50

La hermana Verna posó una mano sobre el picaporte de latón. La habitación estaba protegida. Así pues, inspiró para darse ánimos y llamó.

— Adelante —respondió una voz apagada tras la pesada puerta.

El escudo se disolvió. La Hermana abrió el batiente derecho de la puerta doble y entró. Había dos mujeres sentadas, cada una delante de su escritorio, a ambos lados de una puerta al fondo. Ambas escribían en libros de contabilidad. Ninguna de ellas alzó la vista.

— ¿Sí? ¿Qué deseas? —preguntó la de la izquierda sin dejar de escribir.

— He venido a devolver el libro de viaje, hermana Ulicia.

La Hermana se humedeció un dedo y pasó una página.

— Muy bien, ponlo sobre la mesa. ¿No deberías estar en el banquete que se celebra en tu honor? Pensé que te gustaría reencontrarte con tus viejos amigos.

La hermana Verna entrelazó las manos.

— Tengo cosas más importantes que hacer que asistir a un banquete. Desearía devolver el libro del viaje a la Prelada personalmente. Y quiero hablar con ella, hermana Ulicia.

Ambas Hermanas alzaron la vista.

— Bueno —dijo Ulicia—, resulta que la Prelada no desea hablar contigo, hermana Verna. Es una mujer muy ocupada y no se la puede molestar con naderías.

— ¡Naderías! ¡Es algo muy importante!

— No alces la voz en este despacho, hermana Verna —le advirtió la otra. Dicho esto, sumergió la pluma en el tintero y se dispuso a seguir con su tarea.

La hermana Verna avanzó un paso. De repente el aire comprendido entre los escritorios y la puerta del fondo brilló al alzarse un poderoso escudo que siseó y crujió en señal de advertencia.

— La Prelada está ocupada —repitió la hermana Ulicia—. Si considera que tu regreso es importante, ya te llamará. Deja el libro sobre mi escritorio —añadió, acercándose una vela e inclinándose sobre el libro—. Yo se lo devolveré.

La hermana Verna apretó los dientes y trató de controlar el tono de voz al hablar.

— He sido degradada al rango de novicia. —Ambas Hermanas alzaron la mirada—. Me han rebajado por obedecer las órdenes de esa mujer. Pese a que yo le supliqué que me permitiera hacer mi trabajo, ella me lo prohibió. Y ahora me castigan por eso. ¡Me castigan por acatar las órdenes de la Prelada! ¡Lo menos que me merezco es una explicación!

La hermana Ulicia se recostó en el respaldo de la silla y dijo a su compañera:

— Por favor, hermana Finella, informa a la maestra de las novicias de que la novicia Verna Sauventreen se ha presentado en la oficina de la Prelada sin autorización ni invitación y, no contenta con eso, ha lanzado una diatriba totalmente impropia de una novicia que tiene esperanzas de convertirse un día en una Hermana de la Luz.

La hermana Finella se movió con aire de fastidio, mientras fulminaba con la mirada a la hermana Verna.

— Caramba, caramba, novicia Verna —dijo, poniendo énfasis en la palabra novicia—. Tu primer día en la búsqueda de un destino más elevado y ya te has ganado una amonestación. —La Hermana chasqueó la lengua y prosiguió—. Espero que aprendas a comportarte como es debido si aspiras a convertirte algún día en Hermana de la Luz.

— Eso es todo, novicia. Puedes retirarte —la despidió la hermana Ulicia.

La hermana Verna giró sobre sus talones. Al oír un chasquido de dedos, miró por encima del hombro. La hermana Ulicia tamborileaba sobre una esquina del escritorio.

— El libro de viaje. ¿Así es como se marcha una novicia cuando una Hermana le dice que se retire?

La hermana Verna se sacó el librito negro del cinto y lo colocó suavemente sobre la esquina de la mesa.

— Pido perdón. —Hizo una reverencia y añadió—: Gracias por dedicarme vuestro tiempo, Hermanas.

Verna suspiró para sí tras cerrar la puerta. Entonces se quedó un momento quieta, pensando.

Con los ojos clavados en el suelo desanduvo el camino, cruzando pasillos abiertos y cerrados, de piedra o revestidos con paneles, con suelos cubiertos de alfombras o de baldosas. Al doblar una esquina se topó con alguien. Alzó los ojos y vio a la última persona que deseaba ver en esos momentos.

El joven sonrió con familiaridad.

— ¡Verna! ¡Qué alegría verte!

Su juvenil rostro de mandíbula cuadrada no había cambiado ni un ápice. Ahora el ondulado cabello castaño le cubría las orejas y tenía los hombros más anchos de lo que la mujer recordaba. Verna tuvo que contenerse para no acariciarle una mejilla ni caer en sus brazos.

