67

Kahlan voló por los oscuros pasadizos de piedra y las cámaras semejantes a sepulcros. Los primeros rayos de sol salpicaban con manchas doradas las toscas paredes de granito gris, al lado opuesto de las ventanas. Kahlan ascendió a todo correr la escalera oriental. El corazón le latía desenfrenadamente por el esfuerzo. No había parado de correr desde que Jebra le comunicó que había visto luz en el Alcázar del Hechicero, lo que significaba que Zedd había regresado.

Recordaba aún lo que era correr con la melena al viento; el peso del cabello, el modo en que se le desparramaba por la espalda y flotaba con sus zancadas. Ahora ya no sentía nada de eso. Pero no importaba; la invadía un desesperado júbilo al saber que Zedd había vuelto. Hacía tanto que lo esperaba. Kahlan gritó su nombre mientras corría.

Entró en tromba en la atestada sala de lectura y se detuvo, jadeando. Zedd estaba tras una mesa llena de libros y papeles desparramados sobre ella, tal como la última vez que lo había visto, meses atrás. La luz de las velas daba un íntimo resplandor a la habitación. La única ventana de la estancia se abría al oscuro cielo occidental.

Un hombretón con cejas muy pobladas, pelo en su mayoría gris y rostro arrugado y curtido por los elementos desvió la mirada del bastón que estaba examinando. Adie estaba sentada en un lado y al oír sus pasos volvió la cabeza. Zedd la miró con expresión de curiosidad.

— ¡Zedd! —exclamó Kahlan, tratando de recuperar el aliento—. Oh, Zedd, qué alivio volverte a ver.

— ¿Zedd? —El anciano se volvió hacia el hombretón—. ¿Zedd? —El hombre asintió—. Pero me gusta más Ruben.

— ¡Zedd! ¡Tienes que ayudarme!

— ¿Quién está ahí? —preguntó Adie desde la silla.

— Adie, soy yo, Kahlan.

— ¿Kahlan? —La mujer giró la cabeza hacia Zedd—. ¿Quién es esa Kahlan?

— No sé. Una chica bonita con el pelo corto. Parece que nos conoce.

— ¿De qué estáis hablando? ¡Zedd, necesito ayuda! ¡Richard está en peligro! ¡Te necesito, Zedd!

El anciano mago frunció el entrecejo, totalmente perplejo.

— Richard… Me suena ese nombre. Creo que…

Kahlan se puso frenética.

— Zedd, pero ¿qué te pasa? —exclamó—. ¿Es que no me reconoces? Por favor, Zedd, te necesito. Richard te necesita.

— Richard… —El mago se frotó el suave mentón mientras clavaba la mirada en la mesa, cavilando—. Richard…

— ¡Tu nieto! ¡Por todos los espíritus! ¿Ya no conoces a tu nieto?

Zedd seguía mirando fijamente la mesa, pensando.

— Nieto… Me parece recordar… no, no lo recuerdo.

— ¡Zedd! ¡Escúchame! ¡Está con las Hermanas de la Luz! ¡Ellas se lo llevaron!

Kahlan se quedó en silencio, recuperando la respiración. Lentamente Zedd alzó hacia ella sus ojos color avellana y la miró fijamente. Su rostro perdió la expresión de curiosidad, mientras que unía las cejas para ensombrecer la mirada.

— ¿Las Hermanas de la Luz tienen a Richard?

Kahlan había visto a magos enfadados, pero jamás había visto en ninguno de ellos una mirada como la que vio en Zedd.

— Sí —respondió. Kahlan se secó el sudor de las palmas en las caderas, mientras miraba fijamente una grieta en el muro a la espalda del mago—. Se presentaron y se lo llevaron.

Zedd apoyó los nudillos sobre la mesa y se inclinó hacia ella.

— Es imposible. No podrían haberlo hecho a menos que le pusieran al cuello uno de sus malditos collares. Richard jamás se pondría un collar.

Kahlan notó que las rodillas empezaban a temblarle.

— Lo hizo.

Zedd sentía tal cólera que podría inflamar el mismo aire.

— ¿Por qué iba a ponerse Richard un collar al cuello, Confesora?

— Porque yo se lo pedí —contestó Kahlan con un hilo de voz.

Las velas colocadas en uno de los candelabros de la pared próximos al hechicero se fundieron de repente y, siseando, formaron charcos de cera en el suelo. Los brazos de hierro que sostenían las velas se doblaron hacia abajo, como una planta que necesita agua. El hombretón se encogió hacia una de las paredes cubiertas por librerías.

— ¿Que hiciste qué, Confesora? —preguntó Zedd en un amenazador susurro.

