Richard la siguió sin protestas. En silencio abandonaron la aldea y tomaron dirección norte caminando por la llana y extensa pradera de hierba seca que les llegaba hasta la cintura. A medida que se alejaban, el sonido de la gente, las boldas y los tambores se fue perdiendo poco a poco en la distancia. La luna no era llena, pero les daba luz suficiente para ver por dónde iban. Kahlan esperaba que la noche fuese suficientemente oscura para que no se convirtieran en blancos fáciles.
— Kahlan —dijo al fin Richard—, te pido perdón.
— ¿Perdón por qué?
— Por olvidar quién eres. Eres la Madre Confesora, y éste es tu trabajo. Sólo estaba preocupado por ti.
— Yo siento haberte gritado —replicó Kahlan, a quien las disculpas de Richard habían cogido por sorpresa—. Es que no quiero que haya luchas. Mi misión es justamente evitar que los distintos pueblos que habitan la Tierra Central luchen entre sí. Me pongo furiosa cuando veo cómo se empeñan en matarse unos a otros. Estoy cansada de ver cómo la gente se mata, Richard. Creí que todo eso había acabado. Ya no lo soporto más, de verdad que no.
— Lo sé. Yo tampoco. —Richard le pasó un brazo por encima y la achuchó sin dejar de caminar—. La Madre Confesora los detendrá. Y yo la ayudaré. —Al mirarla, le pareció que Kahlan fruncía el entrecejo, pero estaba demasiado oscuro para estar seguro.
Se alejaron mucho de la aldea sin ver nada, excepto el suelo negro y el cielo cuajado de estrellas. De vez en cuando, Richard se detenía para inspeccionar la pradera y sacarse del bolsillo algunas de las hojas de Nissel para masticarlas. Ya era medianoche pasada cuando llegaron a una suave depresión. Tras ojear de nuevo el paisaje, Richard decidió que esperarían allí. Sería mejor que los bantak se toparan con ellos a que los dos se les acercaran por sorpresa.
El joven allanó una pequeña zona de hierba, y se sentaron a esperar. Mientras uno echaba una cabezada, el otro hacía guardia mirando al norte. Kahlan velaba su sueño con una mano posada sobre la de Richard y escrutaba el horizonte, pensando en todas las veces que habían hecho eso antes —uno dormir y el otro hacer guardia. Ojalá llegara el día en que ambos pudieran dormir sin temor. En que pudieran dormir juntos. Pronto sería posible, decidió. Richard hallaría el modo de cerrar el velo, y todo acabaría. Por fin estarían en paz.
Cuando le tocó el turno, la mujer se durmió acurrucada contra él, bien arrebujada en la capa para protegerse del frío. El calor del cuerpo de Richard la ayudaba a dormir. Empezaba a preguntarse si tenía razón, si realmente los bantak aparecerían por el norte. Sí atacaban desde el este habría muchas bajas. Chandalen no mostraría clemencia alguna. Kahlan no deseaba que nada malo le ocurriera a la gente barro, pero tampoco se lo deseaba a los bantak. También ellos eran su responsabilidad. Pensando en Richard, al fin se sumió en un sueño intranquilo.
El joven la despertó poniéndole un brazo alrededor y tapándole la boca con una mano. El cielo empezaba a iluminarse a su derecha, por el este. Jirones de nubes color púrpura oscuro se apiñaban en el horizonte, como si trataran de empañar el amanecer. Richard miraba hacia el norte. Echada en el suelo, Kahlan no podía ver nada, pero por la tensión de los músculos de Richard supo que alguien se aproximaba.
Esperaron tumbados en el suelo, inmóviles. Una suave brisa hacía susurrar la hierba seca alrededor. Lenta y silenciosamente, Kahlan se quitó la capa. No quería que hubiera error alguno sobre su identidad. Los bantak la reconocerían por su larga melena, pero quería que también vieran su vestido de Confesora. No podía haber duda alguna de que ella era la Madre Confesora. Richard también se sacudió la capa de encima de los hombros. Las sombras se deslizaban por la hierba en torno a ellos.
Cuando les pareció que estaban rodeados, se pusieron en pie. Los hombres más cercanos a ellos, armados con lanzas y arcos, retrocedieron de un salto y lanzaron exclamaciones de sorpresa. Los bantak se habían desplegado en una larga y delgada línea que avanzaba hacia la aldea de la gente barro.
Sonaron gritos excitados. Los hombres rompieron la línea, y unos pocos corrieron hacia ellos, aunque la mayoría se agrupó al frente. Kahlan se mantuvo impasible con las manos caídas a los costados. Exhibía su cara de Confesora, esa máscara de calma que nada revelaba, tal como su madre le había enseñado. Pegado a ella, Richard mantenía la mano sobre la empuñadura de la espada. La mayoría de los bantak, ataviados con sencillas prendas de cuero adornadas con hierba, alzaron sus armas contra ellos. Era evidente que estaban nerviosos.
— ¿Osáis amenazar a la Madre Confesora? —exclamó Kahlan—. Bajad las armas. Os lo ordeno.
Los hombres recorrieron rápidamente con la mirada los alrededores para comprobar que, en efecto, estaban solos. No parecían muy cómodos apuntando sus lanzas y sus flechas contra la Madre Confesora. Era algo insólito, y lo sabían. Parecían incapaces de decidir si seguir con esa actitud o bajar las armas e hincarse de rodillas. Algunos se inclinaron ligeramente en medias reverencias.
— ¡Obedeced! —Kahlan, agresiva, dio un paso hacia ellos.
