19

Cuando abrió los ojos, el sol apenas asomaba por el horizonte. Al incorporarse sintió tal dolor en la quemadura que se quedó sin respiración. Se apretó el vendaje por encima de la camisa y oprimió hasta que el dolor remitió. Los efectos residuales del agiel lo habían dejado como si hubiera recibido una sarta de palos. Le dolía todo el cuerpo. Richard recordó cuando Denna lo «entrenaba» con el agiel y cómo se sentía mucho peor al despertar, porque sabía que todo empezaría de nuevo.

La hermana Verna estaba sentada con las piernas cruzadas encima de su manta y lo miraba mientras masticaba algo. Llevaba la capa sobre los hombros, con la capucha bajada. Su cabello castaño rizado parecía recién cepillado.

La mujer había doblado primorosamente la manta de Richard y la había colocado junto al lugar donde el joven dormía. No hizo comentario alguno al respecto. Richard se puso de pie, se tomó un momento para recobrar el equilibrio y estiró sus doloridos y agarrotados músculos. El cielo era de un azul sin nubes, frío y profundo. La hierba despedía un olor dulzón y estaba húmeda por el rocío. Su aliento se tornaba vapor en contacto con el quieto y gélido aire.

— Voy a ensillar los caballos y nos pondremos en marcha —dijo Richard.

— ¿Quieres comer algo?

— No. No tengo hambre.

— ¿Qué te ha pasado en el brazo? —inquirió la Hermana, sin alzar la vista. El joven tenía todo el brazo y la mano cubiertos de sangre oscura seca.

— Estaba puliendo la espada. No había luz, y me corté. No es nada.

— Ya veo. —La Hermana lo miró. Richard se rascaba el mentón, cubierto por una barba de tres días—. Espero que tengas más cuidado cuando te afeites el cuello.

En ese mismo instante, Richard decidió que mientras lo mantuvieran cautivo con el collar no se afeitaría. Sería su modo de proclamar que ese collar era injusto, que sabía que no era más que un prisionero y que no se creía sus falaces aseveraciones en sentido contrario. Nada justificaba que encadenaran a alguien con un collar, y esa verdad básica no admitía concesiones. Ninguna.

— Los prisioneros no se afeitan —dijo Richard a la Hermana, lanzándole una airada mirada. Acto seguido dio media vuelta y echó a andar hacia los caballos.

— Richard. —El joven miró por encima del hombro—. Richard, siéntate. —La voz de la mujer sonaba suave, pero su mirada no lo era. Señaló el suelo frente a ella y repitió—: Siéntate. He estado pensando en lo que dijiste. Tú estás aquí, y yo también. Siéntate y empezaré a enseñarte cómo controlar el don.

— ¿Ahora? ¿Aquí? —Las palabras de la Hermana lo habían cogido por sorpresa.

— Sí. Acércate y siéntate.

Richard no deseaba aprender a usar el don. Odiaba la magia. La noche anterior lo había sugerido sólo para reducir la tensión. El joven lanzó frenéticas miradas alrededor antes de, finalmente, sentarse con las piernas cruzadas imitando a la Hermana.

— ¿Qué debo hacer?

— Debes aprenderlo todo sobre el don. Tendrás que aprender cómo mantener un equilibrio en todas las cosas, muy especialmente con la magia. Tendrás que escuchar todas nuestras advertencias y hacer lo que te digamos. El uso de la magia es peligroso. Supongo que ya lo habrás comprobado al emplear la Espada de la Verdad, ¿no? —En vista de que Richard no decía nada, prosiguió—: Usar el don entraña un peligro mayor, pues puede tener resultados inesperados. Resultados que pueden llegar a ser desastrosos.

— Ya he usado el don. Tú misma dijiste que lo usé de tres modos concretos.

— Y mira qué ha pasado. Tuvo resultados inesperados: que acabaras con un collar alrededor del cuello.

Sorprendido, Richard la miró fijamente.

— Eso no es el resultado de usar el don. Tú misma dijiste que me estabais buscando. Si no hubiera usado el don, el resultado habría sido el mismo.

La hermana Verna sacudió lentamente la cabeza, con los ojos prendidos en los de Richard.

— Hacía años que te buscábamos, pero algo te ocultaba de nosotras. Si no hubieras usado el don como lo hiciste, dudo de que hubiéramos podido localizarte. Ahora llevas ese collar porque usaste el don.

Años. Llevaban años buscándolo. Todo el tiempo que había vivido apaciblemente en la Tierra Occidental, primero con su padre, su hermano y Zedd, y luego solo como guía del bosque, ellas trataban de encontrarlo sin que él lo sospechara. La idea le daba escalofríos. Él mismo había atraído el infortunio al usar la magia. ¡Cómo odiaba la magia!

— Aunque convengo que para mí ha sido desastroso, ¿por qué para vosotras? Es lo que queríais.

