60

Las horas fueron pasando. Los hombres seguían observándolos mientras Tyler la protegía. De vez en cuando Kahlan lograba sumirse unos minutos en un intranquilo sueño. No tenía ni idea de la hora que era pero calculó que sería entre media noche y el alba.

Aunque tenía miedo y sabía que más pronto o más tarde irían a buscarla para conducirla al patíbulo, sentía una profunda alegría por haber recuperado su poder y haberlo utilizado para salvarse de esos hombres. Los buenos espíritus no la habían ayudado; había sido ella misma. Kahlan se sentía satisfecha de lo que había hecho. No se había rendido.

Los buenos espíritus la habían abandonado como siempre. Kahlan estaba furiosa con ellos. Había sacrificado toda su vida para defender sus ideales, y ellos no la habían ayudado ni una sola vez.

Pero eso se había acabado. No quería saber nada más de los buenos espíritus y tampoco del desagradecido pueblo de la Tierra Central. ¿Qué había ganado ella sacrificándose? En la sala del Consejo lo había averiguado; había ganado el profundo odio de su gente. La misma gente por la que luchaba la creía capaz de hacer daño a unos niños. Al pueblo no le gustaban las Confesoras y les tenía miedo por muy diversas razones, pero averiguar lo que realmente pensaba de ella la había dejado anonadada.

En adelante iba a preocuparse sólo por sí misma, por sus amigos y por Richard, y los demás podían irse al Custodio. Que cayeran todos en sus manos. Ella ya no se responsabilizaba de su suerte.

Había dejado de ser la Madre Confesora. A partir de ahora sería solamente Kahlan.

La antorcha se apagó con un último chisporroteo, sumiendo el pozo en la oscuridad total.

— ¡Gracias, buenos espíritus! —dijo Kahlan a voz en grito. Sus palabras resonaron en el pozo—. ¡Al Custodio con vosotros!

Los hombres aprovecharon la oscuridad para atacar a Tyler. Kahlan no veía qué estaba ocurriendo; solamente oía gruñidos y golpes sordos.

De pronto escuchó un fuerte ruido que resonó en el pozo y no comprendió qué era. Pero entonces oyó una voz ahogada que la llamaba por su título. Era una voz familiar que venía de arriba.

— ¡Chandalen! ¡Chandalen! ¡Estoy aquí abajo! ¡Abre la puerta!

— ¡Madre Confesora! —gritó la voz desde detrás de la puerta—. ¿Cómo la abro?

Kahlan lanzó un chillido cuando una mano la aferró por un tobillo y la hizo caer. Chandalen gritó al oír su chillido. Tyler cogió los dedos que le apresaban el tobillo y los dobló hasta romperlos. Un hombre lanzó un alarido en la oscuridad.

— ¡Chandalen! ¡La llave, usa la llave!

— ¿Llave? ¿Qué es una llave?

— ¡Chandalen! —Kahlan apartó violentamente una cabeza de su cintura—. Chandalen, ¿recuerdas cuando estábamos en la ciudad con toda esa gente muerta? ¿Recuerdas cómo te mostré qué era una llave para abrir una puerta? ¡Chandalen, uno de los guardias guarda un manojo de ellas en el cinto! ¡Corre, ve a cogerlas!

Kahlan reconoció un gruñido de Tyler cuando se estrelló contra el muro. El hombre se defendía propinando tremendos puñetazos. Arriba resonó un sonido metálico.

— ¡Madre Confesora! ¡No gira!

— ¡Entonces no es la buena! ¡Prueba con otra!

Alguien se estrelló contra ella y la arrojó al suelo. Kahlan trató de arañarle los ojos. El hombre le dio un puñetazo en el estómago.

De pronto un rayo de luz descendió al pozo. Tyler vio al hombre que tenía encima y lo apartó. Chandalen bajó una escalerilla.

— ¡Tyler! ¡Que no se acerquen a mí!

Kahlan se precipitó hacia la escalerilla y empezó a trepar por ella. Los hombres se amontonaron sobre Tyler. Kahlan lo oyó gruñir y luego cómo se le partía el cuello. Un puñetazo en la pantorrilla la hizo resbalar sobre un travesaño y unas manos la agarraron por los tobillos. La mujer propinó una patada a la cara del hombre que tenía detrás y continuó el ascenso. El hombre cayó hacia atrás arrastrando a sus compañeros. Pero inmediatamente volvieron a la carga.

Kahlan se estiró hacia la mano que le tendían desde arriba. Chandalen le asió con firmeza una muñeca y la subió hasta la trampilla. Luego se deshizo de una puñalada del hombre que apareció detrás de la Confesora. Mientras el hombre caía al pozo, Chandalen cerró la trampilla de golpe. A continuación recibió entre los brazos a una jadeante Kahlan.

