La luz del atardecer, teñida de sangre, bañaba los árboles desnudos que crecían sobre el lomo de la siguiente cresta. Unos ojos verdes se apartaron de los escondites, prudentemente elegidos, desde donde vigilaban los centinelas más avanzados. La mujer se dijo que aún estaban demasiado lejos, o su presencia no les habría pasado inadvertida. Kahlan calculó cuántos hombres ocupaban las tiendas, dispuestas en hileras en el valle que se extendía a sus pies. Como mucho serían cinco mil.
A la izquierda estaban atados los caballos, cerca de los carros que transportaban las provisiones, todos perfectamente alineados. En el extremo más alejado del valle se habían cavado letrinas en la nieve. Los carros con las cocinas, estacionados entre la tropa y los carros de provisiones, estaban recogiendo para pasar la noche. Sobre las tiendas de los comandantes ondeaban coloridos estandartes guerreros. Probablemente era el ejército más perfectamente organizado que hubiese visto desplegado. Desde luego, los galeanos tenían debilidad por el orden.
— Qué bonito se ve —comentó Chandalen en voz queda— para tratarse de un ejército que va a ser masacrado. —Los dos hermanos se rieron nerviosamente entre dientes, totalmente de acuerdo.
Kahlan asintió con aire ausente. Esa misma mañana habían visto al ejército que los galeanos perseguían. No estaban organizados. Su campamento no estaba ordenado ni ofrecía una bella estampa. Y sus centinelas no estaban estacionados demasiado lejos unos de otros. Pese a ello, Chandalen y los dos hermanos se las habían apañado para acercarse lo suficiente para ver lo que querían ver y para calcular cuántos hombres lo componían.
Kahlan había supuesto que serían unos cincuenta mil, y no se había equivocado.
La mujer lanzó un profundo suspiro. Su aliento formó una delgada nube blanca que el helado viento arrastró.
— Tengo que detenerlos —dijo, al tiempo que se ponía a la espalda la mochila y el arco—. Vamos a bajar.
Con estas palabras emprendió el penoso descenso de la ladera cubierta por nieve suave y esponjosa seguida por Chandalen, Prindin y Tossidin. Les había costado más de lo que Kahlan había calculado atrapar a esos hombres. Una ventisca en el paso del Jara los había obligado a refugiarse en un pino hueco durante dos días. Los pinos huecos invariablemente le recordaban a Richard, por lo que mientras escuchaba el aullido del viento arropada en su manto de piel, soñó con él tanto dormida como despierta.
La mujer estaba furiosa por tener que perder un tiempo tan precioso de camino a Aydindril para impedir que ese ejército prosiguiera con la acción suicida que era enfrentarse a las fuerzas que habían destruido Ebinissia. Pero como Madre Confesora no podía permitir que casi cinco mil hombres murieran en vano. Tenía que detenerlos antes de que se acercaran demasiado al ejército que había saqueado Ebinissia. Probablemente el encuentro entre ambos se produciría al día siguiente.
El ejército se puso bruscamente en estado de alerta al ver aparecer a las cuatro figuras cubiertas con mantos de piel de lobo blanca. Se oyeron gritos que se fueron repitiendo por las hileras. Las solapas de las tiendas se abrieron y numerosos hombres corrieron hacia ellos. En el frío aire del atardecer resonó el característico sonido del acero al ser desenvainado. Hombres armados con lanzas corrieron hacia ellos pisando la nieve, mientras que los arqueros flechaban sus arcos y tomaban posiciones. Rápidamente se formó una barrera de varios centenares de hombres entre ellos y las tiendas de los comandantes, y más hombres aparecían a la carrera, vistiéndose mientras corrían y gritaban a los compañeros que seguían en sus tiendas.
Kahlan y sus tres acompañantes se detuvieron. La mujer esperó, inmóvil, mientras los hombres barro hacían lo propio apoyados perezosamente en sus lanzas.
Un comandante abandonó tambaleante una de las tiendas de mayor tamaño, poniéndose un pesado abrigo marrón. A continuación se fue abriendo paso entre sus hombres, gritando a los arqueros que no dispararan. Otros dos oficiales se le unieron, y juntos superaron la línea de defensores caminando a trompicones sobre la nieve. Kahlan reconoció el rango de los tres; el primero era el capitán y lo flanqueaban dos tenientes.
