Excepto por el pulgar y el índice que jugueteaban con el hueso liso y redondo del colgante, Kahlan contemplaba totalmente inmóvil la ciudad que se extendía ante ella. Las escarpadas laderas que rodeaban la ciudad parecían acunar con ternura los edificios que ocupaban casi por completo el valle suavemente ondulado sobre el que se asentaba. Tejados de pizarra muy inclinados salpicaban el paisaje dentro del límite construido, y en el extremo septentrional descollaban las torres de palacio. Pero ni una sola voluta de humo salía de los cientos de chimeneas de piedra. Kahlan no percibió movimiento alguno. No se veía ni un alma en la calzada meridional, totalmente recta, que conducía a la puerta principal, ni tampoco en ninguna de las serpenteantes carreteras que se bifurcaban hasta morir en las puertas secundarias ni en las que circunvalaban la muralla exterior en dirección norte.
La ladera de la montaña en cuya cima se encontraba Kahlan estaba cubierta por un manto de nieve. Una suave brisa hizo caer la nieve acumulada en la rama de un pino vecino, creando una chispeante nube que se disipó en el aire. Esa misma brisa agitaba la piel de lobo blanca del grueso manto con el que se abrigaba y le rozaba la mejilla, pero Kahlan apenas se dio ni cuenta.
Prindin y Tossidin le habían hecho ese manto para que no pasara frío en la travesía hacia el nordeste mientras atravesaba un inhóspito paisaje azotado por glaciales tormentas de invierno. Los lobos temían a los humanos y rara vez se dejaban ver, por lo que Kahlan poco sabía de sus hábitos. Las flechas de los dos hermanos habían hecho blanco en animales que ella ni siquiera había visto. Si no hubiera visto a Richard disparar, habría creído que esos disparos eran imposibles. Los dos hermanos eran casi tan buenos arqueros como Richard.
Aunque siempre había sentido una cierta animadversión hacia los lobos, en realidad nunca la habían molestado. Y, desde que Richard le había explicado la vida familiar en la manada, había empezado incluso a sentir afecto por ellos. Kahlan no quería que los hermanos mataran a ninguno para hacerle un abrigo caliente, pero ellos insistieron en que lo necesitaba, y al fin cedió.
Kahlan se sintió enferma al ver cómo los animales eran despellejados, dejando al descubierto el rojo de los músculos, el blanco de los huesos y los tendones, la sustancia de su ser tan elegante cuando estaba llena de vida y espíritu, y tan súbitamente mórbida después de arrebatárselos.
Mientras los hermanos realizaban la truculenta tarea, Kahlan no podía dejar de pensar en Brophy, el hombre al que había tocado con su poder y que había resultado ser inocente. Giller, su mago, lo había convertido en lobo para que pudiera empezar una nueva vida sin ser esclavo de la magia de una Confesora. Kahlan se imaginó la pena que sentiría la familia de lobos cuando esos miembros no regresaran, la misma que debió de sentir la compañera de Brophy y su manada cuando éste fue asesinado.
Había visto ya demasiadas muertes. Estaba tan harta de las muertes que sentía ganas de echarse a llorar; y el fin no se vislumbraba. Al menos, los tres hombres barro no habían demostrado orgullo ni alegría al matar a los magníficos animales, y habían dirigido una plegaria a los espíritus de sus hermanos lobos, tal como los habían denominado.
— No deberíamos estar haciendo esto —rezongó Chandalen.
Kahlan era consciente de que el cazador, apoyado en su lanza, la observaba, pero no apartó los ojos de la silenciosa ciudad del valle en la que reinaba una excesiva quietud. El tono de Chandalen era menos brusco de lo habitual y reflejaba el temor y el respeto que le inspiraba una ciudad del tamaño de Ebinissia.
Chandalen nunca se había alejado tanto de la tierra de la gente barro y tampoco había visto nunca tantos edificios juntos ni tan grandes. Al posar por primera vez la vista en la ciudad, sus ojos marrones la contemplaron con silencioso estupor, que fue incapaz de ocultar, y, por una vez, se quedó sin comentario ácido alguno. Para alguien que había vivido toda su vida en una aldea situada en la pradera, Ebinissia debía de parecerle el resultado de hechizos mágicos y no del esfuerzo humano.
Kahlan sintió una pequeña punzada de pesar por él y por los dos hermanos, pues su simple visión del mundo se haría pedazos en ese viaje. Aún les quedaban muchas cosas por ver que les causarían asombro.
— Chandalen, me he esforzado mucho por enseñarte a ti, a Prindin y a Tossidin a hablar mi idioma. Allí donde vamos nadie habla tu lengua. Si me empeño en enseñarte es por tu propio bien. Eres libre de creer que lo hago para mortificarte o bien pensando en tu seguridad lejos de tu tierra. Pero, de uno u otro modo, quiero que me hables en el idioma que te he enseñado.
Cuando habló, Chandalen usó un tono de voz más tenso aunque no pudo ocultar lo humilde que se sentía al ver por primera vez una gran ciudad. Y no sería lo mayor que vería. Tal vez sentía también algo de lo que Kahlan no le había creído capaz: temor.
— Mi misión es escoltarte a Aydindril, no a este lugar. No deberíamos estar perdiendo el tiempo aquí. —Por la entonación que dio a este comentario, dejaba entrever que, a su entender, un lugar como ése nada bueno podría deparar.
Entrecerrando los ojos para protegerse del brillo cegador del sol en la blanca nieve, Kahlan vio muy abajo dos figuras que iniciaban el ascenso.
— Soy la Madre Confesora —dijo, soltando el huesecillo redondo—. Mi deber es proteger a toda la gente de la Tierra Central del mismo modo que trabajo para salvaguardar a la gente barro.
— Tú no ayudas a mi gente; sólo la pones en peligro.
Sus palabras parecían más fruto del hábito que un sentido reproche.
— Ya basta, Chandalen —replicó Kahlan en un quedo y cansino murmullo.
