22

La mujer inspiró hondo y empezó a contar.

— Nací en Choora, una ciudad situada en Nicobarese. Mi madre no poseía el don de la hechicería, pero mi abuela sí. Mi madre daba gracias a los espíritus de que el don hubiera saltado una generación, pero al mismo tiempo sentía amargura hacia ellos por habérmelo dado a mí.

»En Nicobarese todos los poseedores del don eran objeto de odio y desconfianza. Se creía que el don era aliado no sólo de los flujos de poder del Creador, sino también del Custodio. Incluso quienes usaban su poder para hacer el bien eran sospechosos de ser poseídos. Sabes qué son, ¿verdad?

— Sí —repuso Zedd, mientras se cortaba un pedazo de pan—. Son quienes se entregan al Custodio y le juran fidelidad. Se esconden tanto en la luz como en las sombras, le sirven y trabajan para alcanzar sus fines. Puede ser cualquiera. Algunos le sirven durante años, en secreto, esperando que los llame. Y, cuando eso sucede, cumplen la voluntad del Custodio.

»Son conocidos también por otros nombres, pero todos son agentes del Custodio. Le han prestado juramento. Algunos libros los denominan agentes. Puede ser gente importante, como Rahl el Oscuro, que desempeñan importantes labores. Pero otras veces son personas corrientes, las cuales se ocupan del trabajo sucio. Los poseedores del don, como Rahl el Oscuro, raramente se convierten al Custodio. Y tampoco es sencillo conseguirlo con personas normales, por lo que hay pocos.

— ¿Rahl el Oscuro era un poseído? —inquirió Adie, muy sorprendida.

— Él mismo me lo confesó. Me dijo que era un agente. Las palabras cambian, y yo he oído muchas distintas, pero todos son servidores del Custodio.

— Son unas noticias muy peligrosas.

— Todas las que traigo son por el estilo —replicó el mago, que rebañó con el pan lo que quedaba de estofado—. ¿Qué me decías de tu abuela Lindel?

— Cuando mi abuela era joven, se mataba a las hechiceras por cualquier adversidad del destino: enfermedad, accidentes, niños que nacían muertos, etc. Eran injustamente acusadas de ser poseídas. Algunas poseedoras del don, injustamente perseguidas, lucharon con todas sus fuerzas. Pero eso sólo sirvió para engendrar más odio y para confirmar los temores de muchos habitantes de Nicobarese.

»Al final se firmó una tregua. Los líderes de Nicobarese aceptaron dejar en paz a las hechiceras con la condición de que demostraran que no eran poseídas. Para ello, debían jurar por su alma que jamás usarían su poder sin permiso de las autoridades, por ejemplo, de los representantes del rey en su ciudad. Era un juramento al pueblo de Nicobarese de que no usarían el don y no atraerían así la atención del Custodio.

— ¿Por qué creía esa gente que las hechiceras eran poseídas? —preguntó Zedd, después de tragar un bocado de estofado.

— Porque es más fácil echar la culpa a una mujer por los problemas que admitir la verdad, y es más satisfactorio acusar que maldecir lo desconocido. Los poseedores del don pueden usar su poder para hacer el bien, pero también para hacer el mal. Y, puesto que puede usarse para hacer el mal, muchos creen que, en parte, ese poder procede del Custodio.

— Supersticiones estúpidas —sentenció Zedd.

— Como bien sabes, la superstición no necesita estar anclada en la verdad. Una vez que echa raíces, crece como un árbol fuerte aunque torcido.

Zedd asintió de mala gana.

— Así pues, ¿ninguna hechicera usaba su poder?

— No. A no ser que fuese para el bien común, y siempre que solicitaran antes permiso a los representantes del rey en su ciudad. Todas las hechiceras debían comparecer ante las autoridades y jurar por su alma que se doblegarían a los deseos del pueblo. Era un juramento solemne de que no usarían su poder para nada sin el consentimiento de las autoridades.

Zedd dejó la cuchara en el cuenco, asqueado.

— Pero poseían el don. ¿Cómo podían abstenerse de usarlo?

— Lo usaban, pero sólo en privado. Nunca donde pudieran ser vistas y nunca en otra gente.

Zedd se recostó en la silla y meneó la cabeza en signo de silencioso asombro hacia la Primera Norma de un mago y lo que la gente estaba dispuesta a creer. Adie prosiguió:

— La abuela Lindel era una mujer severa y ya anciana que vivía sola. Siempre se negó a enseñarme cómo usar el don. Su consejo fue que lo olvidara. Y, desde luego, mi madre tampoco podía enseñarme nada. Así pues fui aprendiendo sola a medida que crecía y el don iba creciendo conmigo, aunque era plenamente consciente de estar haciendo algo perverso. Casi cada día me lo repetían. Me decían que usar el don de un modo no permitido equivalía a exponerse a la contaminación del Custodio, y yo lo creía. Tenía miedo de ir en contra de lo que me habían enseñado; era un fruto del árbol de la superstición.

»Un día, cuando tenía ocho o nueve años, estaba con mis padres en la plaza de la ciudad en un día de mercado. Al otro lado de la plaza empezó a arder un edificio. Una niña de mi edad, más o menos, se quedó atrapada por las llamas en el primer piso. La niña gritaba pidiendo socorro. Pero nadie podía llegar hasta ella, pues el edificio estaba en llamas. Yo no podía soportar esos gritos de terror y empecé a llorar. Quería ayudar. —Adie cruzó las manos en el regazo y bajó la vista hacia la mesa—. Apagué el fuego y salvé a la niña.

Zedd se quedó contemplando la plácida expresión de la hechicera, con los ojos clavados en la mesa.

— Supongo que, excepto la niña y sus padres, nadie te dio las gracias.

— Nadie. Todos sabían que poseía el don, por lo que supieron que había sido cosa mía. Mi madre se echó a llorar, y mi padre apartó la mirada de mí. No podía mirarme; a sus ojos, yo era un agente del mal, del Custodio.

»Alguien fue a buscar a la abuela Lindel, que era muy respetada porque jamás había roto su juramento. La abuela vino y me llevó a mí y a la niña ante los representantes del rey. La abuela Lindel le pegó, y la niña gritó un buen rato.

— ¿Golpeó a la niña? Pero ¿por qué? —inquirió Zedd, incrédulo.

— Por permitir que el Custodio la usara para incitarme a usar el don. —Adie suspiró—. Esa niña y yo nos conocíamos y éramos amigas, más o menos. Pero, después de eso, jamás volvió a dirigirme la palabra.

»Luego, la abuela Lindel me desnudó delante de todos esos hombres y me azotó hasta quedar cubierta por verdugones y sangre —siguió contando Adie, abrazándose el abdomen—. Grité más que la niña a la que había salvado del fuego. Después me obligó a desfilar desnuda y ensangrentada por la ciudad hasta su casa. La humillación fue peor que los golpes.

»Al llegar a su casa, le pregunté cómo podía ser tan cruel. Ella me miró con esa arrugada cara suya y, enfadada, me repuso: “¿Cruel? ¿Cruel, niña? No has recibido ni un azote más de los que merecías. Y ni uno menos que los necesarios para impedir que esos hombres te condenaran a muerte”.