Cuando el capitán se detuvo, jadeando, frente a ella, Kahlan se retiró la capucha del manto. Su larga melena se desparramó sobre la piel blanca.
— ¡Pero qué… —exclamó asombrado el capitán al ver que sus dos tenientes se hincaban de rodillas.
Hasta donde le alcanzaba la vista todos los hombres se arrodillaron e inclinaron la cabeza. Ya no se oía ni el roce de la lana, ni el crujir del cuero, ni el resonar del acero. Los tres hombres barro intercambiaron miradas de asombro; nunca se hubieran imaginado que ése era el modo en que la Madre Confesora era recibida en otros lugares. Únicamente se oía el lento balanceo de las ramas por efecto de la fría brisa.
— Levantaos, hijos míos.
Todos se levantaron, rompiendo estrepitosamente el silencio. El capitán la saludó con una profunda y elegante reverencia. Al erguirse, mostraba en su rostro una sonrisa de orgullo.
— ¡Madre Confesora, qué gran honor!
Kahlan contempló, sin dar crédito a sus ojos la cuadrada mandíbula del capitán, su ondulado pelo castaño claro, sus ojos azules y su rostro joven y apuesto.
— Pero si no eres más que un niño —susurró. Entonces miró alrededor y observó los centenares, los miles de semblantes de ojos jóvenes y brillantes clavados en ella. Kahlan parpadeó. Notaba cómo la sangre afluía a su cara.
»¡Sois unos niños! ¡Sois un ejército de niños! —exclamó, apretando los puños y temblando de rabia.
El capitán miró a sus hombres con una expresión incómoda, casi dolida.
— Madre Confesora, somos nuevos reclutas, pero todos somos soldados del ejército de Galea.
— No sois más que unos niños —susurró ella.
Los soldados guardaban silencio. La mayoría de ellos no parecía tener más de quince o dieciséis años. El capitán y sus dos tenientes rebulleron incómodos y agacharon la cabeza. Algunos de los presentes no pudieron evitar mirar fijamente a Chandalen, Prindin y Tossidin, pues nunca habían visto a semejantes personajes.
Kahlan agarró al capitán por las solapas y a la fuerza se lo llevó a un aparte, mientras gruñía a sus dos tenientes:
— Vosotros dos acompañadnos. ¡Todos los demás seguid con lo que estabais haciendo! —ordenó, mirando por encima de sus cabezas.
El aire se llenó del ruido de las espadas al ser nuevamente envainadas así como de las flechas que volvían a guardarse en las aljabas. Kahlan se llevó a rastras al capitán donde sus hombres no pudieran oír la conversación. Al llegar a los árboles, lo empujó bruscamente hacia un tronco.
Ella misma se dejó caer sobre otro tronco cubierto de nieve. Era como una reina cruzada de brazos, con Chandalen a su derecha y Prindin y Tossidin a su izquierda. Los tres plantaron las lanzas en el suelo y esperaron en silencio.
— ¿Cómo te llamas, capitán? —preguntó, hablando entre dientes.
— Bradley Ryan, Madre Confesora —respondió el joven, jugueteando con un botón de latón de su guerrera abierta—. Éste es el teniente Nolan Sloan —dijo, echando una rápida mirada al hombre de su derecha—, y éste es el teniente Flin Hobson —agregó, señalando a la izquierda.
— ¿Con cuántos niños cuentas, capitán Ryan?
El joven capitán se puso algo tenso.
— Madre Confesora, es posible que seamos más jóvenes que vos, aunque tampoco mucho más, y es posible que nos atribuyáis muy poco valor, pero somos soldados, excelentes soldados.
— Excelentes soldados. —Kahlan tenía que morderse la lengua para no gritarle—. Si eso es cierto, ¿cómo explicas que haya podido atravesar sin ser vista vuestra línea de centinelas? —El capitán se sonrojó e hizo evidentes esfuerzos para permanecer en silencio—. ¿Y alguno de esos excelentes soldados, incluyéndoos vosotros tres, llega a los dieciocho años? —El capitán apretó los labios y negó con la cabeza—. En ese caso, repito: ¿con cuántos niños cuentas?
— Tengo a cuatro mil quinientos soldados bajo mi mando.
— ¿Y eres consciente, capitán Ryan, que vais a daros de narices contra un ejército diez veces más numeroso que el vuestro?
El capitán arqueó una ceja y sonrió por un lado de la boca de modo infantil.
