65

Richard estaba sentado muy quieto con las piernas cruzadas y la espada encima de las rodillas. Se había puesto la capa del mriswith para que ni Pasha ni la hermana Verna pudieran localizarlo. Si alguna de ellas descubría que había presenciado la puesta del sol en el bosque Hagen, seguro que iba a buscarlo.

Había hallado un pequeño claro situado a suficiente altura para estar seco, y allí esperaba desde la puesta de sol. A través del denso ramaje distinguía la luna llena; calculó que se hallaba aproximadamente dos palmos sobre el horizonte. Richard ignoraba qué se suponía que les sucedía en el bosque Hagen a quienes el atardecer sorprendía allí, pero por el momento no notaba nada distinto de las otras veces que había estado allí de noche.

Al oír la voz de Liliana se volvió y la vio aparecer por detrás de un grueso tronco de roble. La Hermana miró a su alrededor. No fue un vacilante vistazo sino una mirada de seguridad.

— Lo tengo —anunció, yendo a sentarse frente a él también con las piernas cruzadas—. Tengo el objeto del que te hablé. La ayuda.

— Gracias, Liliana —repuso Richard, muy aliviado.

La Hermana sacó algo de la capa. A la luz de la luna el joven vio una pequeña estatua de un hombre que sostenía algo transparente como el cristal. Lo sostuvo en alto para mostrárselo.

— ¿Qué es?

— El cristal, esta parte transparente de aquí, tiene el poder de ampliar el don. Si realmente tienes Magia de Resta, mi poder de Magia de Suma no basta para quitarte el rada’han. Tú sostendrás esto en el regazo. Cuando unamos nuestras mentes, la estatuilla incrementará tu poder para que yo pueda usarlo y romper el collar.

— Bien. Empecemos.

— Primero tengo que decirte el resto —objetó la Hermana, retirando la estatuilla.

Richard contempló esos pálidos ojos azules salpicados de motas más oscuras.

— Dime lo que sea.

— La razón por la que no puedo quitarte el collar es porque no has aprendido aún a usar tu don. No sabes cómo dirigir el poder. Pero, gracias a esto, podremos soslayar tal dificultad, espero.

— Estás tratando de advertirme, ¿no es eso?

Liliana se limitó a asentir.

— Dado que no sabes controlar el flujo, estarás a merced del objeto mágico. Pero él nada entiende de dolor; simplemente hace lo que debe y lo que yo necesito.

— Si intentas decirme que quizá me dolerá, estoy preparado para soportar dolor. Empecemos.

— Nada de «quizá». —Liliana alzó un dedo en gesto de advertencia—. Richard, lo que vamos a hacer es muy peligroso y te dolerá. Sentirás como si alguien te desgarrara la mente. Aunque sé que estás decidido a probarlo, no quiero engañarte. Sentirás como si murieras.

Richard notó una gota de sudor que se le deslizaba por el cuello.

— Debe hacerse.

— Yo concentraré mi han en tratar de romper el collar. El objeto mágico succionará poder de ti y me lo transmitirá a mí para superar la fuerza del rada’han. Te dolerá muchísimo.

— Liliana, soportaré lo que sea. Debe hacerse.

— Escúchame, Richard. Sé que quieres hacerlo, pero debes escucharme. Tendré que absorber tu don para ayudar a vencer la fuerza del collar. Tu mente sentirá como si tratara de absorberte la fuerza vital. Es posible que tu subconsciente interprete que trato de arrebatarte el don y la vida.

»Tendrás que soportar el dolor de sentir que te arrancan la vida misma. Y tendrás que aguantar hasta que el collar se rompa. Si tratas de detenerme cuando mi poder esté en ti, tratando de ayudarte…

— Lo que me estás diciendo es que si el dolor es excesivo e intento detenerte, no podré. Si trato de evitar que absorbas mi poder, moriré.

— Sí. No debes resistirte. Si lo haces, morirás. —Richard nunca había visto a Liliana tan seria—. Tienes que confiar en mí y no tratar de impedir nada de lo que te suceda, o morirás, y en ese caso Kahlan también morirá. ¿Estás seguro de que podrás resistirlo?

— Liliana, estoy dispuesto a todo, soportaré cualquier cosa con tal de salvar a Kahlan. Confío en ti. Pondría mi vida en tus manos.

Al fin la Hermana asintió y le colocó la estatuilla en el regazo. Entonces lo miró largamente a los ojos, se besó un dedo y posó ese dedo en la mejilla de Richard.