»Entonces me hizo jurar: “Juro por mi esperanza de salvación que nunca usaré el don en otro, por ninguna razón, sin el permiso del rey o uno de sus representantes y juro que jamás usaré el don para hacer daño a nadie. Que el Custodio se lleve mi alma si miento”. Luego me afeitó la cabeza, y me mantuvo calva hasta que me hice mujer.

— ¿Calva? ¿Por qué?

— Porque en la Tierra Central, como sabes, la longitud del cabello de una mujer es el símbolo de su posición social. Era un modo de mostrarme a mí, y a todos los demás, que no había nadie más indigno que yo. Había usado el don en público y sin permiso. Mi cabeza calva era un recuerdo constante de la ofensa que había cometido.

»Desde entonces viví con la abuela Lindel y sólo veía a mis padres muy de tarde en tarde. Al principio los eché mucho de menos. La abuela me enseñó a usar el don para que lo conociera bien y supiera qué no debía hacer.

»La verdad es que no me gustaba demasiado la abuela, pues era una mujer muy fría. Pero la respetaba. Era justa, a su manera. Si me castigaba, y lo hacía, era por incumplir sus normas. Me azotaba, pero nunca antes de cometer una infracción y de avisarme de lo que me ocurriría. Me enseñó y fue mi guía con el don, pero nunca tuvo un gesto amable. Era una vida dura, pero aprendí disciplina.

»Y, sobre todo, aprendí a usar el don. Siempre le estaré agradecida por ello, pues el don es mi vida. El don me ha permitido tocar algo más alto y más noble de lo que soy yo.

— Lo siento, Adie. —Aunque ya estaba saciado, Zedd empezó a comer otra vez estofado, ya frío, porque no sabía qué hacer.

Adie se levantó de la silla, anduvo hasta la chimenea y se quedó mirando las llamas un buen rato. Zedd esperó pacientemente que hallara las palabras.

— Cuando me hice una mujer pude dejarme crecer el pelo. A esa edad, era considerada una mujer muy atractiva —añadió, con una leve sonrisa.

— Sigues siéndolo, querida. —Zedd apartó el cuenco con el estofado, se reunió con ella frente al fuego y le colocó una mano sobre el hombro.

Adie la cubrió con la suya sin apartar los ojos de las llamas.

— Con el tiempo, me enamoré de un joven llamado Pell. No era un joven apuesto, pero bueno y noble, y conmigo se deshacía en amabilidad. Me habría traído el océano a cucharaditas si se lo hubiera pedido. Yo creía que el sol salía para que pudiera ver su rostro, y que la luna aparecía cada noche para saborear sus labios. Cada latido de mi corazón era para él.

»Él quería que nos casáramos, pero los representantes del rey en Choora, liderados por un hombre llamado Mathrin Galliene, tenían otros planes.

»Habían decidido casarme con un hombre de la ciudad vecina, el hijo del alcalde. —Adie retiró la mano y se agarró un puñado de túnica sobre el estómago—. Para la gente de Choora, yo era un premio. Consideraban que tener a una hechicera vinculada a la ciudad por el juramento era símbolo de la virtud de los habitantes de esa ciudad. La idea de entregarme a un hombre importante de una ciudad más grande despertaba gozo, excitación y expectativas. Sería el modo de unir ambas ciudades en muchos aspectos; uno de los principales era el aspecto comercial.

»Yo estaba desesperada. Acudí a la abuela Lindel y le supliqué que intercediera en mi favor. Le conté cuánto amaba a Pell y que no quería ser moneda de cambio en un trato comercial. Le dije que el don me pertenecía a mí, y que no debería usarse para convertirme en una esclava. Una hechicera no era una esclava. La abuela Lindel era una hechicera. Aunque su don era menospreciado, la gente la respetaba porque cumplía a rajatabla su juramento. No sólo la respetaban, sino que la temían. Le imploré ayuda.

— No me parece que fuera el tipo de persona que ayuda a nadie.

— No podía recurrir a nadie más. Me dijo que me marchara y no volviera hasta el día siguiente, para poder reflexionar. Fue el día más largo de mi vida. Cuando volví, me hizo arrodillarme frente a ella y repetir el juramento. Antes de hacerlo, me advirtió que más me valía ser completamente sincera, más que nunca, y eso que me hacía jurar a menudo. Me arrodillé y pronuncié el juramento con el firme propósito de cumplirlo.

»Al acabar, contuve la respiración y esperé. Seguía de rodillas. Ella bajó los ojos hacia mí y me miró con su habitual gesto agrio. Luego dijo: “Aunque eres de espíritu rebelde, te has esforzado por domarlo. La ciudad te ha exigido que juraras, y lo has hecho. Espero no vivir para ver el día que rompas ese juramento. Más allá de eso, no me debes nada. Yo me ocuparé de las autoridades y hablaré con Mathrin Galliene. Te casarás con Pell”. Yo lloré contra el bordillo de su vestido.

Adie enmudeció, contemplando las llamas, perdida en sus lejanos recuerdos.

— Bueno, ¿te casaste con tu enamorado?

— Sí —susurró ella, con su áspera voz. La mujer cogió el cucharón del gancho y removió el estofado, mientras Zedd la miraba. Finalmente lo colgó de nuevo y añadió—: Durante tres meses, nuestra dicha fue absoluta.

Sus labios se movieron en silencio. Tenía la mirada perdida en la nada. Zedd le pasó un brazo por encima de los hombros y, dulcemente, la condujo de nuevo a la mesa.

— Siéntate, Adie. Te traeré una taza de té.

Cuando el mago regresó con dos tazas humeantes, Adie seguía sentada, con las manos juntas encima de la mesa y mirando hacia la nada. Zedd colocó una de las tazas en la delgada mano de la hechicera y se sentó frente a ella. No la presionó para que siguiera hasta que estuvo preparada.

— Un día —dijo al fin—, el día en que cumplía diecinueve años, Pell y yo fuimos a dar un paseo por el campo. Para entonces estaba embarazada. —La mujer levantó la taza con ambas manos y tomó un sorbo—. Pasamos el día paseando de granja en granja, pensando nombres para nuestro hijo, cogiéndonos de las manos y… bueno, ya sabes lo bobos que son dos jóvenes enamorados.

»Para regresar teníamos que pasar por delante del molino de Choora, situado a las afueras de la ciudad. Me pareció extraño que no hubiera nadie, pues siempre solía haber alguien. —Adie cerró los ojos unos momentos y dio otro sorbo al té—. Pero sí que había alguien. La Sangre de la Virtud nos esperaba.

Zedd los conocía. En las ciudades de cierta importancia de Nicobarese, la Sangre de la Virtud era un grupo de hombres armados que se dedicaban a perseguir poseídos y a erradicar el mal, o lo que ellos consideraban el mal. En otros países existían organizaciones similares con otros nombres, pero eran lo mismo. Todas tenían en común que no necesitaban pruebas. Un cadáver era la única prueba que necesitaban para demostrar que habían hecho un buen trabajo. Si afirmaban que ese cuerpo era el de un poseído, su palabra era ley. En las ciudades más pequeñas, la Sangre de la Virtud solían ser matones y camorristas que se tomaban la justicia por su mano. La Sangre de la Virtud era temida por todos, y con razón.