— No vamos a «darnos de narices» contra nadie, Madre Confesora. Los hemos perseguido y estamos a punto de alcanzarlos. Creo que mañana serán nuestros.
— ¿Que serán vuestros? —Kahlan apretó de nuevo los dientes—. Si no llego a alcanzaros, mañana tú y todos tus «hombres» hubierais muerto. No tienes ni idea del ejército que perseguís.
— Sabemos perfectamente a quién perseguimos —objetó el joven capitán con la barbilla alta—. Tenemos exploradores ¿sabéis?, y cuento con informes.
Kahlan se puso en pie de un brinco y señaló bruscamente con el brazo a la derecha.
— ¡Detrás de esa montaña hay cincuenta mil hombres!
— En realidad son cincuenta y dos mil y pico. —El capitán se encogió de hombros—. No somos estúpidos. Sabemos lo que hacemos.
— Oh, ¿de veras? —La mujer bajó el brazo—. ¿Puedo saber qué pensáis hacer cuando los alcancéis?
El capitán Ryan sonrió al tiempo que se inclinaba hacia adelante, convencido de que podría demostrar a la Madre Confesora que sabía exactamente qué estaba haciendo.
— Bueno, están a punto de llegar a una bifurcación en el paso. El plan es enviar una fuerza hacia las montañas que los rodee y luego los ataque desde ambos brazos de la bifurcación. Creerán que los ataca un ejército muy numeroso. De este modo los obligaremos a retroceder hacia donde los estemos esperando, justo pasados los estrechamientos.
»Luego retrocederemos por aquí hacia los estrechamientos, nos dividiremos y los forzaremos a internarse hasta que ya no puedan seguir avanzando. Será entonces cuando pongamos en práctica una operación conocida como el yunque y el martillo. Los lanceros serán el yunque, y la fuerza que los obligue a avanzar será el martillo. Los lanceros los estarán esperando en el punto más estrecho. Los arqueros, situados a ambos lados, mantendrán al enemigo en el centro. —Su sonrisa se hizo más amplia para añadir—: Allí los aplastaremos.
El joven hizo un gesto despreocupado con la mano mientras se erguía ligeramente.
— Es una táctica clásica: el yunque y el martillo.
Kahlan, atónita, lo miraba sin poder apartar sus ojos de él.
— Sé perfectamente cómo se llama, muchacho. En condiciones normales, el yunque y el martillo es una maniobra muy arriesgada. Pero ante una fuerza más de diez veces mayor es de una insensatez sin límites. Sois como un ratón que tratara de tragarse entero a un buey.
— Nosotros aprendimos que, calculando bien el tiempo, con arrojo, pocos soldados pero capaces, y en un lugar estrecho como este valle…
— ¿Soldados capaces? ¿Crees que eso va a contar? ¿Estás tan lleno de orgullo y presunción que realmente crees eso? —El capitán clavó los ojos en el suelo—. ¡No se puede empujar un peñasco con un palito! El único modo de conseguir que retrocedan es asustarlos para que lo hagan. —Nuevamente señaló con un brazo hacia donde se encontraba el enemigo—. ¡Se trata de avezados soldados curtidos en batalla! Llevan mucho tiempo luchando y matando. ¿Acaso imaginas que no conocen la táctica del yunque y el martillo? ¿Crees que por tratarse de enemigos son estúpidos?
— Bueno, no, pero creo que…
La mujer lo silenció golpeándole el pecho con un dedo.
— ¿Quieres que te diga lo que pasará, capitán? No cuentas con los hombres suficientes para empujarlos. Cuando envíes el destacamento para rodearlos, ellos se limitarán a reorganizarse y a moverse un poco, desplegándose para abrir un hueco para el destacamento. Es una táctica conocida como el cascanueces, y adivina quién será la nuez.
»Entonces entrarán en acción contra vuestro yunque. Serán como perros que siguen el rastro de la sangre. Tras aniquilar al martillo, ya nada los contendrá, nada les impedirá que avancen haciendo girar los flancos. Son guerreros veteranos y sabrán exactamente qué hacer.
»Primero dividirán a los lanceros y los arqueros, y los aislarán del resto de soldados que los protegen. Una cuña volante protegida por escudos se abrirá paso entre los lanceros, mientras que los rodean por los lados a modo de tenaza. Entonces su caballería acorazada cargará y eliminará a vuestras alas de arqueros, que para entonces se habrán quedado sin lanceros que frenen la carga enemiga. Todos os batiréis con bravura, pero para entonces, os superarán quizá veinte a uno, ya que habréis sacrificado parte de vuestros hombres en el martillo.
