— Ahora despacio —advirtió al caballo. Un titubeante casco resbaló—. Atrás, atrás. Vamos chico, retrocede.
Detrás de ella, a los pies de la ladera, oía los sonidos de la caza. Un hombre, probablemente uno de los oficiales d’haranianos, ordenaba a voz en grito a sus hombres que no la dejaran escapar, mientras que otros animaban a sus caballos a emprender el ascenso de la empinada senda. Cuando llegaran al llano en el que Kahlan se encontraba, se pondrían otra vez al galope.
La mujer tiró con suavidad de las riendas. Nick alzó el casco del hielo y retrocedió hasta el estrecho espacio que quedaba entre los pinos cubiertos de nieve, desandando camino.
Kahlan encontró la larga rama con el extremo bifurcado que ella misma había tallado clavada en la nieve, justo donde la había dejado, junto al abeto de tronco doble. La cogió y empezó a empujar con ella las pesadas ramas cargadas de nieve. El hombro le dolía aún de cuando la lanza que sostenía debajo del brazo se había hecho pedazos.
Mientras hacía recular a Nick entre los árboles, alejándolo de su rastro, sostenía el largo palo por encima de la cabeza y sacudía las ramas. Libres de su carga, las ramas salieron despedidas hacia arriba como movidas por un resorte, ocultando en parte el espacio entre los árboles. Pero lo más importante era que la nieve caía al suelo encima de sus huellas. Kahlan empujaba una rama por aquí y otra por ahí, esparciendo así nieve encima del rastro que Nick dejaba al recular, cubriéndolo de modo natural como si hubiese sido el viento el que hubiera liberado a las ramas de su carga.
La mujer dio mentalmente las gracias a Richard por enseñarle todo lo que sabía sobre rastros. Richard había afirmado que la convertiría en una mujer del bosque. Kahlan estaba segura de que el joven no aprobaría que usara esos conocimientos para correr un desesperado riesgo.
Pero no podía permitir que esos hombres la siguieran hasta el campamento galeano. Existía la posibilidad de que uno de ellos informara a sus superiores de lo que había visto, y en ese caso los jóvenes reclutas de Galea serían masacrados. Pero si ninguno de sus perseguidores regresaba, pasaría mucho tiempo antes de que otros fueran enviados, y ni siquiera eso era seguro.
Y, aunque más salieran en su busca, ya sería demasiado tarde; Kahlan ya habría cruzado los pasos por los que había llegado, donde el viento aullaba y arrastraba sin cesar la nieve. A partir de allí, innumerables trochas atravesaban las montañas y el bosque. Jamás podrían seguirla. Además habría sido vista por última vez dirigiéndose en rumbo opuesto a su destino real. Los hombres de la Orden Imperial estarían seguros de que sus perseguidores la alcanzarían más pronto o más tarde, y con la perspectiva del saqueo que les esperaba a pocos días de marcha, se olvidarían de ella.
El estrépito de cascos de caballo amortiguado por la nieve la devolvió de nuevo a la realidad. Sus perseguidores habían llegado al llano y reemprendían la cacería al galope. Kahlan siguió retrocediendo entre los árboles, agitando ramas para cubrir el rastro. Regresaba por donde había venido, hacia el ejército de la Orden Imperial. Sus perseguidores se le echaban encima.
La mujer se inclinó hacia adelante casi por completo y acarició con una mano el cuello del caballo. Entonces le susurró algo al oído y el caballo alzó las orejas ante el sonido de su voz.
— Quieto, Nick. Por favor, no te muevas ni hagas ningún ruido. —De nuevo le acarició dulcemente el cuello sudoroso—. Buen chico. Quieto.
Kahlan tenía le impresión de que cualquiera podría oír claramente los latidos de su corazón.
Sus perseguidores la habían alcanzado. Mientras cargaban siguiendo su rastro, justo frente a ella, se abrían paso a galope tendido entre la pantalla que formaban los árboles a su izquierda, a menos de diez metros de distancia. Kahlan contuvo la respiración.
Oyó el traqueteo de los cascos sobre el declive cubierto de hielo, oculto por las sombras de la luna, detrás de esos árboles, justo al borde de su falso rastro. Kahlan había conducido al caballo entre los árboles hasta el borde de un empinado y rocoso arroyo, cuyas aguas, de no estar heladas, caerían en cascada por un precipicio.