Por fortuna, el hombre barro no insistió, sino que descargó su ira en otras víctimas.
— Prindin y Tossidin no deberían subir la colina al descubierto. ¿Cómo pueden ser tan estúpidos después de todo lo que les he enseñado? Si fuesen aún chiquillos, les daría una buena zurra en el trasero. Cualquiera puede ver adónde se dirigen. ¿Y tú quieres hacerme caso de una vez y ponerte a cubierto?
Kahlan dejó que la condujera de nuevo a la arboleda, no porque lo creyera necesario sino para demostrarle que respetaba sus esfuerzos por protegerla. Pese a su inicial resistencia a escoltarla en ese viaje, Chandalen había cumplido con su deber de velar por ella en todo momento, lo mismo que los dos hermanos. La diferencia era que Prindin y Tossidin lo hacían con sonrisas y auténtico celo, mientras que Chandalen mostraba un ceño permanente y recelo. Con la escolta de tres hombres barro, Kahlan se sentía como una mercancía muy valiosa y frágil que debía transportarse con sumo cuidado. Los hermanos eran sinceros, mientras que para Chandalen esa misión no era más que una tarea que debía realizarse por muy pesada que fuera.
— Deberíamos irnos cuanto antes de aquí —insistió Chandalen.
La Confesora sacó una mano de debajo de su capa de piel y se apartó del rostro un largo mechón de pelo.
— Tengo el deber de descubrir qué ha pasado.
— Dijiste que tu deber era ir a Aydindril, tal como te pidió que hicieras Richard el del genio pronto.
Kahlan le volvió la espalda sin responder y se adentró más profundamente entre los árboles cubiertos de nieve. Extrañaba a Richard más de lo que podía soportar. Cada vez que cerraba los ojos, lo veía mirándola con la expresión que puso al creer que lo había traicionado. La mujer sentía deseos de arrodillarse y soltar el grito que pugnaba continuamente por escaparse a su control, un grito fruto del horror que le producía lo que había hecho.
¿Pero acaso tenía otro remedio? Si lo que sabía era cierto y el velo del inframundo estaba rasgado y sólo Richard podía volverlo a cerrar, y si ese collar era lo único que podía salvarle la vida y darle la oportunidad de cerrar el velo, no tenía otra opción. ¿Cómo podría haber tomado otra decisión? ¿Cómo podría Richard respetarla si no afrontaba sus responsabilidades para el bien común? El Richard que ella amaba acabaría por darse cuenta de ello. Tenía que darse cuenta.
Pero, si alguna de esas cosas resultaba no ser cierta, entonces habría empujado al hombre al que amaba a la peor de sus pesadillas, y todo por nada.
Por enésima vez se preguntó si Richard debía de mirar el mechón de cabello que le había dado y si pensaba en ella. Ojalá que lograra entenderla y perdonarla. Kahlan deseaba tanto decirle cuánto lo amaba y abrazarlo… Su único objetivo ahora era llegar a Aydindril y pedir ayuda a Zedd.
Pero debía saber qué había ocurrido en Ebinissia. Kahlan se enderezó, resuelta. Era su deber como Madre Confesora.
Su primera intención había sido eludir la ciudad, pero en los últimos dos días se habían topado en el camino con los cadáveres congelados de mujeres. Nunca eran hombres, sino sólo mujeres, tanto jóvenes como ancianas, tanto niñas como abuelas. Algunas estaban medio desnudas y otras no llevaban ropa alguna, y eso que se encontraban en lo más crudo del invierno. Algunas yacían solas y otras, las menos, apiñadas. Habían muerto congeladas, demasiado exhaustas o demasiado asustadas o desorientadas para buscar refugio. Habían huido de Ebinissia no sólo con prisas, sino realmente aterrorizadas. Habían preferido morir de frío en los caminos que quedarse en la ciudad.
Casi todas ellas presentaban señales de haber sufrido todo tipo de atropellos antes de dispersarse a los cuatro vientos hacia las montañas. Kahlan sabía qué les habían hecho, lo que les había llevado a tomar esa decisión desesperada. Pese a que los tres hombres también lo sabían, ninguno osaba decirlo en voz alta.
Kahlan se abrigó con la cálida capa. Esa atrocidad no podía haber sido cometida por los ejércitos de D’Hara, pues era demasiado reciente y las tropas d’haranianas habían recibido la orden de retirada. No tenía sentido que hubieran hecho algo como eso una vez acabada la guerra.
Incapaz de aguantar ni un minuto más sin saber qué calamidad se había abatido sobre la ciudad, la mujer se subió un poco el arco que llevaba colgado al hombro e inició el descenso de la colina. Por fin los músculos de sus piernas se habían acostumbrado a caminar a grandes zancadas, que era el paso adecuado para andar con las raquetas que los hombres barro le habían fabricado con sauce y tendón. Chandalen corrió tras ella.
— No bajes —le gritó—. Puede ser peligroso.
— ¿Peligroso? —Kahlan se subió la mochila que llevaba a la espalda—. Si hubiese algún peligro, Prindin y Tossidin no irían al descubierto. Puedes venir conmigo o esperar aquí, pero yo voy.
Consciente de que era inútil tratar de convencerla, Chandalen la siguió en un extraño ataque de silencio. El brillante sol de la tarde no lograba calentar el ambiente de ese crudo día de invierno. Normalmente, en las estribaciones de las montañas Rang’Shada soplaba un fuerte viento, pero por fortuna ese día era débil. Hacía varios días que no nevaba, lo que les había permitido viajar más deprisa. No obstante, con cada inspiración sentía como si el aire se congelara dentro de su nariz.
Kahlan interceptó a los hermanos a media ladera. Los hombres barro se detuvieron ante ella y, apoyados en sus lanzas, respiraron entrecortadamente. Era extraño, pues no parecían cansarse nunca. Pero no estaban acostumbrados a la altitud. Tenían el rostro pálido y se mostraban muy serios.