El silencio resonó en la cámara. Kahlan temblaba.

— Él no quería. Tuve que hacerlo. Le dije que, si de verdad me amaba, tenía que ponerse el collar.

Kahlan creyó notar que se estrellaba contra la pared y no pudo entender qué hacía despatarrada en el suelo. Empezó a levantarse apoyándose sobre unos temblorosos brazos y ahogó un grito cuando una fuerza la levantó bruscamente y la lanzó de nuevo contra la pared.

Zedd estaba frente a ella y la miraba con ojos salvajes.

— ¿Cómo pudiste hacerle eso a Richard? —exclamó.

A la mujer le daba vueltas la cabeza. Cuando respondió, su propia voz le sonó muy lejana.

— Tú no lo entiendes. Tuve que hacerlo. Zedd, necesito que me ayudes. Richard me dijo que te buscara para decirte qué había hecho. Por favor, Zedd, ayúdalo.

Totalmente fuera de sí, el mago le propinó un bofetón con el dorso de la mano. Kahlan se despellejó las manos contra el suelo de piedra al caer. Pero Zedd la obligó a levantarse y la lanzó una vez más contra el muro.

— ¡No puedo ayudarle! ¡Nadie puede! ¡Idiota!

— ¿Por qué? —preguntó Kahlan, deshecha en lágrimas—. ¡Zedd, tenemos que ayudarle!

Cuando el mago alzó de nuevo la mano, Kahlan levantó los brazos frente a la cara para protegerse. Pero de nada sirvió; su cabeza volvió a estrellarse contra el muro. La habitación giraba a su alrededor. La mujer temblaba de los pies a la cabeza. Nunca había visto a un mago tan encolerizado y fuera de control. Sabía que iba a matarla por lo que había hecho a Richard.

— Idiota. Idiota y traidora. Ahora nadie puede ayudarle.

— Por favor, Zedd, tú sí puedes. Te lo suplico, ayúdale.

— No, ni siquiera yo puedo. Nadie puede llegar hasta él. No puedo pasar entre las torres. Lo hemos perdido para siempre. He perdido lo único que me quedaba.

— ¿Qué quieres decir con que lo hemos perdido? —Con dedos temblorosos Kahlan se limpió la sangre de la comisura de los labios, pero no se enjugó las lágrimas—. Volverá. Tiene que volver.

Zedd negó lentamente con la cabeza sin apartar ni por un instante los ojos de los de Kahlan.

— No mientras alguno de nosotros siga vivo. El Palacio de los Profetas está sujeto a un hechizo temporal. Richard pasará allí los próximos trescientos años, mientras lo entrenan. No volveremos a verlo nunca más. Lo hemos perdido.

Kahlan sacudió la cabeza.

— No. Queridos espíritus, no. No puede ser. Volveremos a verlo. ¡No puede ser cierto!

— Es cierto, Madre Confesora. Por tu culpa, nadie puede ayudarle. Nunca más volveré a ver a mi nieto. Y tú tampoco volverás a verlo. Richard no regresará al Nuevo Mundo hasta dentro de trescientos años. Y todo por ti, porque le obligaste a que se pusiera ese collar para demostrar que te amaba.

Zedd le dio la espalda. Kahlan cayó de rodillas.

— ¡Noooooo! —gritó, golpeando el suelo con los puños—. Queridos espíritus, ¿por qué me habéis hecho esto? —Kahlan sollozaba desconsoladamente—. ¡Richard, mi Richard!

— ¿Qué le ha pasado a tu pelo, Madre Confesora? —le preguntó Zedd con aire amenazador, dándole aún la espalda.

Kahlan se sentó sobre los talones. ¿Qué importaba ya eso?

— El Consejo me condenó por traición a ser ejecutada, decapitada. La gente lanzó vítores al oír mi sentencia de muerte. Todos querían asistir a la ejecución. Pero escapé.

Zedd asintió.

— La gente tendrá lo que desea. —El mago la agarró por lo que quedaba de su melena y empezó a arrastrarla fuera de la habitación—. Serás decapitada por lo que has hecho.

— ¡Zedd! —gritó la mujer—. ¡Zedd! ¡Por favor, no lo hagas!

Pero Zedd usó su magia para arrastrarla por el pasillo como si fuese tan ligera como un saco de plumas.

— Mañana, en el festival del solsticio de invierno, la gente tendrá lo que desea. Verán caer la cabeza de la Madre Confesora. Como Primer Mago me aseguraré de ello.

Kahlan se quedó sin fuerzas. ¿Qué importaba? Los buenos espíritus la habían abandonado. Le habían arrebatado todo lo que le importaba. Y, lo que era peor, habían condenado a Richard a sufrir durante trescientos años aquello que más temía.