No era un río, ni mucho menos, pero el agua había seguido borboteando y burbujeando por encima de la ya congelada, convirtiendo la zona en un palacio de hielo. La nieve había ido resbalando a medida que caía, dejando redondos montículos de hielo desnudo y resbaladizo en declive.
Tras salir de la arboleda, los hombres apenas dispusieron de seis metros antes del borde del precipicio para detener su impetuoso avance, antes de que roca y hielo desembocaran en el vacío. Y tenían que lograr tal proeza resbalando sobre montículos de hielo. Si se hubiera tratado de una superficie de hielo plano, como un lago, los caballos podrían haber clavado en él las herraduras y tratar de derrapar hasta detenerse. Pero no era una superficie llana, sino un deslizante arroyo congelado que descendía. Mientras resbalaban y se deslizaban, tropezaban y caían en desorden. No tenían ninguna oportunidad.
Kahlan oía el ruido de las patas de los caballos al romperse cuando los cascos quedaban atrapados en grietas y miles de kilos de músculos moviéndose a toda velocidad eran incapaces de detenerse. Los jinetes montados a pelo no eran más que pasajeros impotentes.
Los hombres gritaban palabras de ánimo a sus monturas. Los que ocupaban la retaguardia no distinguían a tiempo el cambio de gritos de cólera a gritos de terror. Los de atrás se estrellaban contra los de delante. Los caballos caían en un confuso revoltijo. Al montar a pelo, sólo con ronzales y sin los agresivos bocados curvos, los jinetes no tenían el control al que estaban acostumbrados y eran irremediablemente arrastrados hacia adelante con sus monturas.
Algunos desmontaban de un brinco cuando dejaban atrás los árboles y veían la dantesca escena, pero llevaban demasiado impulso y la distancia era demasiado corta. Su destino estaba sellado. Los caballos de la retaguardia se rompían las patas al estrellarse contra los de delante, que trataban desesperadamente de hallar dónde asirse. Pero no había nada. Los perseguidores y sus caballos se convirtieron en una cascada de carne viva que se precipitaba al vacío.
Kahlan, muy erguida en la silla, lo contemplaba con su cara de Confesora, escuchaba los chillidos de hombres y caballos que se fundían en un único y largo lamento mientras desaparecían por la ladera de la montaña. En unos pocos segundos todo había acabado; más de cincuenta hombres con sus caballos se habían precipitado al abismo.
Cuando el silencio volvió a adueñarse de la noche, Kahlan desmontó y dio un rodeo para mantener su falso rastro libre de cualquier huella que apuntara en otra dirección, hasta acercarse al borde del torrente helado. A la tenue luz distinguió las oscuras manchas de sangre sobre los montículos de hielo. Era sangre procedente de patas rotas y cráneos partidos.
Ya daba media vuelta para marcharse cuando oyó quedos gruñidos de desesperación. Tras desenvainar el cuchillo, lenta y cuidadosamente fue acercándose hacia la fuente de esos sonidos. Ya en el borde, se agarró de una recia rama y se inclinó hacia la ladera helada. Vio escombros del bosque congelados en el hielo y hojas que habían formado un pequeño dique en el límite, que después había sido cubierto a medida que el hielo había ido creciendo. Del muro de hielo sobresalían unas pocas ramas.
Unos dedos se aferraban a una de esas ramas. Era un hombre agarrado por la punta de los dedos, con las piernas colgándole sobre una caída de unos trescientos metros. Gruñía por el esfuerzo de tratar de encaramarse con los pies al hielo, pero era demasiado resbaladizo.
Kahlan se quedó justo al borde, cogida de la rama, contemplando cómo el hombre temblaba. Hilos de agua que burbujeaban sobre el hielo y sobre su rostro le empapaban el cabello así como su uniforme kelta. Los dientes le castañeteaban.
Entonces alzó la mirada y la vio sobre él a la luz de la luna.
— ¡Ayúdame! —gritó—. ¡Por favor, ayúdame!
No podía tener muchos más años que ella. Kahlan lo miró sin ninguna emoción. El joven tenía unos ojos muy grandes, que seguramente enamoraban a las jovencitas. Pero las muchachas de Ebinissia seguro que no se enamoraron al ver esos ojos.
— ¡En nombre de los buenos espíritus, ayúdame!
— ¿Cómo te llamas? —preguntó Kahlan, arrodillándose.
— ¡Huon! ¡Me llamo Huon! ¡Por favor, ayuda!
