56

Las semanas fueron pasando, y Richard no tenía ni un momento de descanso.

Recordaba que Kahlan y Zedd le habían dicho que apenas quedaban magos con el don en la Tierra Central. No era de extrañar, pues al parecer todos ellos estaban en el Palacio de los Profetas. Allí vivían más de un centenar de adolescentes y muchachos. Por lo que Richard pudo descubrir, un buen número de los más mayores procedían de la Tierra Central y otros incluso de D’Hara.

El hecho de haber matado a un mriswith había hecho a Richard célebre entre los más jóvenes. Los más persistentes eran Kipp y Hersh, que lo seguían adondequiera que fuese, rogándole oír el relato de sus aventuras. Mientras que a veces hacían gala de una madurez rayana en sabiduría más propia de ancianos, otras veces no parecían interesados en otra cosa que en hacer diabluras, como todos los muchachos.

Por lo general las víctimas de sus travesuras eran las Hermanas. Nunca se cansaban de inventar nuevas bromas contra ellas, que normalmente tenían algo que ver con agua, barro o reptiles. Cuando los pillaban con las manos en la masa, a veces alguna Hermana explotaba, pero pronto los perdonaba. Por lo que Richard sabía, raramente el castigo iba más allá de un severo sermón.

Al principio los muchachos trataron de incluir a Richard entre sus víctimas. Pero Richard estaba muy ocupado y no tenía ni el tiempo ni la paciencia para aguantar bromas. Los chicos aprendieron pronto que Richard no se mostraba remiso ni lento a la hora de aplicar correctivos, por lo que éste se libró de sus cubos de agua.

El hecho de marcar límites le ganó la admiración de Kipp y Hersh. Los chicos parecían ansiosos de disfrutar de compañía masculina de más edad. Richard los recompensaba contándoles aventuras o, a veces, cuando iba de un lugar a otro y su presencia no le entorpecía, les enseñaba cosas sobre el bosque, sobre rastros y animales.

Kipp y Hersh deseaban estar a buenas con Richard, por lo que cuando éste quería o necesitaba estar solo, bastaba un gesto con el dedo o la cabeza para que los muchachos desaparecieran. Cuando estaba con Pasha, lo que implicaba que no podía hacer tareas más importantes, solía permitirles que revolotearan alrededor. Pese a sentirse frustrada por no poder estar nunca a solas con Richard, Pasha se alegraba de que gracias a él, Kipp y Hersh la hubieran borrado de su lista de objetivos. Era un alivio no encontrarse sus mejores vestidos empapados ni descubrir una serpiente en un chal.

De vez en cuando Richard les pedía que le hicieran recados sin importancia, sólo para ponerlos a prueba. Tenía planes para sus talentos.

Los otros jóvenes aprendices de mago deseaban enseñar a Richard la ciudad. Dos, Perry e Isaac, quienes vivían también en la Residencia Guillaume, lo llevaron hasta la taberna de la ciudad que frecuentaban la mayoría de los guardias, por lo que poco después pudo invitar a Kevin Andellmere a la cerveza que le prometiera.

Richard descubrió que muchos de los jóvenes no dormían en el palacio, sino en algunas de las lujosas posadas alrededor de la ciudad. No tardó mucho en saber por qué. Al igual que a él las Hermanas les proporcionaban dinero, y ellos no dudaban en gastárselo a manos llenas. Iban vestidos como príncipes y se alojaban en las mejores habitaciones.

No faltaban mujeres dispuestas a compartir con ellos tanto lujo. Mujeres asombrosamente hermosas.

Cuando iba a la ciudad con Perry e Isaac no tardaban en estar rodeados de mujeres atractivas. Richard jamás había conocido a mujeres tan descaradas. Cada noche los jóvenes seleccionaban a una de ellas, a veces a varias, les compraban un regalo —un vestido o una chuchería—, y luego desaparecían con ellas en sus aposentos.

Los dos le dijeron que si no quería molestarse en comprar regalos simplemente podía acudir a un burdel, pero le aseguraron que las prostitutas no eran ni mucho menos tan jóvenes ni atractivas como las mujeres que los abordaban en la calle. No obstante, tuvieron que admitir que a veces, cuando no estaban de humor de ser amables para lograr favores sexuales, iban a los burdeles.

El rada’han atraía a las mujeres como la miel a las abejas. Richard empezaba a ver bajo una nueva luz el comentario de la hermana Verna en el sentido de que pronto encontraría otro par de bonitas piernas. Perry e Isaac creían que estaba loco por rechazar todas las ofertas, y en ocasiones Richard se preguntaba si acaso no tendrían razón.