— Jedidiah. —La mujer inclinó la cabeza, pero enseguida la levantó, buscando sus ojos castaños—. Tienes buen aspecto. Estás… como siempre. El paso del tiempo te sienta bien.

— Pues tú… Bueno estás más…

— La palabra que buscas es vieja. Estoy más vieja.

— Ah, Verna. Unas pocas arrugas o… —el joven le miró el cuerpo—… unos kilos de más no disminuyen una belleza como la tuya.

— Veo que aún sabes cómo halagar a una mujer. —Verna se fijó en la sencilla túnica marrón que llevaba el joven—. Y veo que has sido un buen estudiante, como siempre, y has progresado. Estoy orgullosa de ti, Jedidiah.

El aludido se encogió de hombros por el cumplido y entrelazó los dedos.

— Háblame del nuevo que has traído —pidió.

Verna entrecerró los ojos.

— No me has visto en más de veinte años, desde la mañana que abandoné tu lecho para emprender la busca, y ¿me preguntas eso? ¿No te interesa saber cómo me ha ido? ¿No te importa cuáles son mis sentimientos hacia ti después de tanto tiempo? ¿Ni si he entregado mi corazón a otro? Supongo que todas esas preguntas se te han ido de la cabeza por el impacto que te ha causado verme tan envejecida.

Jedidiah seguía esbozando una ladina sonrisa.

— Verna, no eres una chiquilla estúpida. No podías esperar que después de tanto tiempo ni tú ni yo…

— ¡Claro que no! No me hacía vanas ilusiones sobre nosotros. Simplemente esperaba que al regresar me tratarías con más tacto y sensibilidad.

Jedidiah volvió a encogerse de hombros.

— Lo siento, Verna. Siempre he creído que eras una mujer que apreciaba la franqueza ante todo, más que las palabras bonitas. —Apartó la mirada de ella para agregar—: Supongo que he aprendido mucho sobre… la vida desde… entonces. Cuando te fuiste era muy joven.

Verna alejó su feroz mirada del apuesto rostro del joven y empezó a alejarse.

— Buenas noches, Jedidiah.

— ¿Y mi pregunta? —En la voz de Jedidiah sonaba una nota desagradable. La suavizó enseguida—. ¿Cómo es el nuevo?

La Hermana se detuvo pero no se dio media vuelta.

— Tú estabas allí. Te vi. Lo que viste de Richard es lo que es.

— También vi lo que te ocurrió. Estoy ganando algo de influencia entre las Hermanas. Tal vez podría hacer algo para ayudarte. Si eres sincera conmigo y satisfaces mi curiosidad, es posible que pueda ayudarte a salir del apuro.

— Buenas noches, Jedidiah —replicó Verna, echando a andar de nuevo.

— Ya nos veremos por el palacio, Verna. Piensa en mi oferta.

Verna no podía creer lo ilusa que había sido hacía tanto tiempo. Guardaba en su memoria el recuerdo de un Jedidiah afectuoso y sincero. Tal vez ese recuerdo era falso.

También era posible que estuviera pensando solamente en sí misma, sin darle a Jedidiah la oportunidad de mostrarse más amable. Seguramente estaba hecha un desastre. Debería haberse aseado, haberse puesto un bonito vestido o al menos haberse arreglado el rebelde cabello antes de ver a Jedidiah. Pero no había tenido ninguna oportunidad.

Quizá, si le hubiera acariciado la mejilla, Jedidiah hubiera recordado la chispa de algo, tal vez habría recordado las lágrimas que derramó el día que ella se fue y las promesas que le hizo. Promesas que, como Verna supo desde el momento que salieron de los labios del joven, éste rompería antes de que su eco se apagara.

Había llegado al pasillo que conducía a los aposentos de las novicias. Se quedó parada mirando las puertas. Estaba muy cansada. Trabajar del alba hasta al atardecer en los establos sería agotador. Y antes de poder meterse en la cama aún tenía que hacer una última cosa.

Pasha se detuvo frente a una entrada empotrada en un arco de piedra tallado simulando enredaderas. En el corazón de las enredaderas de piedra se abría una gran puerta arqueada de madera de roble ahumado.

— Tu calabozo —anunció Pasha, enarcando una ceja.

— No hay cerrojo en la parte de fuera. ¿Cómo piensas encerrarme dentro?

La joven pareció sorprendida por esa pregunta.

— No encerramos a nuestros muchachos. Eres libre para entrar o salir cuando desees.

— ¿Quieres decir que puedo pasearme libremente por este palacio?