Los hombres se estremecieron y recularon. Todas las puntas de las armas dejaron de amenazarla para apuntar a Richard en lo que les parecía un compromiso razonable. No era lo que Kahlan había esperado.
Se colocó delante de Richard, con lo que de nuevo todas las armas la apuntaron.
— ¿Qué te crees que estás haciendo? —le susurró Richard, a su espalda.
— Tú estate quieto. Déjame probar algo. Si no logramos que bajen las armas y hablen, no tendremos oportunidad alguna.
— ¿Por qué se comportan así? Creí que todo el mundo tenía miedo a la Madre Confesora.
— Y lo tienen, pero están acostumbrados a verme acompañada por un mago. Tal vez se muestran más audaces, porque ahora no ven ninguno. Pero, incluso así, no deberían comportarse con tanta agresividad. —La mujer avanzó otro paso y dijo—: ¿Quién es el portavoz de los bantak? ¿Quién de entre vosotros es el responsable de que los bantak amenacen a la Madre Confesora?
Al no poder apuntar con sus armas a Richard por estar ella en medio, los bantak perdieron parte de su confianza y bajaron levemente las armas. No del todo, pero sí un poco.
Al fin, un anciano se abrió paso entre los hombres y fue a detenerse ante ella. Llevaba sencillas prendas de cuero como los demás, pero del cuello le colgaba un medallón de oro trabajado con símbolos bantak. Kahlan lo conocía; era Ma Ban Grid, el guía espiritual de los bantak. Por efecto de su expresión ceñuda, la piel que le colgaba en el rostro parecía más arrugada de lo que recordaba. Tampoco recordaba haberle visto nunca esa expresión adusta; siempre lo había visto sonreír.
— Yo soy el portavoz de los bantak —dijo Ma Ban Grid. Sólo le quedaban dos dientes frontales en la hilera inferior. La mandíbula le temblaba al articular la palabra «bantak», que era de difícil pronunciación—. ¿Quién es? —preguntó, mirando a Richard.
— ¿Es que ahora Ma Ban Grid se dedica a interrogar a la Madre Confesora antes de saludarla? —replicó Kahlan, con rostro asimismo ceñudo.
Los bantak rebulleron nerviosos. Pero Ma Ban Grid parecía muy tranquilo; su mirada era firme y no vaciló.
— No son tiempos buenos. Éstas no son nuestras tierras, y no estamos aquí para dar la bienvenida a quienes visitan a los bantak. Estamos aquí para matar a la gente barro.
— ¿Por qué?
— Nuestros espíritus guardianes nos han avisado de que desean la guerra. Lo han demostrado al matar a uno de los míos. Tenemos que destruirlos antes de que ellos acaben con nosotros.
— ¡No habrá guerra alguna! ¡Nada de matar! Soy la Madre Confesora y no pienso permitirlo. Si los bantak inician la guerra, sufrirán mi castigo.
Los hombres intercambiaron susurros de preocupación y retrocedieron un paso. Todos menos el chamán.
— Los espíritus guardianes también me han dicho que la Madre Confesora ya no tiene autoridad sobre la gente de la Tierra Central. Como prueba mencionaron que ya no viaja acompañada de un mago. —Con una sonrisa de suficiencia, añadió—: Yo no veo ningún mago. Los espíritus han dicho la verdad a Ma Ban Grid, como siempre.
Kahlan se quedó mirando fijamente al anciano, sin saber qué decir.
— ¿Qué ha dicho? —quiso saber Richard. Kahlan se lo tradujo.
— Quiero hablar con ellos. Traduce mis palabras.
— Muy bien. Preguntan quién eres. No se lo he dicho.
— Van a enterarse ahora mismo de quién soy. Y no les va a gustar ni una pizca. —La voz del joven adoptó un tono de fría amenaza que hacía juego con su mirada.
Al instante clavó en los bantak esa mirada de halcón, pasando deliberadamente por alto a Ma Ban Grid. Kahlan vio reflejada en sus ojos la furia de la magia de su espada. Sin necesidad de desenvainar la espada, estaba conjurando su magia.
— Estáis siguiendo a un viejo idiota, un viejo loco llamado Ma Ban Grid que no posee la sabiduría de discernir los espíritus verdaderos de los falsos. —Los hombres lanzaron exclamaciones ahogadas ante ese insulto. Richard posó su penetrante mirada en Ma Ban Grid y le espetó—: ¿Es o no es eso cierto, viejo idiota?
— ¿Cómo te atreves a insultarme de ese modo? —El chamán estaba tan enfurecido que tartamudeaba.
— Tus falsos espíritus te dijeron que la gente barro mató a uno de los tuyos —repuso Richard, fulminándolo con la mirada—. Pues te mentían. Y tú eres tan tonto que los has creído.
— ¡Mentirme! ¡Hemos hallado su cabeza! ¡La gente barro lo mató! ¡Quieren la guerra! Vamos a matarlos a todos. Han matado a uno de los míos.
— Me estoy cansando de hablar con alguien tan estúpido como tú, anciano. Los bantak tienen que ser tontos de remate si confían en ti para que te comuniques con los espíritus guardianes.
— Richard, ¿qué estás haciendo? —cuchicheó Kahlan.
— Traduce.
A cada palabra que escuchaba, el rostro de Ma Ban Grid se iba congestionando de rabia. Parecía a punto de explotar.
— La gente barro no mató a tu hijo. Fui yo —confesó al fin Richard.
— ¡Richard! No puedo decirles eso. Nos matarán.
— Esta gente se comporta así porque está muy asustada —respondió el joven, sin dejar de mirar fijamente a Ma Ban Grid—. Si no logramos que nos teman a nosotros más aún, van a matarnos y luego matarán a un montón de gente barro. Traduce.
