43

Pese a que llevaba la espada envainada, sentía su magia cómo si ya la empuñara. Un manantial de rabia brotó con ímpetu en su interior. Richard la alimentó, tirando por tierra todas las barreras.

Estaba entrando en un silente mundo solamente suyo. Un mundo de crudo compromiso con lo que era: el portador de la muerte.

La hermana Verna palideció al verlo llegar arrastrando a Du Chaillu, y aún palideció más ante su porte.

Sin decirle ni media palabra, Richard cogió bruscamente el arco que colgaba de la silla de Bonnie así como dos flechas con la punta de acero de la aljaba. Respiraba agitadamente a causa de la cólera que sentía.

Todos los presentes se habían vuelto hacia él. Algunos saltaban para verlo mejor, y sus atónitos rostros sobresalían del mar de caras. Todas las mujeres vestidas de negro lo miraron, al igual que la Madre Reina.

El semblante de la hermana Verna se había tornado rojo.

— ¡Richard! ¿Se puede saber qué…?

— No te muevas —le ordenó Richard, empujándola a un lado.

Empuñando el arco y las flechas en una mano, el joven montó en la silla de un salto. Todos los susurros cesaron.

— He hablado con los espíritus —dijo Richard a la Madre Reina.

La mujer empezó a deslizar el dorso de la mano por el poste, hacia la cuerda de la campana. Richard no necesitaba más. Le había ofrecido una oportunidad. Ya no podía volverse atrás.

Fue entonces cuando derribó cualquier barrera interior que aún contuviera a la magia.

En un rápido movimiento Richard colocó una flecha, tensó la cuerda hacia su mejilla y llamó al blanco hacia sí. El proyectil salió disparado.

La flecha silbó en el aire. La multitud ahogó un grito. Antes de que la flecha hiciera diana, Richard ya apuntaba la segunda.

La primera flecha dio justo en el blanco con un vibrante ruido sordo. La Madre Reina lanzó un entrecortado grito de dolor y sorpresa. La flecha había penetrado en el espacio entre dos huesos de la muñeca y le había clavado el brazo al poste, impidiéndole así que llegara a la cuerda de la campana. Inmediatamente alzó la otra mano hacia la cuerda.

La segunda flecha se mantenía totalmente inmóvil como en un invisible apoyo en el aire, apuntando al blanco, esperando.

— ¡Un solo movimiento hacia la cuerda, y la siguiente flecha te atravesará el ojo derecho!

El grupo de mujeres de negro cayó de rodillas y empezó a gemir. La Madre Reina se quedó muy quieta; un hilo de sangre le corría por el brazo.

Richard hervía por dentro con tormentas de cólera, aunque exteriormente se mostraba impasible.

— ¡Vas a oír lo que los espíritus han ordenado!

Lentamente, la Madre Reina dejó caer la mano izquierda a un lado.

— Habla —dijo.

La cuerda del arco aún le rozaba la mejilla y no tenía intención de relajarla. Aunque la flecha solamente apuntaba a una persona, su ira iba dirigida contra todos.

La magia ardía por todo su ser con furia. La fuerza de la cólera latía en sus venas. En otras ocasiones siempre había estado centrada en alguien concreto, en un enemigo específico. Pero esta vez era distinto. Esta vez era una cólera dirigida contra todos los presentes, contra todos los implicados en los sacrificios humanos. Era una ira general.

Lo cual la hacía peor. Mucho más intensa.

Richard no sabía si era esa amenaza contra todos lo que absorbía más magia o si era por sus prácticas de concentración con la hermana Verna, pero fuera cual fuera la razón, estaba conjurando de la espada mucha más magia que nunca, mucha más de la que era consciente que poseía. La magia bullía con aterrador poder. Incluso el aire vibraba con ella.

Todos los hombres que estaban cerca retrocedieron. Las mujeres de negro cesaron sus lamentos. El rostro de la Madre Reina resaltaba por su palidez contra el vestido negro. Un millar de personas guardaban silencio, asustadas de una sola.

— ¡Los espíritus no desean más sacrificios! ¡Con ellos no demostráis vuestra devoción, sino solamente que podéis matar! A partir de ahora, mostraréis vuestra veneración hacia los espíritus respetando la vida de los baka ban mana. ¡Si no, los espíritus descargarán sobre vosotros su cólera y os destruirán! ¡Oíd su amenaza, o harán caer sobre los majendie el hambre y la destrucción!