— Debíamos hacerlo. Pero tú me has amenazado a mí y a cualquiera que mantenga ese collar alrededor de tu cuello, es decir, a todas las Hermanas de la Luz. No tengo por costumbre tomarme a la ligera las amenazas de un mago, aunque sea un mago en ciernes, como tú. El uso que hiciste del don, aunque nos permitió encontrarte, podría haber causado un desastre.

Richard no sintió satisfacción alguna por el hecho de que sus amenazas no hubieran caído en saco roto. No sentía nada de nada.

— ¿Y por qué estáis haciendo esto? —susurró—. ¿Por qué me obligáis a llevar un collar?

— Para ayudarte. De otro modo habrías muerto.

— Ya me habéis ayudado. Los dolores de cabeza han desaparecido, y os doy las gracias por ello. ¿Puedo marcharme?

— Si te quitáramos el collar demasiado pronto, antes de que aprendieras a controlar el don, los dolores pronto regresarían, y morirías.

— Entonces enséñame a librarme de él.

— Debemos ser muy precavidas al enseñar magia. Debes tener paciencia en tus estudios. Nosotras somos precavidas porque conocemos mejor que tú los peligros de la magia y queremos evitar que te ocurra algo malo por ignorancia. Pero por ahora eso no es problema, pues llevará su tiempo antes de que avances lo suficiente para usar realmente el don y corras ciertos riesgos, siempre y cuando sigas nuestras indicaciones. ¿Tendrás paciencia?

— No albergo deseo alguno de usar la magia; supongo que eso podría interpretarse como que tengo paciencia.

— De momento, basta. Vamos a empezar. —La Hermana se sentó más cómodamente—. En el interior de todos nosotros hay una fuerza, la fuerza de la vida, a la que denominamos han. —Richard frunció el entrecejo—. Levanta el brazo. —El joven obedeció—. Ésta es la fuerza de la vida, que nos ha sido otorgada por el Creador. La llevas en tu interior; acabas de usar tu han. Las personas que poseen el don son capaces de proyectar esa fuerza fuera de sí mismos. Esa fuerza externa se denomina red. Los poseedores del don, como tú, tienen la capacidad de tejer una red. Con la red pueden hacerse cosas fuera del cuerpo, del mismo modo que la fuerza vital puede hacerlas dentro del cuerpo.

— ¿Cómo es eso posible?

La hermana Verna cogió un guijarro entre los dedos.

— Mira, mi mente está usando han para que mi mano levante la piedra. La mano no hace la acción motu propio, sino que es mi fuerza vital, dirigida por la mente, la que ejecuta las órdenes. —La Hermana soltó el guijarro y cruzó las manos en su regazo. La piedra se quedó flotando en el aire entre ellos—. Acabo de hacer lo mismo, pero esta vez lo he hecho proyectando la fuerza vital fuera del cuerpo. Eso es el don.

— ¿Puedes hacer lo mismo que un mago?

— No, sólo algunas cosas. Así es como podemos enseñar a usar el don, porque comprendemos cómo se siente. Las Hermanas poseen un cierto control sobre la fuerza vital y el don, aunque no es nada comparado con el control del han que tiene un mago.

— ¿Cómo proyectas la fuerza vital fuera del cuerpo?

— No podré explicártelo hasta que aprendas a reconocer la fuerza dentro de ti mismo, hasta que aprendas a tocar tu han.

— ¿Por qué?

— Porque cada persona es distinta. Cada persona usa el han de modo distinto. No hay dos personas iguales en eso. El amor es una forma de han que se proyecta fuera de uno mismo hacia otro. No obstante, es una forma muy débil y moderada. Aunque el amor es algo universal, todos lo usamos y lo sentimos de modo muy distinto. Algunos lo usan para sacar fuera lo mejor de sí mismos, mientras que otros lo emplean para controlar y dominar a los demás. Puede curar o herir.

»Una vez que comprendas cómo funciona el don dentro de ti, cómo lo usas, podremos enseñarte mediante ejercicios. Esos ejercicios te ayudarán a aprender a controlar el poder una vez que salga de tu cuerpo. Pero, por ahora, eso es irrelevante. Primero tienes que aprender a sentir el han dentro de ti antes de poder proyectarlo fuera de tu cuerpo.

»Cuando ya seas capaz de tocar el han, tendremos que descubrir qué puedes hacer con él. Cada mago es distinto y usa su han de un modo diferente. Algunos sólo pueden usarlo a través de la mente, como los magos que se dedican a estudiar las profecías. En ellos, el don se manifiesta permitiéndoles utilizar el han para comprender las profecías. Es su talento único y especial. Otros usan su han para crear objetos bellos que sirven de inspiración; así es como expresan su han. Otros pueden emplear sus pensamientos para influir en el mundo que los rodea, como acabo de hacer yo con el guijarro. Otros hacen otras cosas con su han, y unos cuantos son capaces de hacer un poco de todo.