Kahlan lanzó un sonoro suspiro, tras el cual tradujo a los bantak las palabras de Richard. Inmediatamente, todas las armas volvieron a alzarse.
— ¡Tú! ¡Tú mataste a mi hijo!
— Pues sí. —Richard se encogió de hombros y se señaló la frente—. Le di justo aquí. Una flecha le atravesó la cabeza. Justo cuando se disponía a atacar por la espalda con la lanza a un hombre barro. Iba a matar a un hombre que no sentía odio alguno hacia los bantak. Lo maté del mismo modo que mataría a un coyote que tratara de robarme a traición uno de mis corderos. Alguien capaz de arrebatar una vida de un modo tan cobarde no merece vivir. Alguien que escucha a los falsos espíritus y envía a uno de los suyos para matar a traición, no merece ser el líder.
— ¡Te mataremos!
— ¿De veras? Es posible que lo intentéis, pero no podéis matarme. —Richard dio la espalda al anciano y se alejó unos veinte pasos. Los hombres fueron abriendo un pasillo para dejarlo pasar—. Usé una flecha para matar a uno de los tuyos. Usa tú una flecha para tratar de matarme, y así veremos a quién protegen los buenos espíritus. Elige al hombre que quieras y que me dispare una flecha. Justo aquí. —Richard se señaló, con aire de enfado, el centro de la frente—. Donde le di al cobarde que iba a matar por los espíritus falsos.
— ¡Richard! ¿Es que te has vuelto loco? No pienso decirles que te disparen.
— Kahlan, puedo hacerlo. Siento que puedo hacerlo.
— El hecho de que una vez lo hicieras, no significa que esta vez también vaya a funcionar. No pienso quedarme aquí de brazos cruzados mientras te matan.
— Kahlan, si no detenemos a esta gente, aquí y ahora, ambos moriremos, y el Custodio escapará. Esta noche es la reunión, y debemos estar allí. Estoy usando la Primera Norma de un mago, que dice que querer creer que algo es verdad o temer que lo sea es el primer paso que lleva a creer algo. Los bantak creen algo porque quieren creerlo. Tengo que hacerles temer que lo que yo voy a decirles es la verdad.
— ¿Qué vas a decirles?
— Deprisa. Traduce antes de que pierdan el interés y decidan matarnos para ir en busca de la gente barro.
La mujer se volvió hacia Ma Ban Grid y, de mala gana, tradujo. Todos los hombres empezaron a agitar los brazos y a gritar que ellos querían ser quien disparara. Los ojos del chamán recorrieron a sus hombres. Finalmente, sonrió.
— Todos podréis disparar contra el malvado que mató a mi hijo. ¡Vamos, disparad todos!
Los arcos se alzaron. Richard fulminó con la mirada al anciano y le espetó:
— ¡Eres un cobarde! ¿Os dais ahora cuenta de lo estúpido que es? Sabe que escucha a los falsos espíritus y os quiere empujar a cometer el mismo error. Sabe que los buenos espíritus me protegen. No acepta mi desafío porque tiene miedo de que todos vosotros veáis que es un estúpido.
Ma Ban Grid apretó la mandíbula y levantó un brazo para detener a sus hombres. Al fin, se volvió hacia un arquero y le arrebató el arco.
— ¡Te demostraré que los espíritus que me hablan no son falsos espíritus! ¡Morirás por haber matado a mi hijo y por decir que nuestros espíritus guardianes son falsos!
En un abrir y cerrar de ojos, el bantak colocó en el arco una flecha envenenada y disparó. Los hombres lanzaron vítores. Kahlan se quedó sin respiración, atenazada por el miedo.
Richard agarró la flecha en el aire justo delante de su rostro.
Los hombres soltaron exclamaciones ahogadas y luego guardaron silencio, mientras Richard se acercaba al chamán, flecha en mano, con los ojos que le ardían como ascuas. Al llegar frente a Ma Ban Grid, rompió en dos la flecha con el sonido de fondo de atemorizados murmullos.
— Los buenos espíritus me protegen, viejo idiota. Tú escuchas espíritus falsos —le dijo en tono funesto.
— ¿Quién eres tú? —susurró Ma Ban Grid, con ojos desorbitados.
Lentamente, Richard desenvainó la Espada de la Verdad. El suave ruido del acero resonó en el silencio del amanecer. El joven colocó la punta de la espada sobre la garganta de Ma Ban Grid.
— Soy Richard, el Buscador, pareja de la Madre Confesora. —El frío aire se llenó de cuchicheos de desazón—. Además, soy mago; su mago.
Todos se quedaron boquiabiertos. Por fin, también Ma Ban Grid flaqueó y miró la espada.
— ¿Mago? ¿Tú?
— ¡Sí, soy un mago! —Richard miró airadamente a todos los bantak—. Soy un hechicero; tengo magia. Poseo el don. Es evidente que tus falsos espíritus te han mentido, viejo idiota. Te dijeron que la Madre Confesora ya no tenía mago, enviaron a uno de los tuyos a que iniciara una guerra que la gente barro no desea. Te han utilizado para sus propósitos. Tal vez un guía sabio se hubiera dado cuenta, pero un viejo estúpido como tú, no. —Los hombres empezaron a refunfuñar—. Si persistís en vuestra actitud, si desobedecéis a la Madre Confesora, usaré mi magia para acabar con todos vosotros. Usaré una magia terrible para reducir la tierra de los bantak a cenizas y la maldeciré por toda la eternidad. Todos los bantak morirán de un modo horrible, por mi magia. Mataré hasta al último de los bantak, incluso a los niños. Pero empezaré con los ancianos —agregó, posando sus fríos ojos grises en Ma Ban Grid.