— No. Tienes entrada libre en casi todas las zonas de palacio y también puedes ir a la ciudad. La mayoría de los chicos pasan casi todo su tiempo allí. —Pasha se ruborizó ligeramente al decir eso y apartó la mirada.

— ¿Y el campo que rodea la ciudad?

La joven se encogió de hombros y se subió un poco la manga de su vestido azul.

— También. Aunque no se me ocurre ninguna razón por la que quisieras ir al campo. Ninguno de los otros chicos va. Pero nada te impide que salgas de palacio ni de la ciudad.

— Entendido. ¿Cuánto puedo alejarme?

— El rada’han te impedirá que te alejes demasiado; es preciso que podamos encontrarte, pero puedes moverte dentro de un radio de muchos kilómetros alrededor del Palacio de los Profetas.

— ¿Cuántos kilómetros?

— Más lejos de lo que puedas querer ir. Supongo que hasta la frontera con la tierra de los salvajes.

— ¿Te refieres a los baka ban mana?

— Sí, casi hasta allí, creo.

— ¿Sin vigilancia?

Pasha puso las manos en jarras para responder.

— Estás bajo mi supervisión y, por el momento, te acompañaré casi a todas partes. Cuando ya tienen más experiencia permitimos que nuestros muchachos salgan y entren solos a su antojo.

— ¿Puedo ir donde quiera siempre que quiera?

— Bueno, vivirás aquí, en palacio, claro. Y tendrás que asistir a tus lecciones. Yo y otras Hermanas nos encargaremos de enseñarte. Yo te enseñaré a tocar tu han y, una vez seas capaz de eso, empezaremos a enseñarte cómo controlarlo.

— ¿Por qué varias Hermanas? ¿Por qué no sólo una?

— Porque a veces el han se compenetra mejor con el han de según qué personas que el de otras. Además, las Hermanas tienen más experiencia que yo, saben más. Una o varias de nosotras podemos ser más adecuadas para ayudarte que otras. Recibirás lecciones de diferentes Hermanas hasta que descubramos con cuál te compenetras mejor.

— ¿La hermana Verna será una de ellas?

— Verna ya no es una Hermana. Ya no tiene derecho a ser llamada así. Ahora es una novicia y debes referirte a ella llamándola simplemente Verna. Las novicias, excepto la que te hayan asignado, que en este caso soy yo, no imparten lecciones. Las novicias de primer rango, como Verna, no pueden mezclarse en modo alguno con los muchachos. El deber de una novicia es aprender, no enseñar.

A Richard le parecía que jamás podría pensar en la hermana Verna simplemente como Verna. Le sonaba raro.

— ¿Cuándo volverá a ser una Hermana?

— Tiene que servir como novicia e ir avanzando peldaño a peldaño. Yo empecé de niña, fregando cacerolas en las cocinas. Hasta ahora no he tenido la oportunidad de ser ascendida. Un día, si Verna trabaja tan duro como yo lo he hecho, también ella tendrá la oportunidad de convertirse en Hermana de la Luz. Hasta entonces Verna no es más que una novicia.

Richard estaba que echaba chispas al pensar que la hermana Verna había sido destituida por su culpa. Para cuando recuperara el título de Hermana ya sería una mujer anciana.

— ¿Por qué se nos permite pasear por donde queramos? —preguntó, cambiando de tema.

— Porque no representáis ningún peligro para nadie. Un día, cuando aprendas a controlar tu han, se te empezarán a poner límites. En el pasado ocurrieron desafortunados incidentes, por lo que ahora los habitantes de la ciudad temen a los muchachos que ya son capaces de utilizar el poder. Por esta razón, cuando un chico aprende a manejar su han, se le impide ir a la ciudad. Conforme va avanzando en el aprendizaje de mago, se le imponen más y más restricciones hasta que, casi al final de sus estudios, queda confinado a áreas determinadas de palacio.

»Pero por ahora puedes ir casi a cualquier sitio que desees. Gracias al rada’han, yo sabré en todo momento dónde te encuentras.

— ¿Quieres decir que cualquier Hermana puede localizarme a través de esta maldita cosa?

— No, solamente quien te lo entregó, porque lo ha controlado y reconoce su poder. Y, puesto que estás a mi cargo, es preciso que mi han sea capaz de captar la sensación única que emana de tu rada’han para poder saber en todo momento dónde estás.

Pasha abrió la puerta y penetró en la oscura habitación. Con un gesto encendió todas las lámparas de la alcoba.

— Tienes que enseñarme ese truco —murmuró Richard.

— No es ningún truco. Es simplemente mi han. Es la cosa más fácil de las muchas que voy a enseñarte.

