se posó en el atónito capitán Ryan y en Prindin, de pie detrás de un ceniciento teniente Hobson. Chandalen también miraba ferozmente a su compatriota. Kahlan dijo en el idioma de la gente barro:

Prindin, te dije que te aseguraras de que los mataban a todos. ¿Por qué no has obedecido?

Prindin se encogió de hombros, con timidez.

Todos estaban de acuerdo en hacer esto. El capitán les ordenó que mataran a todos los demás, pero que te llevaran a éste. De haberlo sabido cuando nos marchamos, te habría avisado. Eran doscientos hombres a pie y otro centenar a caballo. Como ya te he dicho, todos estaban de acuerdo, y yo no creí que pudiera impedirlo, excepto matándolo yo mismo. Pero me di cuenta de que me jugaba la vida y si moría no podría estar cerca de ti para protegerte. Además, sabía que tenías razón y me pareció una buena idea darles una lección.

— ¿Escapó alguno?

No. Me sorprendió un poco que hicieran tan buen trabajo. Son buenos soldados. Era una misión dura, que les rompió el corazón, pero la cumplieron bien. Ninguno escapó.

Kahlan lanzó un largo suspiro.

Lo entiendo, Prindin. Te comportaste correctamente. —Entonces lanzó una mirada de soslayo a Chandalen y agregó—: Chandalen también estará satisfecho. —Era una orden.

Prindin esbozó una tensa sonrisa, aliviado. El capitán Ryan fue el siguiente en sentir la furiosa mirada de Kahlan posada en él.

— ¿Satisfecho?

El joven capitán, tenso, pálido y con los ojos muy abiertos, respondió:

— Sí, Madre Confesora.

— ¿Estáis todos satisfechos ahora? —preguntó Kahlan, incluyendo en la mirada a todos los hombres congregados.

Por si acaso alguno de ellos no le tenía antes un miedo cerval, ahora ya no quedaba ninguno. Si una ramita se hubiera quebrado de repente, seguramente todos habrían salido en desbandada hacia las montañas, como conejos asustados. Probablemente ésa había sido la primera vez que habían visto una demostración de magia, y no había sido una magia hermosa, sino sobrecogedora y desagradable.

— ¿Madre Confesora? —susurró el capitán Ryan. Conservaba un brazo extendido, ofreciéndole el cuchillo—. ¿Cuál será mi castigo por desobedeceros?

La mujer escrutó su lívido semblante.

— Ninguno —respondió—. Éste es vuestro primer día en la guerra contra la Orden Imperial. La mayoría de vosotros no comprendía la necesidad de lo que ordené hacer. Es la primera vez que lucháis en una guerra. Me basta con saber que habéis aprendido algo. No habrá represalias.

El capitán tragó saliva.

— Gracias, Madre Confesora. —Con mano temblorosa, guardó de nuevo el cuchillo en su vaina. Entonces señaló el cuerpo sin vida a los pies de la Confesora y explicó—: Crecimos juntos. Vivíamos junto al mismo camino, a poco más de un kilómetro de distancia uno del otro. Solíamos pasarnos el día cazando y pescando juntos. Nos ayudábamos en las tareas. Siempre acudíamos juntos a las celebraciones con nuestros mejores abrigos, del mismo color. Siempre…

— Lo siento, Bradley. Lo único que cura el dolor de una traición o una pérdida es el tiempo. Como ya os dije, la guerra no es justa. Si no fuera por la Orden Imperial, seguramente en estos momentos estarías pescando con tu amigo. Culpa a la Orden y véngalo como una víctima más.

El joven asintió.

— Madre Confesora, ¿qué habríais hecho si os hubierais equivocado? ¿Qué habríais hecho si Mosle no hubiera decidido pasarse al enemigo?

Kahlan lo miró hasta que el capitán alzó los ojos y sus miradas se encontraron.

— Probablemente habría aceptado el cuchillo que me ofrecías y te habría matado.

La Confesora apartó la mirada de la expresión vacua del capitán y puso una mano en el hombro del hombre que tenía al lado.

— Teniente Hobson, sé que te encomendé una misión muy difícil. Prindin me informa de que la cumpliste a la perfección.

El joven teniente parecía a punto de deshacerse en lágrimas, pero logró erguir la espalda con orgullo. Kahlan se dio cuenta de que aún era un muchacho imberbe.

— Gracias, Madre Confesora.

— Todos tenéis trabajo que hacer. ¿Me equivoco? —espetó Kahlan a los centenares de hombres congregados a su alrededor.

Fue como si despertaran de un sueño. Todos se movieron a una, primero lentamente y luego cada vez con más premura.

Hobson la saludó llevándose un puño al corazón, tras lo cual se marchó a atender otros asuntos. Los soldados que custodiaban a Mosle alzaron el cuerpo y se lo llevaron. Otros se dirigieron hacia Chandalen y los dos hermanos en busca de instrucciones. Kahlan se quedó sola con el capitán Ryan, observando cómo todo el mundo se ponía manos a la obra.

Sentía las piernas flojas y sin fuerzas, como cuerdas de arco que alguien se hubiera olvidado fuera, bajo la lluvia, toda la noche. Para una Confesora usar su poder cuando se encontraba descansada y alerta era agotador. Pero usarlo cuando ya estaba cansada era peligrosamente extenuante. Apenas lograba mantenerse en pie.

Aún estaba muerta de cansancio por haber cabalgado toda la noche, primero al campamento enemigo y luego de vuelta, por no hablar de la lucha. Necesitaba más descanso, y los beneficios de su breve siesta se habían esfumado tras usar su poder. Había utilizado las pocas fuerzas que le quedaban en algo que debería haber sido innecesario.

