25

Pese a estar exhausta, la yegua seguía galopando con desenfreno. Zedd montaba inclinado sobre la cruz del caballo, agarrándose a sus crines, sintiendo los brazos de Adie que se sujetaba a su cintura. Los músculos del animal se contraían y se estiraban rítmicamente. Los árboles del denso bosque no eran más que una interminable mancha que desfilaba con fugacidad a ambos lados. El caballo saltaba por encima de rocas y troncos sin descanso.

El skrin les pisaba los talones. Al ser más alto que el caballo, chocaba contra las ramas al correr. Zedd las oía quebrarse y partirse. Había tratado de frenar al skrin haciendo caer árboles justo detrás de ellos, pero no había tenido éxito. El mago había probado trucos, encantamientos y sortilegios de todo tipo y, aunque ninguno había funcionado, se resistía a admitir la derrota. Si se daba por vencido entraría en un estado mental de resignación que la haría segura.

— Me temo que esta vez el Custodio va a atraparnos —gritó Adie a su espalda.

— ¡Todavía no! ¿Cómo nos ha encontrado? ¡Guardabas los huesos del skrin en tu casa desde hacía muchos años! Si te ocultaban, ¿cómo ha logrado encontrarnos?

Adie no tenía respuesta a eso.

El caballo galopaba por el sendero donde antes se alzaba el Límite, en dirección a la Tierra Central. Zedd daba gracias de que el Límite ya no existiera pues, si no, ya habrían penetrado en el inframundo sin darse cuenta. Pero, con o sin Límite, la persecución no podía prolongarse indefinidamente. El skrin iba a atraparlos y, entonces, caerían en manos del Custodio.

«Piensa», se ordenó a sí mismo el mago.

Zedd usaba su magia para transmitir fuerza y resistencia al caballo, pero incluso así pulmones, corazón y tendones tenían límites físicos. Él mismo estaba casi tan agotado como el asustado animal. La persecución ya no podía durar mucho más.

Tenía que dejar de pensar en frenar la carrera del skrin y concentrarse en hallar una solución al problema. Pero tal cambio de táctica podría ser peligroso. Era posible que, aunque lo que hacía no lograra detener al skrin, estaba impidiendo que los alcanzara.

Al mago le pareció vislumbrar un destello verde a la izquierda. Esa tonalidad verde era exclusiva de un lugar: el Límite. Le parecía imposible. Los cascos del caballo seguían golpeando el suelo del bosque.

— Adie, ¿llevas alguna cosa encima que el skrin pueda reconocer? —gritó Zedd.

— ¿Como qué?

— No lo sé. Cualquier cosa. Tiene que habernos encontrado por algo, algo que nos conecte con el inframundo.

— No llevo nada. Debe de habernos localizado por los huesos que guardaba en casa.

— Pero esos huesos te ocultaban.

El destello de luz verde fue clarísimo. Brilló a la derecha y luego a la izquierda.

— ¡Zedd! ¡Creo que el skrin está conjurando el inframundo y nos empuja hacia él!

Huesos.

— ¿Puede hacerlo?

— Sí. —Esta vez, la voz de la mujer no sonó tan fuerte.

— ¡Cáspita! —masculló el mago. El viento frío le azotaba el rostro.

Entre los árboles titiló una fantasmagórica luz verde. Se acercaba. Si no pensaba en algo, estaban perdidos.

«Piensa.»

De pronto, la luz verde pareció inflamarse en un sólido muro a ambos lados. Al materializarse tan súbitamente en el mundo de los vivos, produjo un golpe muy fuerte que el mago acusó en lo más profundo del pecho. El caballo siguió galopando por la senda entre los muros, que se iba estrechando.

Huesos.

Huesos de skrin.

— ¡Adie, dame tu colgante!

Ahora estaban encajonados entre los luminosos muros verdes del Límite. No les quedaba mucho tiempo, ni opciones.

Adie se quitó el colgante, volvió a sujetarse a su cintura y se lo tendió. La mano de la hechicera resbalaba a causa de la sangre. Zedd se quitó el colgante que llevaba y cogió ambos con la misma mano.