— Rápido, Madre Confesora. Tenemos que salir de aquí.

Había guardias muertos por todas partes, todos estrangulados silenciosamente por la troga de Chandalen. El hombre barro le cogía la mano mientras corrían por oscuros y húmedos corredores y subían escaleras. Kahlan se preguntó cómo habría podido Chandalen encontrarla en los calabozos. Alguien debía de haberlo guiado.

Al doblar una esquina se encontraron con el sangriento escenario de una batalla. Había cuerpos por todas partes y sólo quedaba un superviviente: Orsk. Su enorme hacha de guerra goteaba sangre. El tuerto brincó de alegría al ver a su ama, y Kahlan sintió algo parecido a la emoción al ver ese rostro deformado.

— Le hice esperar —explicó Chandalen, mientras tiraba de ella para atravesar el escenario de la carnicería—. Le dije que te traería de vuelta si esperaba aquí y bloqueaba este pasillo.

De pronto el guerrero la miró con ceño. Kahlan se dio cuenta de que tenía los ojos clavados en su pelo, o mejor dicho en lo que quedaba de él. No obstante, nada dijo, y Kahlan se lo agradeció en silencio. Era extraño no sentir el peso de su melena; era descorazonador. A ella le encantaba su pelo, y a Richard también.

La Confesora se inclinó y recogió un hacha de guerra de uno de los guardias caídos. Aún no había recuperado por completo su poder y se sentiría más segura con un arma en las manos.

Chandalen, arrastrando a Kahlan por una mano, y Orsk protegiendo la retaguardia, cruzó en tromba una puerta. Justo al otro lado el capitán de los guardias tenía a una mujer aplastada contra la pared. Los brazos de ella le rodeaban el cuello y lo besaba. Las manos de él estaban debajo de su vestido.

Al pasar rápidamente por su lado, el capitán alzó los ojos, sorprendido. Chandalen le hundió su largo cuchillo entre las costillas.

— ¡Vamos! —dijo a la mujer—. ¡Ya la tenemos!

La mujer se unió a la pequeña comitiva, que continuó su sinuoso camino ascendente por palacio. Perpleja, Kahlan volvió la vista. La mujer cubierta por la capa con capucha era la misma que se había desmayado en la fiesta: Jebra Bevinvier.

— ¿Qué está pasando aquí? —le preguntó Kahlan.

— Perdonadme, Madre Confesora, por haberme desmayado. Tuve una visión de vos siendo decapitada. Fue tan horrible que perdí el conocimiento. Sabía que debía hacer algo para impedir que esa visión se hiciera realidad. Recordé que mencionasteis que un amigo os esperaba en el bosque, así que fui y lo busqué.

Todos se pegaron a la pared y esperaron a que una patrulla atravesara la habitación adyacente. Cuando el eco de sus pisadas se extinguió, Chandalen miró a Jebra con gesto de furia.

— ¿Se puede saber qué hacías con ese hombre?

La joven parpadeó, sorprendida.

— Era el capitán de los guardias. Estaba haciendo la ronda con todo un destacamento. Le convencí de que se deshiciera de sus hombres un rato. Fue lo único que se me ocurrió para evitar que cincuenta soldados os atraparan allí abajo.

Chandalen gruñó que había actuado correctamente. Mientras seguían avanzando, Kahlan dijo a Jebra que había hecho algo muy valeroso. Pero Jebra protestó diciendo que ella no era ninguna heroína y que tampoco deseaba serlo.

En la intersección con un corredor abovedado esperaba la señora Sanderholt. Kahlan soltó una exclamación y se lanzó en brazos de la mujer. Pero la señora Sanderholt extendió sus vendadas manos para impedírselo.

— Ahora no, Madre Confesora, debéis escapar. Este camino está despejado.

Todos los demás corrieron en la dirección que la señora Sanderholt había indicado, pero Kahlan fue en dirección contraria. Todo el grupo volvió la cabeza y corrió tras ella.

— ¿Qué estás haciendo? —gritó Chandalen—. ¡Tenemos que huir!

— Tengo que recoger una cosa de mi habitación.

— ¿Qué es más importante que salvar la vida?

El cuchillo de tu abuelo —contestó Kahlan, corriendo.

Al darse cuenta de que no podrían convencerla, todos la siguieron. Kahlan los condujo por un laberinto de pasillos estrechos y poco frecuentados por las patrullas. Varias veces se toparon con guardias y todas ellas Orsk los hizo pedazos con su hacha.