— Nos apresaron… —La voz se le quebró, pero sólo una vez—… y nos encerraron en habitaciones separadas en el sótano del molino. Estaba oscuro, y olía a humedad de la piedra y a grano molido. Yo no sabía qué le habían hecho a Pell. Tenía tanto miedo que ni me atrevía a respirar.

»Mathrin Galliene nos acusó a Pell y a mí de ser poseídos. Dijo también que no había aceptado desposarme con quien debía porque deseaba atraer la atención del Custodio sobre Choora. Ese verano, una enfermedad febril afectaba el país y había causado la muerte a muchas familias. Mathrin Galliene dijo que Pell y yo éramos los culpables de esa enfermedad. Yo lo negué y pronuncié el juramento para demostrarlo. —Adie dio vueltas a la taza entre los dedos, mirándola fijamente.

— Bebe, Adie. Te ayudará. —El mago había añadido una pizca de una hierba al té para que se relajara.

La mujer tomó un buen sorbo.

— Mathrin Galliene dijo que Pell y yo éramos poseídos, y que el cementerio estaba lleno de pruebas de ello. Añadió que lo único que quería era que ambos confesáramos, que reconociéramos la verdad. Los otros hombres de la Sangre gruñían como sabuesos alrededor de un conejo al que sólo esperaban destrozar. Yo estaba aterrorizada por Pell.

»Mientras me golpeaban, yo sabía que a él le estarían haciendo cosas mucho peores para que me acusara de ser una poseída. A la Sangre nada le gustaba más que dos personas que se amasen se acusaran de ser poseídos. No me querían escuchar cuando lo negaba. No escuchaban —repitió, alzando la mirada.

— No podrías haber dicho nada para detenerlos, Adie —le aseguró Zedd en voz baja—. Da igual lo que dijeras. Si caes en un cepo, no sirve de nada intentar hacer entrar en razón al acero.

— Lo sé. —La faz de la mujer era una máscara de calma que ocultaba una tormenta—. Podría haberlos detenido usando el don, pero eso iba en contra de todo lo que me habían enseñado y en lo que yo creía. Si usaba el don, sería como demostrarme ante mí misma que esos hombres tenían razón. Hubiera sido como una blasfemia contra el Creador. Mientras esos hombres me golpeaban, estaba tan indefensa como una persona sin el don. Mientras gritaba, oía los chillidos de Pell, en otra habitación —dijo, después de apurar el té.

Zedd se acercó al fuego, cogió la tetera y volvió a llenarle la taza.

— No fue culpa tuya, Adie. No te mortifiques.

Mientras el mago se servía otra taza, Adie le lanzó una rápida mirada y siguió con la historia.

— Querían que acusara a Pell de ser un poseído. Yo me negué y les dije que, aunque me mataran, jamás diría eso.

»Mathrin se inclinó hacia mí y pegó su cara contra la mía. Aún puedo ver su sonrisa. Entonces me dijo: “Te creo, chica, pero no importa, porque de hecho no esperamos que seas tú quien acuse a Pell de ser un poseído. Lo que queremos es que él confiese que tú lo eres. Queremos que diga que eres una poseída”.

»Entonces, los hombres me sujetaron, y Mathrin trató de verterme algo por la garganta. Me quemó la boca. Mathrin me tapaba la nariz. Tenía que tragarlo o asfixiarme. Yo quería asfixiarme, pero tragué sin quererlo. Fue como si hubiera tragado fuego y me quemara la garganta. No podía hablar ni emitir sonido alguno, ni siquiera gritar. Sólo sentía un ardiente dolor más intenso que el que jamás he vuelto a sentir. —La hechicera tomó un sorbo de té como si quisiera suavizarse la garganta.

»Luego, los hombres me llevaron donde estaba Pell y me ataron a una silla frente a él. Mathrin me sujetaba de modo que no pudiera moverme. El corazón se me rompió al ver lo que le habían hecho. Tenía la cara blanca como la cera. Le habían cortado casi todos los dedos, poco a poco. —Sus propios dedos apretaron la taza mientras revivía ese recuerdo.

»Mathrin dijo a Pell que había confesado que él era un poseído. Pell me miró sin poder creer esas palabras. Yo traté de gritar que era mentira, pero no podía emitir sonido. Entonces traté de negar con la cabeza, pero Mathrin me lo impidió.

»Pell les dijo que no los creía. Entonces, le cortaron otro dedo y le dijeron que lo hacían sólo porque yo lo había acusado. Sólo porque tenían mi confesión. Pell no apartaba los ojos de mí mientras temblaba y les decía que no los creía. Ellos le dijeron que yo había pedido que lo mataran porque era un poseído. Pero Pell seguía sin creerlos y declaró que me amaba.

»Entonces, Mathrin le dijo que yo lo había acusado de ser un poseído y que, si no fuese cierto, lo hubiera negado para que nos dejaran a ambos en libertad. Pero, según él, yo había jurado y perjurado que era cierto, que Pell era un poseído y que yo deseaba que muriera por ello. Pell me rogó a gritos que lo negara, gritaba mi nombre y me rogaba que dijera algo.

»Por mucho que lo intenté, no pude. La garganta me quemaba, y ya no tenía voz. Mathrin me sujetaba por el cabello, impidiendo que me moviera. Pell me miraba con los ojos desorbitados. Yo seguía en silencio.

»Entonces me dijo: “¿Cómo has podido hacerme algo así, Adie? ¿Cómo has podido acusarme de ser un poseído?”, y se echó a llorar.

»Mathrin le pidió que me acusara de ser una poseída. Le prometió que, si lo hacía, lo creerían a él y no a mí, pues yo poseía el don, y lo dejarían libre. Pell susurró: “No la acusaré en vano para salvar la vida, ni siquiera aunque me haya traicionado”. Esas palabras se me clavaron como un dardo en el corazón.

Mientras la mirada de Adie se perdía en la nada, Zedd se fijó en que una vela situada en la repisa detrás de la mujer se fundía formando un charco de cera. El mago percibía las olas de calor que irradiaban de ella. Entonces cayó en la cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y lo soltó.

— Mathrin le rebanó el pescuezo —declaró Adie, sin andarse por las ramas—. Luego le cortó la cabeza y la sostuvo delante de mí. Dijo que era culpa mía, por seguir al Custodio. Entonces ordenó a sus hombres que me aguantaran la cabeza hacia atrás y me mantuvieran los ojos abiertos, y vertió en ellos el líquido ardiendo.

»Me quedé ciega. En esos momentos, algo ocurrió dentro de mí. Mi Pell ya no estaba, había muerto pensando que lo había traicionado, y yo estaba a punto de perder la vida. De pronto, me di cuenta de que todo eso era sólo culpa mía por haberme aferrado a un juramento. Había perdido a mi enamorado por un estúpido juramento fruto de la ignorancia y la superstición. Ya nada importaba; mi vida ya no tenía sentido.