— ¿Magia? —susurró Ma Ban Grid—. ¿Nos matarás con tu magia?
— Si no obedecéis a la Madre Confesora, os mataré con una magia más terrible de la que os podáis imaginar. —Todos los bantak escuchaban absortos la letanía de horrores que Richard fue desgranando. Era lo mismo que Zedd había dicho a la turba que pretendía matarlo por brujo. Richard usaba las mismas palabras para asustar a los bantak. Cuanto más hablaba, más se abrían los ojos de éstos.
Ma Ban Grid apartó los ojos de la espada para mirar el rostro de Richard. Ya no se veía tan seguro de sí mismo, pero aún no pensaba claudicar.
— Los espíritus me dijeron que la Madre Confesora no iba con mago alguno. ¿Por qué tendría que creer que eres mago?
La ira desapareció por completo de la faz de Richard. Kahlan nunca lo había visto sostener la espada sin que sus ojos reflejaran la furia de la magia del arma. Había algo en sus ojos, pero no era odio ni rabia; era paz. De algún modo, esa paz era más aterradora que la ira. Era la paz de alguien que ha tomado una determinación.
A la tenue luz del alba, el filo de la espada cambió y empezó a emitir un blanco resplandor. El metal se puso al blanco vivo por la magia. Su brillo se hizo tan intenso que todos pudieron contemplar su blanca luminiscencia.
Richard usaba la única magia que conocía y que podía emplear; la magia de la espada.
Fue suficiente. El temor se apoderó de los guerreros bantak, que cayeron de rodillas, soltando las armas, mascullando palabras de perdón y suplicando que los espíritus los protegieran. Otros se quedaron helados sin saber qué hacer.
— Perdóname, anciano —susurró Richard—, pero debo matarte para salvar muchas más vidas. Quiero que sepas que te perdono y que lamento lo que voy a hacer.
Mientras traducía, Kahlan le puso una mano sobre el brazo para detenerlo.
— Richard, espera. Dame una oportunidad, por favor.
— Muy bien, pero sólo una. Si fracasas, tendré que matarlo.
Kahlan sabía que Richard pretendía asustar a los bantak para romper el hechizo bajo el que parecían estar, pero también la estaba asustando a ella. Había atravesado la frontera de la furia de la espada para entrar en algo mucho peor.
— Ma Ban Grid —dijo Kahlan, dirigiéndose al chamán—, Richard te matará. No es broma. Le he pedido que esperara para darte la oportunidad de que reconozcas tu error y, en ese caso, ofrecerte mi perdón. Puedo pedirle que no te mate, y me hará caso. Pero sólo una vez. Después ya no tendré control alguno sobre él. Si no eres sincero en tu cambio de actitud, habrá muchas muertes y sufrimiento. Richard es un hombre de palabra. Te ha hecho una promesa y, si tratas de engañarlo, la cumplirá.
»Te voy a dar una oportunidad para escuchar la verdad. Aún no es demasiado tarde. La Madre Confesora no desea que nadie muera. Tengo en muy alta estima la vida de todos los habitantes de la Tierra Central. Pero, a veces, es preciso dejar que unos pocos mueran para que muchos más se salven. Ahora te escucho.
Todos los hombres esperaban en silencio, encorvados. Era como si se hubieran metido en algo que ya no deseaban. Los bantak eran un pueblo pacífico y ya lamentaban haber realizado esa incursión; era como si no creyeran lo que habían hecho. Richard había logrado infundirles un miedo mayor que el que los había impulsado a atacar a la gente barro.
La brisa agitaba la hierba seca y, al pasar, lanzó hacia el rostro de Kahlan algunos mechones sueltos de pelo. La mujer se los apartó, mientras esperaba una respuesta. Ma Ban Grid la miró con unos ojos desprovistos ahora de toda pasión. El hechizo había sido roto. Cuando habló, su voz sonaba suave y sincera:
— He oído cómo los espíritus hablaban y creí que decían la verdad. El mago tiene razón: soy un viejo estúpido. —El chamán miró a sus hombres, que guardaban silencio—. Los bantak nunca han albergado anhelos de matar. Y no vamos a empezar ahora.
El chamán inclinó la cabeza y se sacó el medallón pasándolo por encima de su ralo cabello canoso. Entonces, sosteniéndolo en alto con ambas manos, se lo ofreció, diciendo:
— Por favor, Madre Confesora, llevad esto a la gente barro. Decidles que es otorgado en paz. No iniciaremos guerra alguna contra ellos. —Al mirar a Richard, vio que éste envainaba la espada—. Gracias por detenernos, gracias por hacerme ver que había escuchado a falsos espíritus, gracias por impedirme que cometiera un grave error.
Kahlan dirigió una inclinación de cabeza al anciano.
— Me alegro de haber podido evitar a tiempo que nadie saliera herido.
— Pregúntale cómo le convencieron los espíritus para que hiciera algo que va contra la naturaleza de su pueblo —pidió Richard.
— Ma Ban Grid, ¿cómo sembraron los espíritus el ansia de guerra, el ansia de matar en tu corazón?
El chamán se quedó con la mirada perdida, inseguro.
— Sus susurros resonaron en mis oídos una noche, despertando en mí esa ansia. Ya había sentido antes el impulso de la violencia, pero nunca me había dejado llevar. Pero esta vez fui incapaz de contenerlo. Nunca lo había sentido con tanta fuerza.