— Si esto no funciona, lo siento, Adie. Quiero que sepas que ha sido un placer conocerte.

— ¿Qué vas a hacer?

— ¡Agárrate fuerte!

Los muros verdes del Límite se cerraron por delante de ellos. Zedd cogió con fuerza las riendas y envió a la yegua una orden mental.

Ésta hundió los cascos en el suelo, giró sobre sí misma y se detuvo justo donde el sendero acababa y empezaba el inframundo.

Zedd arrojó hacia la luz verde, entre un amplio hueco en los árboles, los dos colgantes hechos con hueso de skrin.

Ya casi tenían encima al skrin. Sin detenerse, la bestia siguió los colgantes que surcaban el aire en dirección al inframundo. Cuando el skrin atravesó el Límite hubo un fogonazo y un sonido muy intenso, como un trueno.

La luz verde y el skrin parpadearon y desaparecieron. El oscuro bosque quedó en silencio, sólo roto por los jadeos de los dos perseguidos.

Exhausta, Adie apoyó la cabeza contra la espalda del mago.

— Tienes razón, viejo mago. Tu vida es una sucesión de actos desesperados.

Zedd le dio palmaditas en una rodilla antes de desmontar del sudoroso caballo. El pobre animal estaba tan agotado que se hallaba a un paso de la muerte. Sosteniéndole la cabeza entre las manos, Zedd le transmitió su agradecimiento y una dosis de fuerza. El mago recostó una mejilla contra sus ollares, cerró los ojos y lo acarició un momento para tranquilizarlo. Enseguida se ocupó de Adie.

La sangre seguía rezumando de la herida en su brazo. La yegua era tan grande que la hechicera parecía más menuda de lo que en realidad era, y sus hombros caídos y la cabeza gacha reforzaban tal impresión. La mujer no se quejó ni una vez mientras Zedd inspeccionaba la herida.

— Soy una estúpida —dijo Adie—. Durante todo este tiempo he creído que me ocultaba bajo las mismas narices del Custodio cuando, en realidad, era él quien se ocultaba de mí. Todo este tiempo me ha tenido localizada.

— Podemos consolarnos pensando que no le ha servido de nada. Su inversión ha resultado fallida. Ahora quédate quieta; tengo que curarte la herida.

— No hay tiempo para eso. Tenemos que regresar a mi casa. Debo recoger mis huesos.

— He dicho que te estés quieta.

— Tenemos que darnos prisa.

— Regresaremos cuando acabe con esto —replicó Zedd, ceñudo—. La yegua está exhausta y no puede llevarnos a los dos. Si te portas bien, yo caminaré y dejaré que tú la montes. Ahora no te muevas o nos pasaremos el resto de la noche peleando.

Llegaron a casa de Adie al romper el alba. A la débil y fría luz observaron un espectáculo ciertamente triste. El skrin había hecho pedazos la casa. Sin hacer caso de las paredes torcidas y los boquetes en éstas, Adie se precipitó dentro pasando por encima de escombros, recogiendo huesos y sosteniéndolos en la parte interna del otro brazo, mientras se dirigía al rincón en el que había visto por última vez la esfera de hueso tallada.

Zedd estaba inspeccionando el suelo alrededor de la casa cuando Adie lo llamó.

— Ven a ayudarme a encontrar el hueso, mago.

— Creo que no vas a encontrarlo —sentenció Zedd, pasando por encima de una viga caída.

— Tiene que estar aquí, en alguna parte. —Adie apartó a un lado un tablón, se detuvo y miró por encima del hombro—. ¿Qué quieres decir con que no crees que vaya a encontrarlo?

— Alguien ha estado aquí.

— ¿Estás seguro?

Zedd hizo un vago gesto con el brazo hacia el suelo que había estado inspeccionando.

— He descubierto una huella allí que no es nuestra.

— ¿Pues de quién si no? —preguntó Adie, dejando caer al suelo los huesos que sostenía.