Cuando les preguntó si no temían que los padres de esas muchachas les rompieran el cráneo, ellos dos rieron y le contestaron que a veces eran los propios padres quienes les ofrecían a sus hijas. Richard, escandalizado, les preguntó entonces si no les preocupaba dejar embarazada a una mujer a la que ni siquiera conocían. Pero Perry e Isaac le explicaron que, en caso de «accidente», el palacio se hacía cargo de la mujer, del niño e incluso de toda la familia.

Al ser preguntada por la razón de tan extraña convención, Pasha cruzó los brazos sobre los senos y le dio la espalda para explicarle que los hombres tenían impulsos incontrolables que podían ser un estorbo en sus estudios, por lo que las Hermanas los animaban a que satisficieran sus necesidades. Era por eso por lo que ella no lo acompañaba cuando iba a la ciudad por la noche; porque tenía prohibido interferir con sus… necesidades.

Entonces se volvió de nuevo hacia él y le suplicó que, de tenerlas, acudiera a ella, que si lo hacía ya no querría estar con otras mujeres. O que, si también iba a la ciudad, ella fuera una de las mujeres con las que se acostara. Pasha le prometió que era muy capaz de satisfacerlo mejor que cualquier otra y se ofreció a demostrarlo.

Tales palabras dejaron estupefacto a Richard, por no hablar del descaro que reflejaban. Aseguró a Pasha que solamente iba a la ciudad para ver los lugares de interés. Él nunca había tenido oportunidad de dar vueltas por una ciudad, pues había crecido en el bosque. Richard le explicó que allí de donde venía no era correcto tratar a las mujeres de ese modo.

También le prometió que si alguna vez la necesidad lo abrumaba acudiría a ella. Pasha se alegró tanto al oírlo que no le importó que le recordara que aún no estaba preparado. Poco sospechaba ella que había días en los que Richard se sentía tan solo, que apenas podía resistir la tentación de entregarse a ella. Pasha era muy seductora y a veces a Richard le costaba un gran esfuerzo mantener las distancias.

A instancias de Richard, Pasha le mostró todas las áreas de palacio de acceso permitido, así como parte de la ciudad, y también lo llevó a los muelles para ver los barcos. Le explicó que se denominaban naves, porque navegaban por el mar. Richard jamás había visto algo tan grande mantenerse a flote. Pasha le explicó que esas naves comerciaban transportaban mercancías entre diferentes ciudades del Viejo Mundo situadas en la costa.

Pasha lo acompañaba a ver el mar y ambos se quedaban sentados durante horas, contemplando las olas o explorando las charcas dejadas por la marea. Richard descubrió con perplejidad que el mar subía y bajaba con las mareas, él solito. Pasha le aseguró que no tenía nada que ver con la magia de palacio, sino que era así en todas partes. El océano tenía a Richard embelesado. Pasha se contentaba con poder estar sentada a su lado. Pero Richard no podía permitirse el lujo de contemplar el océano a menudo, pues tenía cosas que hacer.

A Pasha no se le permitía acompañarlo a la ciudad por la noche para que tuviera libertad de ir con mujeres. Richard tenía que asegurarle constantemente que no era por eso por lo que iba a la ciudad de noche. Puesto que era cierto que no se acostaba con ninguna mujer, resultaba muy convincente. No obstante, no le decía lo que de verdad estaba haciendo.

Richard decidió que mientras el palacio quisiera proporcionarle dinero, él iba a gastárselo en financiar su caída. Se gastaba el dinero de palacio en todo lo que pudiera ayudarlo. Se convirtió en un asiduo de las tabernas y posadas que frecuentaban los guardias de palacio. Siempre que él estaba presente, los invitaba a rondas.

Procuraba asimismo aprenderse sus nombres y, por la noche, escribía en una libreta el nombre de cualquier guardia que hubiera conocido, así como cualquier cosa que pudiera averiguar sobre él o alguno de sus compañeros. Le interesaban muy especialmente los guardias apostados en el complejo que alojaba a la Prelada y en cualquier otro lugar de acceso prohibido para él. Cuando estaba en palacio solía detenerse junto a los guardias y charlar con ellos sobre su vida, su novia, su esposa, sus padres, sus hijos, sus platos favoritos y sus problemas.

A Kevin le compraba unos bombones muy caros que eran los preferidos de su novia, y que él no se podía permitir con su paga. Desde que le regalaba esos bombones a su novia, ésta estaba mucho más cariñosa con Kevin, por lo que el guardia siempre se alegraba de ver a Richard, aunque a veces tenía ojeras.

Richard prestaba dinero a cualquier guardia que se lo pidiera, sabiendo que jamás lo recuperaría. Si alguno se excusaba de no devolvérselo, Richard lo tranquilizaba y le decía que no se preocupara por eso.