— El velo del inframundo, del mundo de los espíritus se ha rasgado. —De nuevo, los bantak murmuraron entre sí al oír la traducción que hacía Kahlan de las palabras de Richard—. Es posible que los falsos espíritus intenten engañarte otra vez. Debes estar en guardia contra ellos. Comprendo que fuiste engañado, y no te guardo resentimiento por ello, pero, ahora que ya sabes la verdad y te hemos avisado, espero que seas más cauto.
— Gracias, mago. Así lo haré —replicó Ma Ban Grid, inclinando la cabeza.
— ¿Te dijeron algo más las voces de los espíritus?
El anciano chamán frunció el entrecejo, pensativo.
— La verdad es que no recuerdo que sus voces me dijeran qué hacer. Fue más una sensación que despertó en mí el ansia de matar. Mi hijo, el que murió, estaba conmigo y también las oyó. Sentí que, de algún modo, los espíritus le decían cosas distintas. Sus ojos se llenaron de un odio mucho más intenso que el mío. Inmediatamente se marchó. —Ma Ban Grid clavó la mirada en el suelo.
Richard se lo quedó mirando largo rato. Al fin, habló con voz dulce.
— Ma Ban Grid, siento mucho haber tenido que matar a tu hijo. Siento una gran pena en el corazón. Quiero que sepas que, de haber habido otro camino, lo habría tomado.
El anciano asintió, pero fue incapaz de decir nada. Entonces recorrió con la mirada a sus hombres y, de pronto, pareció avergonzado.
— No sé qué estamos haciendo aquí —susurró—. Los bantak somos gente pacífica.
— Es culpa de los falsos espíritus. Me alegro de haberte podido ayudar a ver la verdad —dijo Richard.
De nuevo, el chamán asintió, miró a sus hombres y emprendió el regreso a su aldea. Kahlan lanzó un profundo suspiro. Richard contempló aún con recelo cómo los bantak se encaminaban lentamente hacia el este, arrastrando tras de sí las lanzas.
— ¿Qué te ha parecido eso? —le preguntó Kahlan, cuando al fin se volvió hacia ella.
Con una mano sobre la empuñadura de la espada, se volvió para mirar a los bantak y repuso:
— El Custodio se nos está adelantando. Se ha tomado la molestia de desacreditarte, de desacreditar a la Madre Confesora. Nos está tendiendo trampas. Tiene sus propios planes, pero que me aspen si sé cuáles son.
— ¿Qué vamos a hacer?
— Lo que teníamos pensado. Esta noche tendremos la reunión y mañana nos casaremos y partiremos hacia Aydindril.
Kahlan escrutó su faz.
— Realmente eres un mago —dijo, con suavidad—. Has usado la magia para romper el hechizo del Custodio.
— No, no lo soy —replicó sin mudar la expresión—. No era más que un pequeño truco que Zedd me enseñó. En una ocasión, me dijo que a la gente le asusta mucho más morir por magia que por cualquier otra causa, como si estuvieran más muertos por tratarse de magia. Yo sólo usé ese miedo y la Primera Norma de un mago para infundirles un miedo mayor que el de los espíritus.
— ¿Y eso de volver la Espada de la Verdad blanca?
— ¿Recuerdas cuando Zedd nos enseñó cómo funcionaba la espada y nos dijo que no podría usarse para hacer daño a un inocente? —Kahlan asintió—. Pues estaba equivocado. Cuando se pone blanca, puede usarse para matar a cualquiera. A cualquiera. Incluso a quienes sabes inocentes. Incluso a quienes amas. —La mirada de Richard se endureció para añadir—: Odio la magia.
— Richard, el don acaba de ayudarte a salvar la vida de muchas personas.
— ¿A qué precio? —musitó—. Cada vez que pienso siquiera en tornar la espada blanca, todo lo que recuerdo es cómo lo hice contigo, cómo casi te maté con ella.
— Pero no me mataste. Ese «casi» es muy importante.
— Pues a mí me duele como si lo hubiera hecho. Por no hablar del dolor que me produce haber matado con la magia blanca de la espada y saber de lo que soy capaz. Me hace sentir un verdadero Rahl. —El joven soltó un sonoro suspiro y cambió de tema—. Creo que deberíamos tener mucho cuidado en la reunión de esta noche.
— Richard… esto arroja nueva luz sobre todo. Ya hemos recibido dos avisos del peligro que entraña tratar con los espíritus. ¿Por qué no reconsideras tu postura?
— ¿Es que tengo elección? El Custodio nos lleva ventaja. Todo se sucede muy aprisa. Cuanto más sabemos, más conscientes somos de todo lo que ignoramos. Tenemos que averiguar todo lo que podamos.
— Pero tal vez los espíritus de los antepasados no podrán ayudarnos.
— En ese caso habremos aprendido una cosa más. No podemos desdeñar esta oportunidad; hay demasiado en juego. Tenemos que intentarlo. Kahlan… —El joven le cogió con delicadeza la mano—, no puedo permitirme el ser responsable de esto, saber que es culpa mía.
La mujer esperó hasta que los ojos de Richard buscaron los suyos.
— ¿Por qué? ¿Es porque Rahl el Oscuro es tu padre? ¿Te crees responsable por ser un Rahl?
— Es posible. Pero Rahl o no Rahl, no quiero ser el responsable de que el Custodio domine a todo el mundo. Sobre todo a ti. Debo hallar el modo de detenerlo. Rahl el Oscuro me persigue desde la tumba. De algún modo, yo he causado todo esto. No sé cómo, pero es culpa mía. Tengo que hacer lo que sea para ponerle fin, o todo el mundo sufrirá. Y el Custodio te hará suya, para siempre.