Tras subir una escalera y doblar una esquina, un sorprendido guardia la atacó. Con todas sus fuerzas Kahlan le hundió el hacha en el centro del pecho. El guardia se desplomó y dejó caer la espada, que resbaló en el suelo.

Mientras el hombre se retorcía aún en el suelo, Kahlan apoyó un pie en su jadeante estómago y trató de recuperar el hacha. Brotaron burbujas de aire y de sangre, pero el hacha se le había clavado en el esternón. Así pues, Kahlan la reemplazó por la espada de factura kelta del guardia. Chandalen arqueó una ceja. Antes de llegar a sus aposentos Kahlan tuvo motivos para usar esa espada con resultados letales para el enemigo.

Mientras los demás aguardaban en la antesala, recuperando el aliento, Kahlan se precipitó hacia su alcoba. Al ver su vestido de boda azul se quedó helada. Pero, sin perder tiempo, lo cogió y se lo llevó al pecho. Era justamente eso lo que había ido a buscar. No quería dejarlo en palacio, pues no pensaba regresar nunca más. Kahlan derramó una lágrima sobre el vestido, lo enrolló y lo embutió en la mochila.

Toda su otra ropa también había sido lavada y plegada. Kahlan la metió también en la mochila después de atarse el cuchillo de hueso alrededor del brazo izquierdo. Luego se echó el manto sobre los hombros y, apresuradamente, tensó el arco.

Salió corriendo con la mochila y la aljaba a la espalda, y el arco colgado de un hombro. Ya tenía todo lo que necesitaba, todo lo que significaba algo para ella. Se detuvo un momento para mirar por última vez su alcoba mientras, sin darse cuenta, daba vueltas al hueso redondo que le colgaba del cuello. Después se dispuso a conducir al grupo fuera de palacio por la parte trasera.

Kahlan perdió la cuenta de todos los guardias que Chandalen eliminó con la troga o el cuchillo. Cuando un fornido guardia surgió de improviso de un pasillo lateral y trató de arrollarlos, Kahlan lo atravesó con la espada. El grupo iba dejando a su paso una estela de cadáveres. Las campanas de la torre repicaban con la llamada de alarma.

En el descansillo que conducía a la gran escalinata Orsk cortó la cabeza a un soldado. El cuerpo decapitado rodó por los escalones, dejando un rastro de sangre como si desenrollara una alfombra roja para ellos. Finalmente se paró al chocar contra la estatua de Magda Searus, la primera Madre Confesora.

Descendieron corriendo los escalones de piedra. El sonido de sus pasos resonó en el amplio hueco. Cerca ya de la base, una súbita punzada de dolor tumbó a Kahlan, que bajó rodando los últimos escalones. Los demás gritaron y corrieron a ayudarla, preguntándole si estaba herida. Pero Kahlan les dijo que simplemente había tropezado.

No era cierto.

La Confesora cogió el arco y apuntó una flecha.

— Vamos, tomad ese pasillo. Al llegar al final, girad a la derecha. Yo me reuniré con vosotros. ¡Vamos, idos!

— ¡No te dejaremos! —protestó Chandalen.

— ¡He dicho que os marchéis! —rugió Kahlan. La Confesora notaba un abrasador dolor en las piernas que apenas le permitía tenerse en pie—. Orsk, que se vayan. Ya os atraparé. Me disgustaré mucho si no haces que se vayan.

Orsk alzó el hacha y gruñó. Los otros dos retrocedieron hacia el pasillo, sin dejar de suplicar a Kahlan. Decían que, después de arriesgar la vida para salvarla, no iban a abandonarla.

— ¡Orsk! ¡Llévatelos de aquí!

— ¿Por qué? —gritaron al unísono Chandalen y Jebra.

Kahlan señaló con el arco. Al otro lado del enorme vestíbulo, encaramado a una de las distantes arcadas, distinguieron una figura entre las sombras.

— Porque, si no, os matará.

— ¡Tenemos que huir! ¡También te matará a ti!

— Si lo dejo con vida, nos localizará con su magia y nos matará a todos.

Un relámpago amarillo atravesó el amplio vestíbulo. Fragmentos de piedra se estrellaron contra el suelo, cubriendo casi la abertura en la que se encontraban los otros.

Kahlan sacó de su aljaba una de las flechas de punta plana de Chandalen, hechas ex profeso para matar hombres.

— ¡Madre Confesora! —gritó Chandalen—. ¡No lo conseguirás! ¡Ni siquiera yo podría hacer ese disparo! ¡Huye!

Kahlan no le dijo que el mago le estaba enviando lacerantes oleadas de dolor y que no podía correr. De hecho, lo único que conseguía era mantenerse en pie.