»Si alguno de vosotros hace algún movimiento contra mí o contra estas dos mujeres, la Madre Reina morirá —dijo a los hombres, que empezaban a avanzar hacia él. Todos se miraron entre sí para darse coraje—. Tal vez creáis que podéis matarme —les dijo, sin que la flecha se alejara lo más mínimo de su objetivo—, pero antes la Madre Reina morirá. Ya habéis visto mi anterior disparo. La magia guía mi mano. No fallaré.

Los hombres recularon.

— ¡Dejadlo en paz! —gritó la Madre Reina—. ¡Oíd lo que tiene que decir!

— ¡Ya os he transmitido las órdenes de los espíritus! Ahora obedeced.

Tras un breve silencio, la líder replicó:

— Tenemos que consultar con los espíritus.

— ¿Pretendes insultarlos? Hacer eso sería admitir que no te guías por sus palabras, sino solamente por tus mundanos deseos.

— Pero tenemos que…

— ¡No estoy aquí para regatear en su nombre! Los espíritus han ordenado que entregue el cuchillo de sacrificios a esta mujer, para que ella se lo lleve a su gente como símbolo de que los majendie ya no los perseguirán más.

»Si no obedecéis, los espíritus os mostrarán su ira llevándose la simiente que plantéis. No podréis sembrar hasta que enviéis representantes a los baka ban mana para decirles que acatáis los deseos de los espíritus. Si no lo hacéis, todos moriréis de hambre.

»Ahora nos vamos. Dame tu palabra de que nos dejarás salir de tu país sanos y salvos, o morirás ahora mismo.

— Tenemos que pensar…

— ¡Contaré hasta tres para oír qué decides! ¡Uno, dos, tres! —Todos, la Madre Reina, las mujeres de negro y la multitud, lanzaron exclamaciones ahogadas—. ¿Qué decides?

La Madre Reina alzó la mano izquierda, suplicándole que no disparara.

— ¡Podéis iros! Tenéis la palabra de la Madre Reina de que se os permite abandonar nuestra tierra sanos y salvos.

— Sabia decisión.

La Madre Reina cerró la mano y los señaló con un dedo.

— Pero esto viola nuestro acuerdo con las mujeres sabias. Ya no hay trato. Salid enseguida de nuestro país. Os expulso…

— Que así sea —replicó Richard—. Te recomiendo que cumplas tu palabra, pues cualquier acción imprudente tendrá consecuencias nefastas.

El joven relajó la tensión de la cuerda. De pie en los estribos se sacó el cuchillo sagrado del cinto y lo alzó para que todos lo vieran.

— Esta mujer llevará el cuchillo a su gente y les transmitirá las palabras de los espíritus. Por su parte, los baka ban mana ya no lucharán contra los majendie. ¡Los dos pueblos estarán en paz! ¡Ninguno de vosotros atacará al otro! ¡Obedeced a los espíritus o cargad con las consecuencias!

A pesar de que la voz del joven se tornó un fiero susurro, la cólera de la magia llevó sus palabras hasta los puntos más alejados de la plaza y, en el absoluto silencio, todos oyeron sus palabras.

— Obedeced mis órdenes o lo lamentaréis. Desataré contra vosotros la destrucción.

Sobre la plaza se cernía un manto de magia como la niebla en un valle, etérea pero a la vez real, una manifestación palpable de la indignación de Richard que todos los presentes sentían. Todos temblaban ante él.

Richard desmontó de un salto. Los hombres retrocedieron aún más. La hermana Verna estaba muda de rabia. Richard jamás la había visto en ese estado. Se mantenía inmóvil, con los puños apretados hacia adelante.

Richard trató de controlar la ira al mirarla y al hablar.

— Monta, Hermana. Nos vamos.

Pero la Hermana apretaba con tal fuerza la mandíbula, que parecía que se iba a hacer añicos.

— ¡Estás loco! No vamos a…

— Si quieres discutir con alguien, Hermana, quédate y discute con esta gente. Estoy seguro de que estarán encantados de hacerlo. Yo pienso ir al Palacio de los Profetas para que me quiten este collar. Si quieres acompañarme, monta el caballo.