El techo de la enorme habitación estaba pintado alrededor de las molduras con líneas de diferentes colores que conformaban intrincados diseños. Madera de cerezo de cálida tonalidad revestía las paredes, y de las altas ventanas colgaban cortinas de muaré de un intenso azul. Había también una chimenea con sendas columnas blancas a los lados. La mayor parte del suelo de madera estaba cubierto con gruesas alfombras. Cómodas sillas y sofás se habían distribuido por la habitación así como frente a la chimenea.

Richard pensó que toda su casa cabría dos veces en esa habitación. Se desprendió de la mochila, que dejó apoyada contra la pared al lado de la chimenea, e hizo lo propio con la aljaba y el arco no encordado.

Entonces se encaminó hacia una puerta con dos batientes hechos con pequeñas hojas de vidrio y cubiertas con cortinas casi transparentes color crema. La puerta daba acceso a un amplio balcón desde el que se dominaba la ciudad. En el suelo, de pizarra, se habían colocado urnas de piedra llenas de flores. Richard posó los dedos sobre la baranda de mármol y miró a la derecha, más allá de las centelleantes luces de la ciudad, hacia las colinas por las que había llegado.

— Se ven unas puestas de sol preciosas desde este balcón —dijo Pasha.

Pero a Richard no le interesaban los atardeceres. Él estudiaba el patio de abajo, las puertas, las carreteras, las patrullas de soldados, los puentes de la ciudad y las colinas de más allá, tratando de grabarse un mapa de todo ello en la cabeza.

Volvió adentro y marchó hacia el otro extremo de la habitación, donde se abría otra puerta. Al traspasarla se encontró en la alcoba propiamente dicha, que casi era tan grande como la habitación anterior y poseía la cama más enorme que Richard hubiera visto, cubierta por un edredón de un intenso púrpura. Otro par de puertas de vidrio conducían a otro balcón, pero éste estaba orientado al sur, hacia el mar.

— Es una vista muy bonita y romántica —comentó Pasha. Al fijarse en que Richard miraba hacia abajo, hacia otras secciones de palacio, señaló hacia allí y le advirtió, agitando un dedo hacia él—. Al otro lado de ese patio se encuentran algunas de las dependencias de las mujeres. No te acerques por allí. A no ser que una Hermana te invite a ir a su alcoba —añadió en un susurro.

— ¿Cómo debo llamarte? —quiso saber Richard—. ¿Hermana Pasha?

La joven soltó una risita nerviosa.

— No. Soy una novicia, aunque espero llegar un día a ser una Hermana, si demuestro contigo que soy digna de ello. Hasta entonces soy simplemente Pasha.

Richard dio media vuelta y la miró directamente a los ojos con mirada feroz.

— Yo me llamo Richard. ¿Acaso te cuesta recordarlo?

— Mira, me has sido asignado y…

— Si es demasiado difícil para que lo recuerdes, no tienes ninguna posibilidad de llegar a ser una Hermana, porque si insistes en tratar de rebajarme no llamándome por mi nombre, me encargaré de que fracases en esta prueba. —Richard se inclinó hacia ella, que lo miraba con los ojos muy abiertos—. ¿Lo entiendes bien, Pasha?

La joven tragó saliva.

— ¡No permitiré que me levantes la voz, jovenci…! —Pasha alzó ligeramente el mentón—. No permitiré que me alces la voz, Richard.

— Eso está mejor. Gracias. —Richard confió en que Pasha se diera por satisfecha; no estaba de humor para ser amable si ella no lo era.

El joven le dio la espalda. Desde ese balcón apenas se veía nada que pudiera interesarle, por lo que entró de nuevo en la alcoba. Pasha lo siguió.

— Escúchame bien, Richard, será mejor que aprendas buenos modales o tendré que…

Eso colmó la paciencia de Richard. Giró hacia ella tan bruscamente que Pasha estuvo a punto de chocar con él.

— Nunca has tenido ningún pupilo, ¿verdad? —Pasha no se movió—. Yo diría que ésta es la primera vez que se te asigna una responsabilidad y estás muerta de miedo de estropearlo todo. Debido a tu inexperiencia, crees que si actúas como una tirana lograrás que los demás piensen que tienes el control de la situación.

— Bueno, yo…

La voz de la joven se fue apagando conforme Richard se inclinaba hacia ella y le acercaba mucho el rostro.

— No deberías tener miedo de que me dé cuenta de que nunca has mandado a nadie, Pasha. De lo que deberías tener miedo es de que te mate.

La joven entornó los ojos, indignada.

— No te atrevas a amenazarme.

— Para ti esto es un juego. El modo de cumplir unas reglas arcanas es pavonearte por ahí, llevando de la correa a tu cachorro y enseñarle a lamerte una mano, para así subir de rango.