Tal vez era por el frío y por viajar en condiciones tan difíciles, pero últimamente se sentía más cansada de lo habitual. Quizá debería pedirle a Prindin que le preparara más té.

— ¿Puedo hablar con vos un momento, Madre Confesora? —preguntó el joven capitán.

— Pues claro. ¿Qué ocurre?

El capitán se abrió el abrigo de lana que llevaba desabrochado y embutió las manos en los bolsillos de atrás. Sus ojos se posaron en unos hombres que llenaban odres con agua.

— Sólo quería deciros que lo lamento mucho. Yo estaba equivocado.

— No pasa nada, Bradley Mosle era un amigo y cuesta pensar mal de un amigo. Lo entiendo.

— No, no es eso. Mi padre siempre me decía que, en este mundo nuestro, un hombre tiene que admitir sus errores antes de poder hacer las cosas como es debido. —Ryan arrastró los pies y miró en torno antes de poder fijar sus ojos azules en Kahlan—. Mi error fue creer que queríais ver a Mosle muerto porque se negó a seguiros. Cometí un error y lo siento. Siento haber pensado eso de vos. Vos tratabais de protegernos, aun a sabiendas de que os odiaríamos por ello. Bueno, pues yo no os odio y espero que vos tampoco me odiéis a mí. Será un honor seguiros en esta batalla. Espero un día ser la mitad de sabio que vos y tener tantos arrestos como vos para usar esa sabiduría.

Kahlan lanzó un quedo suspiro.

— Apenas soy mayor que tú, pero me haces sentir como una anciana. Me alegra que lo entiendas. Es un alivio en medio de tanto dolor. Eres un buen oficial Bradley Ryan y harás lo que es debido.

— Me alegro de que hayamos hecho las paces —declaró el capitán con una sonrisa.

Un hombre no osaba acercarse, y Ryan le indicó con gestos que lo hiciera.

— ¿Qué hay, sargento Frost?

El sargento saludó llevándose el puño al corazón.

— Los hombres que enviamos han encontrado en un granero abandonado algo de creta triturada y otras cosas necesarias para preparar cal. Tenemos también cubas de madera en las que hacer la mezcla. Dijisteis que lo hiciéramos en recipientes muy grandes. Son lo suficientemente grandes para bañarse en ellas.

— ¿Cuántas cubas tenéis? —inquirió Kahlan.

— Una docena, Madre Confesora.

— Reunidlas y montad una tienda alrededor de cada una de ellas. Usad las más grandes que tengáis, aunque sean las tiendas de los oficiales. Preparad la cal con agua caliente y poned dentro de las tiendas las piedras calientes para mantener una temperatura caldeada en el interior. Cuando esté todo listo, avisadme.

El sargento se tragó las preguntas que era evidente que se formulaba, saludó y corrió a cumplir las órdenes.

El capitán Ryan la miró con curiosidad.

— ¿Para qué queréis la cal?

— Acabamos de hacer las paces; no lo estropees todavía. Ya te lo diré cuando todo esté listo. ¿Están preparados los carros?

— Deberían.

— Vamos a comprobarlo. ¿Has enviado ya centinelas y vigías?

— Fue lo primero que hice.

Mientras atravesaban el campamento en dirección a los carros no paraban de abordarla soldados con todo tipo de sugerencias. «Las ruedas de los carros, Madre Confesora. También deberíamos destruir eso», o «¿No creéis que deberíamos quemar sus estandartes de batalla para que no puedan congregar a los hombres a su alrededor?» o «¿Qué os parece si prendemos fuego a su equipaje? De este modo, si el tiempo empeora, morirán congelados», o «Si echáramos estiércol en sus barriles de agua tendrían que perder tiempo fundiendo nieve», y cientos de otras ideas, absurdas algunas y aprovechables otras. Kahlan escuchaba a todo el mundo con atención, daba su sincera opinión y, en algunos casos, impartía las órdenes pertinentes para ponerlas en práctica.

El teniente Hobson se acercó a ella al trote. Sostenía en las manos un cuenco de latón. Eso era la última cosa que necesitaba.

— ¡Madre Confesora! ¡Os he mantenido el estofado caliente como me dijisteis!

El teniente no cabía en sí de gozo mientras le tendía el cuenco. Kahlan, sin detenerse, trató de parecer agradecida. Hobson caminó a su lado, observándola con una sonrisa de oreja a oreja. La mujer se obligó a tomar una cucharada y decirle que era delicioso. Era todo lo que podía hacer para retener en su cuerpo esa única cucharada.

Después de usar su poder lo que una Confesora necesitaba era tiempo para recuperarse; por lo general algunos días, aunque ella sólo necesitaba un par de horas. Lo mejor era reposo, si era posible, y el efecto del par de horas de descanso se había agotado al usar su poder de Confesora. En esos momentos no podía descansar y seguramente tampoco podría dormir esa noche.

La última cosa que una Confesora necesitaba mientras se recuperaba era comer. La digestión de la comida consumía una energía que necesitaba para recuperar las fuerzas. Tenía que pensar en el modo de no comer ese estofado o acabaría por arrojarlo al suelo, lo cual sería muy embarazoso para todos.

Por suerte, llegó donde estaban los carros antes de tener que engullir otra cucharada. Entonces pidió al teniente que fuera a buscar a Chandalen y a los dos hermanos. Cuando Hobson se hubo marchado, dejó el cuenco encima del larguero del pesado carro que debía transportar los barriles de cerveza y se encaramó a él.

Mientras contaba, indicó con una seña al capitán que también subiera.

— Coge a algunos hombres y descargad las hileras superiores para poder acceder a todos los barriles. Enderezad los de la hilera inferior y retirad los tapones. —Mientras el capitán indicaba por gestos a algunos hombres que fueran a ayudarlo, Kahlan preguntó—: ¿Os ha enseñado Chandalen cómo hacer una troga?