»Usé el don. Descargué mi ira. Rompí el juramento de que jamás usaría el don para hacer daño a nadie. Aunque no podía ver, sí que podía oír, y oí cómo su sangre salpicaba en las paredes de piedra. Pero no tenía suficiente. Hice pedazos a todo ser vivo que hubiese en esa habitación, ya fuera hombre o ratón. Como no podía ver, destruí cualquier vida que percibí. No sabía si alguien habría escapado. En cierto modo, me alegraba de estar ciega, pues, en caso de ver lo que estaba haciendo, no podría haber llegado hasta el final.

»Cuando alrededor todo fue quietud y muerte, recorrí a tientas la habitación para contar los cadáveres. Faltaba uno.

»Luego me arrastré hasta casa de la abuela Lindel. No sé aún cómo fui capaz de llegar; supongo que el don me guió. Cuando me vio, se puso furiosa. Me obligó a ponerme en pie y me preguntó si había roto el juramento.

— Pero no podías hablar. ¿Cómo le respondiste? —la interpeló Zedd, muy interesado.

— La agarré por el pescuezo con la fuerza del don y la estrellé contra la pared —replicó Adie, con una leve sonrisa—. Entonces, me acerqué a ella y asentí. Yo estaba furiosa y trataba de estrangularla. Ella luchó contra mí con todo su poder. Pero yo era mucho más fuerte. Hasta ese momento, no había imaginado que el don no era igual para todos. La abuela Lindel estaba tan indefensa como una muñeca de trapo.

»Pero, por mucho que deseara matarla por haberme preguntado eso antes que ninguna otra cosa, no pude hacerlo. La solté y caí al suelo; no podía seguir teniéndome en pie. Ella se acercó a mí y empezó a curarme las heridas. Me dijo que había hecho mal al romper el juramento, pero que lo que me habían hecho a mí era un mal mucho peor.

»Nunca más volví a tener miedo de la abuela Lindel. No porque me ayudara, sino porque había roto el juramento. Después de eso, las leyes que había aprendido ya no me retenían, y además sabía que era más fuerte que ella. Desde ese día, fue ella la que me tuvo miedo a mí. Creo que me ayudó para que me recuperara y me marchara cuanto antes.

»Unos pocos días más tarde, la abuela Lindel llegó a casa y me dijo que los representantes del rey la habían citado para interrogarla. Así supe que todos los hombres del molino, todos los miembros de la Sangre de la Virtud habían muerto, excepto Mathrin. Él había escapado. La abuela dijo a las autoridades que no me había visto. Ellas la creyeron o fingieron creerla, porque no deseaban enfrentarse a ella y a una hechicera que había matado a tantos hombres de una manera tan brutal. Así pues, la dejaron en paz.

Adie pareció relajarse un poco. Estudió un momento la taza de té y luego tomó otro sorbo. Entonces le tendió la taza, y Zedd le sirvió un poco más. El mago deseó haber vertido también hierbas relajantes en su propio té. Las necesitaría para escuchar el final de la historia.

— Perdí al niño.

— Lo siento mucho, Adie.

— Lo sé. —La hechicera lo miró a los ojos, y le cogió una mano entre las suyas—. Lo sé. —Entonces le soltó la mano para proseguir—. La garganta sanó, pero me dejó esta voz como de hierro que rasca sobre roca —dijo. Se acarició brevemente el cuello con los dedos y luego los entrelazó.

— A mí me gusta tu voz. El hierro va bien contigo.

Por el rostro de Adie pasó el fantasma de una sonrisa.

— Pero mis ojos no corrieron la misma suerte. Estaba ciega. La abuela Lindel no era tan fuerte como yo, pero era anciana y había visto hacer muchos trucos con el don. Ella fue quien me enseñó a ver sin los ojos. No es lo mismo, pero, en ciertos aspectos, es mejor. En ciertos aspectos veo más.

»Una vez curada, la abuela me pidió que me marchara. No quería vivir con alguien que hubiera violado el juramento, ni siquiera aunque fuese de su misma sangre. Temía que eso le causara problemas, ya fuera por parte del Custodio, por haber roto el voto, o por parte de la Sangre de la Virtud.

— ¿Y hubo problemas? —preguntó Zedd, recostándose en la silla y estirando un poco los músculos.

— Oh, sí —siseó Adie, alzando las cejas e inclinándose hacia adelante—. Mathrin Galliene se encargó de causarlos. Se presentó con veinte miembros de la Sangre de la Virtud pagados por la corona. Eran mercenarios, hombres muy fornidos de aspecto fiero y sin piedad alguna. Llegaron montados a caballo en perfecta formación. Iban armados con espadas, escudos, estandartes y lanzas que sostenían todos en el mismo ángulo. Todos llevaban una cota de mallas y peto pulido que relucía con el emblema de la corona repujado en él, y yelmos con plumas rojas que se balanceaban al cabalgar. Todos los caballos eran blancos.

»De pie en el porche observaba con los ojos del don cómo rompían filas ante mí con precisión perfecta, como si actuaran delante del mismo rey. A una leve señal del comandante, todos los caballos se detuvieron formando una línea perfecta. Estaban desplegados ante mí, prestos, ansiosos por ejecutar su truculento trabajo. Mathrin esperaba detrás de ellos, mirando. El comandante me gritó: “Estás arrestada bajo la acusación de ser una poseída, y serás ejecutada por ello”.

»Entonces pensé en Pell, en mi Pell. —Adie alzó la cabeza, ahuyentando los espectros de la memoria, y sus ojos se posaron en los de Zedd. Su expresión se endureció para añadir:

»Ninguna espada abandonó su funda, ninguna lanza fue alzada, ningún pie tocó el suelo antes de morir. Los abatí a todos, de izquierda a derecha, uno a uno, hombres y caballos, rápida como un pensamiento. Bum, bum, bum. Los maté a todos excepto al comandante. Inmóvil sobre su caballo blanco y con expresión impenetrable, fue viendo cómo todos sus hombres caían al suelo a ambos lados.

»Al acabar, cuando el último escudo dejó de repiquetear, lo miré a los ojos y le dije: “Las armaduras de nada sirven contra una verdadera poseída. Ni contra una hechicera. Sólo sirven contra gente inocente”. Luego le di un mensaje para que se lo transmitiera al rey de parte de una hechicera llamada Adie. En tono firme y sereno, me preguntó qué mensaje era ése. “Dile que si envía a alguien más de la Sangre de la Virtud para prenderme, será la última orden que dé en su vida”, le dije. El comandante me miró un momento sin asomo de emoción en sus fríos ojos, tras lo cual dio media vuelta al caballo y se marchó sin mirar atrás.

»Mi abuela me dio la espalda —dijo, bajando la mirada hacia la mesa—. Me dijo que abandonara su hogar y que nunca más regresara.

Zedd no pudo evitar estremecerse al pensar que Adie era una hechicera con el poder suficiente para matar a tantos hombres de ese modo. Era insólito que una hechicera poseyera un don tan poderoso.

— ¿Y Mathrin? ¿Lo mataste?

— No —respondió con una leve sonrisa desprovista de humos—. Me lo llevé conmigo.

— ¿Que te lo llevaste?

— Lo uní a mí. Uní su vida a la mía de modo que siempre supiera dónde me hallaba y cada luna nueva se viera impelido en contra de su voluntad a presentarse ante mí. Así pues, debía seguirme para poder llegar hasta mí cada luna nueva.