Richard apretó los dientes.

— Pero para mí no es un juego, Pasha —prosiguió, bajando la voz—. Para mí es cuestión de vida o muerte. Soy un prisionero, encadenado a un collar como una bestia o un esclavo. Vosotras decidís hasta qué punto tengo control de mi vida. Sé perfectamente que vais a torturarme para quebrar mi voluntad.

»Te equivocas si piensas que te estoy amenazando, Pasha. Esto no es una amenaza. Es una promesa.

»Tú no eres amiga mía, sino mi carcelera. —Richard alzó un dedo frente al rostro de Pasha y le advirtió—. No me des nunca la espalda o te mataré, al igual que maté a la última persona que me mantuvo prisionero con un collar.

Pasha parpadeó.

— Richard, no sé qué te ocurrió en el pasado, pero yo no soy así. Si deseo convertirme en una Hermana de la Luz es para ayudar a mis semejantes a ver la bondad del Creador.

Richard notaba que estaba peligrosamente cerca de perder el control de la magia y tuvo que hacer un esfuerzo por ponerle freno. Tenía otras cosas que hacer.

— No me interesan tus cuestiones teológicas. Tú recuerda lo que te he dicho.

Pasha sonrió.

— Lo haré. Te pido perdón por hacerte enfadar llamándote jovencito. Por favor, perdóname. Es la primera vez que hago esto y trataba de seguir las reglas que me han enseñado.

— Olvida las reglas. Sé tú misma y te irá mejor en la vida.

— Si eso ayuda a que creas que solamente pienso en tu bien, lo haré. Ven, siéntate en el borde de la cama.

— ¿Por qué?

Aunque Pasha no se movió, Richard notó un suave empujón. Algo lo impulsó hacia atrás, obligándolo a sentarse al borde del lecho.

— No…

Pasha se aproximó a él hasta colocarse entre sus piernas.

— Chsss. Déjame hacer mi trabajo. Ya te he dicho antes que es preciso que mi han conozca el rada’han que llevas, para así saber dónde te encuentras en todo momento.

Pasha posó las manos a ambos lados de su cuello, por encima del collar y cerró los ojos. Los senos, que quedaron justo delante del rostro de Richard, se le movían al ritmo de la respiración. El joven sintió un suave cosquilleo que le llegaba a la punta de los pies y volvía a subir de nuevo. Era una sensación ligeramente incómoda aunque sin ser desagradable y, de hecho, cuanto más duraba, más agradable era.

Cuando Pasha retiró las manos, la ausencia de esa sensación le provocó un momento de angustia. Tuvo las impresión de que el mundo zumbaba y giraba a su alrededor. Richard sacudió la cabeza.

— ¿Qué me has hecho?

— Simplemente he dejado que mi han conociera tu rada’han. —Pasha parecía algo mareada. Tragó saliva al tiempo que una lágrima le corría por la mejilla—. Y también parte de tu han, tu esencia.

Pasha dio media vuelta. Richard se levantó.

— ¿Significa eso que siempre sabrás dónde estoy, a través del collar que llevo?

La joven asintió débilmente mientras cruzaba lentamente la alcoba.

— ¿Cuáles son tus preferencias en cuanto a comida? —le preguntó, ya con voz normal—. ¿Deseas algo especial?

— Bueno, no como carne.

Pasha se detuvo de golpe.

— Es la primera vez que oigo algo así.

— Y el queso ya no me gusta, creo.

Tras unos instantes de reflexión, la joven siguió paseándose.

— Se lo diré a los cocineros.

Richard estaba trazando un plan en su cabeza y Pasha no formaba parte de él. Tenía que deshacerse de ella.

La novicia se acercó a un ropero alto de madera de pino. Estaba lleno de elegantes prendas: pantalones de un suave tejido, al menos una docena de camisas en su mayoría blancas y algunas con volantes, así como abrigos y mantos de todos los colores.

— Son tuyas —dijo Pasha.

— Si a todo el mundo le sorprendió tanto que fuese un hombre adulto, ¿cómo es que son de mi talla?

Pasha observó las diversas prendas, palpando los tejidos. Entonces eligió algunas y las sacó para verlas mejor.

— Alguien debía de saberlo. Supongo que Verna lo comunicó.

— La hermana Verna.

— Lo siento, Richard, pero ahora es sólo Verna —se disculpó Pasha, volviendo a colgar un sobretodo negro y sacando una camisa blanca—. ¿Te gusta?

— No. Me sentiría ridículo llevando ropas tan recargadas.

Pasha sonrió con coquetería.