Kahlan se tendió sobre el hielo y enganchó un pie alrededor de una raíz enmarañada, mientras se agarraba con más fuerza con una mano a la recia rama. La otra la extendió hacia el joven, pero no lo suficiente para que éste la cogiera.
— Huon, te ayudaré con una condición, he jurado que no tendría piedad y no la tendré contigo. Si me coges de la mano, te tomaré con mi poder. Serás mío ahora y para siempre. Si quieres seguir vivo, será como servidor de una Confesora. Si estás pensando en arrastrarme al abismo contigo antes de que tenga tiempo de descargar mi magia, te aviso que no te haría tal oferta si tuvieras la más pequeña posibilidad de lograrlo. He tomado a más hombres de los que puedo contar. No tendrás tiempo; antes serías mío.
Huon parpadeó. Sacudió la cabeza para desprenderse del agua helada que le caía sobre los ojos y la miró.
Kahlan le tendió la mano.
— Elijas lo que elijas, Huon, tu antigua vida ha acabado. Si vives, ya no serás quien eres ahora. Huon habrá desaparecido para siempre; serás mío.
— Por favor —susurró el kelta—, ayúdame a subir. No te haré ningún daño. Juro que te dejaré marchar. Me costará horas volver al campamento a pie, y para entonces tú ya estarás muy lejos. Por favor, ayúdame a subir.
— ¿Cuántas personas en Ebinissia te suplicaron que les perdonaras la vida? ¿Y a cuántas salvaste? —La voz de la mujer sonaba tan gélida como el hielo sobre el que estaba tendida—. Soy la Madre Confesora y he declarado la guerra sin cuartel a la Orden Imperial. Mientras uno de vosotros siga con vida, el juramento sigue en pie. Elige, Huon, morir o ser tomado por mi poder. De un modo u otro, estás acabado.
— La gente de Ebinissia tuvo lo que se merecía. Preferiría entregarme al mismo Custodio antes que ser tocado por tu asquerosa magia. Los buenos espíritus nunca me aceptarían si estuviera contaminado por tu oscura magia profana. —Los labios del joven esbozaron una desdeñosa sonrisa para añadir—: ¡Que el Custodio te lleve, Confesora!
Dicho esto, abrió los brazos y cayó silenciosamente al abismo.
Mientras cabalgaba de regreso al campamento de los reclutas de Galea, reflexionaba sobre lo que Riggs, Karsh y Slagol le habían dicho, así como en todos los seres mágicos que habitaban en la Tierra Central.
Kahlan pensó en el hermoso país de los geniecillos nocturnos, con vastas praderas situadas en el corazón de antiguos y remotos bosques, donde los geniecillos se reunían al crepúsculo para danzar en el aire por encima de la hierba y de las flores silvestres, como felices luciérnagas. La Confesora había pasado muchas noches tendida de espaldas en la hierba mientras los geniecillos flotaban sobre ella y charlaban de cosas de la vida, de sueños, esperanzas y amores.
Entonces pensó en las criaturas que habitaban el lago Longo, seres translúcidos, casi invisibles, que parecían hechos de cristal líquido o del agua en la que vivían. Kahlan nunca había hablado con ellos, pero contemplaba cómo emergían por la noche para bañarse en la luz de la luna sobre las rocas y en las orillas. Pese a que no poseían voz, Kahlan las comprendía y había jurado protegerlas.
También estaban los árboles susurradores, con quienes se había comunicado en una experiencia inquietante y misteriosa pero también muy hermosa y apacible.
Todos los árboles susurradores estaban unidos a través de las raíces que se tocaban bajo tierra, y cada uno de ellos hablaba en nombre de la colectividad. Pero también cada uno tenía un nombre que susurraba a quien le prometiera sencillos favores. Se trataba de una colectividad que, al mismo tiempo, era un solo individuo. Si se talaba un árbol susurrador, todos compartían el mismo dolor de la muerte, pues no podían eludir el contacto que los unía. Kahlan los había visto sufrir, y sus gemidos harían incluso llorar a las estrellas.
Existían otros seres mágicos y gente que poseía magia. A veces no era tarea nada fácil establecer un límite entre lo que era animal y humano. Algunos habitantes de la Tierra Central eran en parte animales, o tal vez algunos animales eran en parte humanos. Eran seres extraños, encantadores y extremadamente tímidos.