»En esto la verdad es esencial, Richard —prosiguió con gesto grave—. Es preciso que seas totalmente sincero cuando nos digas cómo sientes el han en tu interior, pues si mientes pueden surgir graves dificultades. Pero, para descubrir qué tipo de mago eres —añadió, ya más relajada—, primero debes aprender a llamar a tu han.

— Ya te lo he dicho: no quiero ser mago. Sólo quiero aprender a controlar el don para poner fin a los dolores de cabeza y librarme del collar. Dijiste que no tenía que ser un mago para eso.

— Ser mago significa ser capaz de controlar el han con el don. Ésa es la esencia de un mago. Pero «mago» no es más que una palabra. No deberías temer a una palabra. Si decides no usar el don, es cosa tuya, no podemos obligarte, pero no te librarás de ser mago.

— Enséñame lo que debo saber, pero no pienso ser mago.

— Ser mago no tiene nada de malo, Richard. Consiste sólo en conocerte a ti mismo, tus capacidades y tus talentos.

— Perfecto —repuso Richard, lanzando un suspiro—. Así pues, ¿cómo hago para controlarlo?

— Enseñar a controlar el don es un proceso que debe hacerse paso a paso. No te lo puedo explicar de golpe, porque serías incapaz de asimilarlo. Hasta que no domines un paso no puedes pasar al siguiente.

»Antes de que podamos enseñarte a proyectar el han fuera de ti, primero debes reconocerlo y luego ser capaz de tocarlo, fundirte con él dentro de ti. Tienes que saber qué es y ser capaz de sentirlo. Debes aprender a llegar a él y a tocarlo siempre que quieras. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

— Sí, más o menos. Pero ¿qué es? ¿Cómo lo reconoceré? ¿Qué se siente al reconocerlo y tocarlo?

Los ojos de la hermana Verna adoptaron una mirada vaga y distante.

— Lo reconocerás —susurró—. Es como ver la luz que irradia del Creador. Es casi como fundirse con Él.

Richard observó la mirada vidriosa de la mujer. Parecía embelesada por lo que veía dentro de ella misma.

— ¿Y cómo lo encuentro? —preguntó, al fin.

— Tienes que buscarlo dentro de ti mismo —contestó la Hermana, posando de nuevo los ojos en él.

— ¿Cómo?

— Tienes que sentarte y simplemente buscar. Deja de lado cualquier otro pensamiento y busca la quietud, la calma en el interior de tu ser. Al principio resulta de ayuda cerrar los ojos, respirar lenta y acompasadamente y buscar la paz de la nada. Concéntrate en una sola cosa para poder excluir todos los pensamientos que pudieran distraerte.

— ¿Una sola cosa? ¿Como qué?

La Hermana se encogió de hombros.

— Lo que quieras. No es más que una estrategia para conseguir un fin, no el fin en sí mismo. No hay dos personas iguales. Algunas se sirven de una palabra que repiten sin cesar, dejando de lado todo lo demás. Otras se imaginan un objeto y así se concentran. Después, cuando ya hayas aprendido a reconocer el poder, a tocarlo y a fundirte con él, no necesitarás concentrarte de este modo. Conocerás la naturaleza de tu han y podrás acceder a él directamente. Será como tu segunda naturaleza. Sé que ahora suena extraño y complicado, Richard, pero con el tiempo te será tan fácil como ahora lo es conjurar la magia de tu espada.

Richard tenía la incómoda sensación de que todo eso lo sabía ya. Casi entendía lo que estaba diciendo la Hermana. Las palabras sonaban extrañas, pero describían algo que le resultaba familiar y distinto al mismo tiempo.

— Así pues, ¿quieres que me siente, cierre los ojos y busque mi paz interior?

— Eso es. —La hermana Verna se arrebujó en su pesada capa marrón—. Puedes empezar.

— Muy bien —repuso Richard, con un suspiro.

Al cerrar los ojos fue como si sus pensamientos se dispersaran en todas direcciones. Trató de ahuyentarlos e imaginarse una palabra o una imagen en la que concentrarse. Lo primero que se le ocurrió fue el nombre de Kahlan. Richard dejó que fluyera por su mente como un líquido. Pero enseguida rechazó la idea, pues odiaba su magia y no quería asociar a Kahlan con nada que odiase. Además, recordarla sólo le causaba dolor, el dolor de amarla lo suficiente para darle lo que quería, para alejarse de ella.

Entonces trató de pensar en palabras u objetos sencillos, pero ninguno le interesaba bastante. Richard calmó su mente y relajó la respiración, mientras buscaba su paz interior, un centro de calma tal como había hecho siempre que buscaba la solución a un problema. En la quietud trató de pensar en una imagen que le sirviera. Dicha imagen brotó en su mente de modo casi espontáneo.

La Espada de la Verdad.

Como se trataba de una espada mágica, no la contaminaría. Era una imagen simple y cumplía las condiciones necesarias. Sí, estaba decidido: sería la Espada de la Verdad.