— Por favor, Madre Confesora, no bajes allí —dijo Prindin, que tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento tras el agotador ascenso—. Los espíritus de los antepasados de esa gente los han abandonado.
Kahlan desató un odre que llevaba a la cintura, bajo la capa, para que el calor de su cuerpo impidiera que el agua se congelara. Se lo tendió a Prindin y lo animó a que tomara un sorbo antes de interrogarlo.
— ¿Qué has visto? No habéis entrado en la ciudad, ¿verdad? Os dije que no traspasarais las murallas.
Prindin tendió el odre a su hermano, que también jadeaba.
— No, no entramos. Nos ocultamos, tal como nos dijiste. No entramos, pero tampoco fue necesario. —El hombre barro se lamió una gota de agua del labio inferior y añadió—: Vimos bastante desde fuera.
Cuando Tossidin acabó de beber, Kahlan recuperó el odre y volvió a colocar el tapón.
— ¿Visteis a alguien?
— Vimos a mucha gente —replicó Tossidin, lanzando una fugaz mirada por encima del hombro a la ciudad en el valle.
— Muertos —apostilló Prindin, limpiándose la nariz con el dorso de la mano mientras miraba alternativamente a su hermano y a Kahlan.
— ¿Cuántos? ¿Y muertos cómo?
Tossidin se soltó la larga correa que sujetaba su capa de piel al cuello y respondió:
— Muertos en la batalla. La mayoría son hombres armados con espadas, lanzas y arcos. Hay tantos que no conozco la palabra para contarlos. Nunca en toda mi vida había visto tantos hombres juntos. Hubo una guerra, y los vencidos fueron masacrados.
Kahlan se quedó mirándolos un momento, totalmente horrorizada, casi incapaz de respirar. Hasta entonces había conservado la esperanza de que los habitantes de Ebinissia hubieran logrado escapar.
Una guerra. ¿Acaso las fuerzas de D’Hara habían atacado tras el fin de la guerra? ¿O era obra de otros?
Cuando, por fin, los músculos volvieron a responderle, inició el descenso de la colina. La capa ondeaba al viento gélido, abierta. El corazón le latía con fuerza, temerosa de lo que podría haberle ocurrido a la gente de Ebinissia.
— Tengo que ir a ver qué ha pasado —dijo.
— Por favor, Madre Confesora, no vayas —le suplicó Prindin—. Es muy malo.
Los tres hombres tuvieron que darse prisa para seguirla. Kahlan caminaba deprisa, y la pendiente aceleraba su marcha.
— No es la primera vez que veré gente muerta.
Empezaron a encontrar los primeros cadáveres: según todos los indicios, víctimas de escaramuzas, a bastante distancia de los muros de la ciudad. La nieve los había cubierto en parte. En un lugar sólo vieron una mano que sobresalía del manto de nieve, como si el hombre se estuviera ahogando debajo y pidiera socorro. La mayoría de los cuerpos estaban intactos, pues había más que alimento suficiente para los carroñeros. Todos eran soldados del ejército de Galea cuyos cuerpos se habían congelado donde cayeron muertos. Sus ropas empapadas de sangre estaban duras como una piedra, y también sus pavorosas heridas se habían helado.
En la muralla meridional, donde antes se abrían unas enormes puertas de madera de roble reforzadas con sólidas barras de hierro, ahora había un gran agujero con los bordes fundidos y quemados. Kahlan se quedó mirando la piedra fundida como la cera de una vela. Sólo existía una cosa capaz de hacer eso: el fuego de hechicero.
Su mente se esforzaba por comprender lo que estaba viendo. Reconocía perfectamente los efectos del fuego de hechicero, pero ya no quedaban hechiceros excepto Zedd y tal vez Richard. Pero eso no podía ser obra de Zedd.
Extramuros, a ambos lados, vieron enormes pilas congeladas de cuerpos decapitados, y otras pilas, menos ordenadas, sólo de cabezas. Espadas, escudos y lanzas habían sido amontonados en pilas separadas que parecían enormes puercoespines muertos de acero. Había sido una ejecución en masa llevada a cabo por diferentes comandos a la vez para realizar un trabajo más eficiente. Todos los muertos eran soldados de Galea.
Mientras contemplaba conmocionada y yerta el truculento espectáculo, Kahlan dijo suavemente a Tossidin, situado detrás de ella:
— La palabra que no conocías para contar tantos muertos es «miles». Calculo que habrá unos cinco mil.
Prindin clavó con delicadeza el extremo de la lanza en la nieve y la hizo girar, incómodo.
— No imaginaba que se necesitara una palabra para contar a tanta gente. —De nuevo giró la lanza con un gesto de la mano, y su voz se convirtió en un susurro para añadir—: No será un lugar muy agradable cuando llegue el calor.
— Ya es desagradable ahora —murmuró su hermano en su propia lengua.
Kahlan sabía que habría muchos más muertos. Conocía las tácticas de defensa de Ebinissia: las murallas ya no proporcionaban la misma seguridad que en un remoto pasado. A medida que la ciudad había ido creciendo gracias a la prosperidad que había fomentado la alianza de la Tierra Central, la vieja muralla fortificada había sido derribada, y la piedra se había usado para construir la nueva, más amplia. Pero no se había construido tan sólidamente como la anterior. La nueva muralla de Ebinissia era más el símbolo y el orgullo de la capital del reino que un perímetro fuerte y fácilmente defendible.
Al producirse el ataque, las puertas se debían de haber cerrado, y los soldados más duros y avezados se quedaron fuera para detener a los atacantes antes de que tuvieran oportunidad de llegar a la muralla. La auténtica defensa de Ebinissia eran las montañas que la rodeaban, pues los estrechos pasos que las cruzaban impedían un ataque en masa.