Deseaba morir. La muerte sería una liberación.

Con las manos en las caderas, Richard contemplaba en la distancia las negras nubes que los hechizos conjuraban sobre el valle de los Perdidos. A la luz del amanecer se veían hermosos, con bordes dorados y estrías de relucientes rayos. Pero el joven sabía que eran letales.

Du Chaillu le puso cariñosamente una mano sobre el brazo.

— En este día me siento orgullosa de mi marido. Va a devolvernos nuestra tierra, tal como está escrito.

— Ya te lo he explicado; no soy tu marido. Simplemente has malinterpretado lo escrito. Sólo significa que debemos hacerlo juntos; y aún no lo hemos conseguido. Ojalá que hubieras venido sola, sin traer a nadie más. Ni siquiera sé si va a funcionar. Podríamos morir.

La mujer le dio palmaditas en el brazo para tranquilizarlo.

— El Caharin está aquí. Él puede hacer cualquier cosa. Nos devolverá nuestra tierra. —Du Chaillu lo dejó sumido en sus pensamientos y echó a andar hacia el campamento—. Toda nuestra gente debe estar aquí. Están en su derecho. ¿Partiremos pronto, Caharin?

— Sí, muy pronto —respondió Richard con aire ausente.

— Cuando estés listo, me encontrarás junto a nuestra gente.

Toda la nación baka ban mana había acampado detrás de ellos. Miles y miles de tiendas se extendían por las colinas, como setas que hubieran brotado tras un mes entero de lluvia. Richard no había logrado persuadirlos de que no fueran, de que esperaran. Así pues, allí estaban, todos ellos.

El joven suspiró. ¿Qué importaba? Si se equivocaba y su plan fracasaba, no tendría que preocuparse de haberlos decepcionado, pues estaría muerto.

Warren y la hermana Verna se le acercaron por la espalda silenciosamente.

— Richard, ¿podemos hablar contigo? —dijo Warren.

— Pues claro, Warren. —El Buscador seguía con la mirada fija en las tempestades. Finalmente se volvió e inquirió—: ¿Qué es lo que te inquieta?

Warren metió las manos en las mangas de la túnica en un gesto que a Richard se le antojó muy propio de un mago. Algún día Warren llegaría a ser cómo, en opinión de Richard, debía ser un mago; sabio, compasivo y con un nivel de conocimientos que él mismo jamás podría alcanzar. Claro está, si no morían todos.

— Bueno, la hermana Verna y yo hemos estado hablando sobre lo que ocurrirá después de que cruces el valle. Richard, sé lo que quieres hacer, pero no queda tiempo. La verdad es que nunca lo has tenido. Mañana es ya el solsticio de invierno. No lo conseguirás.

— El hecho de que no sepas cómo hacer algo no significa que no pueda hacerse.

— No entiendo.

Richard les sonrió a ambos.

— Ya lo entenderás dentro de unas horas.

Warren desvió la vista hacia el valle mientras se rascaba la nariz.

— Bueno, si tú lo dices…

La hermana Verna guardó silencio. Richard todavía no se había acostumbrado a que no discutiera con él cada vez que se negaba a dar una explicación meridiana. Tal vez la Hermana se contenía.

— Warren, acerca de la profecía, la que habla de la puerta y el solsticio de invierno. ¿Estás seguro de que se refiere a este solsticio? —Warren asintió—. Y si existiera un agente con una caja del Destino abierta y el hueso de skrin, ¿son los únicos elementos necesarios para abrir la puerta y romper el velo?

Una ráfaga de cálida brisa desordenó el cabello del joven aprendiz de mago.

— Sí… pero tú mismo me dijiste que Rahl el Oscuro está muerto. No hay ningún agente. —Era más una pregunta preocupada que una afirmación.

— ¿Tiene ese agente que estar vivo? —preguntó la hermana Verna.

Warren apoyó el peso del cuerpo en la otra pierna.

— Bueno, en principio no, supongo. Podría serlo si hubiera logrado regresar a este mundo, aunque no me imagino cómo podría ser eso posible. Pero, sí, en ese caso sí.

Richard soltó un suspiro de frustración.

— ¿Y ese espíritu agente podría hacer las mismas cosas que un agente de carne y hueso?

— Bueno, sí y no —repuso Warren, ahora con recelo—. Se necesitaría otro elemento. Un espíritu no puede satisfacer los requisitos físicos necesarios para cumplir todas las cláusulas. Necesitaría un ayudante.

— ¿Quieres decir que el espíritu no podría realizar algunos de los pasos necesarios, por lo que necesitaría la ayuda de alguien de carne y hueso?