»Esta idea me aterra más que ninguna otra cosa, y me provoca pesadillas que me impiden dormir. Haré cualquier cosa para impedir que caigas en sus manos. No pienso correr el riesgo de perder ninguna oportunidad, sea al coste que sea. Tengo que asistir a la reunión. —Richard le sostuvo la mirada—. Aunque temo que sea una trampa, debo intentarlo.
— ¿Una trampa? ¿Crees de verdad que puede ser una trampa?
— Podría ser. Nos han avisado. Al menos, debemos estar alerta. —El joven bajó los ojos hacia la mano de Kahlan, que sostenía la suya—. En la reunión no tendré la espada. ¿Crees que podrás conjurar el rayo, si es necesario?
— No lo sé, Richard. No sé cómo lo hice. Simplemente ocurrió. No sé cómo controlarlo.
El joven asintió mientras le acariciaba el dorso de la mano con los pulgares.
— Bueno, tal vez no tengas que intentarlo. Es posible que los espíritus de los antepasados puedan ayudarnos. Ya lo hicieron en otra ocasión.
Richard alzó una mano y agarró el agiel. En sus ojos grises se leía el dolor que le causaba el dolor de cabeza. Ambos se sentaron, y Richard hundió la cabeza entre las manos.
— Tengo que descansar un rato antes de emprender la marcha. El dolor de cabeza me está matando.
Kahlan se temía que era muy cierto; que el dolor de cabeza de verdad lo estaba matando. Anhelaba que llegara el día siguiente para poder reunirse con Zedd.
Ya estaba avanzada la tarde cuando regresaron a la celebración, al banquete. Richard se sentía un poco mejor, aunque el dolor de cabeza seguía siendo tan intenso que se le notaba en los ojos. Al acercarse al cobertizo abierto sostenido por postes, los ancianos se levantaron. El Hombre Pájaro salió a recibirlos.
— ¿Habéis encontrado a los bantak? No hemos tenido noticias de Chandalen.
Kahlan le tendió el medallón de oro y se lo dejó caer en la mano.
— Sí, los encontramos en el norte como Richard había dicho. Ma Ban Grid os envía este obsequio para decir a la gente barro que los bantak no desean la guerra. Cometieron un error y lo lamentan. Les hicimos ver que la gente barro no alberga malas intenciones hacia ellos. Chandalen también ha cometido un error.
El Hombre Pájaro asintió solemnemente, tras lo cual se volvió hacia un cazador y le dijo que fuese en busca de Chandalen y sus hombres. A Kahlan le pareció que el Hombre Pájaro no estaba todo lo complacido que debería.
— Honorable anciano, ¿ocurre algo malo?
Sus ojos marrones mostraban una mirada apesadumbrada. Echó un vistazo a Richard antes de mirarla de nuevo a ella y explicar:
— Dos de las Hermanas de la Luz han regresado. Están esperando en la casa de los espíritus.
A Kahlan le dio un vuelco el corazón. No había contado con que regresaran tan pronto. Habían transcurrido muy pocos días desde su primera visita.
— Las Hermanas de la Luz nos esperan en la casa de los espíritus —dijo a Richard.
— No hay nada sencillo —replicó el joven, con un suspiro—. Esta noche es la reunión. ¿Estaréis preparados? —preguntó al Hombre Pájaro.
— Esta noche, los espíritus estarán entre nosotros. Estaremos preparados.
— Id con cuidado y no deis nada por sentado. Las vidas de todos nosotros dependen de ello. Vamos a ver si arreglamos de una vez por todas el asunto de las Hermanas —dijo, cogiendo del brazo a Kahlan.
Atravesaron juntos el campo comunal, iluminado por grandes hogueras. Aún había gente por todas partes, comiendo, bailando y tocando boldas y tambores, pero ya se veían menos niños. Algunos dormían, pero otros seguían bailando y jugando.
— Tres días —rezongó Richard.
— ¿Qué?
— Han pasado tres días, o casi, desde que estuvieron aquí. Me libraré de ellas y mañana nos iremos. Cuando regresen, dentro de otros tres días, nosotros ya estaremos en Aydindril.
— No sabemos si tardarán tres días en volver —repuso Kahlan, rehuyendo su mirada—. ¿Quién nos dice que la tercera vez no vendrán al cabo de un solo día, o de una hora?
La mujer sintió la mirada de Richard posada en ella, pero no lo miró cuando él dijo:
— ¿Estás tratando de decirme algo?
— Sólo tienes tres oportunidades, Richard. Temo por ti. Tengo miedo de esos dolores de cabeza.
Esta vez fue ella quien miró, y él quien rehuyó su mirada.
— No pienso ponerme collar alguno. Por nada ni por nadie.
— Lo sé —musitó la mujer.
Richard abrió la puerta con aire decidido y entró en la casa de los espíritus. Apretaba la mandíbula con resolución. Sus ojos se clavaron en las dos mujeres de pie en el centro de la sala tenuemente iluminada, mientras se acercaba a ellas. Ambas llevaban capas con la capucha retirada y mostraban una faz tranquila, aunque con expresión de leve reprobación.
— Tengo preguntas y quiero respuestas —fue el saludo de Richard, deteniéndose frente a ellas.
— Nos alegra comprobar que sigues bien, Richard. Y vivo —dijo la hermana Verna.
— ¿Por qué se mató la hermana Grace? ¿Por qué se lo permitisteis?
— Ya te lo dijimos —intervino la hermana Elizabeth, colocándose delante de la hermana Verna. En las manos sostenía el collar abierto—; se acabó la discusión. Es hora de acatar las normas.
