El aire cálido ascendía por la escalera junto con el murmullo del atestado comedor. De la cocina emanaba el aroma de diversas carnes asadas que formaba una agradable mezcla con el penetrante olor del tabaco de pipa. Zedd bajó los escalones frotándose el estómago, preguntándose si tendría tiempo de echarse algo más a la boca.
En el descansillo había un alto cesto que contenía tres bastones. Zedd sacó el más decorado; un bastón recto y negro con una intrincada cabeza trabajada en plata. A continuación golpeó suavemente el llamativo bastón contra la madera del descansillo para comprobar la longitud y el peso. Era algo pesado, aunque sería un accesorio muy adecuado.
El posadero, maese Hillman, era un rechoncho personaje con las mangas blancas arremangadas por encima de sus codos con hoyuelos, ataviado con un delantal de un blanco cegador. Cuando llegó a la base de la escalera, maese Hillman lo vio y corrió hacia él, apartando a empujones a todo aquel que se interponía en su camino. Las redondas y sonrosadas mejillas del posadero aún sobresalieron más cuando su pequeña boca describió una sonrisa de oreja a oreja.
— ¡Maese Rybnik! ¡Qué placer volver a veros tan pronto!
Zedd a punto estuvo de darse media vuelta para ver con quién hablaba el posadero antes de acordarse de que ése era el nombre que había dado. Había dicho al posadero que se llamaba Ruben Rybnik y que Adie, a quien había presentado como Elda, era su esposa. Ruben era un nombre que siempre le había gustado mucho. Ruben. Sonaba bien al decirlo para sí. Ruben.
— Por favor, maese Hillman, llamadme Ruben.
— Naturalmente, maese Rybnik. Como deseéis —repuso el posadero con un deferente cabeceo.
— Últimamente me he dado cuenta de que necesito un bastón. ¿Hay modo de convenceros de que os desprendáis de éste? —Zedd le mostró el elegante bastón.
— Por vos cualquier cosa, maese Rybnik. —El posadero abrió ambos brazos en un amplio gesto—. Mi sobrino los fabrica, y yo dejo que se los muestre a mis refinados clientes. Pero justamente ése es especial, y muy caro. —En vista de la escéptica expresión de Zedd, alzó el bastón y se inclinó hacia él para hablarle confidencialmente—. Permitidme que os lo muestre, maese Rybnik. No se lo enseño a nadie. Podría dar una idea equivocada de mi establecimiento, ¿comprendéis? Mirad. ¿Lo veis? Se gira y por la banda de plata, se abre.
El posadero separó ambas partes apenas unos centímetros para desvelar una reluciente hoja.
— Más de medio metro de acero kelta. Una protección discreta para un caballero. Pero, si solamente deseáis un bastón, quizá lo encontréis demasiado costoso.
Zedd empujó la delgada hoja y la giró. El mecanismo de precisión emitió un suave chasquido cuando ambas partes encajaron.
— Será perfecto. Me gusta el aspecto. No es demasiado ostentoso. Añadidlo a mi cuenta. —Los caballeros acaudalados no preguntaban el precio.
Maese Hillman movió la cabeza arriba y abajo.
— Por supuesto, maese Rybnik, por supuesto. Permitidme que os felicite por vuestra elección. Es un bastón de lo más elegante. —El posadero se enjugó las manos limpias y rollizas con el borde del delantal y luego hizo un gesto con el brazo hacia el comedor—. ¿Puedo ofreceros una mesa, maese Rybnik? Desocuparé una de inmediato. Echaré a quien sea. Dejadme que yo me ocupe de…
— No, no —protestó Zedd, haciendo un gesto con su nuevo bastón—. Esa vacía, en la esquina cerca de la cocina, será perfecta.
El posadero miró con inquietud la mesa que señalaba Zedd.