»Para luchar contra un ejército más numeroso es preciso dividirlo y vencerlo por partes. Pero vosotros pensáis hacer justo lo contrario, os dividiréis para que os puedan ir venciendo y mataros a placer.
El capitán no dio aún su brazo a torcer.
— Podemos lograrlo. No sabéis lo bien que luchamos. No somos novatos.
— ¡Todos y cada uno de los muchachos que tienes a tu mando morirán! ¿Has visto morir a alguien, capitán? No me refiero a un anciano que muere en la cama, sino a morir en batalla. Os atravesarán el cuerpo con lanzas y los ojos con flechas. Las espadas cortarán brazos y abrirán pechos, desgarrarán abdómenes y esparcirán vuestras tripas por el helado suelo.
»Caras conocidas, las caras de tus amigos, de esos muchachos, te mirarán llenas de pánico mientras se ahogan en su propia sangre y vómitos. Otros chillarán pidiendo ayuda mientras el enemigo avanza entre los heridos tirados por el suelo y los destripa para que tengan una muerte espantosa. Los que se rindan serán ejecutados mientras el enemigo celebra con cantos y danzas la gran victoria que acaba de conseguir.
Finalmente el capitán Ryan alzó la cabeza, pero sus tenientes seguían con la mirada fija en el suelo.
— Habláis como el príncipe Harold, Madre Confesora; muchas veces me ha soltado un discurso muy similar al vuestro.
— El príncipe Harold es un soldado muy inteligente.
El capitán Ryan se abrochó los dos botones de latón de su guerrera de lana marrón oscuro y repuso:
— Pero eso no cambia mi decisión. El yunque y el martillo es la mejor opción que tenemos para vencerlos. Creo que funcionará. Tiene que funcionar.
Chandalen se inclinó hacia Kahlan y le habló en su lengua.
— Madre Confesora, esos hombres van a lanzarse de cabeza a la muerte. Deberíamos alejarnos de ellos para que su locura no os atrape. Todos pueden darse por muertos.
— ¿Qué ha dicho? —inquirió el joven capitán, ceñudo.
— Ha dicho que mañana todos moriréis.
El capitán lo miró de arriba a abajo.
— ¿Y qué sabrá él de batallas? No es más que un salvaje.
— ¿Salvaje? —Kahlan enarcó una ceja—. Es un hombre inteligente que habla dos idiomas, el suyo y el nuestro. —El capitán Ryan tragó saliva—. Ha luchado en batallas y matado a enemigos. ¿A cuántos has matado tú, Bradley?
— Bueno, a ninguno, supongo —confesó el joven después de echar una rápida mirada a sus dos tenientes—. Lo siento, no pretendía ofender a nadie, pero sé mucho sobre la guerra.
— ¿Qué sabes tú sobre la guerra, muchacho? —susurró Kahlan.
— Todos somos voluntarios. Yo me alisté en el ejército hace tres años y casi ninguno de mis hombres lleva menos de uno. Todos hemos superado un duro entrenamiento. El mismo príncipe Harold ha trabajado con nosotros, nos ha enseñado tácticas y le hemos vencido en varias batallas simuladas. Esta expedición debía ser la prueba final antes de recibir nuestros destinos. Llevamos casi un mes de campaña, practicando juegos de guerra y tácticas de batalla. Sabemos qué hacemos. El hecho de que seamos jóvenes no significa que no sepamos luchar. Somos jóvenes, sí, pero también somos fuertes.
Chandalen rompió a reír.
— ¿Fuertes? ¡Pero si viajáis como mujeres! —Al ver a Kahlan arquear una ceja, carraspeó y se corrigió—. Bueno, como algunas mujeres. No sois tan fuertes como crees, ni mucho menos. Tenéis carros para transportar lo que necesitáis, y eso os hace blandos. Mañana moriréis.
— Mi amigo se equivoca —afirmó Kahlan, volviéndose hacia los tres soldados—. No vais a morir mañana.
— ¿No? —El rostro del capitán se iluminó—. ¿Así pues, tenéis confianza en nosotros?