Zedd estudió con el entrecejo fruncido los posos del té.

— En una ocasión conocí a un mendigo en Winstead, la capital de Kelton y residencia real. Se llamaba Mathrin. Recuerdo que le faltaban los dedos de una mano y estaba ciego. Sus ojos habían sido… —Zedd fijó de pronto la mirada en los ojos de Adie. La mujer lo observaba—. Le habían arrancado los ojos.

— Así es. —De nuevo, la faz de la mujer era una máscara de hierro—. En cada luna nueva se presentaba ante mí, y yo le cortaba algo. Quería que sus gritos llenaran el vacío que sentía dentro.

— Así pues, ¿te estableciste en Kelton? —Zedd agarró con fuerza el tablero de la mesa. Hierro, sin duda.

— No. No me establecí en lugar alguno. Iba de un lado para otro en busca de mujeres con el don, hechiceras que me ayudaran en mis estudios. No encontré a ninguna que poseyera un conocimiento profundo de lo que a mí me interesaba, pero cada una sabía algo que las demás ignoraban.

»Mathrin me seguía, y cada nueva luna venía a mí, y yo lo mutilaba. Deseaba que viviera para siempre para que su sufrimiento no tuviera fin. Él era quien me había golpeado con los puños en el vientre y me había hecho perder el hijo de Pell. Él era quien había matado a Pell. Él era quien me había dejado ciega.

Sus ojos blancos brillaban a la luz de la lámpara. De nuevo, su mirada se perdió en la nada.

— Él era quien hizo creer a Pell que lo había traicionado. Quería que Mathrin Galliene sufriera para siempre.

— ¿Cuánto… —Zedd hizo un vago gesto con la mano—… duró?

— No lo suficiente y demasiado —suspiró Adie. Zedd frunció el entrecejo—. Un día se me ocurrió algo: nunca había usado el don para impedir a Mathrin que se suicidara. ¿Por qué seguía viniendo a mí? ¿Por qué permitía que lo hiciera sufrir de un modo tan atroz? ¿Por qué no ponía fin a todo eso? Así pues, la próxima vez que vino y le corté algo más, también corté el vínculo que nos unía. Ya nada lo obligaba a presentarse ante mí. Pero lo hice de modo que no se diera cuenta, para que simplemente me olvidara, si quería.

— ¿Y no lo volviste a ver nunca más?

— Ojalá. Creí que nunca más volvería a verlo, pero a la siguiente luna nueva regresó. Regresó, aunque no tenía por qué hacerlo. Me quedé helada mientras me preguntaba por qué. Decidí que había llegado el momento de que pagara con su vida lo que me había hecho a mí, a Pell y a tantos otros. Pero, antes de morir, tendría que darme algunas respuestas.

»En el curso de mis viajes había aprendido muchas cosas. Cosas que pensaba que nunca llegaría a utilizar. Pero esa noche las utilicé. Las usé para averiguar cuál era la tortura que Mathrin más temía. Era un truco que permitía averiguar los temores, pero no otros secretos. Contra su voluntad, las palabras escaparon de su boca, revelándome sus más arraigados miedos.

»Esa noche y todo el día siguiente, lo dejé con el alma en vilo, mientras iba a buscar las cosas que necesitaba, aquello que más temía. Cuando al fin regresé con ello, casi se volvió loco de terror. Sus temores estaban bien fundados. Le exigí que confesara su secreto, pero se negó.

»Vacié el saco y coloqué las jaulas y las otras cosas frente a él, desnudo y desvalido como estaba en el suelo. Las levanté una a una, las sostuve delante de su rostro ciego y se las fui describiendo; le fui diciendo qué contenía cada pequeña jaula, cesta o tarro… Una vez más, le pedí que confesara. Mathrin sudaba, jadeaba y temblaba, pero dijo que no. Creía que me echaba un farol, que me faltaban arrestos. Se equivocó.

»Me armé de valor y le hice vivir sus peores pesadillas.

Zedd frunció la frente. Finalmente, la curiosidad pudo al temor.

— ¿Qué le hiciste?

— Eso es algo que no pienso decirte. De todos modos, no es importante —replicó Adie, que alzó la cabeza para mirarlo a los ojos—. Mathrin se negó a confesar y sufrió tanto que estuve a punto de dejarlo varias veces. Pero entonces recordaba la última cosa que mis ojos habían visto antes de que me dejara ciega: cómo Mathrin sostenía ante mí la cabeza de Pell. —La hechicera tragó saliva, y su voz se hizo tan baja que Zedd apenas podía oírla—. Y también recordaba las últimas palabras de Pell: «No la acusaré en vano para salvar la vida, ni siquiera aunque me haya traicionado».

Adie cerró por un momento los ojos. Cuando los abrió, prosiguió:

— Mathrin estaba al borde de la muerte, y yo creía que ya no iba a confesar por qué se había mantenido cerca de mí. Pero justo antes de morir se serenó, pese a lo que le había hecho. Y entonces dijo que confesaría, porque iba a morir y porque ése había sido su plan. Yo le pregunté una vez más por qué regresaba siempre a mí.

»Él se inclinó hacia mí y me dijo: “¿No lo sospechas, Adie? ¿No tienes ni idea de lo que soy? Soy un poseído. Durante todo este tiempo, lo he sido en tus propias narices. Todo este tiempo me has mantenido cerca de ti, y así el Custodio sabía siempre dónde estabas. El Custodio codicia a los poseedores del don por encima de cualquier otra cosa”. A mí ya se me había ocurrido alguna vez la posibilidad de que fuese un poseído. Le dije que había fracasado, que su plan no había servido de nada, porque al fin iba a morir por sus crímenes.

»Mathrin me sonrió, ¿lo puedes creer?, me sonrió y repuso: “Te equivocas, Adie. No he fracasado. He cumplido los deseos del Custodio. He llevado a cabo mi misión a la perfección. Te he obligado a hacer exactamente lo que el Custodio quería de ti; todo ha ocurrido según su plan. Y tendré mi recompensa. Yo fui quien provocó el incendio en el mercado cuando eras pequeña. Yo fui quien hizo esas cosas a Pell, pero no porque creyera que él o tú fueseis poseídos. Yo era el poseído. Lo hice para que rompieras tu juramento. Para que tu corazón se llenara con el odio del Custodio. Hacerte romper el juramento fue el primer paso, y mira todo lo que has hecho desde entonces. Mira lo que acabas de hacerme. Mira hasta qué punto te has acercado al Custodio. Ahora estás a su alcance. Es posible que no le hayas prestado juramento, pero cumples sus deseos. Te has convertido en aquello que odias. Te has convertido en mí; eres una poseída. El Custodio está muy complacido contigo, Adie, y te da las gracias por haberlo acogido en tu corazón”. Dicho esto, Mathrin cayó muerto.

Adie se deshizo en llanto, hundiendo la cabeza en sus manos. Tras estirar las articulaciones, Zedd dio la vuelta a la mesa y la abrazó, sosteniéndole la cabeza contra su estómago, acariciándole el pelo y tratando de consolarla. Adie seguía llorando.

— No es así, querida. Nada de eso.