— Pues a mí me parece que estarías muy guapo. Claro que, si no te gustan, tienes monedas en esa mesa de allí. Te llevaré a algunas tiendas de la ciudad para que compres lo que más te guste.

Richard echó un vistazo a la mesa con el tablero de mármol. Sobre ella vio un cuenco con monedas de plata y, al lado, otro lleno a rebosar con monedas de oro. Ni trabajando toda la vida como guía de bosque llegaría a ganar ni la mitad de todo ese oro.

— No me pertenece.

— Claro que sí. Eres nuestro invitado y, como tal, tenemos el deber de proporcionarte todo lo que necesites. Cuando te lo gastes, te daremos más. —Pasha eligió un manto con brocado dorado en hombros y puños. Al contemplarlo, sus ojos se iluminaron—. Richard, éste te quedaría soberbio.

— Aunque cubras el collar con piedras preciosas, seguirá siendo un collar.

— Esto no tiene nada que ver con tu rada’han. Llevas una ropa asquerosa. Pareces un salvaje del bosque. Toma —le dijo, tendiéndole el manto abierto—, pruébatelo.

Richard le arrebató el manto de las manos y lo arrojó sobre la cama. Entonces la agarró por el brazo y la arrastró hasta la puerta de la primera habitación.

— ¡Richard! ¡Ya basta! ¿Qué estás haciendo?

El joven abrió la puerta.

— Estoy cansado. Ha sido un día muy largo. Buenas noches, Pasha.

— Richard, sólo deseo que tengas mejor aspecto. Con las ropas que llevas pareces un salvaje o una enorme bestia.

El joven se calmó mientras observaba el vestido azul de Pasha, justo de la misma tonalidad que el vestido de boda de Kahlan.

— Ese color no te sienta nada bien. Te ves horrenda —sentenció.

De pie en el pasillo Pasha alzó hacia él sus grandes ojos castaños. Richard cerró la puerta de un puntapié. Esperó unos momentos y luego inspeccionó el pasillo; ni rastro de Pasha.

Entonces fue a la mochila que había dejado junto a la chimenea y empezó a sacar cosas. No lo iba a necesitar todo. No había necesidad de llevar todas esas mudas.

Mientras tensaba la cuerda del arco oyó un suave golpe en la puerta. El joven se acercó sigilosamente sobre las alfombras y escuchó. Tal vez, si no respondía, Pasha se marcharía. No quería tenerla revoloteando a su alrededor diciéndole qué ponerse. Tenía cosas importantes que hacer.

Otro golpe suave. ¿Y si no era Pasha? Richard desenvainó el cuchillo y abrió la puerta bruscamente.

— Hermana Verna.

— Acabo de ver a Pasha alejarse corriendo deshecha en lágrimas. Me sorprendes, Richard. —La mujer lo miró enarcando una ceja—. No creí que te costara tanto tiempo. He estado escondida en una esquina, temerosa de que alguien me pillara. —La Hermana llevaba un chal que le cubría el cabello ondulado así como los hombros—. ¿Tenías que hacerla llorar?

— Tiene suerte de que no la hiciera sangrar.

La hermana Verna se descubrió la cabeza y se colocó el chal alrededor de los hombros. Una leve sonrisa planeaba sobre sus labios.

— ¿Puedo entrar? —Richard la invitó a hacerlo extendiendo un brazo—. Y, por cierto, llámame sólo Verna —le dijo mientras cruzaba el umbral—. Ya no soy una Hermana.

Richard se guardó el cuchillo.

— Lo siento, pero no creo que pueda acostumbrarme a llamarte de ningún otro modo. Para mí eres la hermana Verna.

— No es correcto darme el tratamiento de Hermana. —La mujer inspeccionó la habitación mientras Richard cerraba la puerta—. ¿Estás satisfecho con tus alojamientos?

— Son dignos de un rey. Hermana Verna, sé que no vas a creerme, pero quiero que sepas que de verdad siento mucho lo que ha ocurrido. No era mi intención causarte problemas.

La mujer esbozó una amplia sonrisa.

— No has hecho otra cosa desde que nos conocimos, pero, por esta vez, lo que me ha ocurrido no ha sido culpa tuya sino de otra persona.

— Hermana, ha sido culpa mía que te degradaran a novicia. No era mi intención. Pero tú misma provocaste que te enviarán a trabajar a los establos.

— Las cosas no son siempre lo que parecen, Richard —replicó ella con un astuto brillo en los ojos—. Odio fregar cacharros. Cuando era una joven novicia lo aborrecía más que ninguna otra cosa en el mundo. Odio estar en una cocina, sobre todo con las manos metidas en agua hirviendo.