Por orden de Rahl el Oscuro, fuerzas de D’Hara habían cercado la ciudad durante casi dos meses, pero los defensores de fuera de la muralla habían podido retener a los atacantes en los pasos de las montañas, inmovilizarlos y hostigarlos sin tregua hasta obligarlos a retirarse para lamerse las heridas y buscar una presa más fácil. Aunque en esa ocasión los ebinissianos vencieron, habían sufrido muchas bajas. Si Rahl el Oscuro no hubiera estado tan ocupado buscando las cajas del Destino, habría enviado más atacantes y quizás habría aplastado a los defensores en los pasos. Esta vez alguien lo había hecho.
Esos hombres decapitados eran parte del anillo exterior de defensa de Ebinissia. Ante las murallas habían sido derrotados, capturados y ejecutados antes de abrir una brecha en los muros, probablemente para aterrorizar a los habitantes de la ciudad y convencerlos de que se rindieran sin luchar. Por los cuerpos sin vida de las mujeres que habían ido encontrando en los caminos, Kahlan sabía que lo que les esperaba dentro de la ciudad sería mucho peor.
Como de costumbre, casi sin darse cuenta de lo que hacía, Kahlan puso la cara de serenidad que nada revelaba, su máscara de Confesora que su madre le enseñara.
— Prindin, Tossidin, vosotros dos seguid la muralla. Quiero saber qué más hay fuera. Quiero saber todo lo que ha ocurrido aquí: cuándo se produjo el ataque, de dónde vinieron los atacantes y qué dirección tomaron al marcharse. Chandalen y yo entraremos. Cuando acabéis, esperad aquí.
Los dos hermanos obedecieron enseguida las órdenes de Kahlan y empezaron a susurrar entre sí mientras señalaban y analizaban signos y huellas que interpretaban con apenas una rápida mirada. Chandalen caminaba en silencio a su lado, con una flecha presta en el arco mientras salvaban los escombros y se introducían por el gran orificio en el muro.
Ninguno de los tres hombres se había opuesto a sus órdenes. Kahlan sabía que se sentían sobrecogidos por el tamaño de la ciudad y, sobre todo, por la enormidad de lo ocurrido allí; respetaban la obligación de Kahlan para con los muertos.
La mirada de Chandalen no se posó en los cuerpos diseminados por todas partes, sino que observó las oscuras aberturas y los callejones limitados entre las pequeñas casas de adobe y cañas que albergaban a los pastores y los campesinos que trabajaban los campos próximos a la ciudad. En la nieve no había huellas frescas; nada vivo había estado allí recientemente.
Kahlan elegía la ruta mientras Chandalen la seguía a su derecha, medio paso por detrás. La mujer no se detuvo a examinar los cadáveres desperdigados por todas partes. Todos parecían haber muerto de la misma manera, luchando con ferocidad.
— Fueron derrotados por una fuerza más numerosa —comentó Chandalen en voz baja—. Eran muchos miles, como tú dices. No tenían oportunidad alguna.
— ¿Por qué dices eso?
— Están agrupados entre las casas. No es el mejor escenario para luchar, pero, en un lugar cerrado como éste, no hay otro modo. Así es como yo trataría de defenderme de un enemigo que me superara en número: impidiéndole que se desplegara desde atrás, me rodeara y me atrapara. En los callejones, el enemigo no podía atacar en masa. Yo acosaría desde todos los lados para evitar que atacara a su antojo, y que nunca supiera de dónde procedería el siguiente golpe. Es importante enfrentarse al enemigo en las condiciones que uno elige, sobre todo si el enemigo es más numeroso.
»Entre los soldados hay ancianos y adolescentes. Yo no permitiría que lucharan a no ser que fuese una guerra a muerte y faltaran defensores. Debieron de ser muy valientes para plantar cara y enfrentarse a una fuerza mucho más poderosa. Si las fuerzas enemigas no hubieran sido tan numerosas, no habría sido necesario que ancianos y adolescentes ayudaran a unos soldados tan valientes.
Kahlan sabía que Chandalen tenía razón. Todos los habitantes de la ciudad habían visto u oído las ejecuciones ante las murallas, y sabían que la derrota significaba la muerte.
Los cuerpos habían sido derribados como juncos que arranca un vendaval. Mientras ascendían la colina en la que antaño se alzara la vieja muralla, los muertos se multiplicaron. Era como si se hubieran replegado para tratar de seguir oponiendo resistencia desde un terreno elevado. Pero no les había servido de nada, pues habían sido aplastados.
Todos los muertos eran defensores; no había atacantes muertos. Kahlan sabía que algunos creían que dejar a los muertos donde habían caído mientras derrotaban al enemigo auguraba mala suerte en las siguientes batallas, pues era como abandonar sus espíritus al castigo que sufrirían a manos de los espíritus de los vencidos. Del mismo modo creían que, si dejaban a sus muertos en el escenario de una derrota, los espíritus de los camaradas caídos atormentarían a sus enemigos. Quienquiera que fuera que había perpetrado esa masacre, no había querido dejar los cuerpos de sus muertos junto a los de los vencidos. Kahlan conocía varios pueblos que creían que morir en batalla producía tal taumaturgia, y entre ellos destacaba uno en especial.
Mientras bordeaban un carro volcado con toda la carga de leña desparramada en un desordenado montón, Chandalen se detuvo bajo un pequeño letrero de madera en el que había una hoja grabada junto a un mortero y la correspondiente mano de mortero. Haciendo pantalla con una mano para protegerse de la luz del sol, escudriñó la tienda larga y estrecha situada a algunos metros de distancia de los edificios a ambos lados.
— ¿Qué es ese lugar? —preguntó.
Kahlan lo precedió y atravesó el marco de la puerta astillado de madera.
— Es un herbolario. —El mostrador estaba cubierto con botes de cristal rotos y hierbas secas, diseminados en total confusión. Sólo se habían salvado dos tapas de cristal—. Aquí es donde la gente compraba hierbas y remedios.