Pero la hechicera lloraba contra su túnica y sacudía la cabeza.

— Te crees muy listo, mago —sollozó—. Pero no lo eres tanto. Te equivocas en esto.

Zedd se arrodilló junto a su silla, la cogió de las manos y alzó la mirada hacia su afligido rostro.

— Soy suficientemente listo para saber que ni el Custodio ni uno de sus secuaces te darían la satisfacción de saber que has ganado la batalla contra ellos.

— Pero yo…

— Tú te defendiste. Atacaste, sí, y fuiste implacable, pero no por maldad, no por querer ayudar al Custodio.

Adie arrugó la frente en un esfuerzo por detener sus lágrimas.

— ¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que puedes confiar en alguien como yo?

— Totalmente —respondió Zedd, risueño—. No lo sé todo de ti, Adie, pero sí sé que no eres ninguna poseída. Tú eres la víctima, no la criminal.

— Yo no estoy tan segura —protestó la mujer, sacudiendo la cabeza.

— Tras la muerte de Mathrin, ¿seguiste matando? ¿Buscaste venganza atacando a inocentes?

— No, claro que no.

— Si hubieses sido un agente del Custodio, te habrías entregado a él, a sus deseos y te habrías dedicado a atacar a quienes lo combaten. Tú no eres ninguna poseída, querida. Me duele el corazón por todo lo que el Custodio te arrebató, pero no pudo con tu alma, sigue siendo tuya. Deja de lado esos temores.

El mago le apretó cariñosamente las manos. Adie no trató de retirarlas, sino que las dejó entre las suyas como si quisiera sumergirse en el consuelo. Temblaba. Finalmente se enjugó las lágrimas.

— Sírveme un poco más de té, ¿quieres? —pidió—. Pero esta vez no le pongas nada raro o me quedaré dormida antes de acabar la historia.

Zedd arqueó una ceja. Adie se había dado cuenta. Se levantó y le dio unas palmaditas en el hombro. Le sirvió más té y luego cogió la silla y se sentó de nuevo, mientras ella bebía a sorbos la infusión. Después de vaciar media taza pareció que ya había recuperado el control.

— Aún se luchaba encarnizadamente contra D’Hara, pero el fin de la guerra era inminente. Sentía que el Límite se alzaba; sentía cómo crecía en este mundo.

— ¿Y te instalaste aquí justo después de que se alzara el Límite?

— No. Primero estudié con un puñado de mujeres. Algunas me enseñaron ciertas cosas sobre huesos. —Adie se sacó un colgante de debajo de la túnica y manoseó el hueso pequeño y redondo, flanqueado por cuentas rojas y amarillas. Era idéntico al que le había dado a él para que cruzara el paso, y que Zedd aún llevaba al cuello—. Este hueso pertenece a la base de un cráneo como el de ese estante, el que ha caído antes al suelo. Es de una bestia llamada skrin. Los skrin son los guardianes del inframundo, más o menos como los canes corazón, pero ellos hacen guardia en ambas direcciones. El mejor modo de explicarlo es que forman parte del velo mismo, aunque tampoco es del todo exacto. En este mundo son sólidos y poseen una forma, pero en el otro mundo no son más que una fuerza.

— ¿Una fuerza, dices?

— Justamente. Aunque no podemos verla, la fuerza está ahí. —Adie cogió la cucharilla y la dejó caer sobre la mesa—. Es la fuerza que hace que la cucharilla caiga en vez de flotar en el aire. No podemos verla, pero existe. Algo parecido sucede con un skrin.

»Muy raramente, mientras cumplen con su deber de repeler todo lo que se halla en la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos, son empujados hacia este mundo. Muy pocas personas conocen su existencia, pues eso ocurre en muy raras ocasiones. —Zedd frunció el entrecejo—. Es algo muy complejo. Ya te lo explicaré mejor en otra ocasión. Lo importante es que este hueso de skrin nos oculta de ellos.

Adie tomó otro sorbo de té, mientras Zedd se sacaba su colgante de debajo de la túnica y lo observaba.

— ¿Y para cruzar el paso también debe ocultarte de otras bestias? —Adie asintió—. ¿Cómo supiste del paso? Yo alcé el Límite y no conocía su existencia.

— Tras abandonar la casa de mi abuela busqué a mujeres con el don, mujeres que pudieran enseñarme cosas sobre el mundo de los muertos —repuso Adie, haciendo girar la taza entre sus dedos—. Tras la muerte de Mathrin estudié con más ahínco y más apremio. Cada mujer sólo podía enseñarme lo poco que sabía, pero, por lo general, me remitían a otra que sabía más. Así recorrí la Tierra Central, yendo de una a otra, recogiendo conocimientos. Fui acumulando pequeñas piezas de saber y las fui uniendo. De este modo aprendí un poco sobre cómo interactúa el mundo.

»Pensé que poner una barrera entre diferentes partes de este mundo era como tapar una tetera y luego ponerla al fuego. Si no tenía una válvula, explotaría. Sabía que la magia era sabia y hallaría el modo de traer el inframundo hacia éste, un modo de equilibrar ambos lados de la frontera, de crear una especie de válvula: un paso.

Zedd enarcó una ceja y luego se frotó el mentón, sumido en sus reflexiones.

— Claro —dijo al fin—. Tiene sentido. Equilibrio. Toda fuerza, toda magia necesita equilibrio. Creé el Límite usando una magia que no comprendía del todo. La encontré en un antiguo libro escrito por los magos de antaño, que poseían más poder del que yo puedo imaginar. Si seguí sus instrucciones para alzar el Límite fue porque estaba desesperado.

— Me cuesta imaginarte desesperado.

— A veces la vida no es más que un acto desesperado tras otro.

— Tal vez tienes razón. Yo estaba desesperada por esconderme del Custodio. Recordaba vívidamente las palabras de Mathrin: que se había ocultado en mis propias narices. Pensé que el lugar más seguro para ocultarme del Custodio sería donde jamás se le ocurriría mirar: en sus propias narices, en el límite de su mundo. Así fue como vine al paso.

»El paso no pertenece a nuestro mundo, pero tampoco es el inframundo. Es una mezcla de ambos. Un lugar donde ambos mundos bullen y se tocan. Gracias a los huesos pude ocultarme del Custodio. Ni él ni las bestias del inframundo podían verme.

— ¿Ocultarte? —Realmente había en Adie más hierro que en la tetera que colgaba encima del fuego. O no la conocía en absoluto o se callaba algo. El mago la miró con severidad—. ¿Viniste aquí sólo para ocultarte?

Adie eludió esa mirada mientras manoseaba el huesecillo redondo del colgante y, al fin, se lo volvió a guardar bajo la túnica.

— No, no sólo por eso. Hice un juramento. Me juré a mí misma que hallaría el modo de ponerme en contacto con Pell para decirle que no lo había traicionado. —Tras tomar un largo sorbo de té, agregó—: He pasado la mayor parte de mi vida aquí, en el paso, buscando una manera de acceder al mundo de los muertos y decírselo, de ser parte de ese mundo.

— Adie, el Límite ha caído, el paso ya no existe. Adie, necesito que me ayudes en este mundo.

La mujer colocó los brazos sobre la mesa.