Richard se la imaginó flotando en un fondo negro y visualizó los detalles que tan bien conocía: la hoja pulida con la caña en el centro, las agresivas guarniciones con caída hacia atrás, la empuñadura cubierta por un delgado hilo de plata entrelazado con otro hilo de oro que formaban las letras en relieve de la palabra «Verdad».

Mientras se la imaginaba e intentaba fijarla en su mente flotando sobre un fondo negro, algo se le resistió. No era la espada, sino el fondo. Alrededor del borde negro aparecía el color blanco, que convertía el negro en un cuadrado. Richard recordaba haberlo visto antes.

Era una de las instrucciones del Libro de las Sombras Contadas, el libro que se había aprendido de memoria cuando apenas era un adolescente. Deja la mente en blanco e imagínate el color blanco con un cuadrado negro en el centro. Era un extracto de las instrucciones para levantar las tapas de las cajas del Destino y usar la magia del libro. Richard había usado esa magia para enseñar a Rahl el Oscuro cómo quitar la tapa de una caja y así demostrarle que realmente conocía el contenido del libro. Pero ¿por qué lo recordaba justo ahora? Seguramente no era más que un recuerdo enterrado que afloraba a su consciencia.

Pero era un fondo tan bueno como cualquier otro para imaginarse la espada. Después de todo, estaba tratando de usar magia. Si su mente quería usarlo, adelante; él no lo impediría. Al pensarlo, la imagen de la espada y del fondo con un cuadrado negro rodeado de un borde blanco se solidificó y se quedó quieta.

Richard se concentró con todas sus fuerzas en la imagen mental de la espada sobre el fondo del cuadrado negro con borde blanco. Algo empezó a ocurrir.

La espada, el cuadrado negro y el borde blanco empezaron a titilar, como si los viera a través de ondas de calor. La espada perdía poco a poco su forma sólida, se hacía transparente y, de pronto, desapareció. El fondo también se disolvió. De pronto contemplaba un lugar que conocía.

Era el Jardín de la Vida en el Palacio del Pueblo.

A Richard le extrañó y le irritó no ser capaz de mantener la concentración lo suficiente para conservar en su mente la imagen de la espada. Seguramente, el recuerdo del lugar en el que matara a Rahl el Oscuro era tan poderoso que se había abierto paso por sí solo en su mente cuando estaba relajado.

Iba a tratar de recuperar la imagen de la espada cuando olió algo. Carne quemada. El hedor le explotó en la nariz y a punto estuvo de hacerle vomitar. Sentía el estómago revuelto.

Richard rastreó la imagen del Jardín de la Vida. Era como mirar a través de la luna sucia de una ventana. Había cuerpos tendidos sobre los bajos muros, caídos, ocultos parcialmente, entre los matorrales y despatarrados sobre el césped. Todos ellos habían sufrido espantosas quemaduras. Algunos empuñaban armas, espadas o hachas de guerra en puños carbonizados. Otros yacían con las manos abiertas, y sus armas permanecían donde habían ido a parar cuando sus poseedores cayeron muertos. El pecho de Richard se llenó de un temor que le impedía respirar.

Entonces vio la espalda de una resplandeciente figura blanca de pie delante del altar de piedra, frente a las tres cajas del Destino. Una de las cajas estaba abierta, tal como Richard recordaba. La figura blanca de pelo largo y rubio alzó la cabeza.

Rahl el Oscuro dio media vuelta y miró directamente a Richard a los ojos. Sus ojos azules relucían, y sus labios esbozaron despacio una sonrisa. Richard se sintió irremediablemente atraído hacia él, cada vez más cerca de esa cara que le sonreía.

Rahl el Oscuro se llevó una mano a la boca y se lamió las yemas de los dedos.

— Richard —siseó—, te estoy esperando. Ven a mirar cómo rasgo el velo.

Sin aliento, Richard desterró la imagen de la espada a lo más profundo de su mente como quien cierra una puerta de golpe. La mantuvo inmóvil allí, renunciando al fondo, mientras trataba de respirar.

«No es más que un pensamiento enterrado y mi miedo lo que me hace ver esa imagen», se dijo. Richard se concentró en la espada mientras decidía que eso no había sido real, sino una manifestación de la profunda pena que sentía por Kahlan, además de la falta de sueño.

Sí, era eso. No podía haber sido real. Era imposible. Tendría que estar loco para creer que era real.

Al abrir los ojos, se encontró con que la hermana Verna estaba sentada tranquilamente, observándolo. La mujer lanzó un fuerte suspiro, que el joven tomó por una expresión de decepción.

— Lo siento. No ha pasado nada —se disculpó.

— No te desanimes, Richard. No esperaba que pasara nada. Cuesta mucho aprender a tocar el han. Sucederá cuando tenga que suceder; es imposible precipitar las cosas. Y tampoco es bueno forzarlas. Lo encontrarás cuando halles tu paz interior. Por hoy es suficiente.

— ¿Unos pocos minutos son suficientes? ¿No quieres que vuelva a intentarlo?