Dos de los guardias más rudos, que protegían un área reservada en el ala oeste, se dejaban invitar a cerveza, pero no había modo de ganarse su simpatía. Richard se lo tomó como un reto. Al final tuvo la idea de contratar los servicios de cuatro prostitutas, dos para cada uno, para llamarles la atención. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, Richard les respondió que el palacio le proporcionaba dinero y que no veía por qué sólo él debía disfrutarlo. Puesto que tenían que pasarse todo el día de pie protegiendo el palacio, era de justicia que el palacio corriera con los gastos de procurarles una mujer con la que yacer.

No pudieron resistirse. Al poco tiempo ya le guiñaban el ojo a hurtadillas cada vez que lo veían. Una vez dispuestos a aceptar sus regalos, Richard se encargó de darles motivos para que le guiñaran a menudo un ojo.

Como era de esperar, los dos guardias empezaron a jactarse de sus revolcones. Cuando los demás descubrieron que Richard les proporcionaba los servicios de prostitutas, le hicieron notar que no era justo beneficiar solamente a esos dos guardias. Richard admitió que el argumento tenía lógica. Muy pronto se dio cuenta de que no tenía tiempo para ocuparse de las peticiones de todos, y entonces se le ocurrió una idea.

Contactó con la madama de una casa de lenocinio dispuesta a emprender un novedoso negocio. A cambio de una cantidad fija, el establecimiento atendía solamente a los «amigos» de Richard. De hecho, según sus cálculos, de ese modo ahorraba a palacio una bonita cantidad de dinero.

Para que los guardias recordaran a quien deber gratitud, debían pronunciar el santo y seña «soy amigo de Richard Cypher» para poder entrar. Ésa era la única condición. Cuando la madama se quejó a Richard de que tenía más negocio del que había previsto, Richard le aumentó sin regatear el tanto fijo.

Cuando lo asaltaban los escrúpulos sobre la moralidad de su proceder, Richard se recordaba que él no podía cambiar lo que los demás eligieran hacer y que de ese modo no sería necesario que los matara cuando llegara el momento. Tenía sentido.

Un día estaba con Pasha y uno de los hombres le guiñó un ojo. La novicia le preguntó por qué, y él contestó que porque lo acompañaba la mujer más atractiva de palacio. Pasha sonrió durante una hora.

Richard acostumbró a los guardias a verlo con la capa negra del mriswith. Para tener a Pasha contenta, solía ponerse el manto rojo que tanto le gustaba a la joven cuando iba con ella, aunque también se ponía los otros: el negro, el azul oscuro, el marrón o el verde. Lo que más gustaba a Pasha era llevarlo a la ciudad, pero también lo acompañaba en sus excursiones por el campo para tratar de compartir sus intereses.

Los guardias eran soldados de la Orden Imperial destacados en palacio. La Orden Imperial gobernaba todo el Viejo Mundo, aunque seguía una política de no intervención respecto al Palacio de los Profetas. Los soldados nunca interferían con ninguna Hermana ni ningún hombre que llevara un rada’han.

La misión de los guardias era encauzar a toda la gente que acudía a la isla Pihuela. Cada día la gente se agolpaba en los puentes que conducían al palacio. Las Hermanas recibían peticiones de todo tipo; algunos pedían caridad, otros que mediaran en conflictos y otros más deseaban ser guiados en la sabiduría del Creador. Y por fin estaban los que consideraban sagrada la morada de las Hermanas de la Luz e iban a rezar a los patios distribuidos por toda la isla.

Richard se enteró de que, por grande que fuese Tanimura, no era más que una de las muchas ciudades del Viejo Mundo, situada en el límite del imperio. Al parecer, el emperador de la Orden Imperial tenía un acuerdo con el palacio para proporcionar guardias, pero él no dictaba la ley. Richard sospechaba que los guardias eran los espías del emperador en una zona del imperio que se escapaba de su dominio. El joven se preguntaba qué recibiría el emperador a cambio.

También averiguó que al menos en una de las áreas restringidas vivía un «invitado especial» de las Hermanas que nunca salía, aunque no pudo descubrir nada más.

Richard empezó a poner a prueba la lealtad de los guardias pidiéndoles favores sencillos e inofensivos. Por ejemplo, dijo a Kevin que le gustaría regalar a Pasha una de las rosas especiales que solamente crecían en el jardín de la Prelada. Luego exhibió a la novicia con la rosa amarilla frente a Kevin. El guardia sonrió orgulloso.

Richard usó la misma excusa de las flores en otras áreas restringidas, o aducía que deseaba contemplar la vista del mar desde lo alto de un muro en particular. Para tranquilizar a los guardias y calmar sus recelos, procuraba estar siempre bien a la vista.

Al poco tiempo todos los guardias estaban ya acostumbrados a sus incursiones y Richard podía ir y venir cuando se le antojara. Era su amigo; un amigo valioso en el que se podía confiar.