— ¡Orsk! ¡Sácalos de aquí ya! ¡Después os alcanzaré!

Otro rayo levantó una lluvia de piedras. Los tres corrieron por el pasillo. Orsk los obligaba a avanzar.

Kahlan apoyó una rodilla en el suelo para equilibrarse mientras flechaba el arco. Luego estiró la cuerda hacia su mejilla. La cabeza de la flecha estaba horizontal en su línea de visión. Ranson se encontraba tan lejos que apenas lo veía, y el dolor le nublaba la vista.

Pero sí que le oía reír mientras le enviaba violentas punzadas de magia que le recorrían todo el cuerpo. Su risa era parecida a la de Rahl el Oscuro. Kahlan se mordió la parte interna de los carrillos para ahogar el grito de dolor que le nacía en la garganta y pugnaba por salir. Pero lo que no podía reprimir eran los entrecortados gemidos.

— ¿Ahora eres arquera, Madre Confesora? —gritó Ranson. Su risa resonó en la piedra alrededor de la mujer—. Tu libertad ha sido breve, Madre Confesora. Espero que haya valido la pena. Tendrás mucho tiempo para reflexionar sobre ello cuando vuelvas al pozo.

Estaba demasiado lejos. Nunca había disparado contra un blanco tan distante. Pero Richard sí. Ella le había visto hacerlo. «Por favor, Richard, ayúdame. Enséñame cómo lo hiciste tú ese día. Ayúdame.»

Del panel que tenía justo al lado brotaron unas enredaderas de piedra, le rodearon la cintura y empezaron a apretar. El dolor era tal, que Kahlan lanzó un grito.

Nuevamente alzó el arco. Lucharía hasta el último aliento si era necesario. Los brazos le temblaban. Apenas podía ver al hechicero. Estaba demasiado lejos. Las enredaderas la tenían atrapada. No podría correr ni aunque quisiera.

«Richard, ayúdame.»

Otra brutal oleada de dolor le abrasó las piernas y las entrañas. Se le escaparon las lágrimas, mientras se estremecía y boqueaba, tratando de respirar. Era incapaz de sostener el arco.

Otro rayo cruzó por encima de la escalinata. El ruido fue ensordecedor. Fragmentos de piedra llenaron el aire, y se levantaron nubes de polvo cuando una columna se derrumbó con estrépito.

Entonces oyó las palabras de Richard en su mente: «Debes ser capaz de disparar en cualquier circunstancia. Piensa que sólo existís tú y el blanco; nada más. Tienes que ser capaz de dejar de lado todo lo demás. No pienses en lo asustada que estás o en lo que pasará si fallas. Tienes que ser capaz de disparar bajo presión».

Kahlan recordaba cómo le había susurrado esas palabras, cómo le había susurrado que atrajera el blanco hacia ella.

De repente, vio el blanco con tanta claridad como si tuviera al mago a unos pocos pasos. Podía ver los destellos de fuego líquido que brotaban de las yemas de sus dedos.

Ése era su blanco; la nuez de Adán de Ranson, que subía y bajaba al ritmo de sus risas. Kahlan respiró relajadamente, tal como Richard le había enseñado. Entonces la flecha halló su trayectoria en el aire.

La flecha abandonó el arco tan suavemente como el hálito de un bebé.

Kahlan vio las plumas que se alejaban del arco, vio la cuerda que le golpeaba la muñeca. Las enredaderas de piedra se le anudaron en torno al cuello. Kahlan no apartó los ojos del blanco. Observaba la trayectoria de las plumas en el aire. El dolor que le atenazaba las entrañas creció en intensidad al mismo tiempo que la risa del mago.

Pero de repente cesó. Kahlan oyó el ruido sordo de la flecha al hacer diana en la garganta del hombre. Cuando la enredadera de piedra se le desprendió bruscamente, Kahlan cayó hacia adelante de cuatro patas. Las lágrimas se le escapaban de los ojos mientras esperaba que el dolor cesara. Por suerte, lo hizo con rapidez.

Kahlan se puso de pie tambaleándose.

— ¡Al Custodio contigo, mago Neville Ranson!

Sobrevino un clamoroso estallido, como el de un relámpago, pero en vez de un destello de luz, una onda de total oscuridad invadió el lugar. A Kahlan se le puso la carne de gallina. Las lámparas parpadearon y volvieron a dar luz.

Entonces lo supo. El Custodio se había llevado el alma de Neville Ranson.