— Sí. Si tuviera un ayudante, un espíritu podría ser el agente. Pero ¿cómo podría haber regresado a este mundo? No veo cómo podría eso ser posible.

— Será mejor que se lo cuentes —dijo la hermana Verna, desviando la mirada.

Richard se levantó la camisa y mostró a Warren la cicatriz.

— Rahl el Oscuro me quemó con su mano cuando yo, sin querer, lo hice regresar a este mundo. Me dijo que había venido para romper el velo.

Warren abrió mucho los ojos, lanzó una rápida mirada de inquietud a la Hermana y luego a Richard.

— Si Rahl el Oscuro es un agente, como dices, y tiene a alguien que lo ayude, solamente un elemento nos separa de la destrucción: el hueso de skrin. Tenemos que descubrir si lo tiene o no.

Richard volvió a cubrirse con la capa del mriswith.

— Hermana Verna, ¿puedes ayudarme?

— ¿Qué quieres que haga?

— La primera vez que me dijiste cómo debía tratar de tocar mi han, me concentré en una imagen mental de mi espada. Pero esa vez, la primera, me la imaginé sobre un fondo. Era algo que recordaba del Libro de las Sombras Contadas; un libro de magia del que ya te he hablado.

»Cuando traté de tocar mi han visualizando la Espada de la Verdad sobre ese fondo, ocurrió algo. De pronto me encontré en D’Hara, en el Palacio del Pueblo, donde están las cajas. Vi a Rahl el Oscuro allí. Él también me vio y me habló. Me dijo que me estaba esperando.

La Hermana alzó las cejas.

— ¿Te ha vuelto a ocurrir?

— No. me asusté tanto que nunca más he vuelto a imaginarme ese fondo. Pero creo que, si ahora lo intentara, tal vez podría ver qué ocurre allí.

Verna cruzó las manos al frente.

— Nunca había oído nada igual, pero tal vez está relacionado con la Magia del Destino. No sería la primera vez que haces algo que me asombra. Podría ser real o nada más que un temor, como una pesadilla.

— Tengo que intentarlo. ¿Me ayudarás? Temo no poder regresar.

— Pues claro, Richard. —Verna se sentó en el suelo y levantó una mano—. Ven. No te dejaré solo.

Richard se envolvió con la capa del mriswith mientras se sentaba y cruzaba las piernas.

— Esta capa oculta mi han. Quizá servirá para evitar que Rahl el Oscuro me vea esta vez.

Richard cogió las manos de la hermana Verna y se relajó, imaginándose la Espada de la Verdad sobre el cuadrado negro con el borde blanco, como la primera vez. Al concentrarse, buscando su paz interior, algo empezó a ocurrir.

La espada, el cuadrado negro y el borde blanco empezaron a titilar, como si las viera a través de oleadas de calor. La espada fue perdiendo solidez hasta hacerse transparente, y luego desapareció. El fondo se disolvió. Nuevamente Richard se halló en el Jardín de la Vida, en el Palacio del Pueblo.

El joven escrutó la vaporosa imagen. Donde la vez anterior viera cuerpos quemados, sobre muretes, matorrales y tirados por la hierba, ahora vio huesos blancos. Se encontraban en la misma posición en que los recordaba, con la única excepción que ahora eran en su mayoría esqueletos.

Entonces vio la blanca y reluciente figura de Rahl el Oscuro, pero esta vez no estaba delante del altar de piedra, ante las tres cajas del Destino, sino cerca de un círculo que contenía arena blanca. En la visión anterior esa arena no estaba allí.

Había una mujer arrodillada a los pies de Rahl, inclinada sobre el círculo de arena. Vestía una larga falda marrón y blusa blanca. Con su fuerza de voluntad Richard se aproximó. La mujer dibujaba líneas en la reluciente arena de hechicero. Richard reconoció algunos de los símbolos que dibujaba; eran los mismos que Rahl el Oscuro había trazado antes de abrir la caja.

El joven vio cómo la mujer movía una mano lenta y cuidadosamente, dibujando las líneas de hechizos. Le faltaba el meñique de la mano derecha.

En el corazón del círculo, posado sobre la arena de hechicero, había un objeto. Richard se acercó más. Estaba totalmente tallado con bestias, justo como la Prelada había descrito.

Richard sintió deseos de gritar de rabia.

Justo en ese momento Rahl el Oscuro alzó el rostro y lo miró directamente a los ojos. Lentamente sus labios esbozaron una sonrisa.