Detrás del mostrador, un gran mueble que iba del suelo al techo y ocupaba casi todo el ancho de la pared había contenido centenares de pequeños cajones de madera cuya pátina se había ido oscureciendo por el roce de innumerables dedos. Los que aún seguían en su sitio habían sido destrozados con una maza. Tanto los cajones como su contenido habían sido arrojados al suelo y pisoteados. Chandalen se agachó y abrió los pocos cajones cerca del suelo que seguían intactos, inspeccionó su contenido y volvió a cerrarlos.
— Nissel se quedaría… ¿cómo se dice «pasmada»?
— Pasmada.
— Se quedaría pasmada al ver tantas hierbas medicinales. Es un crimen destruir cosas que ayudan a los demás.
— Sí —convino con él Kahlan, mientras miraba cómo abría y luego volvía a cerrar los cajones—. Es un crimen.
Al abrir uno lanzó un grito ahogado. Por un momento se quedó inmóvil, agachado como estaba, antes de coger con gesto reverente un manojo de plantas en miniatura unidas por los tallos con un cordel. Las diminutas hojas secas presentaban una tonalidad verde pardusca con vetas carmesíes.
Chandalen emitió un suave silbido entre dientes, antes de susurrar:
— Quassim doe.
Kahlan inspeccionaba con la mirada la oscura trastienda, intentando que sus ojos se ajustaran a la falta de luz. No había cuerpo alguno. Seguramente, el herborista huyó antes de morir o tal vez se había unido al ejército para luchar contra los invasores.
— ¿Qué es quassim doe? —preguntó.
— El quassim doe puede salvarte la vida si tomas por error veneno de diez pasos o, si eres realmente rápido, si te disparan con una flecha emponzoñada con él —contestó el cazador, examinando el manojo que hacía rodar entre sus manos, sin poder apartar la vista de él.
— ¿Cómo que tomarlo por error?
— Las hojas de bandu venenosas se mastican mucho tiempo en la boca para humedecerlas. Después se cuecen y se obtiene una pasta espesa. A veces, si te tragas por accidente parte del líquido que desprenden o las masticas demasiado rato, enfermas.
El hombre barro abrió una bolsa de gamuza que llevaba colgada al cinto, de la que sacó una cajita de hueso tallado provista de una tapa. Contenía una pasta oscura.
— Esto es el veneno de diez pasos que ponemos en las flechas. Lo preparamos con bandu. Si comes un poco de esto, enfermas; si comes más cantidad, tienes una muerte lenta; y, si comes bastante, mueres muy deprisa. Pero a nadie se le ocurriría comerlo una vez que está preparado y guardado en la cajita. —Chandalen deslizó de nuevo la caja con el veneno dentro de la bolsa.
— ¿De modo que el quassim doe es el antídoto por si involuntariamente tragas un poco de bandu mientras estás masticando las hojas para hacer veneno? —Chandalen asintió con la cabeza—. Pero ¿y si te disparan con una flecha de diez pasos? ¿No morirías antes de poder tomar el antídoto?
— Depende —replicó Chandalen, haciendo girar el manojo de plantas entre los dedos—. A veces, un cazador se hace un rasguño sin querer con su propia flecha de diez pasos, pero toma quassim doe y no muere. Si es otro quien te dispara, a veces tienes tiempo de salvarte. Las flechas de diez pasos sólo te matan casi al instante si te dan en el cuello; entonces mueres antes de poder tomar quassim doe. Pero, si te disparan en otro sitio, por ejemplo en la pierna, el veneno tarda más en actuar y hay tiempo de contrarrestarlo con quassim doe.
— ¿Y si cuando ocurre estás demasiado lejos de Nissel para que te dé el antídoto? ¿Podrías morir si te pinchas accidentalmente con una flecha de diez pasos mientras cazas en la pradera?
— Todos los cazadores solían llevar algunas hojas de quassim doe encima, para tomarlas si se hacían un rasguño o si les disparaban y tenían tiempo. En una flecha no hay mucha cantidad de veneno, pues se usan para cazar animales pequeños. En el pasado, en tiempos de guerra, los hombres barro tragaban quassim doe justo antes de la batalla para protegerse de las flechas de diez pasos del enemigo.
»Pero es muy difícil de conseguir —prosiguió, meneando tristemente la cabeza—. La última vez que conseguimos tanta cantidad, todos los hombres de la aldea tuvieron que hacer tres arcos y dos manojos de flechas, y todas las mujeres tuvieron que hacer cuencos. Pero ya no queda nada. Hace años que se acabó. La gente que nos lo proporcionaba ya no ha encontrado más. Dos hombres han muerto por no tener quassim doe. La gente barro haría cualquier cosa por volver a tener.
— Quédatelo, Chandalen —lo animó Kahlan, mirando cómo colocaba de nuevo las hierbas en el cajón—. Llévaselo a tu gente. Lo necesitan.
Pero el cazador cerró despacio el cajón.
— No puedo —dijo—. No estaría bien quitárselo a otros, aunque esos otros estén muertos. Este quassim doe no pertenece a la gente barro, sino a la gente de Ebinissia.
Kahlan se agachó junto a él, abrió el cajón y cogió el pequeño haz. En el suelo vio un pedazo cuadrado de la tela con la que se empaquetaban las compras, y la usó para envolver las plantas de quassim doe.
— Tómalas —insistió, poniéndole el paquete en las manos—. Conozco a los habitantes de esta ciudad y pienso pagárselo. Puesto que pagaré por él, ahora me pertenece a mí. Tómalo. Te lo regalo por todos los problemas que he causado a tu gente.
— Es un regalo demasiado valioso —replicó Chandalen, mirando fijamente el paquete de tela—. Si lo acepto, estaríamos en deuda contigo.
— Pues no es un regalo sino el pago por que tú, Prindin y Tossidin me escoltéis en este viaje. Vosotros tres estáis arriesgando la vida para protegerme. Soy yo quien está en deuda con vosotros, y ni siquiera así os podré compensar. Vosotros no me debéis nada.