Puesto que disponía de tantas flores exóticas de las áreas restringidas, decidió usarlas en su favor; se las regalaba a las Hermanas que practicaban con él. Al principio el regalo las dejaba desconcertadas. Pero Richard les explicó que consideraba especiales a las Hermanas que practicaban con él y que, por tanto, no podía regalarles una flor cualquiera sino que tenían que ser también especiales y muy difíciles de conseguir. Además de ruborizarlas, tal explicación lograba desarmarlas y echar por tierra las sospechas que inevitablemente despertarían sus frecuentes visitas a las zonas restringidas.

Aunque, según sus cálculos, en palacio vivían unas doscientas Hermanas, solamente seis trabajaban con él.

Las hermanas Tovi y Cecilia eran mayores y tan amables como dos entrañables abuelas. Tovi siempre llevaba galletitas u otra cosa especial a sus sesiones, mientras que Cecilia insistía en peinarle con los dedos para dejarle la frente despejada, y antes de marcharse le daba un beso en ella. Ambas se sonrojaban hasta la raíz de los cabellos cuando Richard les regalaba flores exóticas. Al joven le costaba mucho pensar en ellas como enemigas potenciales.

La primera vez que la hermana Merissa apareció en su puerta, Richard se quedó sin habla. Su pelo oscuro y sus opulentas formas cubiertas por un vestido rojo lo hicieron tartamudear como un pobre tonto. La hermana Nicci, que siempre vestía de negro, causaba el mismo efecto en él. Cada vez que clavaba en él sus ojos azules, Richard casi se olvidaba de respirar.

Estas Hermanas eran mayores que Pasha —más o menos de la edad de Richard o un poco más— y se conducían con seguridad y pausada gracia. Aunque Merissa era morena y Nicci rubia, ambas parecían cortadas por el mismo extraordinario patrón.

Las dos parecían relucir por el poder del han que emanaba de ellas. A veces Richard tenía la impresión de que oía cómo el aire crepitaba a su alrededor. Ninguna de ellas caminaba; ambas se deslizaban como cisnes, frías y serenas. No obstante, Richard estaba seguro de que eran capaces de fundir hierro con su plácida mirada.

Nunca sonreían abiertamente, sino que solamente se dignaban esbozar leves sonrisas contenidas, y sólo cuando lo miraban a los ojos. Entonces Richard sentía que el corazón le latía más rápido.

En una ocasión ofreció a la hermana Nicci una de las exóticas flores de un área restringida. La explicación de dónde la había conseguido y del porqué se le fue de la cabeza. La Hermana tomó con cautela la rosa blanca entre el índice y el pulgar, como si temiera contaminarse, y mirándolo a los ojos le dirigió una de sus típicas sonrisas contenidas y le dio las gracias en tono indiferente. Richard recordó que Pasha le había contado que algunos chicos regalaban ranas a las Hermanas. Desde entonces nunca más volvió a regalar flores ni a la hermana Nicci ni a la hermana Merissa. Cualquier cosa que no fuese una joya de valor incalculable sería un insulto.

Ni una ni la otra daban las clases sentadas en el suelo. De hecho, la mera idea de que las hermanas Nicci o Merissa se sentaran en el suelo se le antojaba ridícula. Las hermanas de más edad, Tovi y Cecilia, sí lo hacían, al igual que Pasha, y en ellas le parecía algo perfectamente natural. Las hermanas Nicci y Merissa se sentaban en una silla y le cogían las manos sobre una mesilla. Era muy erótico, y Richard sudaba.

Ambas hablaban con una plácida economía de palabras que añadía un aire de nobleza a su comportamiento. Aunque ninguna de ellas se le insinuó directamente, de algún modo lograron transmitir a Richard la seguridad de que estaban disponibles para pasar la noche con él. Richard nunca pudo hallar nada específico en sus palabras que confirmara tal impresión, pero no tenía ninguna duda. Por el hecho de tratarse de insinuaciones veladas, Richard podía fingir no entenderlas, y ellas nunca se rebajaron al nivel de esclarecerlas.

El joven rezaba para que nunca le hicieran una oferta explícita, pues sabía que en ese caso tendría que morderse la lengua hasta partirla en dos para no decir que sí. Ambas le hacían pensar en las palabras de Pasha sobre los irrefrenables impulsos masculinos. Era la primera vez que Richard conocía a una mujer que lo hiciera tartamudear y comportarse con tal torpeza, que parecía tonto. Las hermanas Nicci y Merissa eran la encarnación de la lujuria en su estado más puro.

Cuando Pasha supo que Merissa y Nicci eran dos de sus maestras, se encogió de hombros levemente y dijo que ambas tenían mucho talento y que estaba segura de que lo ayudarían a alcanzar su han. No obstante, se ruborizó.