— Llevas con los ojos cerrados más de una hora —replicó la Hermana, enarcando una ceja.

Richard la miró fijamente, tras lo cual alzó los ojos hacia el sol. Éste parecía haber dado un salto en el firmamento. Más de una hora. ¿Cómo era eso posible? Un cosquilleo de aprensión le recorrió todo el cuerpo.

— ¿Creíste que habían pasado sólo unos minutos? —inquirió la hermana Verna, ladeando la cabeza.

Richard se puso de pie. No le gustaba el ceño de la mujer.

— No sé —contestó—. No prestaba atención. Supongo que sí que ha sido una hora.

El joven empezó a guardar las pocas cosas que había sacado para pasar la noche. Cuanto más pensaba en lo que había visto, menos real le parecía. Era como un sueño al despertar, el miedo, la nitidez, la realidad y cómo se había desvanecido. Empezó a sentirse estúpido por haberse dejado asustar tanto por un sueño.

¿Un sueño? Pero si no estaba durmiendo. ¿Cómo podía soñar si estaba despierto?

Tal vez no estaba despierto. Se sentía terriblemente cansado. Quizá cuando estaba allí sentado tratando de concentrarse en la espada, se había quedado dormido. A veces le había ocurrido; podía concentrarse en algo hasta que se dormía. Era lo único que podía explicar por qué el tiempo había transcurrido tan rápidamente. Había estado dormido; todo lo que había visto era un sueño.

El joven lanzó un fuerte suspiro. Se sentía muy tonto por haberse asustado tanto, pero también se sentía aliviado. Al volverse, la hermana Verna seguía observándolo.

— ¿Te afeitarás ahora? ¿Después de demostrarte que mi único deseo es ayudarte?

— Te lo repito: los prisioneros no se afeitan —repuso Richard, poniéndose derecho.

— No eres ningún prisionero, Richard.

— ¿Me quitarás el collar? —preguntó, mientras guardaba la manta en su mochila y la apretaba por las puntas para que cupiese.

— No. —La Hermana tardó en responder, pero cuando lo hizo su tono fue de firmeza—. Sólo a su debido tiempo.

— ¿Puedo marcharme e irme donde desee?

La mujer soltó un suspiro de impaciencia.

— No. Debes acompañarme.

— ¿Y si no lo hago, y si trato de dejarte?

La Hermana entornó los ojos levemente.

— En ese caso, me vería obligada a impedírtelo. Y descubrirías que no te gusta nada.

Richard asintió con gesto solemne.

— Todo lo que dices encaja con lo que yo considero un prisionero. Mientras sea un prisionero, no pienso afeitarme.

Al aproximarse a los caballos, éstos relincharon y alzaron las orejas hacia él. La hermana Verna los observó con recelo. Richard les devolvió el saludo con palabras amables y rascándoles con firmeza el cuello. Luego sacó los cepillos y almohazó rápidamente a cada uno de ellos, dedicando especial atención a los lomos.

— ¿Por qué haces eso? Ya los cepillaste anoche —dijo la hermana Verna, contemplándolo de brazos cruzados.

— Porque a los caballos les gusta revolcarse en la tierra y podrían tener algo donde va la silla. Es como caminar por ahí con una china en el zapato, aunque peor; podría causarles una llaga y entonces no podríamos montarlos. Así pues, prefiero echarles un vistazo antes de ensillarlos. —Al acabar, limpió los cepillos golpeándolos unos contra otros.

»¿Cómo se llaman? —preguntó.

— No tienen nombre. Son sólo caballos. ¿Qué sentido tiene bautizar a unos estúpidos animales? —replicó la Hermana con gesto agrio.

Richard señaló con la almohaza al caballo castaño castrado.

— ¿Ni siquiera has puesto nombre al tuyo?

— No es mío. Todos pertenecen a las Hermanas, de la Luz. Monto el que está disponible. La yegua que montaste ayer es la que yo montaba antes de que te vinieras conmigo, pero da lo mismo. Simplemente monto el que está disponible.

— Bueno, pues desde ahora tendrán nombres. De este modo se evitan confusiones. El tuyo, el castaño, se llamará Jessup; mi yegua será Bonnie; y la otra yegua Geraldine.

— Jessup, Bonnie y Geraldine —resopló la Hermana—. No hay duda de que has sacado esos nombres de Las Aventuras de Bonnie Day.

— Me alegra oír que has leído otras cosas aparte de profecías, hermana Verna.

— Como ya te he dicho, los poseedores del don son llevados a palacio cuando aún son niños. Uno de ellos trajo Las Aventuras de Bonnie Day, y yo lo leí para comprobar si era apropiado para las mentes jóvenes y si contenía buenas enseñanzas morales. Me pareció una historia ridícula sobre tres personas a las que les habría ido mucho mejor si al menos una de ellas hubiese tenido un poco de cerebro.

— En ese caso, son nombres perfectos para unos «animales estúpidos» —comentó Richard en tono de mofa.

Pero la Hermana no estaba para bromas.