La Tierra Central era un lugar de magia, desde las más simples criaturas que habitaban las cuevas Aullantes y que te permitían ver sus nidos a través de muros de roca sólida, hasta pueblos como la gente barro, que poseían un tipo de magia muy simple capaz solamente de una cosa.
Como Madre Confesora, todos esos seres, y muchos otros, eran responsabilidad suya y, como Madre Confesora, mandaba sobre todos ellos para proteger esos lugares mágicos, para que la carga se repartiera entre todos. Era un arreglo que Confesoras y magos apoyaban desde hacía miles de años.
«Seres de la penumbra» los había llamado Riggs. Ése era uno de los muchos nombres que les daba la Sangre de la Virtud, porque muchos de ellos salían sólo por la noche. Por esa razón, la Sangre los asociaba con la oscuridad y, guiados por el miedo, con la oscuridad del Custodio de los Muertos.
La Sangre de la Virtud era un atajo de hombres totalmente irracionales y obtusos, que consideraban que la magia era la fuerza de la que se servía el Custodio para extender su influencia al mundo de los vivos. Se habían arrogado el deber de enviar al mundo de los muertos a cualquiera que, según ellos, sirviera al Custodio, lo cual incluía a cualquier persona que se opusiera a su modo de ver las cosas. En algunos países la Sangre estaba proscrita, pero en otros, como en Nicobarese, recibía el apoyo y el patrocinio de la Corona.
Tal vez Riggs tenía razón. Tal vez ella debería haber impuesto el peso de su ley a hombres como ésos, para detenerlos. No obstante, el Consejo no fue creado para que todo el mundo se doblegara ante sus criterios. La fuerza y la belleza de la Tierra Central era justamente su diversidad, incluso si parte de esa diversidad era fea. Lo que para uno era feo, para otro era hermoso, por lo cual se permitía que cada país y cada pueblo se gobernase a sí mismo, siempre y cuando no tratara de conquistar por las armas a otros. Se soportaba con tolerancia a los seres repugnantes para que los bellos pudieran florecer. A veces no resultaba nada sencillo que el Consejo se atuviera a su cometido de obligar a los países a colaborar en algunas cosas pero, al mismo tiempo, les permitiera ser autónomos en otras.
Tal vez Riggs estaba en lo cierto. Aunque los países más pequeños no vivían bajo el temor de ser conquistados, los habitantes de otros reinos sufrían bajo el yugo de líderes crueles o ineptos, sin esperanza de recibir ninguna ayuda del exterior. Si el establecimiento de un poder central podía acabar con el sufrimiento de esos infortunados, ¿por qué no mejorar sus condiciones de vida?
No obstante, si todos se sometieran a un único poder, cualquier otro tipo de existencia, aunque fuese inferior a la que prevalecía, perecería y nunca tendría la oportunidad de crecer. El tipo de poder único que representaba la Orden Imperial no era más que esclavitud.
A Kahlan le sorprendió encontrar centinelas galeanos apostados más lejos del campamento que antes. Ya no estaban tan separados entre sí y se habían ocultado bien; le salían al paso en el último momento con arcos prestos y acero desenvainado. Era evidente que Chandalen, Prindin y Tossidin habían estado aleccionándolos. Al reconocerla, los centinelas la saludaban llevándose un puño al corazón.
El amanecer teñía el cielo de un oscuro tono gris acerado. No era un día tan frío como los anteriores, pues las nubes cubrían el paisaje como una cálida manta. Nick avanzaba penosamente sobre la nieve hacia el campamento y, aunque Kahlan se sentía agotada, cuando vio a hombres correr hacia ella se puso de nuevo en actitud de alerta y su cabeza se llenó de todas las cosas que debían hacerse.
Chandalen, Prindin, el capitán Ryan y el teniente Hobson estaban hablando con un grupo de hombres cuando la vieron cabalgar hacia ellos. Los cuatro corrieron a su encuentro. A su alrededor el campamento bullía de actividad; había hombres cocinando, otros comiendo, guardando pertrechos, preparando armas y atendiendo los carros y los caballos. Kahlan distinguió a Tossidin, ataviado con su manto hecho de piel de lobo blanco que, en compañía del teniente Sloan, agitaba los brazos mientras explicaba algo a un grupo de soldados. Éstos lo escuchaban en silencio, con las lanzas clavadas en la nieve. Era como un oscuro puercoespín sentado en la blanca nieve.