Y cuando Perry e Isaac supieron que Merissa y Nicci eran dos de sus maestras, estuvieron a punto de tener una apoplejía. Ambos afirmaron que renunciarían para siempre a todas las mujeres de la ciudad por pasar una sola noche con una o con otra. Añadieron que, si algún día se le ofrecía la oportunidad, no podía rechazarla y que después querrían saber todos los detalles. Richard les aseguró que unas mujeres como ésas nunca se fijarían en un guía de bosque como él.

No osó decir en voz alta que ya se le habían ofrecido.

La quinta Hermana, Armina, era una mujer mayor y madura bastante agradable, aunque iba siempre derecha al grano. En vista de que Richard no tenía más suerte con ella que con las otras en encontrar su han, la Hermana lo tranquilizó, le dijo que con el tiempo lo conseguiría y que no debía preocuparse, aunque añadió que debía intentarlo con mayor ahínco. El regalo de las flores la sorprendió y la halagó. Su propia reacción aumentó su rubor. A Richard le gustaba por tener una personalidad sin dobleces.

La última, la hermana Liliana, era su favorita. Su fácil sonrisa lo desarmaba, y aunque era poco agraciada y huesuda, Richard la encontraba muy seductora justamente por su carácter abierto y su simpatía. Trataba a Richard como a un confidente. En su compañía Richard se sentía relajado. A veces pasaba con ella más tiempo del que podía permitirse y charlaban hasta bien entrada la noche, solamente por el placer de disfrutar de su compañía. Aunque no tenía amigas entre sus carceleras, Liliana era la que más se acercaba.

Cuando Richard le regaló una de sus especiales flores, ella se apartó el pelo castaño detrás de una oreja y se inclinó hacia él. Con mirada traviesa le preguntó cómo había logrado burlar a los guardias, y se rió al oír la historia que Richard se había inventado sobre deslizarse a hurtadillas a espaldas de los soldados. Liliana, muy orgullosa, se ponía la rosa en un ojal y la llevaba hasta que se marchitaba o Richard le regalaba otra.

Cuando lo tocaba en gesto amistoso era algo natural. Richard se descubrió poniéndole una mano sobre el brazo igual que cuando le contaba alguna anécdota de sus tiempos de guía de bosque. Ambos se reían a carcajadas hasta que los ojos se les llenaban de lágrimas y tenían que sujetarse las costillas.

La hermana Liliana le contó que se había criado en una granja y que le encantaba el campo. Richard la invitó varias veces a una comida campestre en las colinas. Liliana se sentía cómoda y feliz en la naturaleza y no le importaba ensuciarse el vestido. Richard no podía imaginarse ni a la hermana Merissa ni a la hermana Nicci poniendo uno de sus pies en la tierra, pero la hermana Liliana se dejaba caer al suelo junto a él sin hacer remilgos.

Liliana nunca se le insinuó, lo cual contribuyó mucho a que Richard se sintiera cómodo con ella. La Hermana nada sabía de fingimientos; realmente parecía disfrutar del tiempo que pasaba con él. Cuando Richard abría los ojos al final de la sesión y admitía que no había sentido su han, Liliana le apretaba las manos y le decía que no pasaba nada, que la próxima vez se esforzaría más por ayudarlo.

Richard le contaba cosas que no decía a las demás. Cuando le confesó con qué anhelo deseaba librarse del rada’han, la Hermana le puso una mano sobre el brazo y, guiñándole un ojo, le prometió que procuraría complacerlo y que, llegado el momento, ella misma se lo quitaría. Pero añadió que antes de siquiera pensar en eso debía poner todo su empeño en aprender a controlar su han, y que ella confiaba en que lo lograría.

Luego dijo que otros muchachos trataban de olvidarse del collar acostándose con cualquier mujer disponible. La hermana Liliana comprendía que tenían necesidades, pero esperaba que si él decidía acostarse con una mujer sería porque le gustara de verdad y no para tratar de olvidar el rada’han. También le aconsejó que no tuviera tratos con prostitutas, pues eran sucias y podrían contagiarle algo.

Richard le confesó que estaba enamorado de una mujer y no quería serle infiel. La Hermana sonrió ampliamente, le dio una palmadita en la espalda y afirmó sentirse orgullosa de él. Richard no le contó que Kahlan le había enviado lejos, aunque deseaba hacerlo. Algún día, cuando no aguantara más, se lo diría a Liliana y ella lo comprendería.

Dado que se sentía tan cómodo en compañía de Liliana, tenía la impresión de que si había alguien capaz de ayudarlo a encontrar su han era ella. Deseaba que así fuera. Richard solamente había tenido un hermano y no sabía qué era tener una hermana, pero se imaginaba que de tener una sería como Liliana. Para él el título de Hermana aplicado a Liliana tenía un significado distinto del de las demás. Ella era como su alma gemela.

No obstante, algo le impedía abrirse totalmente a ella. Las Hermanas eran sus carceleras, no sus amigas. De momento, eran el enemigo, pero sabía que, cuando llegara el momento, Liliana estaría a su lado.