— Cuando me diste de nuevo el pie, todo lo que había ocurrido me volvió de nuevo, con tanta intensidad como si volviera a vivirlo. Recordé cosas que había olvidado hace mucho tiempo. Recordé penas que quizás el tiempo ha atenuado, pero que siguen ahí.

— Lo siento, Adie —susurró el mago—. Debería haber tenido en cuenta tu pasado, pero no imaginaba que habías pasado por tanto sufrimiento. Perdóname.

— No hay nada que perdonar. Me hiciste un maravilloso regalo al devolverme el pie. Tú no podías saber las cosas que había hecho. No fue culpa tuya. No sabías que soy una poseída.

— ¿Crees que por haberte defendido de la maldad te has vuelto mala tú también? —Zedd la fulminó con la mirada.

— He cometido actos tan crueles que un hombre como tú no puede ni imaginarse.

— Ya. Deja que te explique una historia. Yo también amé una vez. También yo tuve un Pell, pero ella se llamaba Erilyn. El tiempo que pasamos juntos fue de dicha perfecta. —Una leve sonrisa asomó a sus labios mientras recordaba tiempos más felices. Pero la sonrisa pronto se esfumó—. Hasta que Panis Rahl envió una cuadrilla tras ella.

Adie alargó una mano y la posó sobre una del mago.

— Zedd, no es necesario que me…

Zedd descargó el otro puño sobre la mesa. Las tazas saltaron.

— No puedes imaginarte lo que esos cuatro le hicieron. —El anciano se inclinó hacia adelante, con el rostro ahora colorado y enmarcado por su melena blanca. Hacía rechinar los dientes—. Los perseguí. No sé qué le hiciste tú a Mathrin, pero comparado con lo que yo hice a cada uno de ellos seguro que fue un juego de niños. Luego fui a por Panis Rahl, pero, como no pude llegar a él, decidí atacar sus ejércitos. Por cada hombre que tú hayas matado, Adie, yo habré matado a un millar. Incluso los de mi propio bando me temían. Era la mano de la muerte. Hice todo lo necesario para detener a Panis Rahl, y quizá más.

»De haber algún hombre virtuoso, yo ciertamente no lo soy —añadió, sentándose de nuevo en la silla.

— Sólo hiciste lo que debías. Ello no te convierte en un hombre carente de virtud.

— Sabias palabras pronunciadas por una mujer sabia —repuso Zedd, enarcando una ceja—. Tal vez deberías aplicártelas a ti misma. —Adie se quedó en silencio. El mago se acodó en la mesa y, despreocupadamente, cogió la taza y la hizo rodar entre sus palmas, mientras continuaba explicando—: En cierto modo, tuve más suerte que tú. Pude disfrutar más tiempo de mi Erilyn y no perdí a mi hija.

— ¿Panis Rahl no intentó matar también a tu hija?

— Sí. De hecho, creyó haberlo conseguido. Yo… conjuré un hechizo de muerte para que todos creyeran haber visto cómo moría. Era el único modo de protegerla, de evitar que siguieran intentando matarla hasta lograrlo.

— Un hechizo de muerte… —Adie susurró una bendición en su lengua materna—. Es algo muy peligroso. No te reprocho que lo hicieras, pues tenías un buen motivo, pero no es un hechizo que pase inadvertido a los espíritus. Fuiste afortunado de que funcionara y de poder salvarla. Tuviste mucha suerte de que los buenos espíritus estuvieran de tu lado ese día.

— Supongo que a veces cuesta saber dónde acaba la buena suerte y dónde empieza el infortunio. Crié a mi hija sin madre. Con el tiempo se convirtió en una joven muy hermosa.

»Rahl el Oscuro estaba junto a su padre cuando lancé el fuego de hechicero a través del Límite. Su padre murió, pero él también sufrió terribles quemaduras. Luego dedicó su vida al estudio para poder acabar lo que su padre había empezado y vengarse. Aprendió a atravesar el Límite. ¡Qué poco sospechaba yo que podía llegar a la Tierra Central!

»Violó a mi hija. Él no sabía quién era ella. Todo el mundo creía que mi hija había muerto, o si no seguro que él la habría asesinado. No la mató, pero le hizo mucho daño. —Zedd apretó las palmas, y la taza se hizo añicos. Entonces se miró las palmas de la mano para comprobar si se había cortado y se sorprendió de que no fuera así. Adie guardaba silencio.

»Después de eso, me la llevé a la Tierra Occidental para ocultarla y protegerla. No he sabido nunca si fue sólo mala suerte o si, de algún modo, al final el mal la atrapó, pero murió. Irónicamente, el fuego la mató. Pereció quemada cuando su casa ardió. Aunque siempre he sospechado que no fue una simple coincidencia, nunca he encontrado pruebas. Quizá, después de todo, los buenos espíritus no me acompañaban el día que conjuré el hechizo de muerte.

— Lo siento, Zedd —dijo Adie en un áspero susurro.

— Al menos me quedaba su hijo —repuso Zedd, rechazando la piedad que le ofrecía Adie con un gesto de la mano. Con un dedo fue empujando los fragmentos de la taza en un pequeño montón en el centro de la mesa—. El hijo de Rahl el Oscuro. El vástago de un agente del Custodio. Pero también fruto del vientre de mi hija y nieto mío. Una criatura inocente del crimen por el que fue engendrado. Un chico fantástico. Creo que lo conoces. Se llama Richard.

Adie dio un salto hacia adelante en la silla.

— ¡Richard! ¿Richard es tu… —Entonces volvió a echarse hacia atrás, sacudiendo la cabeza—. Magos… Siempre con secretos —rezongó, pero enseguida suavizó el gesto—. Supongo que tenías un buen motivo para mantenerlo en secreto. ¿Tiene Richard el don?

— ¡Y cómo! Ésa fue una de las razones por las que lo escondí en la Tierra Occidental. Temía que poseyera el don, aunque no estaba seguro, y quería alejarlo del peligro. Como tú misma has dicho, el Custodio codicia a los poseedores del don más que a ninguna otra persona. Sabía que si le enseñaba yo mismo a usar la magia, los ojos del peligro se posarían en él.

»Quería que creciera, que se convirtiera en un hombre de carácter antes de probarlo y, si tenía el don, enseñarle. Siempre sospeché que poseía el don, aunque a veces deseaba que no lo tuviera. Pero ahora tengo la certeza de que lo tiene. Lo usó para vencer a Rahl el Oscuro. Usó magia.

»Creo que ha heredado el don tanto de su abuelo como de su padre; de dos linajes de magos distintos —dijo en tono confidencial.

— Ya veo —fue todo lo que repuso Adie.

— Pero ahora mismo ésa es la menor de mis preocupaciones. Rahl el Oscuro usó las cajas del Destino; abrió una, que para él fue la equivocada. Y tal vez también para nosotros. En el alcázar hay libros que hablan de ello y advierten que, si se usa la magia del Destino, aunque quien lo haga cometa un error y pierda la vida, el velo puede rasgarse.