La mujer dejó escapar un gemido de cansancio mientras desmontaba ante los hombres que habían acudido a recibirla. Los demás continuaban con sus quehaceres, pero se movían más lentamente, observándola con gran interés. Los cuatro hombres la contemplaron con los ojos muy abiertos. Ninguno dijo nada.
— ¿Qué estáis mirando? —les espetó Kahlan, algo irascible.
— Madre Confesora, estáis cubierta de sangre —respondió el capitán Ryan—. ¿Estáis herida?
Kahlan bajó la vista hacia la piel blanca de su manto y comprobó que ya no era blanca. También entonces se dio cuenta de que tenía la piel del rostro tirante por la sangre seca, así como el cabello.
— Oh, no pasa nada. Estoy bien —afirmó en tono más sosegado.
Chandalen y Prindin suspiraron aliviados.
El teniente Hobson, que no dejaba de mirarla con ojos desorbitados, inquirió:
— ¿Qué hay del mago? ¿Lo visteis?
— Llevo encima todo lo que queda de él —respondió Kahlan enarcando una ceja.
Chandalen la miró con una sonrisa taimada.
— ¿A cuántos más mataste?
Kahlan se encogió de hombros con gesto cansino.
— He estado tremendamente ocupada y no he tenido tiempo de contarlos. Pero supongo que, incluyendo los incendios, deben de ser más de cien. Lo importante es que el mago está muerto. Dos de sus comandantes también han muerto y al menos dos más están heridos.
Tanto el capitán Ryan como el teniente Hobson palidecieron.
La sonrisa de orgullo de Chandalen se hizo aún más amplia.
— Me sorprende que nos hayas dejado alguno para que lo matemos nosotros, Madre Confesora.
— Todavía quedan muchos —repuso Kahlan, sin devolverle la sonrisa—. Nick hizo casi todo el trabajo —añadió, frotando el hocico del caballo.
— Ya os dije que no os fallaría, Madre Confesora —dijo Hobson.
— Y no lo hizo. Me fue de más ayuda que los buenos espíritus. Sin él, ahora estaría muerta.
Kahlan hincó una rodilla en la nieve frente a los dos oficiales galeanos e inclinó la cabeza.
— Imploro vuestro perdón —dijo, tomando una mano de cada uno de los jóvenes entre las suyas—. Aunque ignoráis cómo realizar lo que debe hacerse, habéis antepuesto vuestro deber hacia la Tierra Central a mis órdenes. Quiero que todos sepáis que estaba equivocada y que actuasteis movidos por una noble intención. —La Madre Confesora besó ambas manos—. Poseéis un corazón honrado. Habéis tenido siempre presente vuestro deber por encima de todo. Os suplico que me perdonéis.
Sobrevino un silencio mientras Kahlan aguardaba de rodillas. Finalmente, el capitán le susurró:
— Madre Confesora, por favor levantaos. Todo el mundo está mirando.
— No hasta que me perdones. Quiero que todos sepan que hiciste lo correcto.
— Pero vos no sabíais lo que estábamos haciendo, ni por qué. Solo pensabais en nuestra seguridad. —Kahlan esperó. El joven capitán se quedó un momento más en incómodo silencio—. Muy bien, os perdono… No lo volváis a hacer.
Kahlan se levantó, les soltó las manos y les dirigió una leve sonrisa desprovista de humor.
— Que sea la última vez que me desobedecéis.
El capitán Ryan asintió, muy serio.
— Así será… —Inmediatamente sacudió la cabeza y se explicó—. Quiero decir que no, que no será así… Os obedeceremos en todo, Madre Confesora.
— Sé qué quieres decir, capitán. —Kahlan lanzó un cansado suspiro antes de añadir—: Tenemos mucho que hacer antes de atacar a esos hombres.
— ¿Tenemos? —gritó Chandalen—. ¡Dijiste que sólo les enseñaríamos algunas cosas y que luego seguiríamos viaje hacia Aydindril! No podemos vernos envueltos en esta batalla. Ya has corrido demasiados riesgos. Debemos…
— Tengo que hablar con vosotros tres —lo atajó Kahlan—. Ve a buscar a Tossidin. Capitán, por favor reúne a los hombres, incluidos los centinelas. Quiero dirigirme a todos juntos. Después espera con tus hombres. Enseguida estaré con vosotros. Y dejad una tienda montada para mí; tengo que descansar unas horas mientras se prepara todo.