— ¿Ésa? Oh no, señor, permitidme que os ofrezca una mucho mejor. Tal vez cerca del bardo. Estoy seguro de que os gustará oír una animada tonada. Podéis pedirle cualquier canción, pues se las sabe todas. Decidme cuál es vuestra favorita y le diré que os la cante.
— Prefiero con mucho los maravillosos olores que salen de vuestra cocina que las canciones —le confesó Zedd, inclinándose hacia él y dirigiéndole un guiño.
Maese Hillman se hinchó de orgullo y señalando la mesa en cuestión con un amplio gesto del brazo, guió a Zedd hacia allí.
— Me hacéis un gran honor, maese Rybnik. Nunca nadie había mostrado tal preferencia por mi cocina. Ahora mismo os traigo algo.
— Ruben, por favor. ¿Recordáis? Me encantaría comer una tajada del asado que estoy oliendo.
— Sí, maese Rybnik, por supuesto. —Retorciendo una esquina del delantal, el posadero se inclinó sobre la mesa mientras Zedd se sentaba contra la pared—. ¿Cómo se encuentra la señora Rybnik? Mejor, espero. Rezo por ella cada día.
— Me temo que sigue igual —suspiró Zedd.
— ¡Vaya, qué lástima! Seguiré rezando por ella. Ahora mismo os traigo un plato de asado —dijo, dirigiéndose ya hacia la cocina.
Cuando el hombre se hubo marchado, Zedd apoyó su nuevo bastón contra la pared, se quitó el sombrero y lo arrojó encima de la mesa. El bardo, un hombre con una calva incipiente, estaba sentado en un taburete en una pequeña plataforma, encorvado sobre su laúd en una postura que parecía una deformación permanente. Rasgueaba el instrumento con energía mientras entonaba una alegre canción sobre las aventuras de un carretero; narrando su viaje por pésimas carreteras, de una mala ciudad a la siguiente, comiendo mala comida y tratando con mujeres aún peores, y de cómo le gustaba el reto de superar empinadas colinas y serpenteantes pasos, pese a la lluvia torrencial o las tormentas de nieve.
El mago se fijó en un hombre al otro lado de la sala, sentado solo en un reservado con la espalda apoyada en la pared, que ponía los ojos en blanco y agitaba la cabeza mientras escuchaba una inverosímil aventura tras otra. En la mesa, delante de él, se veía un látigo cuidadosamente enrollado. En otras mesas, los hombres se creían la canción y acompañaban al bardo golpeando con las jarras en las mesas. Algunos, borrachos, trataban de pellizcar a las risueñas camareras en el trasero, pero éstas eran demasiado ágiles.
En otras mesas se veían hombres y mujeres primorosamente acicalados —probablemente mercaderes y sus esposas—, que hablaban entre ellos sin prestar oídos a la canción. En la zona más tranquila del comedor se sentaba la elegante nobleza con sus relucientes espadas. En un espacio vacío entre el bardo y el solitario personaje sentado en el reservado, algunas parejas bailaban; algunas de las mujeres eran camareras que habían recibido una propina por un baile. El mago notó despechado que, pese a que eran muchos los hombres tocados con sombrero, todos eran más sobrios y ninguno estaba adornado con una pluma.
Zedd metió la mano en un bolsillo para contar las monedas de oro. Dos. El mago suspiró. Fingirse acaudalado salía muy caro. Se preguntaba cómo los realmente acaudalados se lo podían permitir. Bueno, tendría que hacer algo al respecto si quería hallar un medio de transporte hasta Nicobarese. Adie ya no podía montar a caballo; estaba demasiado débil.
Maese Hillman abrió la puerta de la cocina brincando sobre sus pies ligeros. El posadero colocó frente a Zedd una bandeja con el borde dorado llena a rebosar de cordero asado e hizo una breve pausa antes de enderezarse para colocar sendos dedos en los bordes de la bandeja y girarla. Rápidamente sacó un trapo limpio y eliminó una mancha de la mesa. Zedd decidió que, aunque tenía hambre, sería mejor que comiera pausadamente o maese Hillman saltaría sobre él para limpiarle el mentón.