El mago apoyó una mano en una viga que colgaba del techo y cuyo extremo tocaba el suelo.

— No lo sé, pero alguien ha estado aquí. Parece la bota de una mujer, pero no es tuya. Me temo que se ha llevado el hueso redondo.

Adie rebuscó entre los escombros del rincón, sin darse por vencida. Al final, admitió:

— Tienes razón, viejo mago. El hueso ya no está. —La mujer dio media vuelta y pareció inspeccionar el mismo aire con sus blancos ojos—. Poseídos —murmuró entre dientes—. Te equivocaste al decir que los esfuerzos del Custodio no habían servido para nada.

— Me temo que así es. —Zedd se limpió la mano frotándola contra una pierna—. Será mejor que nos vayamos lejos de aquí. Muy, muy lejos.

— Zedd, tenemos que recuperar ese hueso. Es importante para el velo —dijo Adie en voz baja pero firme.

— La mujer ha cubierto su rastro con magia. No tengo ni idea de adónde ha ido. Sólo he visto una huella. Tenemos que marcharnos; es posible que el Custodio esperara que regresáramos. Cubriré nuestro rastro para que nadie pueda seguirnos.

— ¿Podrás hacerlo? El Custodio sabe siempre dónde estamos y nos envía sus secuaces cuando quiere.

— Nos ha encontrado por los colgantes. Durante un cierto tiempo no podrá localizarnos, pero debemos alejarnos de aquí. Es posible que la misma persona que ha cogido el hueso nos esté vigilando.

— Perdóname por haberte puesto en peligro, Zedd —se disculpó la hechicera, inclinando más la cabeza y cerrando los ojos—. He sido una estúpida.

— Tonterías. Nadie lo sabe todo. Es imposible recorrer el camino de la vida sin hundir los pies en el lodo de vez en cuando. Lo importante es mantener el equilibrio y no caer de bruces.

— ¡Pero ese hueso es vital!

— El hueso ha desaparecido y no podemos remediarlo. Por lo menos no hemos caído en manos del Custodio. Pero debemos alejarnos de aquí.

— Me daré prisa. —Adie se inclinó para recoger los huesos que había dejado caer.

— No podemos llevarnos nada, Adie —dijo Zedd, suavemente.

— Tengo que llevarme mis huesos. Algunos son importantes. Poseen una magia muy poderosa.

Zedd cogió una delgada mano de la mujer.

— Adie, el Custodio nos localizó a través de los huesos. Te ha estado vigilando. No podemos saber si también reconocerá alguno de éstos. Debemos dejarlos atrás. Pero no podemos arriesgarnos a que nadie más se los lleve; debemos destruirlos.

Adie movió unos segundos los labios en silencio antes de recuperar la voz para decir:

— No pienso dejarlos atrás. Son importantes y me ha costado mucho obtenerlos. Tardé años en encontrar algunos. Es imposible que el Custodio los haya marcado. No puede saber todas las molestias que me tomé.

Adie le dio palmaditas en la mano.

— Adie, el Custodio no habría colocado un hueso que hubiera marcado y que quería que tuvieras donde pudieras encontrarlo fácilmente. Te habría hecho luchar para conseguirlo, para que lo valorases y lo guardases celosamente.

— ¡Entonces podría haber marcado cualquier cosa! —exclamó la hechicera, retirando con brusquedad la mano—. ¿Cómo sabes que este caballo no te lo entregó un poseído?

— Porque no fue el que él me ofreció. Elegí otro —replicó el mago, con mirada serena.

— Por favor, Zedd —suplicó Adie, llorosa—. Son míos. Iban a ayudarme a llegar hasta mi Pell.

— Yo te ayudaré a transmitir el mensaje a Pell. Te he dado mi palabra. Pero no es así como vas a lograrlo; hasta ahora no ha funcionado. Yo te ayudaré a encontrar otro modo.

— ¿Cómo? —Adie se acercó un paso a él, cojeando.