— No. No vais a morir porque os ordeno que regreséis. Quiero que conduzcas a tu división de regreso a la unidad central, capitán, y es una orden. Yo me dirijo a Aydindril para ocuparme de lo ocurrido; pienso detener a ese ejército de asesinos.
— Ya no tenemos unidad central a la que regresar —objetó el capitán Ryan con gesto duro—. Fue aniquilada por completo en Ebinissia. Nosotros nos salvamos porque estábamos fuera de maniobras. Hemos localizado el rastro de quienes lo hicieron y los perseguimos.
— Los soldados de Ebinissia os superaban ampliamente en número y fueron aplastados por el ejército al que pretendéis dar caza.
— Lo sabemos. Ésos eran los hombres con los que compartíamos vida, comida y alojamiento. Eran nuestros maestros, nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros amigos y camaradas. —El capitán cambió de posición mientras se aclaraba la garganta en un esfuerzo por evitar que la voz le temblara—. Deberíamos haber estado allí con ellos. Deberíamos haber luchado a su lado.
Kahlan dio la espalda a los tres soldados galeanos, cerró los ojos, se llevó los dedos a las sienes y se las masajeó describiendo pequeños círculos. Le dolía la cabeza por la desazón que le causaba la idea de que todos esos jóvenes fueran masacrados. Asimismo lloraba la muerte de los amigos y los camaradas de los jóvenes soldados que habían muerto defendiendo la ciudad. En su mente aparecieron los rostros de las mujeres violadas.
Kahlan dio media vuelta y escrutó los ojos del joven capitán. Se daba cuenta de que esos ojos habían visto más de lo que había supuesto en un principio.
— Fuiste tú —susurró—. Fuiste tú quien cerró las puertas. Tú cerraste las puertas en palacio. Las puertas de los dormitorios de la reina y sus doncellas.
El joven tragó saliva y asintió. Los ojos azules se le humedecieron y el labio inferior le tembló.
— ¿Por qué tuvieron que hacer algo así a esa pobre gente?
— El propósito de un soldado es que el enemigo cometa estupideces —respondió Kahlan con voz dulce—. Para ello debe asustarlo o enfurecerlo lo suficiente para que no piense. Hicieron eso no sólo para meteros el miedo en el cuerpo sino para despertar vuestra cólera y forzaros a cometer una estupidez que os costara la vida.
— Estamos persiguiendo a quienes cometieron esas barbaridades. Ya no tenemos unidad central a la que regresar. Ahora depende de nosotros.
— Ésa es la estupidez que quieren que cometáis. Pero no vais a hacerlo. Os reuniréis con otra unidad. No atacaréis a ese ejército.
— Madre Confesora, soy un soldado que ha jurado servir a Galea y a la Tierra Central. Pese a mi juventud, nunca, en toda mi vida, me ha pasado siquiera por la cabeza la posibilidad de desobedecer a mis superiores, a mi reina o a la Madre Confesora. —El joven capitán alzó la muñeca de Kahlan con los dedos índice y pulgar y colocó su mano sobre su propio hombro—. Pero en esto debo desobedeceros. Tomadme con vuestro poder, si deseáis, pues ése será el único modo de que haga lo que me ordenáis.
— Y luego deberéis tomarme a mí —intervino el teniente Sloan, que hasta entonces había guardado silencio—, porque yo ocuparé su lugar y conduciré a los hombres a la batalla.
— Y después a mí —añadió el teniente Hobson, dando un paso adelante.
— Después de tomarnos a nosotros tres, tendréis que hacer lo propio con los oficiales y luego con los soldados rasos —dijo el capitán—. Si queda uno solo, atacará y morirá luchando si es necesario.
Kahlan retiró la mano.
— Te repito que me dirijo al Consejo Supremo para hacerme cargo de esto. Lo que queréis hacer es un suicidio.
— Madre Confesora, atacaremos.
— ¿Por qué? ¿Buscáis la gloria? ¿Queréis ser héroes que venguen a los asesinados? ¿Queréis morir en una batalla gloriosa?
— No, Madre Confesora —repuso el capitán con voz queda—. Vimos los desmanes que esos hombres cometieron en Ebinissia, vimos lo que les hicieron a los prisioneros, vimos lo que les hicieron a las mujeres y a los niños. Muchos de los hombres que sirven a mis órdenes perdieron a sus madres y a sus hermanas allí. Todos vimos lo que les había ocurrido, así como a nuestros padres y hermanos. A nuestra gente.