»Me gustan mucho más los caballos. Ellos no me replican ni discuten conmigo. Me encanta tratar a los caballos, sobre todo desde que destrozaste los bocados y tuve que hacerme amiga de Jessup. La hermana Maren creyó que me castigaba cuando en realidad hizo lo que yo deseaba.

Richard sonrió con un solo lado de la boca.

— Eres muy astuta, hermana Verna. Estoy orgulloso de ti. Pero, aun así, lamento que te hayan rebajado por mi culpa.

La mujer se encogió de hombros.

— Mi misión es servir al Creador, no importa de qué modo. Además, no ha sido culpa tuya. Me han degradado a novicia por cumplir las órdenes de la Prelada.

— ¿Te refieres a las órdenes que escribió en el libro? Te prohibió que usaras tu poder conmigo, ¿no es cierto?

— ¿Cómo lo sabes?

— Me lo imaginé. Muchas veces estabas tan furiosa conmigo que hubieras querido matarme, pero nunca usaste tu poder para detenerme. Tenía que ser porque tus órdenes eran observar sin interferir. Después de todo, si el propósito del rada’han es controlar a quien lo lleva, ¿por qué no lo usaste contra mí?

Verna meneó la cabeza para sí.

— Tú sí que eres astuto, Richard. ¿Desde cuándo lo sabes?

— Desde que leí el libro en la torre. ¿Para qué has venido, hermana Verna?

— Quería asegurarme de que estabas bien. A partir de mañana ya no tendré la oportunidad de acercarme a ti, al menos no durante mucho tiempo, hasta que de nuevo alcance el rango de Hermana de la Luz. A las novicias de primer rango se les prohíbe cualquier tipo de trato con los jóvenes magos. El castigo es muy severo.

— Tu primer día como novicia y ya estás violando las normas. No deberías estar aquí. Si te pillan, te verás metida hasta los codos en agua hirviendo, fregando ollas sucias.

Verna se encogió de hombros.

— Hay cosas más importantes que las normas.

Richard observó ceñudo la remota expresión que apareció en los ojos de la mujer.

— ¿Por qué no te sientas?

— No tengo tiempo. Solamente he venido a cumplir una promesa. —La Hermana se sacó algo de un bolsillo—. Y para traerte esto.

Verna le levantó la mano y le puso algo en ella, tras lo cual le cerró los dedos alrededor.

Cuando Richard abrió los dedos y miró, las rodillas le flaquearon. Era el mechón de cabello de Kahlan que él había tirado.

— Lo encontré la primera noche que pasamos tú y yo juntos.

Sin alzar la vista, Richard preguntó:

— ¿Qué significa que lo encontraste?

La mujer se inclinó hacia atrás y alzó los ojos al techo.

— Cuando te quedaste dormido, después de decidir que no me matarías, fui a dar un paseo y lo encontré.

— No lo quiero —se oyó decir Richard, y cerró los ojos—. La he dejado libre.

— Kahlan se sacrificó para salvarte la vida. Yo le prometí que no permitiría que olvidaras que te ama.

Richard había perdido todas las fuerzas. Los músculos de las piernas le temblaban así como las manos.

— No puedo aceptarlo. Kahlan me envió lejos de sí. La he dejado libre.

— Ella te ama —replicó la Hermana con voz suave—. Richard, quédatelo por mí, como un favor. He roto las reglas al venir a traértelo. Prometí a Kahlan que me aseguraría de que supieras que te ama. Hoy una cosa me ha vuelto a recordar lo excepcional que es encontrar el amor verdadero.

Richard se sentía como si todo el peso del palacio le hubiera caído encima.

— Muy bien, Hermana. Me lo quedaré por hacerte un favor. Pero sé perfectamente que Kahlan no me quiere. Si amas a alguien, no le pides que se ponga un collar al cuello y no lo envías lejos. Kahlan deseaba ser libre, y yo le di la libertad.

— Richard, espero que algún día te des cuenta de lo mucho que ha sacrificado y de que su amor es verdadero. El amor es algo muy valioso, y no debería ser olvidado. No sé qué te depara el destino, Richard, pero espero que un día halles de nuevo el amor.

»No obstante, ahora necesitas ante todo una amiga. Soy sincera al ofrecerte mi amistad, Richard.

— ¿Me quitarás el collar?

La hermana Verna se quedó un momento en silencio. Cuando habló, lo hizo con voz preñada de pesar.

— No puedo, Richard. Sería peor para ti. Mi deber es preservarte la vida. No puedo quitarte el collar.

— Ya veo. No tengo amigos. Estoy en tierra enemiga, en manos enemigas.

— Eso no es cierto. Pero me temo que, como novicia, no tendré la oportunidad de convencerte de lo contrario. Pasha parece una joven muy afable. Trata de hacerte amigo de ella, Richard. Necesitas una amiga.