»Adie, mi conocimiento del inframundo no puede compararse con el tuyo. Tú lo llevas estudiando la mayor parte de tu vida. Necesito tu ayuda. Necesito que me acompañes a Aydindril para estudiar los libros y ver qué puede hacerse. He leído muchos y apenas los entiendo. Quizá tú sí. Aunque sólo repares en un detalle que a mí se me escapa, podría ser esencial.

La hechicera miraba fijamente la mesa, con expresión agria.

— No soy más que una vieja. Una vieja que ha acogido en su corazón al Custodio.

Zedd la miró, pero Adie rehuyó su mirada. Entonces, el mago empujó la silla hacia atrás y se puso de pie.

— ¿Una vieja? No. Tonta, quizá. —Adie no replicó. No daba su brazo a torcer y seguía con los ojos clavados en la mesa.

Zedd se paseó por la habitación e inspeccionó los huesos que colgaban de las paredes. Estudió los talismanes de los muertos con las manos unidas detrás de su espalda.

— En ese caso, es posible que yo no sea más que un viejo, ¿no? Un viejo estúpido. Debería dejar que un hombre más joven que yo hiciera el trabajo. —Al echar un vistazo por encima del hombro vio que, por fin, Adie lo miraba—. Y cuanto más joven mejor, ¿no crees? ¿Por qué no un niño? Sí, sería lo mejor. Tal vez existe en alguna parte un niño de diez años que estaría encantado de impedir que el mundo de los muertos nos invada.

»Según tú, el conocimiento no es lo que importa, sino la juventud —sentenció, alzando ambas manos.

— Ahora sí que te estás comportando como un viejo estúpido. Ya sabes a qué me refiero.

Zedd regresó a la mesa y encogió sus entecos hombros.

— Si te quedas aquí sentada en esta casa en vez de ayudar con lo que sabes, será como si fueras lo que más temes: un agente del Custodio.

»Si no luchas contra él, lo estarás ayudando. —Zedd se apoyó con los nudillos en la mesa y la miró intensamente—. Ése ha sido su plan desde el principio. No convertirte a su causa, sino que tuvieras miedo de luchar contra él.

— ¿Qué quieres decir? —inquirió, sintiéndose cada vez más incómoda.

— Ya ha hecho todo lo que necesitaba, Adie. Ha logrado que te temas a ti misma. El Custodio posee una paciencia eterna. No necesita que trabajes para él. Convertir a un poseedor del don cuesta mucho esfuerzo. No valía la pena. No era preciso gastar energías innecesariamente.

»En algunos aspectos, podríamos decir que el Custodio es tan ciego para este mundo como nosotros lo somos para el suyo. Su influencia es limitada y debe elegir con cuidado lo que hace. No gasta frívolamente el poder que tiene sobre el mundo de los vivos.

— Tal vez no seas el viejo estúpido que creía —admitió Adie.

Adie sonrió mientras apartaba la silla y tomaba asiento.

— Ésa ha sido siempre mi opinión.

Con las manos en el regazo, Adie estudió el tablero de la mesa como si esperara que saltara en su ayuda. El único sonido en la casa era el lento crepitar del fuego en la chimenea.

— Durante todos estos años, he sido incapaz de ver la verdad que tenía bajo mis narices. ¿Cómo puedes ser tan sabio? —le preguntó con un frunce de asombro.

— Bueno, es una de las ventajas de haber vivido tanto tiempo. Tú te ves a ti misma como una vieja, pero yo veo una mujer atractiva y entrañable que ha aprendido mucho, tanto de otros como de las cosas que ha visto.

»Tu hermosura no es una máscara que esconde un corazón podrido, sino que florece de tu belleza interior —le dijo Zedd, que le quitó la rosa amarilla del pelo y se la ofreció.

Adie la aceptó y la dejó sobre la mesa.

— Tu labia no puede esconder el hecho de que he malgastado mi vida…

— No —la atajó Zedd, negando con la cabeza—. No has malgastado nada. Lo que ocurre es que aún no has visto la otra cara de la moneda. En la magia, como en todas las demás cosas, existe un equilibrio, si lo buscamos. El Custodio te envió un poseído para evitar que interfirieras en sus objetivos y para plantar en ti una duda que tal vez un día te llevaría hacia él.

»Pero, sin quererlo, su plan creó un cierto equilibrio. Viniste aquí para aprender del mundo de los muertos y poder ponerte en contacto con tu Pell. ¿Es que no lo ves? El Custodio te manipuló para que no interfirieras en sus planes, pero el equilibrio consiste en que has acumulado un conocimiento que puede ayudarnos a detenerlo. No te rindas a lo que te ha hecho. Contraataca con todo lo que, sin proponérselo, te ha dado.

Los ojos de Adie brillaron mientras paseaba la vista por toda la casa, fijándose en la pila de huesos, en las paredes cubiertas de talismanes de los muertos que había recogido con los años así como en los estantes llenos de ellos.

— Pero ¿y mi juramento? ¿Y Pell? Tengo que ponerme en contacto con él. Murió creyendo que lo había traicionado. Si no puedo redimirme ante sus ojos, estoy perdida, mi corazón está perdido. Y, en ese caso, el Custodio me encontrará.

— Pell está muerto, Adie. Muerto. El Límite y el paso ya no existen. Sabes mucho mejor que yo que, si el camino que has seguido durante todos estos años fuese el correcto, hace tiempo que habrías podido llegar hasta Pell. Si realmente quieres cumplir tu juramento, quedarte aquí no va a servirte de nada. Pero en Aydindril tal vez lo consigas.

»Ayudar a frustrar los planes del Custodio no significa que debas romper tu juramento. Si mi saber puede ayudarte en tu búsqueda, tuyo es. Del mismo modo que tú sabes cosas que yo ignoro, yo sé otras que tú desconoces. Después de todo, soy el Primer Mago. Tal vez pueda ayudarte. No creo que Pell quiera que le transmitas el mensaje de que no lo traicionaste si para ello debes traicionar al resto del mundo.

Adie cogió la flor amarilla y la hizo girar un momento entre el índice y el pulgar, antes de volverla a dejar. Entonces se agarró al borde de la mesa y se levantó. De nuevo paseó sus blancos ojos por toda la habitación.

Se compuso la túnica en las caderas, como si quisiera ponerse presentable, y rodeó la mesa cojeando hasta ponerse detrás de Zedd. El mago sintió sus manos en los hombros. De pronto, se inclinó hacia él, le plantó un beso en la coronilla y le alisó cariñosamente su rebelde melena. Zedd sintió un gran alivio de que los dedos de la mujer no le apretaran la garganta. Después de todo lo que le había dicho, no le hubiera extrañado.

— Gracias por escucharme y por ayudarme a dar un sentido a mi historia, amigo mío —dijo Adie—. Mi Pell y tú hubierais hecho buenas migas; ambos sois hombres de honor. Acepto tu palabra de que me ayudarás a ponerme en contacto con Pell.

Zedd se dio media vuelta en la silla y alzó el rostro. Adie le sonreía afablemente.

— Haré todo lo que esté en mis manos para que cumplas tu juramento. Te lo juro.

La sonrisa de la mujer se hizo más amplia, mientras le alisaba un mechón rebelde de su blanca melena.

— Ahora háblame de la piedra de Lágrimas. Hemos de decidir qué hacemos al respecto.


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