— ¡Ya no podemos! ¡Ya no podemos cruzar la tierra de los majendie! ¡Nos han expulsado!

— Ella nos guiará al Palacio de los Profetas a través de la tierra de los baka ban mana —repuso el joven, señalando con el pulgar a Du Chaillu.

La salvaje se cruzó de brazos y dirigió a la Hermana una sonrisa de autocomplacencia.

— Realmente estás loco —dijo la Hermana, apartando la mirada de la mujer para posarla en Richard—. No podemos…

Con un gruñido, Richard apretó los dientes. La cólera de la espada seguía ardiendo con furia desatada.

— ¡Si quieres ir conmigo a palacio monta ahora! ¡Yo me marcho!

Du Chaillu contempló cómo Richard guardaba el cuchillo de mango verde en su cinturón de gamuza.

— Te he asignado una responsabilidad, y espero que estés a la altura. Vamos, monta.

Presa de una súbita inquietud, Du Chaillu descruzó los brazos, miró al animal y nuevamente a Richard. Entonces volvió a cruzarse de brazos y alzó la nariz.

— No pienso montar esa bestia. Apesta.

— ¡Tú también apestas! —rugió Richard—. ¡Monta ahora mismo!

La salvaje se estremeció. Con unos ojos que reflejaban el terror que le inspiraba la furibunda mirada de Richard, tragó saliva.

— Ahora ya sé qué es un Buscador.

Dicho esto se encaramó torpemente al lomo de Geraldine. La Hermana esperaba ya sobre Jessup. Richard se subió de un salto a la silla de Bonnie.

Tras lanzar una última mirada admonitoria a la multitud, presionó las costillas de la yegua, y ésta partió al galope. Los otros dos caballos la siguieron. La multitud se fue abriendo para dejarles paso.

La magia reclamaba sangre a gritos. Richard deseó que alguien tratara de detenerlo para aplacar esa sed. Pero nadie osó.

— Por favor, ya casi ha oscurecido —dijo Du Chaillu—. ¿Podemos parar o al menos caminar un rato? Esta bestia me está matando.

La mujer se aferraba al caballo como si en ello le fuese la vida, e iba rebotando contra la silla al ritmo del trote de Geraldine. Las pequeñas tiras de telas de colores que adornaban su vestido estaban alborotadas. Richard oía el caballo de la hermana Verna trotando detrás de ellos, pero no se volvió para mirar.

Lo que hizo fue alzar la vista hacia el sol, que empezaba a desaparecer tras la densa maraña de ramas. Finalmente, su rabia remitía al tiempo que la luz menguaba. Durante mucho rato había creído que no sería capaz de lograrlo.

Con el mentón, Du Chaillu señaló más allá de Richard, hacia la derecha, temerosa incluso de alzar la mano.

— Por ahí hay un pequeño estanque, atravesando los juncos, y un prado con hierba.

— ¿Estás segura de que estamos en tierra de los baka ban mana?

— Sí. Desde hace un par de horas. Ésta es nuestra tierra. Conozco este lugar.

— Muy bien. Nos detendremos a pasar la noche.

Richard le sostuvo el caballo mientras ella se deslizaba al suelo. Con un gemido, Du Chaillu se frotó el trasero con las palmas de las manos.

— ¡Si mañana me obligas a montar otra vez en esa bestia, te morderé!

Por primera vez desde que abandonaran el país de los majendie, Richard fue capaz de sonreír. Mientras él se ocupaba de desensillar los caballos, envió a Du Chaillu a buscar agua en un cubo de lona. Mientras la salvaje atravesaba juncos y cañas para acercarse al estanque, la hermana Verna recogió leña y la prendió usando su magia. Cuando acabó con los caballos, Richard los amarró a largas cuerdas para que pudieran pastar en la hierba.

— Ya es hora de hacer las presentaciones —dijo Richard cuando Du Chaillu regresó—. Hermana Verna, ésta es Du Chaillu. Du Chaillu, ésta es la hermana Verna.

La Hermana parecía mucho más calmada o, al menos, ocultaba su rabia tras una máscara.

— Me alegra que no murieras hoy, Du Chaillu.

La salvaje la fulminó con la mirada. Richard sabía que, para ella, las Hermanas de la Luz eran brujas.

— No obstante, me apena pensar en todos los que morirán en tu lugar —añadió la Hermana.