— No puedo hacerme amigo de alguien a quien tal vez tenga que matar. Lo que dije en el salón iba muy en serio, Hermana.

— Lo sé, Richard, lo sé —susurró Verna—. Pero Pasha es más o menos de tu edad. A veces es más fácil entablar amistad con alguien de tu misma edad. Creo que a ella le gustaría ser tu amiga.

»Para una novicia ésta es una etapa tan importante en su vida como lo es para un futuro mago. Entre ellos dos se crea una relación única, un vínculo muy especial que dura de por vida.

»También ella está asustada. Durante toda su vida ha sido una estudiante, una novicia. Ahora, por primera vez, ella es la maestra. Tú debes aprender, pero ella también. Ambos entráis en una nueva vida y es algo muy especial para ambos.

— El único vínculo que habrá entre nosotros es el de esclavo y ama.

La Hermana suspiró.

— Dudo que ninguna novicia haya tenido que enfrentarse a lo que le espera a la pobre Pasha. Trata de ser comprensivo con ella, Richard. Ya veo que le causarás muchos problemas. Y el Creador sabe que también se los causarás a la Prelada.

Richard fijó la mirada en la nada.

— ¿Has matado alguna vez a alguien a quien amaras, Hermana?

— Bueno, yo no…

Richard alzó el agiel en el puño.

— Denna me mantenía prisionero a través de mi propia magia, como las Hermanas. También ella me puso un collar al cuello.

»La torturaron hasta volverla tan loca, que fuera capaz de hacer lo mismo a otros seres humanos. Yo comprendí cómo podía torturarme de ese modo, porque hubiera hecho cualquier cosa que me ordenara para evitar que nadie le hiciera daño de nuevo.

Richard apenas era consciente del dolor que le causaba el agiel en todo el cuerpo.

— Yo la comprendía y la amaba. —Una lágrima se le deslizó por la mejilla—. Ése era el único modo de escapar. Denna controlaba la cólera de la Espada de la Verdad. Puesto que la amaba, fui capaz de volverla blanca.

— Por el amor del Creador —susurró la Hermana con ojos desorbitados—, ¿me estás diciendo que has vuelto blanca la hoja de la espada?

Richard asintió con los ojos cerrados.

— Tuve que quererla de corazón para conseguirlo. Sólo entonces pude volver la espada blanca. Sólo entonces pude clavársela mientras ella me miraba con ojos llenos de amor. Sólo porque la amaba pude matarla y escapar.

»Jamás podré perdonarme a mí mismo mientras viva.

La hermana Verna lo envolvió en un abrazo protector.

— ¿Querido Creador, qué le has hecho a tu hijo? —musitó.

Richard se desasió del abrazo.

— Vete antes de que te metas en más líos, Hermana. He sido un estúpido.

La Hermana lo cogió por los hombros. Richard se secó las lágrimas.

— ¿Por qué no me lo dijiste antes?

El joven se limpió la nariz con el dorso de la manga.

— No es algo de lo que me sienta orgulloso. Además, tú eres el enemigo. Te he dicho la verdad, hermana Verna —afirmó, mirándola directamente a los ojos—, a ti y a todas tus compañeras. Mataré a quien sea necesario. Soy capaz de matar a cualquiera. Soy el portador de la muerte; un monstruo. Es por eso por lo que Kahlan me envió lejos.

La mujer le apartó unos mechones de pelo del rostro.

— Kahlan te ama, Richard. Ella solamente quería salvarte la vida. Algún día lo comprenderás. Lo siento —añadió con un suspiro—, debo irme. ¿Estarás bien?

Richard esbozó una sonrisa vacía.

— Creo que no, Hermana. Creo que habrá una guerra. Creo que acabaré matando Hermanas y espero que tú no seas una de ellas.

Verna se secó las lágrimas.

— No sabemos lo que el Creador nos tiene reservado.

— Si ese Creador tuyo tiene algún poder, me parece que volverás a ser Hermana antes de lo que crees.

— Debo irme. Te deseo mucha suerte, Richard. Ten fe.

Cuando Verna se hubo marchado, Richard se puso la capa alrededor de los hombros y se colgó la mochila a la espalda. Tenía que actuar ahora mientras le tuvieran miedo y se sintieran inseguras. Comprobó que podía desenvainar la espada rápidamente, enganchó la aljaba en la mochila y se colgó el arco. Entonces salió al balcón.

Con un nudo corredizo ató la cuerda a la baranda de piedra, se puso el cuchillo entre los dientes y se deslizó por el borde silenciosamente, sumergiéndose en la oscuridad, que era su elemento.


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