— Era un libro totalmente carente de valor intelectual, y lo destruí.

La sonrisa de Richard quiso desaparecer, pero éste no lo permitió.

— Mi padre… bueno, el hombre que me crió como a su hijo y al que me gusta considerar mi padre, George Cypher, bueno, viajaba muy a menudo. Una vez, de regreso a casa me trajo Las Aventuras de Bonnie Day como regalo por haber aprendido a leer. Fue el primer libro que tuve. Lo leí muchas veces; me encantaba y cada vez que lo leía me hacía pensar. Yo también creía que los tres héroes hacían cosas imprudentes y que luego siempre juraban no caer en los mismos errores. Es posible que a ti te pareciera un libro sin valor alguno, pero a mí me enseñó muchas cosas, cosas importantes. Me enseñó a pensar. Tal vez, hermana Verna, eso es algo que prefieres que tus estudiantes no aprendan.

»El otoño pasado, mi padre real, Rahl el Oscuro, se presentó en mi casa para buscarme —continuó explicando Richard, mientras se alejaba de ella y cogía las bridas—. Pretendía abrirme el vientre para leer mis entrañas. Justo así fue como mató a George Cypher. —El joven le lanzó un vistazo por encima del hombro—. Sea como sea, no estaba en casa en ese momento y, mientras esperaba, destrozó ese libro y esparció las páginas por todas partes. Tal vez no quería que aprendiera ninguna de las lecciones que contiene, ni tampoco que pensara por mí mismo.

La hermana Verna nada repuso, pero Richard sentía sus ojos posados en él mientras separaba las riendas y desataba las cabezadas y las riendas de los frenos. Una vez desmontadas, guardó las cabezadas y se colgó las riendas sobre el hombro.

— No pienso llamar a los caballos por ningún nombre —dijo la Hermana en voz baja y airada.

Richard apiló los tres bocados sobre la tierra que los caballos habían pisoteado.

— Tal vez quieras reconsiderar tu postura, hermana Verna.

— ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué has desmontado las bridas? ¿Qué haces con esos bocados? —preguntó la Hermana, señalando al suelo y colocándose donde Richard pudiera verla.

Richard desenvainó la espada. Su característico sonido metálico vibró en el aire frío y claro. Al instante, la furia de la espada lo invadió.

— Destruirlos, Hermana.

Antes de que la mujer pudiera reaccionar, Richard lanzó un grito de rabia y descargó la espada con fuerza. La punta silbó en el aire. La hoja convirtió los tres bocados en pedazos de metal caliente que salieron disparados.

— ¿Te has vuelto loco? —exclamó la Hermana, corriendo hacia él tan rápido que la capa le ondeaba a la espalda—. ¡Necesitamos los bocados para controlar a los caballos!

— Ese tipo de bocados son muy crueles. No permitiré que los uses.

— ¡Crueles! ¡Pero si son unas estúpidas bestias! ¡Bestias que hay que controlar!

— Bestias —masculló el joven, al tiempo que meneaba la cabeza y volvía a enfundar la espada. Ató el cabestro a Bonnie y empezó a sujetar las riendas a los anillos laterales—. No es necesario un bocado para controlar a un caballo. Yo te enseñaré cómo. Además, sin el bocado en la boca pueden comer mientras viajamos, y así estarán más contentos.

— ¡Pero es peligroso! Sin los bocados no hay modo de manejar a una bestia testaruda.

El joven enarcó una ceja.

— Con los caballos, al igual que con muchas otras cosas, Hermana, uno recibe lo que espera recibir.

— Sin bocados, no tendremos control alguno.

— Tonterías. Si montas correctamente, controlas al caballo con las piernas y el cuerpo. Sólo tienes que enseñar al caballo a prestar atención y a confiar en ti.

La Hermana se aproximó a él, reclamando su atención.

— ¡Eso es una estupidez! ¡Y además peligroso! Ahí fuera acechan peligros. Si caes en una situación peligrosa, y el caballo se asusta, podría desbocarse. Sin el bocado es imposible detener a un caballo fuera de control.

Richard dejó lo que estaba haciendo y clavó la mirada en sus vivos ojos marrones.

— A veces, Hermana, conseguimos justo lo contrario de lo que pretendemos. Si realmente te encuentras en una situación peligrosa y, por nerviosismo, tiras con demasiada fuerza del bocado, podrías desgarrar la boca del caballo. Si eso ocurre, el dolor, el terror y la furia pueden ser tan intensos que el animal no responda. No comprendería qué quieres. Lo único que sabría es que le has hecho daño, y que cada vez que tiras de las riendas le haces más. Tú serías la amenaza y te desmontaría en un abrir y cerrar de ojos.

»Luego, si simplemente está asustado, saldrá corriendo. Pero, si está enfadado, la cosa pinta más negra. Un caballo enfadado es muy peligroso; tratando de evitar un peligro, te has expuesto a otro. —El joven mantuvo la asombrada mirada de la Hermana—. Si llegamos a una aldea o a una ciudad en la que podamos encontrar un bridón articulado, dejaré que lo uses. Pero, mientras sigamos juntos, no voy a permitir que le pongas a un caballo un bocado curvo.