— No te alegras por mí. Tú querrías verme muerta. Tú quieres ver muertos a todos los baka ban mana.

— Eso no es cierto; yo no deseo la muerte a nadie. Pero no podré convencerte de ello. Piensa lo que quieras.

Du Chaillu cogió el cuchillo ceremonial que llevaba al cinto y mostró a la hermana Verna el mango.

— Los majendie me tuvieron encadenada durante tres lunas. Esos perros me hicieron esto —dijo Du Chaillu, mirando el mango verde y señalando una de las obscenas imágenes sexuales grabadas en él. La hermana Verna miró brevemente lo que la otra mujer le mostraba—. Y esto. Y esto también.

La Hermana observó el palpitante pecho de la airada Du Chaillu.

— Nunca podré convencerte de cuánto detesto lo que te hicieron, Du Chaillu, y de lo que pensaban hacerte. Hay muchas cosas en este mundo que detesto, pero soy incapaz de remediarlas y a veces debo tolerarlas en vistas a un bien mayor.

— Ya no tengo mi flujo mensual —replicó Du Chaillu, dándose palmaditas en el vientre—. ¡Esos perros me han hecho un hijo! Ahora tendré que acudir a las comadronas y que me den hierbas para librarme del engendro de esos perros.

— Por favor, Du Chaillu —le suplicó la Hermana, uniendo las manos al frente—, no lo hagas. Un hijo es un regalo del Creador. Por favor, no rechaces ese regalo.

— ¡Regalo! ¡Ese gran Creador tiene un modo muy perverso de hacer sus regalos!

Richard intervino.

— Du Chaillu, hasta ahora los majendie han matado a todos los baka ban mana que capturaban. Tú eres la primera que ha sido liberada. Ya no seguirán matando. Piensa en tu hijo como en el símbolo de la nueva vida entre vuestros pueblos. Para que esa nueva vida, y la vida de todos vuestros niños florezca, es preciso dejar de matar. Deja que el niño viva. Él es inocente.

— ¡Pero su padre no!

Richard tragó saliva.

— Los hijos no heredan la maldad de sus padres.

— ¡Si el padre es malvado, el hijo saldrá igual!

— Eso no es cierto —dijo la Hermana—. El padre de Richard fue un hombre malvado que mató a muchas personas, pero Richard lucha por preservar la vida. Su madre sabía que los hijos no tienen la culpa de los crímenes de sus padres. Aunque Richard fue el fruto de una violación, su madre lo amó. Richard fue criado por buenas personas que le enseñaron a hacer el bien. Gracias a eso, tú estás viva hoy. También tú puedes enseñar a ese hijo a hacer el bien.

La furia de Du Chaillu flaqueó, mientras clavaba la mirada en el joven.

— ¿Es eso cierto? ¿Tu madre fue tratada como yo por un perro malvado?

Richard solamente pudo asentir.

— Pensaré en lo que me has dicho antes de tomar una decisión —dijo la mujer frotándose el vientre—. Me has devuelto la vida; sopesaré tus palabras.

Richard le oprimió un hombro.

— Decidas lo que decidas, estoy seguro de que será para bien.

— Eso será si vive lo suficiente para decidir —objetó la hermana Verna—. Has hecho promesas y has proferido amenazas que no puedes cumplir. Cuando los majendie planten sus campos y vean que no pasa nada, perderán el miedo a lo que les has dicho. Lo que has hecho no servirá de nada, pues volverán a declarar la guerra al pueblo de Du Chaillu. Por no hablar también del mío.

Richard se quitó por la cabeza la correa de cuero de la que colgaba el silbato que le había entregado el Hombre Pájaro.

— Yo no diría que no va a pasar nada, Hermana. Algo pasará, te lo aseguro. —El joven colgó el silbato de hueso tallado del cuello de Du Chaillu, al tiempo que le decía—: Este silbato fue un regalo que me hicieron, y yo ahora te lo entrego a ti para que pongas fin a tantas muertes. Es un silbato mágico. Con él podrás convocar más pájaros de los que nunca hayas visto reunidos. Cuento contigo para que cumplas mi promesa.

»Ve a sus campos de cultivo sin que te vean. Entonces, al atardecer, haz sonar este silbato mágico. Tú no oirás nada, pero los pájaros sí que lo oirán. Tú imagínate aves en tu cabeza. Piensa en tantos pájaros como puedas sin dejar de soplar el silbato, y no dejes de hacerlo hasta que aparezcan.