Kahlan se alejó fuera del alcance de los soldados galeanos, seguida por Chandalen, mientras Prindin iba en busca de Tossidin. Cuando los tuvo a los tres delante, los miró. Chandalen se mostraba ceñudo, y los dos hermanos esperaban impasibles.
— La gente barro posee magia —empezó a decir Kahlan en voz baja.
— Nosotros no tenemos magia —protestó Chandalen.
— Sí que la tenéis. Crees que no es magia porque naciste con ella y no concibes la vida sin ella. No conoces a otras gentes, ni sus costumbres. La gente barro habla con los espíritus de sus antepasados y puede hacerlo porque posee magia. Tú crees que es lo más normal del mundo, pero en otros lugares, con otras gentes, no es así. Vuestra capacidad para hacerlo es un tipo de magia. La magia no es una fuerza extraña y poderosa, sino simplemente el modo de ser de algunas gentes y de algunas criaturas.
— Otros pueden hablar con los espíritus de sus antepasados si lo desean —objetó Chandalen.
— Unos pocos sí, pero la mayoría no. Para ellos es hablar con los muertos, y eso es magia, una magia que les da miedo. Tú y yo sabemos que no es algo de lo que se haya de tener miedo, pero nunca lograrías convencer a esa gente de que lo que hacéis está bien. Para ellos siempre sería algo malo. La gente cree en lo que la educaron, y a ellos los educaron para creer que hablar con los muertos es malo.
— Pero los espíritus de los antepasados nos ayudan —intervino Prindin—. Ellos nunca nos causan ningún daño; sólo ayudan.
Kahlan posó una mano sobre su hombro y miró a los ojos de expresión preocupada.
— Lo sé. Es por eso por lo que ayudo a mantener a todos alejados de vosotros; para que viváis como deseéis. Existen otros pueblos, pocos, que poseen el mismo tipo de magia y también hablan con sus antepasados, como vosotros. Y hay otros pueblos y otras criaturas que poseen una magia distinta a la vuestra, pero a la que valoran tanto como vosotros valoráis la vuestra. ¿Comprendéis? —preguntó, mirando a los tres por turno.
— Sí, Madre Confesora —contestó Tossidin.
Prindin asintió, mientras que Chandalen soltaban un gruñido y se cruzaba de brazos.
— Pero lo importante no es que creáis que esa capacidad vuestra es un tipo de magia. Lo importante es que comprendáis que otros creen que lo que hacéis es magia. Muchas personas temen la magia y creerían que sois malvados por practicarla.
Kahlan señaló en dirección al campamento de la Orden Imperial.
— Esos hombres, los que estamos persiguiendo, los que mataron a toda esa gente en Ebinissia, se han unido en una causa común. Quieren regir los destinos de todos los habitantes de la Tierra Central. Pretenden que todo el mundo se doblegue ante ellos y no permitirán que nadie viva cómo desee.
— Pero ¿para qué desean mandar sobre la gente barro? —preguntó Prindin—. No tenemos nada que ellos puedan querer. Nosotros no salimos de nuestra tierra.
Chandalen descruzó los brazos y habló suavemente:
— Temen la magia y quieren que dejemos de hablar con nuestros antepasados.
— Exactamente —declaró Kahlan, apretándole un hombro—. Pero hay más; creen que su deber hacia los espíritus que adoran es mataros a todos. Su misión es destruir a todos los que poseen magia, porque están convencidos de que todo tipo de magia es malvada. Creen que la gente como vosotros posee magia. Si no son exterminados por completo, como los jocopo —añadió, mirando a Chandalen a los ojos—, más pronto o más tarde acabarán con la gente barro tal como acabaron con todos los habitantes de Ebinissia.
Los tres hombres barro se quedaron pensativos con los ojos clavados en el suelo. Kahlan esperó mientras sopesaban sus palabras. Por fin Chandalen habló.
— ¿Y también matarían a la demás gente que vive como la gente barro, sin permitir la entrada de forasteros?
— Sí. Hablé con los comandantes de ese ejército. Están locos. Es como si los hubieran visitado los malos espíritus, como a los bantak o los jocopo. No atenderán a razones. Creen que nosotros somos quienes escuchamos a los malos espíritus. Cumplirán sus promesas. Ya viste la ciudad que destruyeron y el tamaño del ejército que la defendía; no es una amenaza vana.
»Tengo que llegar a Aydindril y reunir un ejército para combatirlos. Espero que los miembros del Consejo ya lo estén haciendo, pero debo asegurarme de que conocen la gravedad de la amenaza, de que toda la Tierra Central se une para hacerle frente.