Richard ignoraba si Rahl el Oscuro podía verlo, pero no esperó a averiguarlo. Haciendo un esfuerzo desesperado, borró de su mente la imagen de la espada y el fondo blanco y negro, como quien cierra una puerta de golpe.

A continuación se obligó a abrir los ojos. Respiraba agitadamente.

La hermana Verna también abrió los ojos.

— ¿Richard, estás bien? Has tardado una hora en regresar. Notaba que lo estabas intentando y he tratado de ayudarte. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has visto?

— ¿Una hora? —Richard todavía pugnaba por recuperar el aliento—. Vi a Rahl el Oscuro y el hueso de skrin. Había una mujer con él ayudándolo a dibujar hechizos en la arena de hechicero.

— Tal vez no era más que la visión de tus miedos —sugirió Warren—. Tal vez no era real.

— Es posible que Warren tenga razón —intervino la hermana Verna. A continuación se mordió el labio inferior, pensativa—. ¿Qué aspecto tenía la mujer?

— Pelo castaño ondulado hasta los hombros y más o menos tu estatura. Estaba inclinada hacia adelante, dibujando, por lo que no le pude ver los ojos. —Richard se apretó la frente con los dedos mientras pensaba—. La mano. Le faltaba el dedo meñique de la mano derecha.

Warren gruñó y la hermana Verna cerró los ojos.

— ¿Qué? ¿Qué pasa?

— Era la hermana Odette —respondió Verna.

Warren también asintió.

— Hace casi seis meses que se marchó. Creí que iba a dar a luz.

— Malditos sean los espíritus —masculló Richard. Entonces se puso de pie de un salto—. Warren, corre a buscar a Du Chaillu. Dile que tenemos que irnos enseguida.

Richard se sentía frustrado. Había creído que tenía todo el tiempo que necesitaba. Bueno, bastaría si se daba prisa.

Du Chaillu parecía hallarse en estado de trance mientras Richard la arrastraba cogida de la mano. En la otra empuñaba la Espada de la Verdad. También Richard se había sumergido en su propio mundo de cólera desatada, tan furiosa como las rabiosas nubes negras. Los hechizos los rodeaban como una jauría a su presa, enfadados y persistentes, pero guardaban las distancias mientras buscaban una abertura.

De la oscuridad brotaban briznas de luz que giraban alrededor de la pareja y descendían en espiral hasta desvanecerse en el aura que envolvía a Du Chaillu. Tal como la Hermana había dicho que ocurriría, Du Chaillu parecía absorber la magia. Juntos conformaban el vínculo completo que, según Warren, los viejos libros decían que contendría el poder y derrumbaría las torres.

A través de las oleadas de calor e hirviente bruma, Richard vio la primera torre y arrastró a Du Chaillu hacia adelante, hacia el refulgente muro negro que se alzaba hasta perderse en el oscuro cielo. Mientras corrían hacia la arcada de entrada se alzaron a su alrededor nubes de polvo y tierra. Los hechizos los perseguían, pero Du Chaillu se encargaba de neutralizarlos.

Richard actuaba sin pensar, sin ser consciente de qué le impulsaba a ir hacia adelante y sin tratar de detener el impulso. Si quería vencer, si quería salvar a Kahlan, tenía que guiarse por lo que llevaba en el interior. Tenía que confiar en que, si realmente poseía el don, reaccionaría instintivamente, tal como Nathan le había dicho, y haría lo adecuado.

Du Chaillu no pareció reparar en la centelleante arena negra que pisaban. Parecía sumida en un hechizo privado, en el poder transmitido hasta ella a través de los milenios por quienes construyeron las torres y arrebataron esta tierra a su gente. Hasta este momento ella había cumplido con su parte, que era protegerlo. Ahora le tocaba a Richard.

Actuando por instinto, levantó hacia lo alto la espada sin soltar la mano de Du Chaillu. El joven se sumergió en la furia de la magia y dejó que lo invadiera por completo. Sentía su calor en ese centro de calma dentro de sí que siempre buscaba. Ahora la cólera llenaba el vacío.

De la espada brotó un rayo que salió disparado hacia arriba, hacia la oscuridad, rebotó en los muros y los bañó en luz líquida. El ruido era ensordecedor.

El fuego recorrió la piedra negra de la torre hasta que toda ella relució, y la piedra se tornó blanca por efecto del calor del rayo.

Richard sentía como si el rayo también lo traspasara a él. Su poder ardía en su interior, se desbordaba con ímpetu y ascendía por la espada. Solamente la rabia que sentía le permitía soportar la violencia de la avalancha que brotaba de él mismo.

Titilantes redes de luz descendían en cascada por los muros y cubrían la negra arena, hasta invadirlo absolutamente todo. La arena se tornó blanca, como los muros. El mundo a su alrededor ardía con pulsátil fuego y luz latiente.