Una troga era un sencillo pero resistente pedazo de cuerda o alambre con un mango de madera en cada extremo, y lo suficientemente largo para que, al doblarlo, se formara un lazo del tamaño justo de la cabeza de un hombre. Se aplicaba desde atrás y luego se tiraba de los mangos en direcciones opuestas. Si era de alambre y se colocaba en el lugar correcto, entre las vértebras del cuello, y si el hombre que la manejaba tenía unos brazos fuertes, la troga podía decapitar a la víctima antes de que pudiera emitir ningún sonido. Pero incluso si no era de alambre o si los brazos de quien la manejaba no eran muy fuertes, la víctima moría sin emitir ni un sonido.

El capitán Ryan buscó en su espalda, bajo el abrigo, y sacó una troga de alambre que sostuvo en lo alto para mostrársela.

— Chandalen nos hizo una pequeña demostración. Fue muy suave, pero me alegro de que no la hiciera conmigo. Dice que él, Prindin y Tossidin las usarán para eliminar a los centinelas y los vigías. Seguramente no nos cree capaces de acercarnos a ellos por la espalda tan sigilosamente como los hombres barro, pero muchos de nosotros cazamos desde niños, somos más listos y…

El capitán dio un salto al tiempo que lanzaba un grito. Chandalen se le había acercado por la espalda sin hacer ningún ruido y le había propinado un codazo en las costillas. Mientras se las frotaba, miró al risueño Chandalen con cara de pocos amigos. Prindin y su hermano se encaramaron al carro para ayudar a descargar los barriles.

— ¿Nos has llamado, Madre Confesora? —preguntó Chandalen.

— Dame tu bandu —le ordenó Kahlan, extendiendo una mano—. Tu veneno de los diez pasos.

Chandalen arrugó el entrecejo, pero se llevó una mano a la bolsa que llevaba a la cintura, sacó la cajita de hueso y se la tendió. Los dos hermanos hicieron lo propio.

— ¿Cuántos barriles puedo envenenar con esto? —quiso saber Kahlan.

Chandalen rodeó al capitán Ryan manteniendo el equilibrio sobre los redondos barriles.

— ¿Piensas poner bandu en la bebida? —Kahlan asintió—. Pero entonces nos quedaremos sin nada. Es posible que lo necesitemos.

— Guardaré un poco para emergencias. Cada soldado que logremos envenenar será uno menos con el que luchar.

— Podrían descubrir que hemos envenenado la cerveza —objetó el capitán Ryan—. Y en ese caso ni siquiera se emborracharían.

— Tienen perros. Es por eso por lo que también quiero enviarles comida. Arrojarán a los perros parte de la carne, para asegurarse de que está buena. Espero que al ver que a los perros no les pasa nada, estarán tan sedientos de cerveza que ni siquiera se les pasará por la cabeza la idea de que pueda estar envenenada.

Chandalen contó los barriles silenciosamente, tras lo cual se irguió.

— Treinta y seis. Doce para cada cajita de bandu. —El guerrero se rascó la cabeza, cubierta de cabello azabache, mientras reflexionaba—. No los matará a no ser que beban mucho, pero los pondrá enfermos.

— ¿Cómo de enfermos? ¿Cuáles serán sus efectos?

— Los debilitará. Sentirán náuseas y la cabeza les dará vueltas. Es posible que algunos mueran a los dos o tres días por efecto del veneno.

— Eso ayudaría mucho —comentó Kahlan.

— Pero no hay cerveza suficiente para tantos hombres —objetó el capitán—. Sólo algunos la beberán.

— Una parte se entregará a la unidad que la robe, el resto se dividirá entre los oficiales y, si queda algo, irá a los soldados. Son los hombres de mayor rango los que me interesan.

Los toneles de las hileras superiores ya habían sido descargados y solamente quedaban los de abajo, que ahora eran enderezados para poderles quitar los tapones.

— ¿Por qué hay seis más pequeños?

— Son de ron —contestó Ryan.

— ¿Ron? La bebida de la nobleza. —Kahlan sonrió—. Los oficiales tomarán primero ron. —Después de echar un vistazo al interior de uno de los barriles abiertos, preguntó—: Chandalen, ¿notarán el gusto? ¿Se darán cuenta si pongo bandu en el ron?

El hombre barro sumergió un dedo en el ron para catarlo.

— No —declaró—. Es bastante amargo. El sabor amargo camufla el gusto del bandu.

Con la punta de su cuchillo Kahlan dividió en seis partes el veneno que contenía la cajita de Chandalen. A continuación las vertió en la abertura redonda de cada uno de los barriles de ron, agitando bien con el cuchillo. Chandalen observaba lo que hacía.

— Si pones tanto, seguramente por la mañana estarán muertos. Pero ahora faltará para seis barriles.

Kahlan devolvió a Chandalen su cajita de hueso con restos de bandu en las esquinas y se apeó del pesado carro.

— Seis de los barriles de cerveza no estarán envenenados, para asegurarnos de que el ron mate a quienes lo beban. —La mujer fue metiendo la punta del cuchillo cargada con el veneno que contenía la cajita de Tossidin en cada uno de los siguientes doce barriles.

»Ahora mezclad los barriles —ordenó—. No quiero que todos los de ron queden abajo. Es posible que los oficiales no los vean y se dediquen a la cerveza.

Mientras se dirigía a los últimos doce barriles para envenenarlos, abrió la cajita de Prindin.

— Apenas te queda —dijo—. ¿Qué has hecho con el tuyo?

Prindin pareció incómodo por la pregunta. Hizo un gesto vago y respondió:

— Cuando abandonamos la aldea no pensaba muy claramente. Con las prisas se me olvidó comprobar que tuviera llena la cajita de bandu.