— Muy bien, saltemos ambos al vacío. Gracias por tu confianza, Richard. Nunca sabrás cuánto significa para mí.

— También para mí, Liliana. ¿Qué tengo que hacer?

— Lo mismo que otras veces. Trata de tocar tu han, como siempre, y yo haré el resto.

La Hermana se acercó a él hasta que sus rodillas se tocaron, lo cogió de las manos y las posó sobre sus rodillas. Ambos inspiraron profundamente y cerraron los ojos.

Al principio no fue distinto de otras veces; simplemente se relajó profundamente mientras se concentraba en la imagen de la Espada de la Verdad. Pero lo que era un desagradable hormigueo se fue convirtiendo en un dolor cada vez más intenso localizado en la base de la columna, semejante a una contractura muscular. Lentamente la sensación le fue ascendiendo por el espinazo.

De repente invadió todo el cuerpo. Era semejante al dolor del agiel; una ardiente tortura que le recorría la médula de los huesos. Richard dio en su interior las gracias a Denna por haberle enseñado a soportar el sufrimiento. Tal vez era necesario que soportara eso para salvar a Kahlan.

El rabioso dolor lo dejó sin respiración. La espalda se le quedó rígida y el rostro se le bañó de sudor. Los pulmones le quemaban por falta de aire. Haciendo un supremo esfuerzo, inspiró.

Un terrible dolor explotó en su mente, sumergiéndolo en un lugar de eterno y desgarrador sufrimiento. Richard luchó por no perder la imagen de la espada en su mente. Se le escaparon las lágrimas. Tenía que aguantar.

Era como si todos y cada uno de los nervios de su cuerpo hubieran quedado al descubierto y los quemaran con una llama. Tenía la impresión de que los ojos se le iban a saltar de las órbitas, y el corazón del pecho. El joven se estremecía a cada nueva punzada de dolor. Ni siquiera Denna lo había torturado de ese modo.

Pero resultó que eso no era más que el principio. Richard era incapaz de gritar, ni de respirar, ni de moverse. Sentía como si le arrancaran el alma misma.

Tal como Liliana le había advertido, sentía como si una fuerza le estuviera succionando la vida. Richard se dejó invadir por el pánico al notarse morir. La oscura muerte iba llenando el vacío que dejaba en él esa fuerza. El joven tenía el vago presentimiento de que algo andaba mal. En lo más profundo de sí brotó una sensación de terror, que finalmente también fue arrastrada por el impetuoso torrente que se desbordaba hacia afuera.

Richard deseaba más que nada gritar, como si eso pudiera aliviar de algún modo el tormento. Pero no podía. Era como si también sus músculos se estuvieran muriendo. No podía respirar ni siquiera mantener la cabeza erguida.

«Por favor, Liliana, date prisa. Por favor, por favor.»

Richard luchaba por no resistirse a lo que Hermana le estaba haciendo. Rezaba por no resistirse. Tenía que salvar a Kahlan. Ella lo necesitaba.

Se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos cuando reconoció la estatuilla en su regazo. La cabeza le colgaba. El cristal empezaba a iluminarse con un apagado resplandor naranja. Algo dentro de él pensó que eso debía de significar que estaba funcionando, que el objeto cumplía su función. Sentía como si la cabeza le fuera a estallar. Esperaba ver gotas de sangre que caían, pero solamente vio el resplandor naranja cada vez más intenso.

«Por favor, Liliana, date prisa.»

La oscuridad lo estaba envolviendo. Incluso el insoportable dolor empezaba a atenuarse. Richard tenía la sensación de que la vida se le escapaba para ser reemplazada por un vacío más aterrador que nada que hubiera creído posible.

En un rincón de su mente sintió una presencia.

Mriswiths.

Los sentía muy cerca. Su nivel de alarma subió. Se estaban aproximando. Lo rodeaban.

— Esperad, esperad, pequeños. Será vuestro cuando acabe con él. Esperad. —Era la voz de Liliana, pero sonaba muy lejana.

Richard vio vagamente en su mente a los mriswiths, como cada vez. Pero al oír a Liliana, retrocedieron.

¿Por qué habría dicho eso la Hermana? ¿Qué quería decir? ¿Por qué los mriswith la habían obedecido? Tal vez el dolor lo había vuelto loco y no era más que una alucinación.

Entonces sintió otra presencia a su espalda. No era un mriswith sino algo peor. Mucho más horripilante. Richard notó un fétido aliento en la nuca.