El joven se irguió cuán alto era y la miró directamente a los ojos con gesto resuelto.
— No buscamos la gloria, Madre Confesora. Sabemos que es una misión suicida. Pero todos somos solteros, no tenemos esposa ni hijos que puedan quedarse sin padre. Si no hacemos algo, esos hombres atacarán otra ciudad y cometerán las mismas tropelías que en Ebinissia. Nuestra intención es detenerlos, si podemos.
»Hemos jurado dedicar nuestra vida a proteger a nuestro pueblo, y no podemos eludir esa responsabilidad. Debemos atacar y tratar de detener a esos hombres antes de que maten a más inocentes. Pido a los buenos espíritus que tengáis éxito en Aydindril, pero eso llevará demasiado tiempo. ¿Cuántas ciudades más saquearán antes de que logréis que la Tierra Central se una contra ellos? Con Ebinissia basta. Nosotros somos los únicos que podemos detener a los asesinos. Lo único que se interpone entre ellos y sus próximas víctimas son nuestras vidas.
»Cuando pronuncié el juramento, prometí que siempre protegería a mi gente por encima de todo, sin importar las circunstancias ni las órdenes. Por esta razón debo desobedecer vuestras órdenes, Madre Confesora. No porque busque la gloria, sino para proteger a quienes están indefensos. Me gustaría contar con vuestra bendición, pero con ella o sin ella trataré de detener a ese ejército.
Kahlan se dejó caer sobre el tronco y, con la mirada perdida en la distancia, reflexionó sobre esos tres soldados. Todos aguardaban en silencio. Aunque por su edad no eran más que unos niños, eran más maduros de lo que creía. Y tenían razón.
Pasaría bastante tiempo antes de que llegara a Aydindril, y más aún antes de reunir un ejército que diera caza a los asesinos. Mientras tanto ellos seguirían matando. ¿Cuántas personas morirían esperando ayuda del Consejo Supremo?
En esos momentos Kahlan deseó ser cualquier otra persona y no la Madre Confesora. Pero lo era. Debía dejar de lado sus sentimientos y plantearse el problema como la Madre Confesora; debía poner en la balanza vidas, las que se perderían y las que se salvarían.
— Debemos ayudarlos —dijo a Chandalen, poniéndose de pie.
El hombre barro deslizó hacia arriba las manos con las que se apoyaba en la lanza y se inclinó hacia ella, diciendo:
— Madre Confesora, estos hombres son estúpidos chiquillos y morirán. Si nos quedamos con ellos, nos arrastrarán a un baño de sangre. También nosotros moriremos y entonces nunca llegaremos a Aydindril. Hagamos lo que hagamos, están condenados.
— Chandalen, estos muchachos son como la gente barro. Están persiguiendo a sus jocopo. Si no los ayudamos, más personas morirán tal como vimos en Ebinissia.
— Madre Confesora —intervino Prindin—, ya sabes que haremos cualquier cosa que desees, pero no hay modo de ayudarlos. Sólo somos cuatro.
— Mi hermano tiene razón. Y, además, faltarías a tu deber de llegar a Aydindril. ¿Acaso no es eso importante? —dijo Tossidin.
— Claro que sí. —Kahlan se apartó un mechón de pelo de la cara y añadió—: Pero ¿qué pensarías si ese ejército que exterminó a todos los habitantes de una ciudad decidiera ir contra la gente barro? ¿No querríais que os ayudara si las próximas víctimas fueran vuestra gente?
Los tres hombres barro se irguieron volteando las lanzas mientras pensaban. De vez en cuando miraban por encima del hombro a los tres soldados, que asimismo guardaban silencio.
— ¿Qué haríais vosotros para derrotar a ese enemigo? —les preguntó Kahlan, mirándolos alternativamente.
Por fin, Tossidin fue el que respondió.
— Son demasiados. Jamás podríamos vencerlos.
— ¡Somos gente barro y guerreros! —Muy enfadado, Chandalen propinó un revés a Tossidin en el hombro—. Somos más listos que esos hombres que viajan en carros y asesinan a mujeres. ¿Crees acaso que son mejores luchadores que nosotros?
Los dos hermanos arrastraron los pies al tiempo que eludían la mirada de su compañero.
— Bueno —se defendió Prindin—, si lo hacemos tal como ellos pretenden, moriremos. Hay modos mejores.