— ¿Queréis que os traiga una jarra de cerveza, maese Rybnik? Invita la casa.
— Por favor, llamadme Ruben, ése es mi nombre. Una taza de té sería espléndido.
— Naturalmente, maese Rybnik, naturalmente. ¿Deseáis algo más aparte de la taza de té?
Zedd se inclinó ligeramente hacia el centro de la mesa, y maese Hillman lo imitó.
— ¿Cuál es el actual cambio de oro a plata?
— Cuarenta coma cinco, cinco a una —respondió el posadero sin dudarlo ni un instante. Al darse cuenta, carraspeó—. Eso creo. Al menos, eso es lo que recuerdo. La verdad, no llevo la cuenta —añadió, con una sonrisa de disculpa—. Pero creo que es eso. Cuarenta coma cinco, cinco a una. Sí, creo que es correcto.
Zedd fingió pensárselo. Al fin, sacó una de sus dos monedas de oro y la empujó sobre el tablero hacia el posadero.
— Parece que me he quedado sin cambio. ¿Seríais tan amable de descambiármela? La quisiera dividida en dos bolsas; de una de ellas tomad una moneda de plata y cambiadla por monedas de cobre. Luego ponedlas en una tercera bolsa. Podéis quedaros la calderilla.
Rápidamente, maese Hillman hizo dos profundas reverencias.
— Por supuesto, maese Rybnik, por supuesto. Muchas gracias.
El posadero cogió la moneda tan deprisa, que Zedd apenas la vio desaparecer. Cuando se hubo marchado, el mago se dedicó al cordero asado mientras observaba a los parroquianos y escuchaba la canción. Casi había terminado cuando maese Hillman regresó y le tapó la visión de la multitud con su ancha y redonda cabeza.
— Aquí tenéis la plata, maese Rybnik —anunció, dejando dos pequeñas bolsas encima de la mesa—. Diecinueve en la bolsa marrón claro y veinte en la marrón oscuro. —Zedd se las guardó en la túnica mientras el posadero sacaba otra bolsa, verde y más pesada, y la empujaba sobre la mesa—. Y aquí están las monedas de cobre.
Zedd le agradeció sus servicios con una sonrisa.
— ¿Y el té?
El hombretón se golpeó la frente con la mano.
— Perdonadme. Con el cambio del oro se me ha ido el santo al cielo y lo había olvidado. —Uno de los nobles estaba haciendo gestos con una mano tratando de llamarle la atención. El posadero agarró del brazo a una camarera que salía de la cocina con una bandeja llena de jarras—. ¡Julie! Trae a maese Rybnik una taza de té. Rápido, querida. —La muchacha dirigió a Zedd una sonrisa y una inclinación de cabeza antes de marcharse a toda prisa con la bandeja. Un sonriente Hillman se volvió hacia el mago—. Julie os traerá el té, maese Rybnik. Si puedo hacer algo más por vos, sólo tenéis que pedirlo.
— Pues sí. Podríais llamarme Ruben.
Maese Hillman soltó una risita con aire ausente y asintió.
— Por supuesto, maese Rybnik, por supuesto. —Dicho esto, salió pitando hacia el noble.
Zedd cortó otro pedazo de cordero y lo ensartó con el tenedor. Le gustaba el nombre de Ruben. No debería haberle dado al posadero ningún apellido. Mientras comía a mordiscos la carne ensartada en el tenedor, miró cómo Julie cruzaba el atestado comedor zigzagueando entre las mesas.