— ¿Magia? —inquirió Du Chaillu, tocando el silbato de hueso—. ¿De verdad que los pájaros acudirán?

— Oh, eso te lo aseguro —la tranquilizó Richard con una sonrisa torcida—. La magia los llamará. Ninguna persona oirá el silbato, pero las aves sí. Los majendie no sospecharán que ha sido cosa tuya. Los pájaros tendrán hambre y devorarán todas las semillas. Cada vez que los majendie siembren, tú llama a los pájaros para que se coman las semillas.

— ¡Los majendie se morirán de hambre! —exclamó Du Chaillu, encantada.

— No —la corrigió Richard, acercando mucho su rostro al de la mujer—. Te hago este regalo para poner fin a tantas muertes, no para ayudarte a matar. Llamarás a los pájaros para que se coman la simiente hasta que los majendie acepten vivir en paz con vosotros. Tras cumplir su parte del trato, también los baka ban mana deberéis cumplir la vuestra y vivir en paz con ellos.

»Si haces un mal uso de mi regalo —le advirtió, amenazándola con el dedo índice justo delante de sus narices—, regresaré y castigaré a tu pueblo con mi magia. Confío en ti para que hagas lo correcto. No defraudes esa confianza.

Du Chaillu desvió la mirada y sorbió ligeramente por la nariz.

— Haré lo correcto; usaré tu regalo como dices. —Con estas palabras, se guardó el silbato dentro del vestido—. Gracias por ayudar a llevar la paz a mi pueblo.

— Ése es mi máximo objetivo; la paz.

— Paz —resopló la hermana Verna—. ¿Crees que es tan fácil? —le espetó a Richard—. ¿Crees que después de tres mil años de guerra puedes llegar tú y ordenar simplemente que debe cesar? ¿Crees que tu mera presencia basta para cambiar el comportamiento de los pueblos? Eres ingenuo e infantil. Cierto que los hijos no heredan los pecados de los padres, pero tienes una visión demasiado simplista de las cosas que te hace cometer pecados similares.

— Hermana, si crees que podría tomar parte en sacrificios humanos, cualquiera que fuera la razón, te equivocas de medio a medio. —Ya se disponía a darle la espalda, cuando se volvió de nuevo hacia ella—. ¿Qué mal he hecho yo? ¿Qué guerra he iniciado?

— Bueno, para empezar, si nosotras no ayudamos a quienes poseen el don como tú, el don los matará, como también te mataría a ti. ¿Cómo sugieres que llevemos ahora a esos muchachos hasta el Palacio de los Profetas? Ya no podemos atravesar el país de los majendie. Du Chaillu solamente te ha dado permiso para cruzar tú por su tierra, pero no ha dicho que podamos cruzar con otros. Por lo que has hecho hoy, esos chicos morirán.

Richard se quedó unos momentos pensativo. Estaba exhausto. Usar la magia de la espada lo había agotado como en ninguna de las anteriores ocasiones, y lo único que deseaba era dormir. No se sentía con fuerzas para resolver problemas ni para discutir. Al fin, miró a Du Chaillu.

— Cuando hagas las paces con los majendie, antes de permitirles que planten de nuevo sus campos, deberás añadir una condición más. Para celebrar el fin de la guerra entre vosotros, para celebrar la paz, deberán permitir el paso de las Hermanas por su tierra. —Du Chaillu clavó unos instantes la mirada en los ojos de Richard antes de asentir—. Y vosotros haréis lo mismo.

»¿Satisfecha? —preguntó a la Hermana, entrecerrando los ojos.

— En el valle, cuando acabaste con la bestia, miles de serpientes brotaron de su cuerpo. Esto es lo mismo.

»No puedo acordarme con precisión de todas las mentiras que has dicho hoy. Ya te he reprendido otras veces por mentir y te advertí que no volvieras a hacerlo. Hoy te aconsejé que no volvieras a blandir el hacha y, pese a mi advertencia, lo hiciste. No me atrevo ni a contar todas las órdenes que has incumplido en este día. Lo que has hecho no ha puesto fin a la guerra; sólo la ha empezado.