De repente cesó. El rayo se apagó, el fuego se extinguió y el ensordecedor sonido enmudeció, dejando tras de sí un resonante silencio. La piedra negra pulida de la torre brillaba con cegador resplandor blanco.

Du Chaillu seguía ajena a lo que la rodeaba. Richard tuvo que empujarla hacia adelante para completar el trabajo para el que ambos habían nacido.

En la torre blanca, al levantar la espada esperó que se produjera la misma descarga de calor y luz, pero no fue así. Lo que estalló fue justamente lo contrario, para crear el equilibrio.

Un rayo negro brotó hacia arriba, al tiempo que una sacudida hendía el aire. Fue tan fuerte que parecía capaz de arrancar la carne del hueso. El rayo creaba un vacío en la luz. Al igual que en la torre negra, Richard sintió la increíble fuerza del poder que emanaba de lo más profundo de su ser, como si naciera de su propia alma. El serpenteante vacío en la luz recorrió los muros y, con gran estruendo, abrió un vacío en la oscuridad superior.

Mientras el oscuro rayo se retorcía hacia arriba, un manto de oscuridad fue descendiendo por los blancos muros, creando la ilusión de que se fundieran en las profundidades de la noche eterna. Al llegar al suelo, la negrura fluyó hacia ellos, empapó la arena blanca y la tornó negra.

Richard no pensó ni por un momento en tratar de huir del avance de la noche. Cuando los alcanzó, fue como si se sumergieran en el agua helada. Du Chaillu, con los ojos cerrados, tembló al notarlo. Richard también lo sintió, pero invadido por la cólera de la magia de la espada, no era más que una lejana sensación que alimentaba su ira.

Era como si ante él todo el mundo se hubiera desvanecido para siempre en una impenetrable oscuridad. Nada quedaba de la luz y la visión, ni siquiera su recuerdo.

Richard sintió cómo el ondulante y serpenteante rayo negro, el vacío en el mundo vivo, de pronto se quebraba. La algarabía fue reemplazada por el silencio. Se oyó a sí mismo respirar agriadamente, y también oyó a Du Chaillu. Del frío vacío brotaron luz y vida.

Fuera, a través de los arcos de reluciente piedra negra que antes había sido blanca, Richard distinguió la luz que iba atravesando la bruma, cada vez más tenue. El suelo, antes reseco y estéril, ahora era verde, cubierto por vegetación. A medida que el humo y la bruma se levantaban, Richard y Du Chaillu contemplaron bajo la arcada un mundo que nadie había contemplado en miles de años.

Cogidos de la mano salieron afuera y caminaron pisando la densa hierba bañada por los rayos del sol, respirando el fresco aire. Las tormentas de hechizos se habían disipado, las negras nubes que engendraban se habían evaporado. En el aire flotaba un aroma fresco y limpio. A su alrededor todo vibraba de vida.

En el valle que se extendía hasta la pálida línea azul de montañas, en la distancia, crecía una exuberante vegetación. A orillas de los ondulantes ríos se veían arboledas. Suaves colinas se superponían unas a las otras en variados matices de verde.

Entonces fue cuando Richard comprendió el anhelo de los baka ban mana por recuperar su tierra. Era un lugar donde cualquiera se sentiría como en casa, un lugar de luz y esperanza que había permanecido en el corazón de esas gentes durante todos esos sombríos siglos. No era que esta tierra perteneciera a los baka ban mana, sino que ellos pertenecían a esta tierra.

— Lo has conseguido, Caharin —dijo Du Chaillu—. Nos has devuelto nuestra tierra, perdida tras la bruma.

Allá a lo lejos Richard distinguió a algunas personas vagando; personas atrapadas en los hechizos desde quién sabía cuánto tiempo. Vagaban sin rumbo, confusas. Tenía que hallar a sus dos amigos.

La hermana Verna y Warren se acercaron a ellos al galope, llevando con ellos el caballo de Richard. Sin esperar a que se detuvieran del todo, el joven saltó a lomos de Bonnie. Du Chaillu le tendió una mano; quería ir con él. De mala gana Richard la izó.

— ¡Richard, ha sido asombroso! —exclamó Warren—. ¿Cómo lo has hecho?

— No tengo ni la menor idea. Esperaba que tú pudieras explicármelo.

Richard lanzó a Bonnie al galope en la dirección que recordaba haber visto a Chase y a Rachel al cruzar el valle por primera vez. Warren y la Hermana lo siguieron. No pasó mucho tiempo hasta que los encontraron, sentados a orillas de un arroyo. Chase había pasado un brazo por encima de los hombros de Rachel y su habitual expresión de forzada paciencia brillaba por su ausencia. Parecía confuso.