Las lecciones de Richard con las seis Hermanas le ocupaban como mucho dos horas al día que, en lo que a él respectaba, eran un desperdicio. No se hallaba más cerca de tocar su han que la primera vez que lo había intentado con la hermana Verna.

Cuando estaba solo aprovechaba para explorar los alrededores de palacio y descubrir hasta dónde llegaba su invisible cadena. Al llegar a la distancia límite que le permitía el rada’han sentía como si tratara de atravesar un muro de barro y piedra de tres metros de grosor. Era frustrante ver más allá, sin impedimentos, pero no poder seguir caminando.

Le sucedía a la misma distancia de palacio en cualquier dirección. Podía alejarse bastantes kilómetros, pero una vez que averiguó dónde estaba el límite, empezó a sentirse encerrado.

El día que descubrió su frontera, los límites de su prisión, fue al bosque Hagen y mató a otro mriswith.

Su único solaz de verdad era Gratch. Richard pasaba con él casi todas las noches. Luchaba con su peludo amigo, comía con él y dormía con él. Richard cazaba para Gratch, aunque el gar estaba aprendiendo a cazar por su cuenta. Fue un alivio para Richard, pues no tenía tiempo para estar con él cada noche. Hambriento o no, Gratch siempre se quedaba destrozado cuando una noche Richard no aparecía.

Al joven le preocupaba que Pasha pudiera localizarlo en todo momento gracias al rada’han, pero por casualidad descubrió una nueva capacidad de la capa del mriswith; lo ocultaba de Pasha. Cuando llevaba la capa, Pasha no podía localizarlo con su han.

Esas desapariciones la tenían perpleja, aunque se lo tomaba con filosofía; se decía que debía existir una explicación y que un día se le ocurriría. Pasha creía que se trataba de algún tipo de deficiencia por su parte y Richard nunca la sacó de su error.

Se daba cuenta de que ésa era la razón por la que nadie con el don se había apercibido nunca de la proximidad de un mriswith. Richard se preguntaba por qué él lo veía en su mente. Tal vez la hermana Verna tenía razón y estaba usando su han. Pero tanto Hermanas como magos sabían cómo usar su han y ninguno de ellos era capaz de detectar un mriswith.

Richard se sintió mucho mejor al saber que podía ir donde le apeteciera sin que Pasha supiera dónde estaba; le ahorraba tener que inventar excusas. Como le preocupaba que si Pasha descubría algún día la razón destruyera la capa, escondió otra por si acaso.

Cada vez que veía a Gratch, parecía haber crecido. Al final de su primer mes en palacio el gar ya era una cabeza más alto que él y bastante más fuerte. Cuando luchaban, Gratch tenía que ir con cuidado para no hacerle daño.

Richard también pasaba parte de su tiempo con Warren, al que ayudaba a acostumbrarse a estar en el exterior. Al principio lo llevaba a los patios de palacio de noche. Warren le había confesado que la magnitud del cielo y la extensión del paisaje lo asustaban, por lo que Richard pensó que de noche vería menos paisaje y tendría menos de lo que asustarse.

Warren le contó que las Hermanas lo habían tenido tanto tiempo bajo tierra, en las criptas, que se había acostumbrado a estar encerrado entre cuatro paredes, pero que ya se había hartado. Richard sentía lástima por él y quería ayudarlo. Sentía hacia el joven mago una genuina simpatía. Era una de las personas más inteligentes que conocía. Había pocas cosas que Warren no supiera.

Warren se ponía nervioso al alejarse de la seguridad del palacio, pero la presencia de Richard lo tranquilizaba y, además, nunca se reía de sus temores. Richard siempre se mostraba considerado y nunca lo obligaba a ir más allá si no se sentía cómodo. A decir de Richard, era como alguien que resulta herido y debe guardar cama un tiempo; luego cuesta recuperar los músculos anquilosados.

Después de unas cuentas semanas de salidas nocturnas, Richard empezó a acompañar a Warren en excursiones diurnas, primero sólo hasta las murallas para contemplar la inmensidad del cielo y el océano. Warren no se alejaba nunca de una escalera que condujera de vuelta a palacio, lo que le daba la seguridad de tener cerca una ruta de escape en caso necesario. Unas pocas veces tuvo que tomarla, y en esos casos Richard lo acompañó adentro y habló con él de otras cosas para que no pensara en la incómoda sensación que lo había asaltado. Richard le hacía llevar afuera un libro, para así distraerse leyendo y olvidarse del tamaño del cielo.

Un día muy soleado, cuando Warren ya se sentía cómodo al aire libre, Richard decidió hacer la prueba de llevarlo a las colinas. Al principio Warren se mostraba algo aturdido, pero cuando se sentaron en una roca desde la que se dominaba la campiña y la ciudad, Warren afirmó que creía que ya había dominado su miedo. Reconoció que aún se sentía nervioso, pero que tenía el miedo bajo control.