— He dicho que esperes —siseó Liliana amenazadoramente. La presencia retrocedió un poco, aunque no tanto como los mriswiths.

¿Por qué habría dicho Liliana que sería suyo cuando ella acabara con él? Se sentía morir, eso era lo que quería decir. Richard notaba que se moría.

No. Liliana ya le había avisado que sentiría eso. Simplemente estaba ocurriendo lo que le había vaticinado. Tenía que ser fuerte por Kahlan. Pero le quedaban tan pocas fuerzas. Se moría. Sabía que la vida lo abandonaba. La estatua en su regazo emitía un resplandor cada vez más brillante.

Nuevamente notó el cálido aliento en la nuca. El repugnante ser lanzó un grave gruñido. ¡Cómo ansiaba Richard que se alejara!

Liliana habló de nuevo con voz amenazante.

— Espera. Enseguida habré acabado y luego podrás tener su cuerpo. Espera.

En ese mismo instante algo dentro de sí le dijo que, si quería salvarse, ésta era la última oportunidad. Entonces o nunca. La decisión de actuar nació de la más absoluta desesperación.

De dentro de sí, desde lo más profundo de su mente, de su ser y de su alma, Richard obligó a su voluntad a funcionar de nuevo y, usándola, hizo un colosal esfuerzo para recuperar su poder, su vida.

Resonó un estruendoso estallido y un impacto hendió el aire, separándolos. Richard aterrizó de espaldas al borde del claro y Liliana al otro extremo. La Espada de la Verdad quedó en el centro. Los mriswiths y la otra monstruosa criatura se desvanecieron en la oscuridad, entre los árboles.

Richard respiraba a bocanadas. Entonces se incorporó y sacudió la cabeza. La estatuilla yacía en el centro del calvero, cerca de su espada. El resplandor naranja se había apagado.

Liliana flotó hacia arriba sin ningún esfuerzo. Fue como si una mano invisible la hubiera levantado suavemente. Al verlo, Richard notó que se le ponía carne de gallina.

La Hermana esbozó una perversa sonrisa. Richard jamás habría imaginado que Liliana fuese capaz de sonreír de un modo tan malvado. Se estremeció de los pies a la cabeza.

— Oh, Richard, estaba tan cerca. Nunca había sentido nada igual. No tienes ni idea de lo glorioso que es lo que tienes. Será mío a cualquier precio.

Richard miró a ambos lados, tratando de decidir en qué dirección correr. Se sentía un estúpido y al mismo tiempo lo invadía una profunda congoja.

— Liliana, yo confiaba en ti. Creí que te importaba.

La Hermana enarcó una ceja.

— ¿De veras? —Nuevamente retornó la malvada sonrisa a su rostro—. Tal vez así era. Tal vez por eso quería hacerlo por las buenas. Pero ahora lo haré por las malas.

Richard parpadeó.

— ¿Qué quiere decir por las malas?

— El quillion era por las buenas. Con él he absorbido el don de muchos hombres. Ya te advertí que no te resistieras, Richard. Ahora tendré que desollarte vivo para conseguirlo. Pero primero tendré que dejarte indefenso. No podrás hacer nada mientras te arranco la piel.

La mujer extendió un brazo, una espada surgió de la oscuridad y flotó hasta su mano desde detrás del gran roble.

Lanzando un grito, corrió por el claro hacia él. La espada centelleaba a la luz de la luna.

Instintivamente, Richard alzó una mano llamando a la espada y su magia. La respuesta fue instantánea; la furia lo inundó. Richard notó la empuñadura en su mano justo cuando Liliana blandía su arma. La espada, la magia, los espíritus estaban con él. Levantó el acero para parar el golpe.

Para su sorpresa, la espada de la mujer no se hizo pedazos. Pero no tenía tiempo para pensar; debía moverse. La danza con la muerte había empezado.

Richard contraatacaba los asaltos de la Hermana, y ésta los de Richard. El joven eludió ataques que hubieran acabado con cualquier otro, y ella a su vez frustró ataques que deberían haberla matado. Liliana giraba como el viento y se escabullía en el último instante. Era como si Richard se batiera contra una sombra. Ningún humano podía moverse de ese modo; él no podía.

A su espalda sintió de nuevo una horripilante presencia. Tras asegurarse de la dirección de la espada enemiga, giró sobre sí mismo a la velocidad del rayo. Por un momento entrevió unos colmillos y una perversa mirada, pero entonces la espada entró en contacto con el ser y, fuera lo que fuera, empezó a desintegrarse.