Richard pasó una pierna por encima del cuello de Bonnie y desmontó de un salto.

— ¡Chase! ¿Estás bien?

— ¿Richard? ¿Qué está pasando? ¿Dónde estamos? Te estábamos buscando. No cruces… —El guardián miró a su alrededor—. No cruces el valle. Zedd te necesita. El velo se ha rasgado.

— Lo sé. —Richard tendió las riendas a la hermana Verna y rápidamente hizo las presentaciones—. Mis amigos te lo explicarán todo. Rachel, ¿te encuentras bien? —preguntó a la niña, hincando una rodilla en el suelo frente a ella. La niña llevaba al cuello una cadena de la que pendía la piedra de Lágrimas de oscuro color ámbar, tal como la recordaba—. ¿Cómo te sientes?

Rachel alzó la mirada hacia él.

— Estaba en un lugar muy bonito, Richard.

— Éste también es bonito. Ahora todo irá bien. Rachel, ¿te dio Zedd esta piedra?

La niña asintió.

— Me dijo que te la guardara hasta que vinieras a buscarla.

— Por eso he venido. ¿Me la darás, Rachel?

La niña sonrió y se quitó la cadena por la cabeza. Richard la abrió y sacó la piedra de Lágrimas. Al sostenerla en una mano percibió su calor así como la presencia de Zedd.

La cadena era demasiado pequeña para él. Así pues, se la devolvió a Rachel, diciéndole que a ella le quedaba mucho mejor, y luego ensartó la piedra en la cinta de cuero que llevaba al cuello, junto al agiel y el colmillo del dragón. Por el rabillo del ojo distinguió a lo lejos un punto en el cielo que iba creciendo.

— Richard —dijo Warren—, después de presenciar lo ocurrido con las torres, no dudo ya de que puedas hacer lo que dices, pero no tienes tiempo para llegar adonde debes ir. Y, si no lo consigues, mañana el mundo se acabará. ¿Qué piensas hacer?

— ¿Adónde vamos, esposo mío? —inquirió Du Chaillu.

— Tú no vas a ninguna parte. Tú te quedarás aquí, con tu gente —repuso Richard.

— ¿Esposo? —Lentamente una ceñuda expresión se fue apoderando de la faz del guardián.

— No soy su esposo. No es más que una estúpida idea que se le ha metido en la cabeza. —Richard observó la figura escarlata que crecía en el cielo—. Mira, no tengo tiempo para explicártelo. La hermana Verna y Warren te lo contarán todo.

La hermana Verna dio un paso hacia él, recelosa.

— ¿Qué piensas hacer? Warren tiene razón, ya es demasiado tarde.

En la distancia, el dragón extendió sus alas rojas al tiempo que se lanzaba en picado. Richard desató la mochila de la silla de Bonnie y se la puso a la espalda. A continuación se despidió de la yegua dándole un abrazo y se colgó del hombro la aljaba y luego el arco. Por el rabillo del ojo percibió el vertiginoso descenso del dragón.

— Tendré tiempo. Ahora debo irme, Hermana.

— ¿Cómo que irte? ¿Cómo?

En el último segundo el dragón salió del picado. Con su largo cuello estirado y las alas completamente extendidas, se lanzó hacia ellos a increíble velocidad y pasó casi rozando el suelo.

— Mi única oportunidad para llegar a tiempo es ir volando.

— ¡Volando! —exclamaron al unísono Warren y la Hermana.

Escarlata remontó el vuelo lanzando un rugido. Entonces los demás la vieron. El dragón batió sus inmensas alas para frenarse.

La súbita racha de viento hizo ondear todas las ropas y aplastó la hierba. Warren, la hermana Verna y Du Chaillu retrocedieron, sorprendidos. Escarlata se posó en el suelo.

— Richard —dijo la hermana Verna, sacudiendo lentamente la cabeza—, tienes unas mascotas realmente extrañas.

— Los dragones rojos no son la mascota de nadie, Hermana. Escarlata es una buena amiga.

Richard se acercó al leviatán rojo, cuyas escamas brillaban a la luz del sol. La dragona lo saludó con una pequeña nube de humo gris.

— ¡Richard, qué alegría volver a verte! Puesto que me has llamado con tanta urgencia, usando mi colmillo, supongo que te has metido en un lío, para variar.

— Sí, en un buen lío. —Richard le palmeó una reluciente escama bermeja—. Te he echado mucho de menos, Escarlata.