Ante el vasto paisaje que se extendía a sus pies, el joven sonrió, disfrutando de la vista que sus temores le habían impedido contemplar hasta entonces. Richard le dijo que estaba contento de haber podido ser su guía fuera de su madriguera de topo. Warren se echó a reír.

Warren declaró que necesitaba un poco de aventura en su vida y que ése sería el comienzo.

En cuanto a su investigación, apenas había podido encontrar información. Solamente había podido hallar algunas referencias en libros antiguos que hablaban del valle de los Perdidos y de los baka ban mana, pero lo poco descubierto era intrigante. A cambio de arrebatarles la tierra, los hechiceros habían otorgado a los baka ban mana el poder que en el futuro les permitiría recuperarla. Se decía que cuando el vínculo se uniera al poder de su guía espiritual, las torres caerían.

Richard recordó que Du Chaillu le había llamado Caharin, y que ahora eran marido y mujer. Eso podía entenderse como vínculo. Tal vez, con el paso del tiempo la palabra vínculo había sido entendida como matrimonio, cuando en realidad se refería a otra cosa.

Mientras contemplaban el vasto paisaje, Warren dijo:

— La Prelada ha estado leyendo profecías e historias que hablan del «guijarro en el estanque».

Richard aguzó los oídos. Recordó que Kahlan le cantó en una ocasión una tonada sobre los aulladores en la que se mencionaba «el guijarro en el estanque». Warren no conocía esas profecías a fondo y aún no se daba cuenta de su importancia.

— ¿Conoces la Segunda Norma de un mago? —preguntó Richard.

— ¿La Segunda Norma? ¿Es que los magos tienen normas? ¿Cuál es la Primera?

— ¿Recuerdas la noche que Jedidiah se rompió la pierna y yo te dije que tenías un poco de ceniza de la alfombra? ¿Y tú trataste de limpiártela? Pues estaba usando la Primera Norma de un mago. —Warren puso ceño—. Piensa sobre ello y trata de averiguar cuál es. Mientras tanto es importante que aceleres la investigación.

— Bueno, ahora me será más fácil, porque la hermana Becky tiene mareos matutinos y no la tengo constantemente mirando por encima de mi hombro. Sí, está embarazada —confirmó ante el gesto de curiosidad de Richard.

— ¿Son muchas las Hermanas que tienen hijos?

— Sí. Imagínate; con tantos magos jóvenes en palacio a los que ya no se permite ir a la ciudad… Las Hermanas satisfacen sus necesidades para que no interfieran en sus estudios.

Richard miró a Warren con recelo.

— ¿Es tuyo el hijo de la hermana Becky?

Warren enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

— No. —Sin apartar los ojos de la ciudad, añadió—: Me estoy reservando para la mujer a la que amo.

— Pasha.

Warren asintió. Richard posó la mirada en el Palacio de los Profetas y la ciudad que lo rodeaba. Necesidades.

— Warren, ¿todos los hijos de los magos heredan el don?

— Oh no. Se dice que hace miles de años, antes de que el Viejo Mundo y el Nuevo se separaran, nacían muchas personas con el don. Pero con el tiempo quienes ejercían el poder fueron matando a los más jóvenes con el don, para que nadie pudiera arrebatárselo. Tampoco permitían que se les enseñara. En el pasado los padres enseñaban a sus hijos, pero conforme nacían menos bebés con el don y éste se saltaba más y más generaciones, quienes poseían el conocimiento lo guardaban celosamente para sí. Ésta es la razón por la que fue creado el Palacio de los Profetas; para enseñar a los poseedores del don que no contaban con un maestro.

»Con el transcurso del tiempo, el don fue desapareciendo de la raza humana, del mismo modo que se elimina un rasgo concreto de una raza animal. De este modo los magos cada vez eran menos numerosos y tenían más poder.

»Ahora que el don casi está erradicado, los nacidos con él son muy poco habituales. Tal vez solamente uno de cada mil hijos de un mago lo hereda. Somos una raza en extinción.

Richard miró de nuevo el palacio y luego la ciudad. Con los ojos clavados en el palacio, se levantó.

— No es que satisfagan nuestras «necesidades» —susurró—, sino que nos están usando como sementales.

Warren también se puso en pie. Tenía el entrecejo fruncido.

— ¿Qué?

— Están usando el palacio, todos los jóvenes que viven en él, para engendrar magos.

El ceño de Warren se hizo más profundo.

— Pero ¿por qué?

Richard tensó la mandíbula.

— No lo sé, pero pienso descubrirlo.

— Bien —repuso Warren con una sonrisa—. Necesito una aventura.

Richard lo miró fríamente.

— ¿Sabes qué es una aventura, Warren?