La mujer inspiró hondo y fue soltando el aire lentamente, al tiempo que volvía a cruzar los brazos.

— Richard, no podremos controlarlos sin bocado. Es así de simple.

— Claro que podremos —la contradijo el joven, dirigiéndole una sonrisa de soslayo—. Yo te enseñaré. Lo peor que puede pasar si tu montura no lleva bocado es que eche a correr contigo encima y te cueste un poco pararlo, pero más pronto o más tarde lo frenarás. Del otro modo, tanto tú como el caballo corréis el riesgo de salir heridos o acabar muertos.

»Lo primero es hacerte amiga de ellos —prosiguió, rascándole a Bonnie el cuello—. Los caballos tienen que confiar en que no les harás daño ni permitirás que les ocurra nada malo mientras estés al mando. Si eres su mejor amiga, no permitirán que te pase nada. Harán lo que les ordenes.

»Es de una sencillez sorprendente; todo lo que debes hacer es mostrarles un poco de respeto y amabilidad, y otro poco de mano dura. Si van a ser amigos tuyos, necesitan nombres para llamarles la atención y así saber cuándo te diriges a ellos.

Richard rascó a la yegua con un poco más de fuerza, y el animal se recostó contra él.

— ¿Verdad que tengo razón, Bonnie? Eres una buena chica. Pues claro que sí. A Jessup le encanta que le rasquen debajo de la barbilla. ¿Por qué no pruebas? Demuéstrale que quieres ser su amiga. —Richard le dirigió una sonrisa muy seria—. Te guste o no, Hermana, ya no tenemos bocados, y tendrás que aprender a hacerlo a mi manera.

La hermana Verna le lanzó una fría mirada. Al fin, descruzó los brazos y se dirigió al caballo castaño. Se quedó frente a él un momento y luego empezó a acariciarle un lado de la cabeza, hasta que movió la mano debajo de la barbilla y se la rascó.

— Muy bien, buen chico —dijo en tono inexpresivo.

— Tal vez creas que los caballos son estúpidos porque no entienden lo que les decimos, pero sí que entienden el tono de voz. Si quieres que te crea, al menos tendrás que fingir que eres sincera.

— Eres una bestia estúpida —dijo con voz almibarada la mujer, alzando la mano y frotándole el cuello—. ¿Contento? —espetó por encima del hombro.

— Lo estaré mientras seas amable con él. Tienes que ganarte su confianza. Los caballos no son tan tontos como crees. Mira cómo está; no confía en ti. A partir de ahora tú te ocuparás de Jessup: atenderás todas sus necesidades. Es preciso que dependa de ti para todo y confíe en ti. Yo cuidaré a Bonnie y a Geraldine. Tú tendrás que cepillar a Jessup al desmontar cada noche y antes de volver a montarlo por la mañana.

— ¿Yo? ¡Ni hablar! Yo estoy al mando aquí. Tú eres perfectamente capaz de cepillar a los tres, y lo harás.

— Esto no tiene nada que ver con quién está al mando. Entre otras cosas, almohazar a los caballos sirve para crear un vínculo entre jinete y animal. Ya te lo he dicho, ahora que no tenemos bocados tienes que hacerlo a mi manera. Tendrás que aprender por tu propia seguridad. —Richard le tendió unas riendas y le dijo—: Tensa el ronzal y sujeta esto a este anillo de aquí.

Mientras la Hermana obedecía sus indicaciones, Richard cortó a trozos pequeños la corteza de melón que le había sobrado.

— Háblale. Llámalo por su nombre y dale a entender que te gusta. No importa qué le digas, si quieres describe qué estás haciendo, pero procura que suene como si fuese importante para ti. Si es necesario, finge; trátalo como si fuera uno de tus muchachos.

La mujer le lanzó una airada mirada por encima del hombro, pero, cuando se volvió para seguir sujetando las riendas, empezó a hablar al caballo en voz baja para que Richard no la oyera. Lo único que sabía el joven era que hablaba en tono suave. Al acabar, le tendió algunos trozos de la corteza de melón.

— A los caballos les encanta. Dale un trozo y dile que es un buen chico. Se trata de que cambie de actitud con respecto a las riendas. Dale a entender que será una experiencia agradable, y no como cuando llevaba el bocado que tanto odiaba.

— Agradable —repitió la mujer en tono inexpresivo.

— Pues claro. No tienes que demostrarle todo el daño que puedes causarle para conseguir que te obedezca. Eso es contraproducente. Tú sé firme, pero amable. Se trata de que te lo ganes con amabilidad y comprensión, aunque no seas sincera, en vez de utilizar la fuerza.