Chandalen sonrió.
— Claro que sí. Los espíritus enseñaron a mi abuelo cómo enfrentarse a un enemigo mucho más numeroso. Mi abuelo enseñó a mi padre, y mi padre me enseñó a mí. Los bandos son más numerosos, pero el problema es el mismo. Nosotros sabemos qué hacer. —Chandalen miró a Kahlan a los ojos—. Y tú también lo sabes, pero ellos no. Tú sabes que no debemos luchar como el enemigo quiere, que es lo que estos jovencitos pretenden.
Kahlan le sonrió y asintió.
— Tal vez podemos ayudarlos a proteger a inocentes.
La mujer se volvió hacia el capitán Ryan, que la había estado observando conversar en una lengua extranjera con esos hombres de extraño aspecto.
— Muy bien, capitán. Atacaremos a ese ejército.
El capitán la agarró por los hombros.
— ¡Gracias, Madre Confesora! —De pronto se dio cuenta de que la estaba tocando y, con un estremecimiento, apartó bruscamente las manos y se las frotó—. Lo lograremos, ya veréis. Tendremos que lanzarnos sobre ellos. Los sorprenderemos y clavaremos sus cabezas en una pica.
Kahlan se inclinó hacia él, haciéndolo retroceder.
— ¿Sorprenderlos? ¿Sorprenderlos, dices? ¡Tienen un mago, idiota! —exclamó, agarrándolo por el cuello y acercando su rostro al de ella.
— ¿Un mago? —susurró el capitán, muy pálido.
La mujer lo soltó empujándolo con gesto airado.
— Estuviste en Ebinissia. ¿Es que no viste el agujero fundido en la muralla?
— Bueno…, supongo que no le presté atención. Únicamente tenía ojos para los muertos. —El capitán lanzó rápidas miradas alrededor, como si siguiera viéndolos—. Estaban por todas partes.
Kahlan se calmó al ver la apenada expresión de su rostro.
— Lo comprendo. Eran tus amigos y parientes. Es comprensible que no te dieras cuenta. Pero eso no es excusa para un soldado. Un soldado debe fijarse en todo. Si pasas por alto detalles como ése, capitán, lograrás que te maten.
El joven capitán tragó saliva y asintió.
— Sí, Madre Confesora.
— ¿Deseáis matar a los hombres que destruyeron Ebinissia? —Los tres soldados respondieron afirmativamente—. En ese caso, asumo el mando de esta legión. Si deseáis detener a los hombres acampados tras esa montaña, haréis lo que yo os diga. Y también obedeceréis a Chandalen, a Prindin y a Tossidin.
»No dudo que sepáis de tácticas de batalla, pero nosotros sabemos cómo se mata a la gente. Esto no es una batalla, capitán, sino que el objetivo es matar. Sólo os ayudaremos si realmente estáis decididos a detenerlos. Si lo que queréis es batiros en una batalla, nos iremos ahora mismo y dejaremos que os masacren.
El capitán Ryan hincó una rodilla en el suelo. Los dos tenientes lo imitaron.
— Madre Confesora, será un gran honor servir a vuestras órdenes. Pongo en vuestras manos mi vida y la vida de todos mis hombres. Si sabéis el modo de evitar que esos hombres asesinen a más inocentes, obedeceremos vuestras órdenes.
— Muy bien. Esto no es un juego de guerra, capitán. Para alcanzar la victoria, todos los hombres deberán seguir las órdenes. Cualquiera que no lo haga, estará ayudando al enemigo y se considerará traición. Si realmente deseáis detener a esos hombres, todos vosotros tendréis que entregarme el mando, sabiendo que no podréis cambiar de opinión si las cosas se ponen feas. ¿Entendido?
— Sí, Madre Confesora, lo entiendo.
— ¿Y vosotros? —dijo, dirigiéndose a los tenientes.
— Me siento honrado de serviros, Madre Confesora.
— Yo también, Madre Confesora.
Kahlan les indicó con un gesto que se levantaran y se abrigó con su manto de pieles.
— Es esencial que vaya a Aydindril, pero os ayudaré a poner en marcha esto. Os diremos qué debéis hacer. Solamente podré quedarme con vosotros uno o dos días; os mostraremos cómo matar enemigos y luego nos marcharemos.
— Madre Confesora, ¿y el mago?
— El mago déjamelo a mí. Es mío, ¿entiendes? Yo me ocuparé de él.