— En este asunto, Hermana, soy el Buscador y no tu pupilo. Como Buscador en modo alguno toleraré sacrificios humanos. Ninguno. Las muertes de otras personas son un tema aparte. No puedes usarlo como excusa para justificar asesinatos. En esto soy inflexible. Y no creo que realmente quieras castigarme por poner fin a algo que apuesto que tú también deseabas que cesara hace mucho tiempo.

Los músculos del rostro de la Hermana se relajaron.

— Como Hermana de la Luz no tengo poder para cambiar las cosas y para cumplir con mi obligación de salvar más vidas, he tenido que respetar lo que se ha hecho durante tres mil años. Pero admito que lo odiaba y en el fondo me alegro de que me lo hayas quitado de las manos. No obstante, no puedo cerrar los ojos ante los trastornos ni las muertes que eso va a causar. Cuando te pusiste el rada’han me dijiste que sostener la correa de ese collar sería peor que llevarlo. Tu predicción se está cumpliendo.

Las pestañas del párpado inferior se le humedecieron y brillaron.

— Me has amargado lo que más amaba: mi vocación. Ya ni siquiera deseo castigarte por tu desobediencia. Dentro de pocos días llegaremos a palacio y por fin me podré lavar las manos. Dejaré que sean otras las que se ocupen de ti.

»Ya comprobarás cómo te tratan cuando las disgustes. Estoy segura de que no serán tan tolerantes como yo. Usarán el collar y, cuando lo hagan, creo que lamentarán más que yo tener que sostener la correa. Creo que lamentarán tanto como yo haber tratado de ayudarte.

Richard se metió las manos en los bolsillos traseros mientras clavaba la mirada en el tupido bosque de robles y brezo.

— Lamento que te sientas así, Hermana, pero lo comprendo. Admito que me he resistido a ser tu prisionero, pero lo que ha ocurrido hoy no tenía nada que ver contigo ni conmigo.

»Se trataba de lo que es correcto y lo que no lo es. Siendo como eres alguien que trata de enseñarme, esperaba que adoptaras la misma actitud moral que yo. Esperaba que las Hermanas no querrían enseñar a usar el don a alguien capaz de renunciar como si nada a sus convicciones en función de las circunstancias.

»Hermana Verna, no he actuado movido por el deseo de disgustarte. Pero no habría podido vivir conmigo mismo de haber permitido que se cometiera un asesinato bajo mis narices, y mucho menos de haber participado en él.

— Lo sé, Richard. Pero eso lo hace aún peor, porque todo se reduce a lo mismo. —La Hermana separó las manos, examinó con la mirada el fuego y las provisiones y, finalmente, sacó una pastilla de jabón de una de las alforjas—. Voy a preparar un estofado y una torta de cereal. Tú, Du Chaillu —dijo, lanzando el jabón a Richard—, necesitas un baño.

La mujer se cruzó de brazos y lanzó un resoplido.

— Cuánto siento que los hombres que me tenían encadenada al muro no me ofrecieran agua cuando venían a montarme. Así no ofendería tu delicado olfato.

La hermana Verna se agachó y empezó a sacar provisiones.

— No era mi intención ofenderte, Du Chaillu. Simplemente se me ocurrió que te gustaría quitarte de encima la porquería de esos hombres. En tu lugar, yo no desearía otra cosa que lavarme para no notar el tacto de sus manos en mi piel.

La indignación de Du Chaillu flaqueó.

— ¡Claro que lo deseo! Hueles tan mal como la bestia que montas —espetó a Richard, arrebatándole la pastilla de jabón—. O te lavas o no pienso acercarme a ti, y tendrás que comer solo.

Richard se rió entre dientes.

— Si de ese modo estás contenta, también yo me bañaré.

Mientras Du Chaillu se encaminaba al estanque, la hermana Verna lo llamó en voz baja. Richard esperó junto a ella mientras sacaba una olla de una alforja.

— Durante los últimos tres mil años su pueblo ha matado a todos los «hombres mágicos» que han caído en sus manos. No hay tiempo para darte lecciones de historia ahora. Pero recuerda que los viejos hábitos no se olvidan fácilmente. No le des la espalda. Más pronto o más tarde intentará matarte.

Inesperadamente el quedo tono de voz empleado por la Hermana le puso la piel de gallina.

— Trataré de seguir con vida para que puedas entregarme en palacio, Hermana, y verte al fin libre de tan onerosa carga.