Al presentir el acero de la Hermana, se lanzó por encima de la mole caída, rodó sobre sí mismo y se puso de pie para devolver el ataque. En el aire nocturno resonaba el entrechocar del acero.

Richard se dio cuenta de que la espada de Liliana también debía de ser mágica. La mujer poseía un arma tan formidable como la Espada de la Verdad. Además, no podía ni imaginarse qué poder mágico poseía la mujer. La incertidumbre no tardó en disiparse.

El duelo se desarrollaba por todo el claro. Ambos se batían con furia desatada. De pronto, la mujer saltó hacia atrás y le lanzó una andanada de fuego. Richard pudo esquivarla en el último instante. El fuego pasó silbando a su lado e impactó contra un árbol. El tronco explotó en una lluvia de astillas. La copa del árbol se desplomó alrededor del joven, y algunas ramas lo derribaron.

Liliana fue cortando las ramas, algunas de ellas tan gruesas como los brazos de Richard, para llegar hasta él. Las ramas se astillaban del mismo modo que el tronco. El joven logró liberarse y la obligó a retroceder hacia el denso bosque.

Mientras se batían al tiempo que descendían una empinada colina, Richard empezó a analizar las tácticas de su contrincante. Liliana luchaba con ferocidad pero sin gracia, como un soldado en combate entre las líneas. Ignoraba cómo lo sabía, pero seguramente era un conocimiento inspirado por los espíritus de la magia de la espada.

Por el modo de atacar de Liliana, dando tajos y blandiendo el acero, creaba aberturas para una estocada de contraataque. Richard usó esa táctica, pero cuando finalmente logró tirarle una estocada al abdomen, en vez de hundirse en su cuerpo algo desvió la Espada de la Verdad a un lado. De algún modo, la mujer estaba protegida. Podía usar la magia de un modo que Richard no comprendía.

Mientras que el joven estaba exhausto y seguía luchando sostenido únicamente por la cólera y la furia de la magia, ella ni siquiera parecía cansada.

— No puedes ganar, Richard. Al final serás mío.

— ¿Por qué? ¡Eres tú quien no puede ganar!

— Yo tendré mi recompensa.

Richard se agachó tras un árbol justo a tiempo de evitar un golpe que levantó una lluvia de astillas.

— ¡Si ayudas al Custodio a escapar, él acabará con toda la vida!

— ¿Eso crees? Te equivocas. El Custodio recompensará a sus servidores. Me concederá cosas que el Creador no podría darme.

Richard trató nuevamente de alcanzarla, pero la espada volvió a desviarse.

— ¡Te está mintiendo! —gritó.

La espada de la mujer le pasó rozando la cara. Sus calmos y deliberados ataques no daban tregua.

— Hemos hecho un trato que he jurado cumplir.

— ¿Y crees que él cumplirá su parte?

— Únete a nosotros, Richard, y verás la gloria que espera a quienes le sirven. Tendrás una vida eterna.

Richard se encaramó de un salto a una roca.

— ¡Nunca!

La mujer alzó la vista hacia él con fría distancia.

— Pensaba que me divertiría, pero esto empieza ya a aburrirme. —Dicho esto, extendió una mano y lanzó un retorcido y sinuoso rayo. Pero era un rayo distinto de cualquier otro que Richard hubiese visto antes. Era completamente negro.

En vez de ser una ráfaga de luz y calor, era un ondulante vacío negro como la piedra noche, como las cajas del Destino, como la muerte eterna. En comparación, el paisaje tenuemente iluminado por la luz de la luna parecía un día soleado.

Richard supo que eso era Magia de Resta.

Liliana dirigió el negro rayo a la roca sobre la que Richard se había subido. Sin ningún esfuerzo el rayo desintegró toda una porción de roca. La mitad superior se desplomó sobre la mitad inferior. Los árboles situados detrás, hasta una distancia considerable, quedaron partidos del mismo modo por el rayo negro y cayeron al suelo con estrépito.

Richard perdió el equilibrio y cayó por la empinada ladera dando tumbos. Al llegar al fondo extendió ambos brazos para protegerse e inmediatamente rodó sobre su espalda. Al alzar la mirada, ahogó un grito.

Liliana ya estaba encima de él, sosteniendo en alto la espada con ambas manos. Por su expresión, Richard supo que su intención era cortarle las piernas. La sangre se le heló en las venas al ver que el acero iniciaba el descenso.

La táctica no le había funcionado. Tenía que probar otra cosa o estaba perdido.