»Ahora mismo, lo único que puede detener a esos locos son estos muchachos. Podrían destruir más ciudades antes de que llegara ayuda. Y, lo que es peor, ante la amenaza que representan, más hombres podrían unirse a ellos. Hay personas para quienes el honor no es más que un estorbo y que se unirán con el ejército que creen que vencerá. Cada vez serán más numerosos.
»Antes de que Aydindril pueda enviar tropas para enfrentarse a ellos y vencerlos, muchos morirán. Estos muchachos son los únicos capaces de impedir que más personas inocentes sean masacradas. Estos jóvenes juraron libremente ser guerreros, como vosotros, para proteger a su gente y a todos los habitantes de la Tierra Central. Debemos ayudarlos en esto. No podemos permitir que un ejército de hombres malvados ande suelto por la Tierra Central, matando, destruyendo y ganando adeptos.
»Debemos iniciar la batalla con estos muchachos, ayudarlos, enseñarlos a luchar y asegurarnos de que sabrán continuar sin nosotros. Debemos conducirlos en la primera batalla e infundirles confianza antes de proseguir viaje hacia Aydindril.
Chandalen la miró desapasionadamente.
— ¿Y tú conjurarás el rayo para ayudarnos?
— No —susurró Kahlan—. Anoche lo intenté y no pude. Es difícil de explicar, pero creo que es porque invoqué esa magia especial por Richard y solamente funciona para protegerlo a él. Lo siento.
— ¿Cómo lograste matar a tantos? —quiso saber Chandalen.
Kahlan se dio una palmada en el brazo por encima del cuchillo de hueso.
— Del mismo modo que tu abuelo enseñó a tu padre y éste te enseñó a ti. No actué como esperaban. No luche a su modo. —Los dos hermanos se inclinaron hacia ella para no perderse ni media palabra—. Les gusta beber y, cuando están borrachos, no pueden pensar bien y son lentos.
— A éstos también les gusta beber —intervino Tossidin, señalando a su espalda con el pulgar—. Tienen un carro lleno de bebida. Anoche les prohibimos beber alcohol y algunos se enfadaron. Dijeron que estaban en su derecho.
Kahlan sacudió la cabeza.
— Estos chicos también creen que estaría bien atacar abiertamente a un enemigo que los supera en diez a uno y librar una batalla a plena luz del día. Debemos ayudarlos. Debemos enseñarlos a luchar.
— No les gusta escuchar. —Prindin miró por encima del hombro a los soldados a los que había tratado de enseñar—. Siempre discuten. Dicen: «Así es como siempre se ha hecho y así es como debemos hacerlo nosotros». Sólo piensan en hacer las cosas como les han enseñado y no les gusta que les digan que deben cambiar.
— Eso es lo que debemos hacer —repuso Kahlan—. Debemos mostrarles cuál es el modo de luchar para vencer. Es por eso por lo que os necesito aquí. Necesito que me ayudéis en esto o mucha gente, incluyendo también a la gente barro, morirá.
Chandalen se quedó mudo, inmóvil. Los dos hermanos removieron la nieve con los pies mientras pensaban. Al fin, Prindin alzó la vista y declaró:
— Te ayudaremos. Mi hermano y yo te ayudaremos.
— Gracias Prindin, pero no eres tú quien debe decidir. La decisión corresponde a Chandalen.
Los dos hermanos lanzaron miradas de soslayo al guerrero, el cual miraba fijamente a la Confesora. Finalmente, soltó un suspiro de exasperación.
— Eres una mujer muy tozuda, tanto que, si no estuviéramos nosotros aquí para meter un poco de cordura en esa cabeza tuya, lograrías que te mataran. Te ayudaremos a acabar con esos hombres malvados.
Kahlan suspiró, aliviada.
— Gracias, Chandalen. —Entonces se agachó y se limpió la sangre seca del rostro con un puñado de nieve—. Ahora debo ir a decir a esos muchachos qué tienen que hacer. —Al acabar de limpiarse, arrojó la nieve al suelo—. ¿Pudiste dormir algo anoche?
— Un poco.
— Bien. Después de hablar con ellos tendré que echarme unas horas. Mientras, puedes empezar a enseñarles a viajar sin carros. Debes enseñarles a ser fuertes, como tú. Esta noche empezaremos a matar.
— Perfecto —repuso Chandalen con gesto sombrío.