Ceñudo, el hombre barro observó el paquete un momento, tras lo cual lo hizo botar dos veces en la mano antes de guardárselo en la bolsa de gamuza que llevaba a la cintura. La cerró con una correa de cuero sin curtir y se puso en pie.
— Así pues, es el pago por acompañarte. Cuando lleguemos a nuestro destino, no te deberemos nada.
— Nada de nada —dijo Kahlan, sellando así el trato.
Ambos recorrieron las silenciosas calles, pasando por delante de las tiendas y las posadas del barrio viejo de la ciudad. No quedaba ni una puerta ni una ventana intactas. Fragmentos de cristal relucían a la luz del sol, titilando como si fueran lágrimas derramadas por los muertos. Las hordas invasoras habían saqueado todos los edificios en busca de cualquier ser vivo.
— ¿Cómo es posible que tantos miles de personas vivieran en un mismo lugar y hubiera tierra suficiente para alimentar a tantas familias? Es imposible que hubiera caza suficiente para todos ni campos de cultivo.
Kahlan trató de ver la ciudad con los ojos del hombre barro, al que debía de parecerle un confuso rompecabezas.
— No todos cazaban ni cultivaban la tierra. La gente que vivía aquí se había especializado.
— ¿Especializado? ¿Qué significa?
— Significa que cada uno desempeñaba un oficio diferente. Trabajaban sólo en una cosa, y usaban oro o plata para comprar las cosas que necesitaban y que no cultivaban ni fabricaban ellos mismos.
— ¿De dónde sacaban el oro o la plata?
— Las obtenían en pago por las cosas en las que se habían especializado.
— ¿Y esos otros de dónde sacaban el oro o la plata?
— De otros que les pagaban por su trabajo.
— ¿Por qué no hacían trueques? —inquirió Chandalen, mirándola con escepticismo—. Hubiese sido más sencillo cambiar una cosa por otra.
— Bueno, en cierto modo, era una especie de trueque. Muchas veces, la persona que quiere lo que tú tienes no puede ofrecerte nada que tú necesites, por lo que te paga con dinero, esto es plata u oro en forma de discos planos y redondos que se denominan monedas. Y con esas monedas tú compras lo que necesitas.
— Comprar. —Chandalen pareció probar en la boca el sonido de esa extraña palabra, mientras miraba una calle que se abría a su derecha meneando la cabeza—. ¿Y por qué trabajaba la gente? ¿Por qué no se limitaba a coger ese dinero de oro o plata que dices?
— Algunos lo hacen; buscan oro o plata. Pero es un trabajo muy duro. Para encontrar oro hay que cavar muy hondo. Por eso es por lo que se usa como dinero: porque es escaso. Si fuese tan fácil de encontrar como los granos de arena, nadie lo aceptaría como pago. Si fuese sencillo conseguir dinero, o fabricarlo, perdería su valor, este sistema de intercambio acabaría y todo el mundo se moriría de hambre.
— ¿De qué está hecho ese dinero? ¿Qué es ese oro y plata de los que hablas? —preguntó Chandalen, deteniéndose y poniendo ceño.
Kahlan no se detuvo, por lo que el cazador tuvo que avanzar rápidamente unos pasos para ponerse de nuevo a su altura.
— Oro es… El medallón, el colgante que los bantak regalaron a la gente barro en signo de paz estaba hecho con oro. —Chandalen asintió con un gruñido, ante lo cual Kahlan se detuvo—. ¿Sabes de dónde sacan los bantak tanto oro?
— Pues claro —contestó el hombre barro, paseando la mirada por los tejados de pizarra—. Nosotros se lo damos.
— ¿Qué significa que vosotros se lo dais? —Kahlan lo agarró por el brazo, que tenía cubierto con la capa, y lo atrajo hacia ella.
El hombre barro se puso tenso. No le gustaba sentir la mano de una Confesora. El hecho de que lo tocara por encima de la capa de piel no importaba, pues, si la mujer descargaba su poder, la piel de lobo no lo protegería. El poder de Kahlan atravesaba incluso una armadura. Cuando lo soltó, Chandalen se relajó visiblemente.
— Chandalen, ¿de dónde saca la gente barro tanto oro?
El hombre la miró como si fuera una niña que le preguntara dónde encontrar barro.
— De unos agujeros que hay en el suelo, hacia el norte. Es un terreno rocoso en el que casi nada crece ni puede sobrevivir. El oro está dentro de los agujeros. Es un lugar muy malo. El aire es cálido y malo para respirar. Se dice que, si uno lo inhala demasiado tiempo, muere. El metal amarillo está dentro de esos profundos agujeros. Pero no sirve de nada, pues es demasiado blando para forjar buenas armas.
»Pero los bantak afirman que a los espíritus de sus antepasados les gusta el brillo del metal amarillo, por lo que les permitimos que entren en nuestra tierra y lo cojan de los agujeros. —Chandalen hizo un gesto con la mano con el que indicaba que no era nada importante—. Así fabrican objetos gratos a la vista de los espíritus de sus antepasados.
— Chandalen, ¿conoce alguien más la existencia de esos agujeros con oro?
— Supongo que no, pues no permitimos que ningún forastero entre en nuestras tierras —contestó, encogiéndose de hombros—. Pero, como ya te he dicho, no sirve de nada porque es demasiado blando para hacer armas. A los bantak les gusta y, como intercambiamos cosas con ellos, les dejamos que cojan tanto como quieran. Pero no se llevan mucho, porque ya te he dicho que es un lugar malo. Nadie quiere ir allí, excepto los bantak, y sólo para complacer a los espíritus de sus antepasados.
¿Cómo podría explicárselo? Chandalen no sabía nada del mundo fuera de su aldea.