La espada de la Hermana formaba una imagen borrosa a la luz de la luna. Richard derribó todas sus barreras, dio carta blanca a su yo interior, a su don. Tenía que rendirse a lo que fuera que albergaba en su interior o moriría. Era su única oportunidad. Richard halló el centro de calma y se dejó guiar por él.

Entonces vio la Espada de la Verdad dirigirse hacia arriba. Tenía los nudillos blancos por el esfuerzo. La espada era un resplandor blanco en la penumbra.

Con todas sus fuerzas hundió la sibilante hoja blanca en el cuerpo de Liliana, bajo las costillas. Cuando la punta le cortó la columna y salió por la espalda, entre las escápulas, la mujer se quedó lacia y sin vida. Solamente la espada y la fuerza de Richard la mantenían en pie.

La boca de la mujer se abrió en un grito ahogado. La espada cayó y quedó clavada en el suelo. Sus pálidos ojos lo miraban desorbitados.

— Te perdono, Liliana —susurró Richard.

Los brazos de la mujer se agitaron sin ninguna coordinación. El terror inundó sus ojos. Trató de decir algo, pero de su boca solamente brotó sangre.

Entonces resonó un estruendoso crujido, como de un relámpago, pero en vez de una ráfaga de luz, una onda de total oscuridad avanzó por el bosque. Richard sintió que el corazón le dejaba de latir un instante. Cuando desapareció, la luz de la luna lo deslumbró. Liliana estaba muerta.

Richard supo que el Custodio se había llevado su alma.

La vez anterior había conjurado la magia blanca de la espada siendo plenamente consciente de lo que hacía. Pero esta vez, siguiendo los consejos de Nathan, había dejado que fuera su instinto, su don en definitiva, el que lo hiciera. Ambas cosas, la inmediata respuesta de la magia blanca y el hecho de haber sido conjurada de manera inconsciente, lo llenaban de asombro.

Algo dentro de sí había sabido qué hacer para contrarrestar el odio del Custodio que invadía a Liliana. Todavía no podía asimilar lo ocurrido. Mientras recuperaba su espada, contempló el cuerpo de la mujer. Él confiaba en ella; había puesto su fe en Liliana.

Volvía a estar como al principio; con el rada’han alrededor del cuello y ninguna idea de cómo librarse de él. Pero, con collar o sin él, tenía que atravesar la barrera que lo mantenía prisionero. Decidió que iría a recoger sus cosas a palacio y luego hallaría el modo de cruzar esa barrera invisible.

Mientras limpiaba la hoja de la espada en la ropa de la Hermana, recordó que había sido capaz de llamarla con magia desde donde estaba, en el centro del claro, a una buena distancia de él. De algún modo, había logrado atraerla, al igual que la magia. La espada había volado hasta su mano.

El joven dejó la espada en el suelo y conjuró su magia. Como siempre, su rabia, su furia, lo invadieron. Entonces extendió una mano y la llamó mentalmente. Pero la espada no se movió ni un milímetro del suelo. Por más que lo intentó, no se movió ni un ápice.

Frustrado, la guardó en su vaina. Entonces recogió la espada de Liliana y rompió la hoja contra una rodilla. Al arrojar los trozos a un lado, se fijó en algo blanco.

Lo único que quedaba de esa persona eran huesos blancos que brillaban a la luz de la luna. Solamente vio la mitad superior, por lo que supuso que los animales habrían devorado el resto. Pero entonces descubrió la pelvis y las piernas no lejos de allí. Los huesos de las piernas estaban rodeados aún por jirones del mismo vestido que en la parte superior.

Richard se arrodilló y examinó la mitad superior. Los animales no lo habían tocado. No se veía la marca de dientes en ningún hueso. Estaba intacto, tal como había caído.

Frunciendo el entrecejo, se fijó en que las vértebras inferiores estaban destrozadas. Richard jamás había visto huesos rotos de ese modo. Era como si una explosión hubiese partido a esa mujer por la mitad.

En silencio siguió observando y pensando. Había muerto asesinada. Presentía que había sido cosa de magia.

— ¿Quién te hizo esto? —susurró.

Lentamente, los huesos del brazo se alzaron hacia él a la luz de la luna. Los dedos se extendieron y revelaron una delgada cadena, que quedó colgando.

Con los pelos de punta, Richard cogió la cadena con sumo cuidado. Algo pendía de ella. Richard la alzó hacia la luz y vio que era un trozo casi informe de oro en el que aún se reconocía la letra J.

— Jedidiah —murmuró Richard.


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