Richard corrió hacia el estanque y alcanzó a Du Chaillu cuando ésta atravesaba los juncos.

— ¿Por qué llamas a ese vestido el vestido de plegarias?

Du Chaillu extendió los brazos para que la brisa agitara las tiras de tela sujetas al vestido.

— Porque son plegarias.

— ¿Qué son plegarias? ¿Te refieres a las bandas de tela?

— Sí. Cada una de ellas es una oración. Cuando sopla el viento y ondean, envían la plegaria a los espíritus.

— ¿Y para qué oráis?

— Todas piden lo mismo. Todas y cada una de las personas que me las ofrecen rezan de todo corazón para que podamos recuperar nuestra tierra.

— ¿Vuestra tierra? Pero sí ya estáis en vuestra tierra.

— No. Aquí es donde vivimos, pero ésta no es nuestra tierra. Hace miles de años los hombres mágicos nos la arrebataron y nos desterraron aquí.

Ya habían llegado a la orilla del estanque. La brisa rizaba la superficie del agua, formando manchas oscuras. En la orilla crecía la hierba, y los densos matorrales a ambos lados llegaban hasta el agua.

— ¿Los hombres mágicos os arrebataron vuestra tierra? ¿Qué tierra era ésa?

— Nos despojaron de la tierra de nuestros antepasados. —Du Chaillu señaló hacia el valle de los Perdidos—. Está allí, más allá del país de los majendie. Yo me dirigía a nuestra tierra llevando las plegarias para suplicar a los espíritus que nos ayuden a recuperarla. Pero los majendie me apresaron y no pude hacer llegar las plegarias a los espíritus.

— ¿Cómo os van a devolver vuestra tierra?

— No lo sé. Las antiguas palabras solamente dicen que cada año un baka ban mana debe ir a nuestra tierra para orar a los espíritus y que, si lo hacemos, la recuperaremos. —Du Chaillu se desató el cinturón y lo dejó caer al suelo. Luego, con gracia perturbadora, arrojó a un lado el cuchillo verde clavándolo en el extremo redondo de una rama que sobresalía de un tronco.

— ¿Cómo?

Du Chaillu lo miró con curiosidad.

— Nos enviarán a nuestro señor.

— Creí que los baka ban mana eran los que no tienen señor.

La mujer se encogió de hombros.

— Eso es porque los espíritus todavía no nos han enviado uno.

Mientras Richard le daba vueltas a las palabras de Du Chaillu, ésta cogió el borde del vestido y se lo quitó por la cabeza.

— ¿Qué crees que estás haciendo? —exclamó Richard.

— Soy yo la que tengo que limpiarme, no el vestido.

— ¡Pero no delante de mí!

Du Chaillu se miró el cuerpo desnudo.

— Pero si ya me has visto. No he cambiado desde esta mañana. Te has puesto otra vez rojo —dijo al mirarlo.

— Ve hacia allí, al otro lado de los juncos. Tú a un lado y yo al otro.

Dicho esto, le dio la espalda.

— Pero sólo tenemos una pastilla de jabón.

— Pues me la tiras cuando hayas acabado.

Du Chaillu fue a colocarse frente a él. Richard trató de dar otra vez media vuelta, pero ella lo siguió y le agarró las nalgas.

— No puedo frotarme yo sola la espalda. Además, no es justo. Tú me has visto desnuda y yo a ti no. Por eso te has puesto rojo, porque no estás siendo justo. Desnúdate y te sentirás mejor.

El joven le apartó bruscamente las manos.

— Ya basta. Du Chaillu, en mi país esto no es correcto. Los hombres y las mujeres no se bañan juntos. Simplemente no está bien. —De nuevo le dio la espalda.

— Ni siquiera mi tercer marido es tan tímido como tú.

— ¿Tercero? ¿Has tenido tres maridos?

— No. Tengo cinco.

— ¿Tengo? —inquirió Richard, poniéndose tenso—. ¿Cómo que «tienes»? —le preguntó a la cara.

Du Chaillu lo miró como si le acabara de preguntar si en el bosque crecían árboles.

— Tengo cinco maridos. Cinco maridos e hijos.

— ¿Cuántos?