— Chandalen, nunca debéis usar ese oro. —El cazador puso una cara de decirle que ya le había explicado que era un metal inútil y que nadie lo querría—. Es posible que tú lo creas inútil, pero otros matarían para obtenerlo. Si se corriera la voz de que hay oro en la tierra de la gente barro, os invadirían para conseguirlo. La fiebre del oro vuelve locos a los hombres, que harían cualquier cosa para conseguirlo. Matarían a la gente barro.
Chandalen se puso muy derecho y adoptó una expresión de petulancia. Entonces apartó la mano de la cuerda del arco y se golpeó el pecho.
— Yo y mis hombres protegemos a la gente barro. Ahuyentaríamos a los forasteros.
Kahlan hizo un amplio gesto con el brazo, señalando los centenares de muertos alrededor.
— ¿A tantos? ¿A miles, quizá? —Chandalen nunca había visto a tanta gente reunida y no podía hacerse una idea cabal de la población de la Tierra Central—. Serían miles de personas que no pararían hasta expulsaros a vosotros.
Los ojos del cazador siguieron el arco que dibujó la mujer con el brazo. Frunció la frente con una inquietud que hasta entonces nunca lo había asaltado, y toda su arrogancia se evaporó al mirar a tantos muertos.
— Los espíritus de nuestros antepasados nos han advertido que no hablásemos de los agujeros en el suelo en los que cuesta respirar. Sólo dejamos pasar a los bantak; a nadie más.
— Procura que siga siendo así, u otros tratarán de robarlo.
— Robar no está bien. —El cazador tensó de nuevo la cuerda del arco, mientras Kahlan soltaba un ruidoso suspiro de frustración—. Cuando yo hago un arco para intercambiarlo por otra cosa, todo el mundo sabe que es obra de Chandalen, pues mis arcos son magníficos. Si alguien lo roba, todo el mundo sabe de dónde ha salido. Enseguida se descubre al ladrón y se lo obliga a devolverlo. Tal vez es expulsado de la aldea. Pero, si un ladrón roba dinero, ¿cómo hay manera de saber a quién pertenece?
A Kahlan le dolía la cabeza por el esfuerzo de intentar aclarar las dudas a Chandalen. Pero, al menos, le impedía pensar en todos los muertos que veían. La mujer echó a andar de nuevo sobre la nieve y tuvo que pasar por encima de un hombre caído de espaldas. Entre los muertos apenas había sitio donde colocar los pies.
— Cuesta mucho. Ésa es la razón por la que la gente guarda con mucho cuidado su dinero. Si alguien es atrapado robando, el castigo es severo para desalentar a otros ladrones.
— ¿Cómo se castiga a los ladrones?
— Si no han robado mucho y tienen suerte, se los encierra bajo llave en una habitación muy pequeña hasta que su familia repone todo lo que han robado.
— ¿Qué es encerrar bajo llave?
— Es un modo de bloquear una puerta. Las habitaciones de piedra en las que se mete a los ladrones tienen una puerta que no puede abrirse desde dentro y una cerradura. Para abrirla hay que tener la llave adecuada.
Chandalen comprobó una calle lateral detrás del establecimiento de un platero, mientras continuaban andando por la calle principal.
— Preferiría que me mataran a que me encerraran en una habitación de ésas.
— Eso es lo que le ocurre al ladrón si roba a quien no debe o si tiene mala suerte.
Chandalen gruñó, y Kahlan pensó que no se lo estaba explicando demasiado bien. Era evidente que al hombre barro ese sistema le parecía un soberano disparate.
— Nuestro modo de vida es mejor. Nosotros hacemos lo que queremos. Cada uno de nosotros hace lo que necesita. No nos especializamos. Sólo comerciamos por unas pocas cosas. Nuestro sistema es mejor.
— Vosotros hacéis lo mismo que esta gente, Chandalen. Tal vez no te des cuenta, pero lo hacéis.
— No. Cada hombre o mujer barro sabe muchas cosas. Nosotros enseñamos a nuestros hijos a hacer todo lo que van a necesitar.
— Os especializáis. Tú eres cazador y proteges la aldea. Esos hombres —prosiguió, señalando con un gesto de cabeza a los muertos que los rodeaban, algunos con los ojos abiertos— eran soldados; se habían especializado en proteger a su gente. Dieron su vida tratando de hacerlo. Tú eres como ellos: eres fuerte, sabes usar un arco y una lanza, y posees astucia para descubrir los planes de tus enemigos y tratar de frustrarlos.
Chandalen reflexionó sobre estas palabras mientras se detenía un segundo para desprender la nieve que se le había adherido en las raquetas.
— Pero sólo soy yo, porque soy fuerte y sabio. Los demás no se especializan.
— Todos se especializan, Chandalen. La especialidad de Nissel, la curandera, es ayudar a los enfermos o a los heridos. Nissel pasa la mayor parte del tiempo ayudando a otros. ¿Cómo consigue alimentos?
— Aquellos a quienes ayuda le ofrecen lo que necesita y, si no hay nadie, siempre hay alguien dispuesto a compartir su comida con ella para que esté bien alimentada y dispuesta a ayudarnos.
— ¿Ves? Los enfermos le pagan con pan de tava, pero es casi como si lo hicieran con dinero. Nissel se especializa en ofrecer un servicio a la aldea, y por ello todo el mundo la ayuda un poco, para que la aldea cuente con ella cuando es necesaria. Aquí a eso se lo denomina impuesto. Todo el mundo paga una pequeña cantidad que se invierte en el bien común, para contribuir a la manutención de quienes trabajan para todos.
— ¿Así es como tú consigues alimentos? ¿La gente te los ofrece como nosotros, cuando vienes a visitarnos?
Kahlan se sintió aliviada de que, por primera vez, Chandalen no pronunciara esas palabras con animosidad.
— Sí —contestó.