Chandalen se llevó las manos a las caderas y lo fulminó con la mirada desde lo alto del carro.

— Siempre he dicho que si no fuera porque los llevas pegados te olvidarías incluso de coger los pies.

— No importa —intervino Kahlan, y Prindin se mostró aliviado de que interrumpiera a Chandalen—. Hay suficiente para ponerlos enfermos. Bastará con eso.

Mientras envenenaba la cerveza oyó en la distancia voces que gritaban su nombre. Después de agitar el bandu en el último barril, alzó la vista y vio dos imponentes caballos de tiro que trotaban hacia ella. Puso ceño al darse cuenta de que dos hombres los montaban a pelo y la llamaban a gritos.

Los dos poderosos caballos presentaban un lamentable aspecto con su recio pelaje pardo de invierno salpicado por profusos mechones blancos en las patas. Llevaban los arneses y las colleras, pero sin ataharre. Tenían varias vueltas de cadena enganchadas a los horcates de las colleras. Todos se quedaron mirando fijamente la extraña aparición.

Después de que los caballos se detuvieran frente a Kahlan, los jinetes desengancharon la cadena y la dejaron caer al suelo. Entonces Kahlan se dio cuenta de que esa cadena, enganchada a los horcates, unía a ambos caballos. Nunca había visto nada igual. Los dos jinetes desmontaron con ligereza.

— ¡Madre Confesora! —exclamaron, sonriendo ampliamente, lo que quitó toda solemnidad a sus respectivas reverencias. Eran unos muchachos desgarbados de no más de quince años, con el pelo castaño cortado muy corto. Llevaban sendos abrigos de lana desabrochados, pues ese día no debían protegerse demasiado del frío, que les sobraban por todas partes. Se veían tan excitados, que parecían a punto de explotar. Se detuvieron a distancia prudencial, pero su excitación podía más que el miedo.

— ¿Cómo os llamáis?

— Yo soy Brin Jackson y éste es Peter Chapman, Madre Confesora. Se nos ha ocurrido una idea y queríamos mostrárosla. Nosotros pensamos que funcionará. Estamos seguros. Al menos, seguro que se consigue algo.

Kahlan miró alternativamente ambos rostros radiantes.

— ¿Cuál es esa idea?

Brin a punto estuvo de brincar de gozo ante la pregunta. Levantó la cadena que yacía en el suelo, entre los dos imponentes caballos y explicó:

— ¡Esto! Con esta cadena lo conseguiremos, Madre Confesora —dijo, tendiéndole la cadena—. Se nos ha ocurrido a nosotros solitos. —Nuevamente dejó caer la pesada cadena al suelo—. Vamos, Peter. Enséñale cómo funciona. Sepáralos.

Peter cabeceó al tiempo que sonreía. Fue separando a su caballo hasta que la pesada cadena se alzó sobre la nieve. La cadena, que formaba una curva cóncava, se balanceaba de un lado al otro entre los horcates de las colleras. Kahlan y los hombres fruncieron el entrecejo, tratando de comprender para qué podría servir tan peculiar invento.

— Dijisteis que tendríamos que abandonar los carros —explicó Brin, señalando la cadena—. Pero nosotros somos carreteros y no podemos abandonar a Daisy y a Pip, nuestros caballos. Queríamos ayudar y sacar partido de Daisy y Pip, por lo que cogimos varios trozos de la cadena más gruesa que encontramos y le pedimos a Morvan, el herrero, que nos los soldara.

El joven soldado asintió con la cabeza con aire expectante, como si todo estuviera ya claro.

Kahlan inclinó ligeramente la cabeza hacia él.

— ¿Y luego?

Brin repuso muy excitado:

— Dijisteis que teníamos que inutilizar los caballos del enemigo. —A Brin se le escapó una risita—. ¡Justamente para eso es! Cuando ataquemos, de noche, sus caballos estarán amarrados a estacas. Lo que haremos será conducir al galope a Daisy y a Pip entre las estacas, uno a cada lado, y la cadena les romperá las patas. Inutilizaremos a toda una reata de un solo pase.

Kahlan irguió la espalda y cruzó los brazos. Miró a Peter, que también parecía encantado con la idea.

— Brin —dijo al fin—, unir a dos caballos de ese modo y lanzarlos al galope, arrastrando una cadena que se enganchará con cualquier cosa pesada, me parece muy arriesgado.

— ¡Pero podríamos inutilizar a los caballos! ¡Podemos hacerlo! ¡Lo haremos por vos! —afirmó Brin, sin desanimarse.

— Tienen casi dos mil caballos.

Ahora sí que Brin se desinfló, arrugó el rostro y, por primera vez, clavó la mirada en el suelo.

— Dos mil —susurró, decepcionado, rascándose un hombro.

Kahlan buscó con la mirada al capitán Ryan, el cual se encogió de hombros sin querer pronunciarse sobre la viabilidad de la idea. Los otros hombres presentes se rascaban el mentón y rebullían mientras examinaban el montaje.

— Nunca funcionaría —afirmó al fin Kahlan. Brin dejó caer bruscamente los hombros—. Son demasiados para vosotros solos. Tendréis que preparar más caballos y cadenas. —Brin y Peter alzaron el rostro y abrieron mucho los ojos—. Puesto que sabéis cómo hacerlo, quiero que reunáis a todos los caballos de tiro y a sus conductores. Es el mejor uso que podemos dar a sus capacidades.

»Coged todo el equipo de los carros y los ataharres que necesitéis. De todos modos, no nos servirían de nada. Que los herreros empiecen a soldar cadenas, y vosotros practicad el resto del día. Colocad cosas pesadas para arrastrar entre ellas las cadenas, de modo que los caballos se acostumbren a lo que vais a hacer. Practicad hasta que todos los equipos de conductores y caballos aprendan a trabajar juntos.