Oyó un gruñido y se dio media vuelta a tiempo de ver a un guardia que bajaba los escalones de dos en dos hacia ella. Kahlan se agachó y volvió a alzarse bajo él cuando aterrizaba. Entonces utilizó el impulso que llevaba el hombre para arrojarlo por encima de la barandilla, hacia el hueco de la escalera.

El hombre trató de arrastrarla en su caída, pero sus dedos solamente pudieron asirle el colgante. Se lo arrancó y cayó con él. Kahlan se inclinó sobre la barandilla y lo vio estrellarse contra el suelo de piedra tres tramos de escalera por debajo. El colgante se le escapó de los dedos y se deslizó por el suelo.

— Malditos sean los buenos espíritus —renegó.

Ya iba a descender la escalera para recuperar su colgante cuando oyó el repicar de botas contra la piedra. Se aproximaban más guardias. Kahlan vaciló un momento y miró hacia abajo, pero luego corrió hacia el pasillo por el que habían huido sus compañeros. Los espíritus no la habían ayudado así que, ¿de qué iba a servirle un colgante? No valía la pena morir por él.

Kahlan alcanzó a los demás cerca de la puerta exterior. Los tres suspiraron de alivio al verla y al oír que el mago ya nos los perseguiría. La Confesora se puso en cabeza y juntos salieron a la noche. Los cuatro descendieron los escalones al son de las campanas que daban la alarma tras ellos. Kahlan los condujo hacia el sur, que era el camino más corto hacia el bosque.

Una jadeante Jebra la cogió del brazo y la hizo detenerse.

— ¡Madre Confesora…!

— Ya no soy la Madre Confesora. Ahora soy Kahlan.

— Pues Kahlan. Debéis escucharme. No podéis huir.

Kahlan volvió la vista hacia el sendero que cruzaba el patio.

— No pienso volver nunca más a ese palacio.

— Zedd os necesita.

Kahlan giró en redondo.

— ¿Zedd? ¿Conoces a Zedd? ¿Dónde está?

Jebra inspiró profundamente.

— Zedd me envió a Aydindril el día después de que vos os marchaseis de D’Hara. Me dijo que tenía que ir a buscar a una mujer llamada Adie y que juntos se dirigirían al Alcázar del Hechicero. Él me envió aquí para ayudaros a vos y a Richard, y deciros que esperarais. Zedd os necesita.

— Y yo necesito a Zedd. Lo necesito con urgencia —replicó Kahlan, agarrando a Jebra por los hombros.

— En ese caso, ayudadme. Quedaos en Aydindril. Ellos esperarán que huyáis y os buscarán en el bosque. No se imaginarán que podáis seguir en la ciudad.

— ¿Quedarme dices? ¿Que me quede en Aydindril?

Kahlan pensó un instante. Era muy conocida en Aydindril, ¿o no? Lo que conocía la gente era su larga melena. Nadie excepto los consejeros, los embajadores, el servicio y la nobleza veían de cerca a la Madre Confesora, e incluso ellos solían mirar fijamente su largo pelo. Pero ya no lo tenía.

Al recordar su pérdida sintió una mano que le atenazaba las entrañas. No se había dado cuenta de lo mucho que significaban para ella su poder y su larga melena hasta que los había perdido.

— Podría funcionar, Jebra. Pero ¿dónde nos ocultaremos?

— Zedd me dio dinero. Nadie sabe que os he ayudado a escapar. Alquilaré habitaciones y os ocultaré a todos.

Kahlan lo pensó un momento, y sonrió.

— Podríamos ser tus criados. Una dama como tú necesita criados.

Jebra retrocedió.

— Madre Confesora, no podría hacer eso. No soy más que una criada. Zedd me dijo que me hiciera pasar por una dama, pero jamás podría fingir que vos sois mi criada. Vos sí sois una verdadera dama.

— No por el hecho de ser una criada eres menos que yo. Sólo podemos ser lo que somos, nada más y nada menos. —Kahlan los guió entonces hacia una parte de Aydindril en la que sabía que había posadas tranquilas, apartadas y muy exclusivas—. Es asombroso lo que podemos llegar a hacer cuando es preciso. Todos debemos hacer lo que debemos. Pero si sigues llamándome Madre Confesora, lograrás que nos maten a todos.

— Haré lo que pueda… Kahlan. Todo lo que sé es que debemos esperar hasta que Zedd regrese a Aydindril. —La joven tiró con insistencia de la manga de Kahlan—. Madre Confesora, ¿dónde está Richard? ¡Es vital! —Jebra bajó la voz para añadir, presa de inquietud—. No os lo toméis a mal, pero Richard es el importante. Zedd necesita a Richard.

— Por eso es por lo que yo necesito a Zedd —replicó Kahlan.


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