— Como deseéis. ¿Cuál es vuestra primera orden?
— La primera orden es que me traigáis un caballo —respondió Kahlan, mientras pasaba entre el capitán y uno de sus tenientes.
Inmediatamente Chandalen se acercó a ella de un salto y la agarró por un brazo, deteniéndola y acercando su cabeza a la de la mujer.
— ¿Para qué quieres un caballo? ¿Adónde vas? —preguntó en un tono preñado de sospecha.
Kahlan se detuvo y se desasió. Acto seguido miró a los seis hombres.
— ¿Tenéis alguna idea de lo que me dispongo a hacer? Estoy a punto de elegir bando. Soy la Madre Confesora, por lo que, cuando elija un bando, lo haré en nombre de toda la Tierra Central. Llevaré a la guerra a toda la Tierra Central. Es demasiado importante para fiarme sólo de la palabra de estos hombres —añadió, mirando a Chandalen a los ojos.
— ¿Qué más prueba necesitas? —explotó Chandalen, furioso—. ¡Ya viste lo que hicieron en esa ciudad!
— Lo que vi no importa. Debo saber por qué. No puedo declarar la guerra alegremente. Antes debo saber quiénes son y para quién luchan. —Tenía otra razón para ir, una más importante aún, pero se la calló.
— ¡Son asesinos!
— También tú has matado a gente. ¿No te gustaría que otros averiguaran la razón antes de tomar venganza?
— ¡No seas insensata! —Prindin trató de hacer entrar en razón a Chandalen poniéndole una mano sobre el brazo. Pero éste, muy enfadado, apartó esa mano—. Tachas de insensatos a estos hombres, y son miles. Tú estás sola. No podrás escapar si deciden matarte.
— Soy la Madre Confesora. Nadie osará atacarme.
Kahlan sabía que era un pretexto absurdo, pero tenía que hacerlo y no se le ocurría ninguna otra justificación para aplacar los temores del hombre barro. Chandalen estaba demasiado encolerizado para hablar y, al fin, optó por lanzar un gruñido y darle la espalda. Kahlan sabía que en el pasado Chandalen se habría encolerizado porque, si ella moría, él no podría regresar a su hogar; pero tal vez ahora se preocupaba sinceramente por ella.
A ella tampoco le gustaba lo que estaba a punto de hacer, pero no tenía elección. Ella era la Madre Confesora y tenía un deber para con la Tierra Central.
— Teniente Hobson, por favor, tráeme un caballo. Blanco o gris, si es posible. —El joven asintió y corrió a cumplir la orden—. Capitán, quiero que reúnas a todos los hombres y les comuniques qué pasa.
Chandalen seguía dándole la espalda. Kahlan le acarició el hombro por encima del manto blanco de piel, donde sabía que llevaba el cuchillo fabricado con un hueso de su padre.
— Ahora estás luchando por la Tierra Central y no sólo por la gente barro —le dijo. Chandalen se limitó a lanzar un enojado gruñido—. Mientras esté fuera quiero que vosotros tres empecéis a explicar a esos hombres lo que deben hacer. Espero regresar antes del amanecer.
Al ver a Hobson volver con el caballo, Kahlan sintió que las rodillas le flaqueaban. Queridos espíritus, ¿en qué se había metido?
La Madre Confesora se volvió hacia el capitán Ryan y le dijo:
— Si me… si algo… —Respiró hondo y volvió a empezar—. Si me pierdo y no consigo hallar el camino de vuelta, quiero que obedezcas las órdenes de Chandalen. ¿Entendido? Harás lo que él diga.
— Sí, Madre Confesora —repuso el capitán en tono tranquilo mientras se llevaba un puño al corazón a modo de saludo—. Que los buenos espíritus os acompañen.
— Harías mejor en desearme que el caballo sea rápido.
— No os defraudará —intervino el teniente Hobson—. Nick es veloz y valeroso. No os fallará.
El capitán unió ambas manos para ayudarla a montar el enorme caballo de guerra gris. Mientras saludaba a su montura dándole una palmada en el cuello, bajó la mirada hacia los hombres. Nick bufó y sacudió la cabeza. Antes de poder acobardarse, Kahlan dio media vuelta al semental y lo espoleó hacia las laderas, en dirección a una senda que le permitiría rodear al enemigo y presentarse en su campamento desde el otro lado.