Peter avanzó y se colocó junto a un radiante Brin.

— ¡Así será, Madre Confesora! Ya lo veréis… ¡Lo conseguiremos! ¡Podéis contar con nosotros!

La mujer les dirigió una mirada destinada a moderar tanto entusiasmo.

— Lo que pretendéis es muy peligroso. Pero, si lo lográis, nos dará ventaja. Podría salvar muchas vidas, pues la caballería del enemigo es temible. Preparad cuidadosamente el equipo y practicad muy en serio. Cuando lo hagáis de verdad, el enemigo tratará de mataros.

Ambos saludaron llevándose un puño al corazón. Esta vez mantenían las barbillas muy altas.

— Lo haremos, Madre Confesora. Podéis confiar en los conductores. No os fallaremos. Les dejaremos sin caballos.

Tras recibir el gesto de asentimiento de Kahlan, dieron media vuelta, juntaron las cabezas y susurrando muy excitados, se pusieron manos a la obra. Kahlan divisó a un jinete solitario, que cruzaba el campamento al galope. Se detuvo para preguntar algo a un grupo de soldados, los cuales señalaron en su dirección.

— No llevan con nosotros más que un par de meses —decía el capitán Ryan—. Son sólo muchachos.

Kahlan enarcó una ceja.

— Son hombres que luchan por la Tierra Central. La primera vez que te vi, capitán, también creí que no eras más que un muchacho, pero ahora creo que pareces tener más edad que yo misma.

El capitán suspiró.

— Supongo que tenéis razón. Si realmente son capaces de hacerlo, será una jugada brillante.

El jinete al galope se aproximó y desmontó antes de detener del todo al caballo. Tras saludar someramente, anunció:

— Madre Confesora. Me llamo Cynric —aquí tuvo que hacer una pausa para coger aire antes de seguir—, soy uno de los centinelas.

— ¿Qué ocurre Cynric?

— Como dijisteis que queríais estar al tanto de todo, me ha parecido más prudente informaros. Estábamos apostando a los centinelas a aproximadamente una hora de distancia del campamento, cerca de un camino que cruza el paso del Jara, cuando un coche de caballos apareció en el cruce proveniente de Kelton. Lo detuvimos, porque sabíamos que vos no queréis que nada extraño suceda. He venido a preguntaros qué debemos hacer.

— ¿Quién viaja en el coche?

— Un anciano matrimonio. Adinerados mercaderes al parecer, o eso dicen ellos. Nos han contado algo sobre árboles frutales.

— ¿Qué les habéis dicho? Espero que nada de nuestro ejército.

El soldado negó con la cabeza con vehemencia.

— Nada de eso, Madre Confesora. Les dijimos que por esta zona corren proscritos y que éramos una pequeña patrulla que los busca. Luego les dijimos que no podrían cruzar el paso sin el permiso de nuestro comandante. Ahora esperan mi regreso.

— Muy bien pensado, Cynric.

— El cochero se llama Ahern. Se mostró belicoso e insistía en seguir adelante, hasta que le obligamos a obedecer a punta de espada. Entonces el viejo salió hecho una furia del coche y nos acusó de ser salteadores de caminos. Blandía el bastón contra nosotros como si pensara que de ese modo podría intimidarnos. Pero cuando lo apuntamos con nuestras flechas, decidió volverse a meter en el coche.

— ¿Cómo se llama?

Cynric se cambió el peso de pierna y se rascó una ceja.

— Robin o Ruben o algo así. Un viejo pendenciero. Ruben. Sí eso es: Ruben Rybnik.

Kahlan suspiró al tiempo que sacudía la cabeza.

— No parecen espías, pero si la Orden Imperial los apresa y saben algo, los d’haranianos los obligarán a cantar. ¿Qué están haciendo en las montañas?

— El viejo nos contó que su esposa está enferma y que la lleva a los sanadores de Nicobarese. A mí me pareció que realmente estaba enferma; tenía los ojos en blanco.

— Bueno, dado que viajan por el camino que conduce al noroeste a través del paso del Jara, supongo que no pasarán cerca de la Orden. —Kahlan se apartó del rostro algunos mechones de su larga melena—. Pero antes de dejarlos ir tengo que hablar con ellos.

Antes de poder dar siquiera tres pasos, el sargento Frost apareció corriendo tras ella.

— ¡Madre Confesora! Las cubas con cal están listas y las tiendas caldeadas.

Kahlan espiró ruidosamente. Su mirada se posó alternativamente en el sargento, en el centinela y en los demás hombres que esperaban pacientemente para hablar con ella o para pedirle instrucciones. Volvió a respirar hondo y dijo:

— Oye, Cynric, no puedo perder una hora de ida y otra de vuelta para hablar con esa gente. Lo siento, pero no puedo.

— Lo comprendo, Madre Confesora. ¿Qué debemos hacer?

La mujer se armó de valor para ordenar:

— Matadlos.

— ¿Matarlos?

— Eso es. No podemos estar seguros de que sean quienes dicen ser, y esto es demasiado importante para preocuparnos por extraños que vayan por ahí. No podemos correr tal riesgo. Que tengan una muerte rápida e indolora.

Dicho esto, se volvió hacia el sargento Frost.

— Pero, Madre Confesora…

Kahlan miró por encima del hombro.

— El conductor, Ahern —explicó Cynric, recogiendo las riendas—, lleva un pase real.

— ¿Un qué? —preguntó Kahlan, ceñuda, mientras se volvía.

— Un medallón que la misma reina Cyrilla le entregó. Dice que Ahern se portó como un héroe durante el sitio de Ebinissia y que, en recompensa por sus servicios, tiene paso franco en toda Galea.

— ¿La reina en persona le entregó el pase?