— Tres. Dos niñas y un niño. —La mujer esbozó una nostálgica sonrisa—. Hace mucho tiempo que no puedo abrazarlos. —Su sonrisa se tornó triste—. Mis pobres pequeños… seguro que cada noche han llorado pensando que había muerto. Nadie hasta ahora ha regresado nunca del país de los majendie. Mis maridos se echarán enseguida a suertes quién intenta hacerme otro niño. —La sonrisa de la mujer se desvaneció y su voz se fue apagando—. Claro que un perro majendie ya lo ha hecho.

Richard le tendió el jabón.

— Todo irá bien, ya lo verás. Vamos, ve a bañarte. Yo iré al otro lado de los juncos.

El joven se relajó en las frías aguas escuchando el chapoteo de Du Chaillu y esperando que acabara de usar el jabón. Encima del agua se iba formando una bruma cada vez más densa, que avanzaba sigilosamente hacia los árboles de alrededor.

— Nunca había oído que una mujer tuviera más de un marido. ¿Todas las mujeres baka ban mana tienen más de uno?

— No. Sólo yo —respondió Du Chaillu con una risita.

— ¿Por qué tú?

El chapoteo cesó.

— Porque llevo el vestido de plegarias —contestó como si fuera de lo más evidente.

Richard puso los ojos en blanco.

— Bueno, pero…

La mujer se le acercó nadando a través de los juncos.

— Antes de darte el jabón tendrás que enjabonarme la espalda.

Richard lanzó un suspiro de exasperación.

— Muy bien. ¿Si te enjabono la espalda volverás al otro lado?

— Sí, siempre y cuando hagas un buen trabajo.

Cuando por fin se dio por satisfecha, se alejó para vestirse mientras Richard se lavaba. Por encima del chirrido de los insectos y del croar de las ranas le anunció que estaba hambrienta. Richard se estaba poniendo los pantalones cuando Du Chaillu le gritó que se diera prisa.

Rápidamente el joven se colgó la camisa del hombro y corrió para alcanzar a la mujer, que se dirigía ya hacia el campamento atraída por el olor de lo que la Hermana cocinaba. Limpia tenía mucho mejor aspecto. Su pelo parecía el de una persona normal en vez de las greñas de un animal. Había perdido su aire de salvaje para adoptar otro mucho más noble.

Aún no había oscurecido del todo. La bruma que se había formado sobre el estanque empezaba a envolverlos y los árboles desaparecían de su vista.

Cuando los dos entraron dentro del círculo de luz que emitía el fuego, la hermana Verna se levantó. Richard se estaba metiendo el brazo derecho en la manga, pero se quedó inmóvil al reparar en la desorbitada mirada de la Hermana. La mujer no podía apartar la vista de su pecho, que nunca hasta entonces había visto.

Lo que miraba tan fijamente era la cicatriz, la mano grabada en su carne, la marca que le recordaba constantemente quién lo había engendrado.

— ¿Cómo te hiciste eso? —preguntó la Hermana con una voz tan suave que Richard tuvo problemas para oírla. La mujer estaba tan blanca como un fantasma.

Du Chaillu también miraba fijamente la cicatriz.

— Ya te lo expliqué. Rahl el Oscuro me quemó con la mano —respondió Richard, mientras se abrochaba la camisa—. Según tú, estaba viendo visiones.

Lentamente la Hermana alzó la mirada hasta encontrarse con la suya. En sus ojos vio algo que no había visto antes; un miedo cerval.

— Richard —susurró—, no enseñes esa marca a nadie en el palacio. Sólo a la Prelada. Seguramente ella sabrá qué hacer. A ella puedes mostrársela, pero a nadie más. ¿Lo entiendes? —insistió, dando un paso hacia él—. Absolutamente a nadie.

— ¿Por qué? —Richard se fue abrochando lentamente la camisa.

— Porque, si lo haces, te matarán. Ésa es la marca del Innombrable. —La Hermana se humedeció los labios con la lengua—. Los pecados del padre.

A lo lejos se oyeron los lastimeros aullidos de los lobos. Du Chaillu se estremeció y se abrazó, escrutando la niebla cada vez más espesa.

— Esta noche morirá gente —musitó.

Richard la miró ceñudo.

— ¿De qué estás hablando?

— Lobos. Cuando los lobos aúllan de ese modo en la niebla anuncian que esta noche morirá gente violentamente, en la bruma.


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