— Bueno, ya he comido, así que supongo que podría darte un paseo por el cielo para abrir el apetito. Y luego te comeré.

Richard se echó a reír.

— ¿Dónde tienes a tu pequeño?

— Cazando. —La dragona movió las orejas—. George ya no es ninguna cría. Te echa de menos y le encantaría volver a verte.

— Y a mí también, pero tengo una prisa terrible. Apenas me queda tiempo.

— ¡Richard! —Du Chaillu corrió hacia él—. Yo también debo ir. ¡Mi deber es acompañar a mi esposo!

Richard se inclinó hacia la oreja de Escarlata. La dragona bajó la cabeza y clavó en él su mirada amarilla.

— Suelta una pequeña llamarada, Escarlata —susurró—. Sólo para asustarla. No le hagas daño.

Du Chaillu saltó hacia atrás chillando cuando una llamarada achicharró la hierba a sus pies.

— Du Chaillu, los baka ban mana ya han recuperado su tierra. Debes permanecer con ellos. Tú eres su guía espiritual y te necesitan. Quiero pedirte otra cosa. Guarda las torres que se alzan en vuestra tierra. Ignoro si pueden causar algún mal, pero como Caharin ordeno que nadie entre en ellas. Vigiladlas y no dejéis que nadie entre.

»Vivid en paz con todos aquellos dispuestos a vivir en paz con vosotros, pero continuad practicando con las armas para ser capaces de defenderos.

Du Chaillu se irguió en toda sus estatura. Las delgadas bandas de tela sujetas a su vestido de plegarias volaron en la brisa, así como su espesa melena negra.

— Eres sabio, Caharin. Me encargaré de que tus órdenes se cumplan hasta que regreses junto a tu esposa y tu gente.

— Richard —dijo la hermana Verna con cara muy seria—. ¿Sabes dónde está Kahlan?

— En Aydindril. Seguro que ha ido allí; la profecía sucede ante su gente. Tiene que estar en Aydindril.

— Es el momento de elegir, Richard. ¿Adónde irás?

Richard y la Hermana se sostuvieron la mirada.

— A D’Hara —dijo al fin.

Tras evaluarlo en silencio un momento, Verna lo abrazó cálidamente y le besó en una mejilla.

— ¿Y luego?

Richard se pasó los dedos por el abundante pelo.

— Impediré lo que va a ocurrir en D’Hara, aún no sé cómo, y luego iré a Aydindril antes de que sea demasiado tarde. Cuídate, amiga mía.

— Lo haré. Warren y yo nos ocuparemos de la gente que ha sido liberada de los hechizos. Se sentirá perdida. He sido Hermana de la Luz durante casi doscientos años. Mi único deseo ha sido siempre ayudar a quienes lo necesitaban. Pero tú no lo necesitabas. Nada justifica tu rapto, ni el de los otros chicos. Quiero intentar arreglarlo.

Warren abrazó a Richard con firmeza.

— Gracias, Richard. Gracias por todo. Espero que volvamos a vernos.

— Trata de evitar las aventuras —le aconsejó Richard, guiñándole un ojo.

— Yo voy contigo —declaró Chase.

— No. No, vete a casa, Chase. Lleva a Rachel con su nueva madre y sus hermanos. Emma debe de estar muerta de preocupación; hace mucho tiempo que te fuiste. Regresa a casa con tu esposa y tu familia. Yo volveré pronto al hogar.

»Tenemos que hacer algo con esas seis Hermanas —añadió, hablando a Verna—. Se dirigen a la Tierra Occidental. La gente de allí no podrá protegerse de su magia. Las Hermanas serán como zorros en un gallinero.

— Creo que tardarán bastante en llegar. Tienes tiempo de sobras, Richard.

— Bien. Kahlan querrá casarse en la aldea de la gente barro. Luego volveré para que me aconsejéis sobre el mejor modo de enfrentarme a esas seis Hermanas. Habla con Nathan y con Ann. Juntos decidiremos qué hacer.

— Ten cuidado —dijo Warren. El joven lo miraba estoicamente, con las manos metidas en las mangas de la túnica—. Y no me refiero sólo a ti. No olvides lo que Nathan y yo te hemos dicho. No olvides que el destino de todos depende de lo que hagas con la piedra de Lágrimas. Me temo que aún no te ha llegado el momento de elegir.

— Lo haré lo mejor que sepa.

Escarlata se agachó para que Richard pudiera montarse sobre sus hombros. El joven se agarró a las espinas de punta negra y se subió. Luego le palmeó una roja escama.

— A D’Hara, amiga mía. Volvemos a D’Hara.

Con un rugido acompañado por una llamarada Escarlata alzó el vuelo.


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