— Yo también tengo normas. —Con las manos apoyadas en las caderas, Richard miró alternativamente a ambas mujeres—. Y la primera es que ninguna de vosotras se matará hoy.
Pero las Hermanas no le prestaban atención.
— Ahora escucha. Yo, Hermana de la Luz Elizabeth Myric, te daré la segunda razón para ponerte el rada’han, la segunda oportunidad para ayudarte. La primera de las tres razones es que el rada’han controla los dolores de cabeza y te abre la mente, gracias a lo cual puedes aprender a usar el don. Rechazaste la primera oferta de ayuda. Yo te ofrezco la segunda.
La Hermana lo miró a los ojos como para asegurarse de que le dedicaba toda su atención.
— La segunda razón para ponerte el rada’han es para que podamos controlarte.
— ¿Controlarme? ¿Qué quiere decir eso de controlarme? —inquirió Richard, con mirada iracunda.
— Quiere decir lo que dice.
— No pienso ponerme collar alguno en el cuello para que podáis «controlarme». Ni por eso ni por ninguna otra razón.
— Como ya te dijimos, es más difícil aceptar la segunda oferta —repuso la hermana Elizabeth, sosteniendo en alto el collar—. Por favor, debes creernos; corres un grave peligro. Se te acaba el tiempo. Por favor, Richard, acepta ahora la segunda oferta, la segunda de las tres. Te resultará mucho más difícil aceptar la tercera razón.
En los ojos de Richard había algo que Kahlan sólo había visto una vez: la última ocasión en la que le ofrecieron el collar. Era algo extraño y aterrador que le daba escalofríos. La piel de los brazos se le erizó.
— Os repito que no pienso ponerme collar alguno —susurró Richard. Su voz ya no sonaba airada—. Ni por nada ni por nadie. Si queréis enseñarme a usar el don para controlarlo, podemos hablar de ello. Están sucediendo cosas muy importantes y peligrosas de las que no tenéis ni idea. Como Buscador tengo responsabilidades. No soy un niño, como los que acostumbráis a tratar. Soy un adulto. Hablemos, si queréis.
La hermana Elizabeth lo miró con tal feroz intensidad que Richard retrocedió un paso, cerró los ojos y tembló levemente. Al fin, se irguió, abrió los ojos, respiró hondo y fue capaz de devolver la mirada a la Hermana. Kahlan se dio cuenta de que algo había ocurrido, pero no sabía qué.
Los ojos de la Hermana fueron perdiendo su fuerza, bajó las manos que sostenían el collar y, cuando habló, su voz era un temeroso susurro.
— ¿Aceptas la oferta y el rada’han?
— No, no acepto —contestó Richard, recuperando el poder en su voz, mientras miraba a la Hermana fijamente.
La hermana Elizabeth palideció mientras le aguantaba la mirada un instante, tras lo cual se volvió hacia su compañera para decirle:
— Perdóname, Hermana. He fracasado. —Tendió el rada’han a la hermana Verna, que lo cogió, y susurró—: Ahora depende de ti.
— La Luz te perdona, Hermana —le dijo la hermana Verna, y la besó en las mejillas.
— Que la Luz te acoja siempre entre sus benevolentes manos —dijo la hermana Elizabeth a Richard, el rostro de pronto caído—. Espero que un día encuentres el camino.
El joven la contempló con los puños apoyados en las caderas. La Hermana alzó el mentón. Como había hecho la hermana Grace, levantó un brazo y, con un rápido movimiento de muñeca, empuñó el estilete con el mango de plata. Richard seguía observándola, mientras la mujer lo giraba apuntándose a ella misma. Kahlan miraba embelesada, conteniendo la respiración. El silencio parecía poder cortarse. Durante un instante, todo el mundo se quedó inmóvil.
En el mismo momento en que el cuchillo empezó a moverse, Richard entró en acción con una rapidez impresionante. Antes de que la hermana Elizabeth pudiera darse cuenta, Richard la sujetaba por la muñeca. Con la otra mano trataba de arrancarle el extraño puñal de los dedos, pero la mujer se resistía a soltarlo. No obstante, Richard era mucho más fuerte.
— Ya te he dicho cuál era mi norma: hoy nadie va a matarse.
— Por favor, suéltame —suplicó la Hermana, el rostro crispado en un fútil esfuerzo.
El cuerpo de la mujer se estremeció, y la cabeza dio una sacudida hacia atrás. Hubo un estallido de luz que pareció brotar de su interior, de sus ojos. La hermana Elizabeth cayó de bruces al suelo. Mientras caía, la hermana Verna le arrancó su propio cuchillo de la espalda.
— Tienes que enterrarla con tus propias manos —dijo la Hermana a Richard—. Si dejas que otro lo haga por ti, tendrás pesadillas por el resto de tu vida; pesadillas causadas por la magia y para las que no hay cura.
— ¡La has matado! ¿Pero qué te sucede? ¿Cómo has podido matarla?
La Hermana se guardó el estilete en la manga, mientras le lanzaba una iracunda mirada. Entonces alargó un brazo, le arrebató el cuchillo de plata de la mano y se lo guardó en la capa.
— Has sido tú quien la ha matado —susurró.
— Tienes las manos manchadas con su sangre.
— También el hacha del verdugo se mancha de sangre, pero no es ella la que mata.
Richard se le lanzó al cuello. La mujer no se movió, sólo lo continuó mirando fijamente. Las manos de Richard se detuvieron antes de tocarla. El joven se puso a temblar y luchó contra una barrera invisible. En ese instante, Kahlan se dio cuenta de qué eran las Hermanas.