— Así es. Estoy a vuestras órdenes, Madre Confesora, pero en virtud de ese medallón, Ahern goza de protección real.

Kahlan se frotó el mentón con las yemas de los dedos. Estaba tan cansada que apenas lograba pensar.

— Puesto que lleva un pase otorgado por la reina, debemos respetarlo. —Kahlan señaló con un dedo al centinela y añadió—: Pero dile que se aleje de aquí inmediatamente. Remarca que andan proscritos sueltos, que los estáis buscando y que, si volvéis a verlo a él o a su coche, supondréis que están confabulados con los proscritos y, en ese caso, tenéis órdenes de ejecutarlos enseguida. El camino a Nicobarese se dirige al noreste. Dile que lo siga y no se detenga hasta que esté a mucha distancia de aquí.

Cynric se llevó un puño al corazón, mientras Kahlan cogía del brazo al capitán Ryan y lo conducía a las tiendas que contenían las cubas llenas de cal. A su espalda oyó al centinela alejarse al galope hacia donde habían interceptado a los viajeros. Los demás hombres captaron la indirecta y no los siguieron.

Kahlan se soltó la correa que mantenía el manto cerrado. El termómetro marcaba por encima de cero y las nubes casi habían descendido hasta el suelo. La humedad empapaba el aire.

— Esta tarde caerá la niebla —comentó el capitán—. Esta noche no se podrá ver nada en el paso del valle. Me he criado en estas montañas —explicó ante la interrogadora mirada de la Confesora—. Cuando se produce un deshielo como éste en invierno, la niebla se apodera de los pasos al menos un par de días.

Kahlan contempló las laderas de las montañas que ascendían hacia las grises nubes.

— Será perfecto para lo que tengo en mente. Nos ayudará a aterrorizar al enemigo.

— ¿Vais a decirme ya qué pensáis pintar?

Kahlan lanzó un cansado suspiro.

— He ideado varios planes contra objetivos que debemos destruir. Esta noche tendremos la mejor oportunidad para lograrlo, pues los cogeremos desprevenidos. Después de esta noche ya estarán alerta y no podremos lanzar más ataques sorpresa.

— Lo entiendo, y mis hombres también comprenden la importancia de esto. Lo harán bien.

— No debemos perder de vista cuál es nuestro propósito: matar al enemigo. Esta noche es posible que tengamos la única oportunidad de hacerlo. Debemos aprovecharla.

»¿Con cuántos espadachines contamos?

El capitán repasó los números en su cabeza.

— Casi dos mil. Menos de ochocientos arqueros y el resto son piqueros, lanceros y soldados de caballería, además de todo tipo de artesanos que necesita un ejército, desde conductores a fabricantes de flechas o herreros.

Kahlan asintió para sí.

— Quiero que escojas aproximadamente a mil espadachines, a los más fuertes, más temibles y más impacientes por luchar.

— ¿Y qué hago con ellos?

— Los hombres, vestidos con los uniformes de los centinelas que habrán matado, explorarán el campamento enemigo, regresarán y nos informarán de la localización de los objetivos. Disponemos de hombres suficientes para cumplir las misiones asignadas a esos objetivos.

»Los espadachines servirán nuestro principal objetivo: matar enemigos. Primero se encargarán de los oficiales, si es que no han muerto ya envenenados, y después matarán a tantos hombres como puedan en el menor tiempo posible.

Ya habían llegado a la docena de tiendas montadas muy juntas en semicírculo. Kahlan comprobó cada una de ellas para asegurarse de que estaban equipadas tal como había ordenado. Acabada la comprobación, se quedó de pie fuera de la mayor de ellas y se encaró con el capitán Ryan.

— Bueno, ¿pensáis decirme ahora qué vamos a pintar?

— Sí. Al millar de espadachines.

El joven capitán se quedó atónito.

— ¿Vamos a pintar hombres? Pero ¿por qué?

— Es muy sencillo. Los d’haranianos temen a los espíritus. Temen a los espíritus de los enemigos a los que matan, razón por la cual arrastran los cuerpos de sus camaradas caídos lejos del campo de batalla, como en Ebinissia.

»Esta noche sus temores se harán realidad. Serán atacados por lo que más temen; espíritus.

— Pero se darán cuenta de que somos soldados con uniformes blancos. No se creerán que somos espíritus.

— No llevarán uniforme —replicó Kahlan—. Solamente llevarán su espada pintada de blanco al igual que su cuerpo. Se desnudarán justo antes de lanzar el ataque.

— ¿Qué? —preguntó un boquiabierto Ryan.

— Quiero que selecciones ahora mismo a los espadachines y los reúnas aquí. Después, que entren en las tiendas, que se quiten la ropa y que se sumerjan en la cal. Una vez encalados, que se queden cerca de las rocas calientes hasta que se sequen. No tardarán mucho. Después pueden volver a vestirse, hasta el momento del ataque.

El capitán Ryan no daba crédito a lo que oía.

— Pero estamos en invierno. Se helarán si no llevan ropa.

— Disfrutamos unos días de bonanza. Además, el frío les recordará que deben atacar rápidamente y retirarse enseguida. No quiero que se eternicen en el campamento de la Orden Imperial. El enemigo no tardará mucho tiempo en recuperarse de la impresión inicial y rechazar a los invasores. Quiero que nuestros hombres ataquen, maten a unos aterrorizados d’haranianos y escapen.

»Como ya he dicho, los d’haranianos tienen miedo de los espíritus. Cuando vean lo que al principio tomarán por su peor pesadilla se quedarán pasmados. Su primer impulso será correr, no luchar. Se muere igualmente con una espada que te atraviese por la espalda o por el pecho. Algunos se quedarán paralizados sin saber qué hacer. E incluso los que se den cuenta de que los invasores son hombres de carne y hueso pintados de blanco y no espíritus, se quedarán unos momentos confundidos.