Chandalen observó las ventanas vacías de los primeros pisos, mientras seguían avanzando entre edificios cada vez mayores y más ornamentados. A su izquierda, la puerta doble con goznes de hierro de una taberna había sido rota, y las mesas, sillas, ollas, platos y manteles bordados con rosas rojas —como símbolo del nombre de la taberna: La Rosa Roja— habían sido arrojados a la calle, y ahora la nieve casi los cubría. Al mirar dentro, Kahlan vio el cuerpo despatarrado en el suelo de un ayudante de cocina vestido con delantal, con la mirada congelada hacia el techo en la que aún se leía el terror de su última visión. No tendría más de doce años.
— Pero sólo Nissel y los cazadores se especializan —insistió Chandalen, tras una breve reflexión—. Los demás no.
— Todos lo hacen hasta cierto punto. Las mujeres preparan pan de tava, los hombres fabrican armas. También la naturaleza funciona así: algunas plantas crecen en terreno húmedo, y otras en terreno seco. Algunos animales se alimentan de hierba, otros comen hojas, otros insectos, y otros más, carne. Todos los seres vivos desempeñan una función determinada. Las mujeres tienen hijos, y los hombres…
Kahlan se detuvo, apretó los puños a ambos lados y contempló fijamente los innumerables cuerpos caídos por todas partes. Con un gesto del brazo los abarcó.
— Y, al parecer, los hombres sólo piensan en matarlo todo. ¿Lo ves, Chandalen? La especialidad de las mujeres es crear vida, y la especialidad de los hombres es acabar con ella.
Kahlan se apretó el estómago con un puño. Estaba peligrosamente próxima a perder la compostura. Sentía náuseas y la cabeza le daba vueltas.
— El Hombre Pájaro diría que no hay que juzgar a todos por lo que hacen unos pocos —le dijo Chandalen, mirándola por el rabillo del ojo—. Las mujeres no crean vida ellas solas. Los hombres también ponen su granito de arena.
Kahlan inspiró una bocanada de frío aire. Haciendo un esfuerzo, echó de nuevo a andar por la nieve a un paso más vivo, con Chandalen a su lado. La mujer giró hacia una calle flanqueada por elegantes tiendas. Mientras eludían un montón de nieve acumulada por el viento, el cazador señaló algo con su arco. Al parecer, buscaba una excusa para cambiar de tema.
— ¿Por qué tienen personas de madera?
Un maniquí sin cabeza descansaba apoyado contra el alféizar de una ventana, medio fuera de una tienda. Exhibía un rebuscado vestido azul adornado con abalorios blancos en la cintura. Alegrándose de tener algo que la distrajera de los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza, Kahlan cambió ligeramente de dirección, hacia el maniquí.
— Es la tienda de un sastre. La gente que la llevaba se había especializado en coser vestidos. La persona de madera no es más que una forma de exhibir su trabajo, para que los demás pudieran ver lo buenos que eran. Es una demostración del orgullo que sentían por su obra.
La mujer se detuvo frente a la gran ventana. Todos los cristales habían resultado rotos. Unos pocos de los parteluces, pintados de color amarillo, colgaban torcidos de la parte superior del marco. El tono azul del lujoso vestido recordó a Kahlan su propio vestido de boda. Mientras ahogaba un grito, sintió cómo la sangre le latía en las venas del cuello y, despacio, alargó una mano para palpar la tela congelada. Chandalen miró en ambas direcciones de la calle.
La mirada de Kahlan se apartó del maniquí y fue a posarse en el interior de la tienda, donde un cuadrado de luz caía sobre el suelo ahora cubierto por una fina capa de nieve así como sobre un bajo mostrador. La mano le tembló. Un hombre calvo estaba clavado a la pared por una lanza que le atravesaba el pecho. Encima del mostrador yacía una mujer boca abajo. Tenía tanto el vestido como las enaguas arrugadas en torno a la cintura, lo que dejaba al descubierto su carne azulada. De la espalda le sobresalían unas tijeras de sastre.
Al fondo de la tienda, en la penumbra, distinguió otro maniquí con un elegante abrigo de caballero. La parte frontal del abrigo oscuro se veía hecho trizas por efecto de cientos de pequeños cortes. Era evidente que los soldados habían usado el maniquí como blanco para arrojar cuchillos mientras esperaban que les llegara el turno con la mujer. Y, al acabar con ella, la apuñalaron con las tijeras.
Kahlan se apartó de la tienda bruscamente y se encontró cara a cara con Chandalen. La del hombre barro estaba colorada y tenía una mirada amenazante.
— No todos los hombres son iguales. Yo le cortaría el cuello a cualquiera de mis hombres a los que se les ocurriera hacer eso.
Kahlan no supo qué responderle y, de pronto, tampoco tenía ganas de hablar. Mientras echaba a andar de nuevo se aflojó la capa al cuello; necesitaba sentir el aire frío.
En un silencio sólo roto por el débil y siniestro gemido de la brisa entre los edificios, fueron dejando penosamente atrás establos con caballos a los que les habían rebanado el gaznate, posadas y mansiones muy altas cuyas cornisas los protegían del brillante sol que ya caía sesgado. Las columnas acanaladas de madera que se alzaban a ambos lados de la puerta habían sido destrozadas con un hacha, al parecer con el único propósito de estropear la belleza de la elegante mansión.
En la sombra hacía más frío, pero a Kahlan no le importó. Siguieron pasando por encima de cadáveres tendidos de bruces en la nieve con heridas en la espalda, y bordeando carros y carruajes volcados así como caballos y perros muertos. Todo se fundió en un caos sin sentido de locura destructiva.
Clavando los ojos en el suelo, Kahlan caminaba arrastrando los pies por la nieve. Sentía el mordisco del frío en la carne, por lo que de nuevo se abrigó con la capa. El frío no sólo estaba minando su calor corporal, sino también sus fuerzas. Con sombría determinación iba poniendo un pie delante del otro hacia su destino, con la vaga esperanza de no llegar nunca.
Rodeada por la helada muerte de Ebinissia, Kahlan llenó la soledad que amenazaba con aplastarla con una silenciosa plegaria.
«Por favor, queridos espíritus, que Richard no pase frío.»