— Sé el modo de lograr que los espíritus atraviesen el velo por un breve espacio de tiempo y poder hablar con ellos. —Zedd contempló con simpatía el acongojado rostro de la mujer—. Y, si no logro traer a Pell, hallaré el modo de hacerle llegar tu mensaje. Pero, Adie, tienes que escucharme: ahora no podemos hacerlo. Tenemos que esperar hasta que el velo se haya cerrado.

— ¿Cómo? —inquirió Adie, tocándole el brazo con dedos temblorosos—. ¿Cómo lo haces?

— Lo hago. Eso es todo lo que necesitas saber por el momento.

— Dímelo —lo apremió la mujer, apretándole el brazo—. Debo saber que dices la verdad. Debo saber que es posible.

Zedd reflexionó un largo instante. Había usado la roca de mago, legado de su padre, para conjurar los espíritus de sus progenitores. Pero éstos habían sido explícitos en que no volviera a llamarlos hasta que todo acabara, pues existía el riesgo de rasgar el velo. Usar la roca para eso era peligroso incluso en los mejores tiempos, y le habían advertido que no lo intentara, si no era por una emergencia.

Abrir un camino hacia los espíritus siempre entrañaba un grave riesgo, pues uno nunca sabía qué podría escabullirse sin querer. Ya había suficientes monstruos que lograban colarse sin que él los ayudara.

Aunque Adie era una hechicera, tampoco ella debía saber el modo en que usaba la roca de mago. Era uno de los muchos secretos que un mago debía guardar. Zedd sintió el peso de la responsabilidad en el corazón.

— Tendrás que confiar en mí. Te he dado mi palabra de que es posible, de que te ayudaré, pero cuando sea seguro.

Los dedos de Adie se hundieron con urgencia en su brazo.

— ¿Cómo es posible? ¿Estás seguro? ¿Cómo has descubierto el modo de hacerlo?

— Olvidas que soy mago de Primera Orden —respondió Zedd, irguiendo los hombros.

— ¿Estás completamente seguro?

— Adie, te doy mi palabra, y no la doy nunca a la ligera. No estoy seguro de que vaya a funcionar, pero creo que es muy posible. En estos momentos debemos usar lo que sabemos, lo que tú y yo sabemos, para evitar que el Custodio acabe de romper el velo. No estaría bien usar lo que sé por razones egoístas y poner así en peligro la seguridad de todo el mundo. Mantener el velo exige un delicado equilibrio de fuerzas, y de lo que yo estoy hablando podría perturbarlo. Incluso podría rasgar el velo.

La mujer retiró la mano y se apartó un mechón de cabellos grises de la cara.

— Perdóname, Zedd. Tienes razón. He estudiado las conexiones entre el mundo de los vivos y el de los muertos toda mi vida, y debería ser más sensata. Te pido perdón.

El mago sonrió mientras le pasaba un brazo alrededor de los hombros.

— Me alegro de que mantengas tus juramentos, pues eso significa que eres una persona de honor. No hay mejor aliado que una persona de honor.

— Es sólo que… —Adie se interrumpió para contemplar su hogar hecho trizas—… he dedicado toda mi vida a coleccionar los huesos. Los he guardado mucho tiempo. Otros me los han confiado.

— Esos otros han confiado en que usarías el don para proteger a quienes no poseen poder alguno —dijo Zedd, apartándola de los escombros—. Ellos son a quienes se refieren las profecías. Te encuentras en esta situación por una razón: hacer honor a esa confianza.

Adie asintió. Mientras se alejaba, junto con el mago, de los restos de su hogar, posó una mano en su espalda.

— Zedd, creo que faltan más huesos.

— Lo sé.

— Son peligrosos en manos equivocadas.

— ¿Y qué piensas hacer al respecto?

— Haré lo que, según las profecías, es la única oportunidad para cerrar el velo.

— ¿Y eso qué es, viejo mago?

— Ayudar a Richard. Debemos hallar el modo de ayudarlo, pues las profecías dicen que él es el único capaz de cerrar el velo.

Ninguno de los dos volvió la vista atrás cuando el fuego prendió con un rugido, consumiendo furioso las ruinas y los huesos.


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