»Esos pocos segundos de confusión que se producirán cada vez que nos lancemos sobre un nuevo grupo bastarán para arrollarlos. En la batalla, muchas veces, un solo momento de indecisión marca la diferencia entre matar o morir.

»Los espadachines no deben entablar combate. Si los desafían, que corran a atacar a otros. Hay más que suficientes para matar. Sería un error malgastar energías combatiendo en toda regla, si se puede evitar. Nuestro objetivo es simplemente matar soldados. Cuando hayan caído los oficiales, da igual cuantos soldados mueran. No quiero que nuestros hombres luchen, a no ser que se vean obligados; no quiero que arriesguen su vida innecesariamente.

»Las órdenes son: lanzar un ataque relámpago, matar al mayor número posible de enemigos y escapar.

El capitán Ryan frunció el entrecejo, sumido en sus reflexiones.

— Nunca creí que diría esto, pero por descabellada que sea la táctica que sugerís, puede funcionar. A los hombres no les gustará ni pizca, pero acatarán las órdenes. Se lo explicaré y les reconciliaré un poco con la idea.

»Jamás había oído nada igual y estoy seguro de que el enemigo tampoco —prosiguió, esbozando una taimada sonrisa—. Desde luego, les sorprenderá.

Kahlan se sintió aliviada; el capitán se lo había tomado mejor de lo que ella pensaba.

— Bien. Me complace contar con el entusiasmo de un capitán del ejército de Galea y de la Tierra Central.

»Ahora quiero que sumerjas la silla y los arreos de mi caballo en la cal. Y, por favor, aposta algunos guardias fuera de esta tienda mientras yo estoy dentro.

— ¿Vuestra silla? —inquirió el capitán con ojos desorbitados—. No pensaréis… Madre Confesora… No lo diréis en serio.

— Nunca pediría a mis hombres que hicieran algo que yo misma no esté dispuesta a hacer. Necesitan un comandante que los guíe en su primera batalla, y yo seré ese comandante.

El capitán Ryan dio un paso atrás. Estaba horrorizado.

— Pero, Madre Confesora… —objetó, dando nuevamente un paso al frente—… vos sois una mujer, y en modo alguno fea. —Involuntariamente le echó una rápida mirada de la cabeza a los pies—. De hecho sois…, Madre Confesora, perdonadme. —El capitán enmudeció.

— Son soldados con una misión. Hablad claro, capitán.

Ryan enrojeció hasta la punta de los cabellos.

— Son hombres jóvenes, Madre Confesora. Son… Bueno, no podéis esperar que… Son muy jóvenes. —El capitán movía la mandíbula como si tratara de hallar las palabras—. No podrán evitar sentirse excitados. Madre Confesora, os lo ruego. Será terriblemente embarazoso para vos. —Ryan se estremeció, esperando haberse expresado con suficiente claridad.

Kahlan le dirigió una leve sonrisa destinada a tranquilizarlo.

— Capitán, ¿conoces la leyenda de los shahari? —Ryan negó con la cabeza—. Cuando se forjaba la unión de las tribus y las tierras ahora llamadas D’Hara, el método de conquista se asemejaba mucho al que emplea la Orden Imperial; quien no estaba con ellos, estaba contra ellos. Los shahari se negaron a unirse a D’Hara y también se negaron a ser conquistados.

»Lucharon tan ferozmente, que las tropas de D’Hara llegaron a sentir verdadero terror ante ellos, aunque los superaban ampliamente en número. Nada gustaba más a los shahari que luchar. La idea de batirse en el campo de batalla les excitaba tanto, que iban al combate desnudos y, bueno,… físicamente excitados.

Kahlan alzó la vista y vio al capitán mirándola fijamente, boquiabierto.

— Todos los d’haranianos conocen la leyenda de los shahari —prosiguió la mujer—. Y siguen temiéndolos. Si nuestros hombres atacan y… —Kahlan carraspeó—… y eso ocurre, servirá para infundir más miedo a los soldados de la Orden.

»No obstante, no creo que les suceda. Tendrán cosas más importantes en mente, como por ejemplo, evitar que los maten. Y, si a alguno le ocurre, quiero que sepan que me complacerá, porque llenará de temor el corazón de nuestros enemigos.

Por fin el capitán alzó la vista del suelo y dijo, empujando nieve con las botas:

— Perdonadme, Madre Confesora, pero sigue sin gustarme. Os pondréis en peligro por nada.

— Eso no es cierto. Hay otras dos razones importantes por las que debo hacer esto. La primera es que, cuando anoche huí del campamento enemigo, me perseguían unos cincuenta hombres. Los d’haranianos no dudan de que esos hombres me darán caza y me matarán.

— ¿Me estáis diciendo que corren por ahí cincuenta soldados del enemigo, buscándoos? —inquirió el capitán, súbitamente alarmado.

— Ya no. Todos están muertos. Pero sus compañeros no lo saben. Cuando me vean blanca como un espíritu creerán que me mataron, como debería haber sido, y que mi fantasma los ataca. Eso los asustará aún más.

— Todos los cincuenta… —El capitán alzó los ojos hacia ella para preguntar—. ¿Y la segunda razón?

Kahlan se quedó mirándolo fijamente un momento. Cuando habló, lo hizo muy suavemente.

— Cuando los hombres de la Orden Imperial me vean, tanto si me creen un fantasma o una mujer desnuda montada a caballo, clavarán los ojos en mí. Y, mientras me miren, no podrán matar a nuestros hombres. Pero ellos sí. Yo distraeré su atención.

El capitán seguía contemplándola sin abrir boca.