— Pues claro. Una experiencia emocionante.

— Aventura significa estar muerto de miedo, sin saber si vas a morir, ni si tus seres queridos podrán salvarse. Aventura es meterse en un lío tan grande que no sabes si podrás salir de él.

Warren jugó con el trenzado de su manga.

— Nunca lo había considerado así.

— Bueno, pues hazlo, porque estoy a punto de empezar una aventura.

— ¿Qué vas a hacer?

— Cuanto menos sepas, de menos tendrás que preocuparte. Tú encuentra la información que te pedí. Si el velo está roto, nos veremos todos empujados a una aventura sin fin.

— Bueno —repuso Warren con mirada brillante—. Al menos he averiguado una cosa que te será de ayuda.

— ¿Sobre la piedra de Lágrimas?

— Exacto. He descubierto que es imposible que la hayas visto. Está encerrada detrás del velo. Podría decirse que forma parte de éste.

— ¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que no puedo haberla visto?

— Segurísimo. La piedra de Lágrimas es el sello que mantiene al Innombrable prisionero en el mundo de los muertos, en el inframundo. Puede gobernar las almas de los muertos que están con él, pero le está vetado el paso a nuestro mundo. Justamente la piedra de Lágrimas se lo impide.

— Menos mal. —Richard soltó un suspiro de alivio—. Es fantástico, Warren. Buen trabajo. —Suavemente agarró la túnica del joven y lo acercó—. Estás seguro; es del todo imposible que la piedra de Lágrimas esté en este mundo, ¿no?

Warren negó con la cabeza, muy seguro.

— Imposible. El único modo de que la piedra estuviera en este mundo sería que atravesara la puerta.

Richard empezó a sentir un hormigueo en la carne.

— ¿Puerta? ¿Qué puerta?

— Es algo así como un pasillo entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Fue construido con magia de ambos mundos y solamente puede abrirse usando ambos tipos de magia, tanto de Suma como de Resta. Puesto que el Innombrable habita el inframundo, solamente posee Magia de Resta y no puede abrirla. Y lo mismo ocurre con los magos de este mundo, que no pueden abrirla porque solamente poseen Magia de Suma.

Richard tenía ya la piel de gallina.

— ¿Pero alguien que pudiera controlar ambos tipos de magia podría abrirla?

— Bueno, sí —tartamudeó Warren—. Siempre que tuviera la puerta. Pero se perdió hace más de tres mil años. Ha desaparecido. Tranquilo, estamos perfectamente a salvo.

Richard no sonreía. Aferró la túnica de Warren con ambas manos y lo atrajo bruscamente hacia sí.

— Warren, dime que la puerta no se llama magia del Destino. Dime que la puerta no son las tres cajas del Destino.

Lentamente los ojos de Warren se fueron abriendo hasta alcanzar el tamaño de dos monedas de oro.

— ¿Dónde has oído ese nombre? —susurró en tono desasosegado—. Aparte de mí, solamente la Prelada y otras dos Hermanas a las que se les permite leer los libros en los que se llama a la puerta por su antiguo nombre lo conocen.

Richard apretó los dientes.

— ¿Qué pasa si se abre una de las cajas?

— No es posible abrirlas —insistió Warren—. Es imposible. Ya te lo he dicho. Se necesitan ambos tipos de magia, tanto de Suma como de Resta.

— ¿Qué pasa? —insistió Richard.

Con ojos aún desorbitados, Warren tragó saliva.

— En ese caso se abriría la puerta entre ambos mundos. El velo se rasgaría. El sello que retiene al Innombrable desaparecería.

— ¿Y la piedra de Lágrimas estaría en este mundo? —Warren asintió. Richard lo agarró con más fuerza si cabe por la túnica—. ¿Y si esa caja se cerrara, se cerraría también la puerta? ¿Se colocaría el sello en su lugar?

— No. Bueno, sí, pero solamente puede cerrarla alguien con el don. Se precisa magia para cerrar la puerta. Pero si un poseedor del don cierra la caja, y con ello la puerta, rompe el equilibrio, pues solamente posee Magia de Suma. En ese caso el Innombrable se escaparía del inframundo. Más correctamente, el mundo de los muertos engulliría este mundo.

— Pues ¿cómo se puede cerrar la caja para mantener ambos mundos separados? —preguntó un agitado Richard.

— Del mismo modo que se abre la puerta. Con Magia de Suma y de Resta.

— ¿Y qué hay de la piedra de Lágrimas?

— No lo sé. Tendré que estudiarla.

— Pues será mejor que te des prisa.

— No me digas que sabes dónde están las cajas —gimió Warren—. No las habrás encontrado, ¿verdad?

— ¿Encontrarlas? La última vez que las vi, una estaba abierta e iba a engullir al bastardo de mi padre y enviarlo al inframundo.

Warren se desmayó.


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