Richard dejó de hacer fuerza contra la barrera, retiró un poco las manos y se relajó visiblemente. Despacio, su rostro fue adoptando una expresión calmada y extendió una mano hacia la hermana Verna. Sus dedos se cerraron en torno al cuello de la mujer. Ésta abrió mucho los ojos, muy asombrada.
— Richard —susurró enfadada—, aparta tus manos de mí.
— Como tú misma dijiste, esto no es un juego. ¿Por qué la has matado?
De pronto, Richard dejó de sentir el peso de su cuerpo y se elevó en el aire unos centímetros. Pese a ello, le apretó el cuello con más fuerza, sin ninguna intención de dejarla ir. Alrededor de ambos, el fuego prendió, rugiendo furioso en una espiral de llamas que se cerraba en torno a Richard.
— He dicho que apartes tus manos de mí.
Un segundo más y el fuego consumiría a Richard. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Kahlan había extendido un puño hacia la Hermana. Alrededor de su muñeca y su mano crepitó una luz azul. Mientras pugnaba por contener la descarga de poder, se le escapaban por los lados pequeños rayos de luz azulada. La casa de los espíritus se vio invadida por pequeñas lenguas de fuego azul que crepitaban por muros, suelo y techo, por todas partes excepto donde se hallaban la Hermana y Richard. Kahlan tembló por la tensión que le suponía contener el poder.
— ¡Para ya! —Los pequeños rayos de luz azul absorbieron todo el fuego—. Hoy nadie más morirá. —La luz azul se extinguió.
De nuevo, el silencio se adueñó de la casa de los espíritus, mientras la hermana Verna contemplaba a Kahlan con fijeza. En los ojos de la Hermana apareció un destello de ira. Richard puso de nuevo los pies en el suelo y apartó la mano del cuello de la mujer.
— No le hubiera hecho daño alguno. Sólo quería asustarlo para que me soltara —explicó la Hermana—. ¿Quién te enseñó a romper una red? —preguntó a Richard, fulminándolo con la mirada.
— Nadie. He aprendido solo. ¿Por qué mataste a la hermana Elizabeth?
— ¿Aprendiste tú mismo? —se mofó la Hermana—. Ya te he dicho que esto no es ningún juego, y hay ciertas normas que deben seguirse. —La voz perdió su tono amenazante—. Hacía muchos años que nos conocíamos. Si alguna vez logras poner blanca esa espada tuya, comprenderás cuánto me ha costado quitarle la vida.
Richard no quiso decirle que ya lo había logrado.
— ¿Esperas que me ponga en tus manos después de ver lo que has hecho?
— Se te acaba el tiempo, Richard. Después de lo que he visto hoy, no me extrañaría que los dolores de cabeza te mataran muy pronto. No entiendo cómo es que el dolor no te ha dejado ya inconsciente. Pero sea lo que sea que te protege, no aguantarás mucho más. Sé que no te gusta ver morir a nadie. A mí tampoco, pero, créeme que lo he hecho para salvarte.
»Ten mucho cuidado con ese poder, Madre Confesora —prosiguió, dirigiéndose a Kahlan—. Dudo de que tengas ni la más remota idea de lo peligroso que es. —La hermana Verna se echó la capucha hacia adelante al tiempo que posaba sus ojos marrones en Richard—. Has rechazado la primera y la segunda ofertas. Volveré. Ya sólo te queda una oportunidad. Si la rechazas, morirás. Piensa en ello cuidadosamente, Richard.
Una vez que la puerta se hubo cerrado tras la hermana Verna, Richard se puso en cuclillas junto a la Hermana muerta.
— Me estaba haciendo algo; magia. Podía sentirlo.
— ¿Qué sensación tenías?
— La primera vez que vinieron, sentí que algo me impulsaba a aceptar su oferta, pero me asustaba tanto el collar que no le presté atención. Esta vez ha sido mucho más fuerte. Era magia. La magia trataba de obligarme a decir que sí, a aceptar la oferta de las Hermanas. Pensé en el collar hasta que esa fuerza desapareció y pude rehusar. ¿Tienes idea de qué está pasando; de lo que me hacía a mí, lo de la hermana Verna con el fuego y todo lo demás?
Kahlan todavía sentía un hormigueo en la piel por el rayo azul.
— Sí —contestó—. Las Hermanas son hechiceras.
Richard se puso lentamente en pie.
— Hechiceras… —El joven se la quedó mirando largo rato antes de preguntar—: ¿Y por qué se mataron cuando dije que no?
— Creo que es para transmitir el poder a la siguiente Hermana, de modo que ésta sea más fuerte cuando le llegue el turno de intentarlo.
Richard bajó la mirada hacia el cuerpo.
— ¿Por qué soy tan importante que merece la pena matarse para que vaya con ellas?
— Tal vez dicen la verdad y sólo quieren ayudarte.
— ¿De verdad crees que es para impedir que yo, un extraño, muera? —le preguntó, mirándola por el rabillo del ojo—. ¿Que para salvar una vida ya han muerto dos de ellas? No tiene sentido.
— No lo sé, Richard, pero estoy muy asustada. Temo que digan la verdad: que no te queda mucho tiempo y que los dolores de cabeza acabarán por matarte. Me temo que no podrás controlarlos mucho tiempo más. —La voz se le quebró por la emoción—. No quiero perderte.
— No me pasará nada —la tranquilizó Richard, mientras la abrazaba—. Ahora voy a enterrarla. La reunión empezará dentro de unas horas. Mañana ya estaremos en Aydindril, y estaré a salvo. Zedd sabrá qué hacer.
Kahlan, apoyada contra su hombro, sólo pudo asentir con la cabeza.