La sonrisa de Richard se desvaneció, y la miró echando fuego por los ojos. Entonces se inclinó hacia ella y le dijo:

— Deberías ser capaz de hacerlo, hermana Verna; a mí me parece que se te da muy bien. Trátalo del mismo modo que me tratas a mí.

La atónita expresión de la Hermana se endureció.

— Juré por mi vida llevarte conmigo al Palacio de los Profetas. Pero, me temo que cuando al fin te vean, me colgarán por cumplir con mi deber.

Dicho esto, dio media vuelta y ofreció la corteza de melón al impaciente caballo, mientras lo acariciaba y lo animaba dándole maternales palmadas.

— Muy bien, buen chico. ¿Te gusta, Jessup? Eres un buen caballo.

Hablaba con voz llena de compasión y ternura. Al caballo parecía gustarle, pero Richard sabía que no era sincera. No confiaba en ella y quería que lo supiera. No le gustaba que nadie creyera que se dejaba engañar tan fácilmente. El joven se preguntó si su actitud hacia él cambiaría ahora que sabía que Richard no se había tragado el cuento.

Según Kahlan, la hermana Verna era una hechicera. Richard no tenía ni idea de lo que era capaz, pero en la casa de los espíritus había notado la red que había tejido alrededor. También había visto el fuego que encendió con una orden mental. La noche anterior podría haber encendido fácilmente una hoguera sin pedirle a Richard que lo hiciera. El joven estaba convencido de que, si quería, podría partirlo por la mitad con su han.

Sólo estaba tratando de ganárselo, de que se acostumbrara a cumplir sus órdenes sin pensar. Era como adiestrar a un caballo, o a una «bestia», que era como consideraba ella a los caballos. Richard dudaba de que tuviera más respeto por él que por los caballos.

En vez de controlarlo con un bocado, le había puesto el rada’han alrededor del cuello, lo que era mucho peor. Pero ya se libraría de él a su debido tiempo. Aunque Kahlan se hubiera desentendido de él y lo hubiera enviado lejos, se desharía de ese collar.

Mientras la hermana Verna trataba de hacerse amiga de Jessup, Richard empezó a ensillar los caballos.

— ¿Está muy lejos el Palacio de los Profetas?

— Tenemos un largo y difícil viaje por delante en dirección sudeste.

— Bueno, entonces tendremos tiempo más que suficiente para que aprendas a manejar a Jessup sin bocado. Ya verás cómo te costará menos de lo que piensas. Jessup se postergará y seguirá a Bonnie. Bonnie es el caballo dominante.

— El macho es el dominante.

— El puesto más alto en la jerarquía siempre lo ocupa una yegua —repuso Richard, ensillando a Bonnie—. Las madres enseñan y protegen a los potros y conservan esa influencia toda la vida. No hay semental que una yegua no sea capaz de intimidar y ahuyentar. Las yeguas pueden expulsar a cualquier semental del grupo. El semental ahuyentará a un depredador, pero una yegua lo perseguirá y tratará de matarlo. Un macho siempre se somete a la autoridad de la yegua dominante. Bonnie es la yegua dominante. Jessup y Geraldine la seguirán e imitarán su comportamiento. Así pues, yo iré en cabeza. Tú sígueme y todo irá bien.

— La viga del salón principal. Es la más alta. Así todo el mundo me verá —dijo la Hermana, mientras montaba a su caballo.

— ¿De qué estás hablando?

— La viga del salón principal. Probablemente de allí es de donde me colgarán —contestó ella, solemne.

— Puedes elegir, Hermana —repuso Richard, montando a su vez a Bonnie—. No tienes por qué llevarme allí.

La hermana Verna suspiró.

— Sí que tengo que hacerlo. Richard —añadió, dirigiéndole su mirada más amable y considerada, que al joven le pareció muy convincente pero algo forzada—, yo sólo deseo ayudarte. Quiero ser tu amiga. Creo que ahora mismo tienes gran necesidad de tener una amiga.

— Es una oferta muy amable, Hermana —replicó Richard, que hervía por dentro—, pero debo rechazarla. Me parece que no te lo piensas mucho antes de clavar en la espalda de tus amigos ese estilete que guardas en la manga. ¿Te importó al menos un poco quitarle la vida a la hermana Elizabeth, a tu compañera y amiga? No lo pareció. No pienso darte ni mi amistad, ni tampoco la espalda, Hermana.

»Si realmente quieres ser amiga mía, te aconsejo que estés dispuesta a demostrarme tu amistad cuando te lo pida. Cuando llegue el momento, sólo tendrás una oportunidad. En este asunto, no hay tonalidades grises. O somos amigos o enemigos. Un amigo no pone un collar alrededor del cuello de un amigo ni lo mantiene prisionero. Cuando decida que ha llegado el momento, pediré a mis amigos que me ayuden. Quienes traten de detenerme no serán amigos míos, sino enemigos mortales.

La hermana Verna sacudió la cabeza y azuzó a Jessup, mientras seguía a Richard.

— La viga del salón principal —iba diciendo la Hermana—. Seguro que no me libro.


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