— Estoy dispuesta a sufrir cualquier situación embarazosa si con ello logro salvar la vida de uno solo de nuestros hombres. Debo hacerlo para ayudarlos y evitar que los maten.

El capitán clavó los ojos en el suelo y se metió las manos en los bolsillos.

— Nunca imaginé que la Madre Confesora se preocupara tanto por su gente —susurró—. Nunca imaginé que le importara tanto lo que pueda pasarnos. —Al fin osó levantar la mirada—. ¿Hay algo que pueda decir para disuadiros?

Kahlan sonrió.

— Solamente hay un hombre en todo el mundo capaz de impedírmelo y no eres tú. —La mujer se rió suavemente—. De hecho, si supiera lo que estoy a punto de hacer, me lo prohibiría.

La curiosidad del capitán pudo más que su prudencia.

— ¿Un hombre? ¿Vuestra pareja? —Kahlan negó con la cabeza—. Pues ¿quién va a ser vuestra pareja?

Kahlan suspiró, en modo alguno molesta.

— No. Es el hombre con el que voy a casarme. Al menos, eso espero. Me pidió que me casara con él. —La Confesora sonrió al ver el gesto de confusión que se pintaba en el rostro del capitán—. Se llama Richard y es el Buscador.

El joven capitán, muy tenso, dijo casi sin aliento:

— Perdonadme si me meto donde no me llaman, pero yo creía que las Confesoras usaban su poder… bueno, que su magia… que no creía que pudieran… casarse.

— Y no pueden. Pero Richard es especial. Posee el don y mi poder no le afecta.

— Me alegro —dijo el capitán, sonriendo al fin—. Me alegro mucho por vos, Madre Confesora.

Kahlan enarcó una ceja.

— Pero si algún día lo conoces, ni se te ocurra decirle nada de esto sobre fingirnos espíritus. Tiene ideas bastante anticuadas. Si supiera que has permitido que vaya por ahí desnuda rodeada por miles de tus hombres, seguramente te cortaría la cabeza.

Kahlan se echó a reír al ver la expresión de alarma en el rostro del capitán.

— Capitán, necesito una espada.

— ¡Una espada! ¿Es que también vais a luchar?

— Capitán, si estoy encima del caballo, desnuda, y un d’haraniano pretende deshonrarme, ¿cómo voy a defenderme si no tengo una espada?

— Oh, sí, entiendo.

El joven se quedó un momento silencioso y tuvo una idea que le iluminó la cara. Entonces desenvainó su propia espada y se la ofreció sujetándola con ambas manos. Era un arma antigua con el diseño de la hoja forjado a la antigua usanza y un grabado al ácido en la caña mostrando unos ondulados pliegues de acero.

— Esta espada me fue entregada por el príncipe Harold cuando fui nombrado oficial. Me dijo que perteneció a su padre, al mismísimo rey Wyborn. Dijo que el rey la había usado una vez en batalla. —Ryan se encogió de hombros con timidez—. Claro que un rey posee muchas espadas y usa muchas de ellas en batalla al menos una vez, por lo que puede decirse que han sido blandidas por un rey en defensa de su reino. De modo que no es que sea valiosa, ni mucho menos. No obstante —añadió, mirándola expectante—, sería un honor para mí que la aceptarais. Es lo justo, pues sois la hija del rey Wyborn. Es posible que posea algún tipo de magia que ayude a proteger vuestra vida.

Kahlan cogió cuidadosamente la espada.

— Gracias, Bradley. Esto significa mucho para mí. Te equivocas; es muy valiosa. La llevaré con honor, pero no me la quedaré. Cuando acabe aquí y parta hacia Aydindril, dentro de un par de días, te la devolveré. Entonces tendrás una espada que ha sido usada no sólo por un rey sino por la Madre Confesora.

El capitán sonrió, encantado con la idea.

— Y ahora, ¿podrías por favor apostar un guardia fuera de esta tienda? Y elige a los espadachines.

Ryan sonrió levemente y la saludó golpeándose el pecho con el puño.

— A vuestras órdenes, Madre Confesora.

Cuando Kahlan entró en la caldeada tienda, el capitán regresaba ya acompañado por tres soldados. Su rostro mostraba un ceño más severo que el que la Confesora había visto jamás en el semblante de un oficial.

— Y mientras la Madre Confesora esté tomando su baño, permaneceréis de espaldas a la tienda sin permitir que nadie se acerque. ¿Entendido?

— Sí, capitán —respondieron al unísono los tres soldados, con los ojos muy abiertos por el asombro.

Dentro, Kahlan dejó la espada apoyada en la cuba, se quitó primero el manto y luego el resto de la ropa. Estaba tan cansada que se sentía mareada y tenía el estómago revuelto. La cabeza le daba tantas vueltas, que tenía que luchar contra accesos de náusea.

La mujer arrastró los dedos por la cal. Era como un maravilloso baño de agua caliente. Pero no era ningún baño. Lentamente se metió dentro de la cuba y se sumergió en el agua blanca y suave como la seda. Sentía como si los senos le flotaran en la lechosa bañera. Durante unos breves minutos extendió los brazos a ambos lados de la cuba, cerró los ojos y se imaginó que estaba dándose un baño de agua caliente. Ojalá fuera un baño. Pero no lo era.

Era algo que debía hacer para salvar unas vidas y destruir otras. Iría de blanco, como era costumbre en la Madre Confesora, pero esta vez no llevaría el vestido.

Kahlan alzó la espada de su padre y mantuvo la empuñadura entre los senos, con la hoja rozándole el cuerpo, contra el abdomen y entre las piernas. Entonces cruzó los tobillos y mantuvo las piernas separadas para evitar cortarse los muslos. Con la otra mano se tapó la nariz, cerró los ojos con fuerza, inspiró hondo y luego se sumergió por completo.


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