Mientras masticaba, observó cómo servía las jarras de cerveza en una mesa ocupada por unos bulliciosos parroquianos, todos ellos ataviados con largos abrigos. Cuando dejaba la última jarra enfrente del último de los hombres, éste le dijo algo. El barullo era tal, que la moza tuvo que inclinarse hacia él para oírlo. De pronto, todos los hombres estallaron en risas. Julie se enderezó y estrelló la bandeja en la cabeza del hombre. Mientras se marchaba, toda ufana, el hombre la pellizcó. Julie soltó un grito, pero siguió adelante.
Al pasar junto a la mesa de Zedd, se inclinó hacia él y le sonrió.
— Ahora mismo os traigo vuestro té, maese Rybnik.
— Ruben, por favor. He visto lo que ha ocurrido —dijo, señalando con un dedo la mesa de los ruidosos—. ¿Tienes que aguantar cosas de ésas todo el tiempo?
— Oh, ése es Oscar. Es inofensivo, casi siempre, pero es el hombre más malhablado que conozco y, creedme, esta taberna está llena de malhablados. Ojalá que cuando abriera la boca para soltarme su sucia bazofia le diera el hipo. —La muchacha se apartó un mechón de cabello de la cara y agregó—: Y ahora quiere otra jarra más. Lo siento, hablo demasiado. Ahora os traigo el té, maese Ryb…
— Ruben.
— Ruben. —Julie le dirigió una bonita sonrisa antes de marcharse a toda prisa.
Mientras esperaba, Zedd comía y observaba la mesa de los ruidosos. No era más que un pequeño deseo. ¿Qué mal podría haber? Julie regresó con el té y una taza. Mientras las dejaba sobre la mesa, Zedd le indicó que se inclinara más hacia él con un gesto del dedo.
Ella así lo hizo, tensando los cordeles del delantal a su espalda.
— ¿Sí, Ruben?
El mago le tocó delicadamente la parte inferior de la barbilla.
— Eres una mujer realmente encantadora, Julie. Oscar no debería hablarte nunca más con grosería ni tampoco tocarte. —Su voz se convirtió en un suave pero poderoso susurro, que pareció arrancar chispas al mismo aire—. Cuando le sirvas la cerveza, pronuncia su nombre, míralo a los ojos, como yo te estoy mirando ahora, y tu deseo te será concedido, pero no recordarás habérmelo pedido ni que yo te lo concediera.
Julie se irguió, parpadeando.
— Lo siento, Ruben, ¿qué habéis dicho?
El mago sonrió.
— He dicho que muchas gracias por el té y te preguntaba que si conoces a alguien con un tiro de caballos y tal vez un coche para alquilar.
— Oh. Bueno… —Nuevamente la muchacha parpadeó y miró alrededor, mientras se mordía el labio inferior—. La mitad de los hombres que hay aquí, me refiero a la mitad de los hombres que no van tan elegantemente vestidos como vos, son carreteros. Algunos transportan mercancías y son asiduos que simplemente se detienen a descansar. Pero ésos y esos otros… —dijo señalando unas pocas mesas—, es posible que se alquilen. Si es que lográis despejarlos.
Zedd le dio las gracias, y la moza fue a por la cerveza. El mago la contempló mientras atravesaba el comedor con la bandeja y la colocaba frente a Oscar. El hombre la miró con una lasciva mirada de borracho. Julie lo miró a los ojos y Zedd vio como sus labios pronunciaban su nombre. Oscar abrió la boca para hablar, pero en vez de palabras, lo que salió de su boca fue hipo y una pompa que se elevó en el aire y reventó. Todos sus compañeros estallaron en carcajadas. Zedd miró con el entrecejo fruncido. «Qué raro», pensó.
Cada vez que Oscar abría la boca para decir algo a Julie, hipaba y soltaba pompas. Los hombres se reían a carcajadas y acusaban a la camarera de haber puesto jabón en la cerveza, aunque todos convenían en que se lo tenía merecido. Julie dejó a los hombres riendo cuando el hombre solitario en el reservado la llamó. Él le pidió algo, la moza asintió y se dirigió a la cocina.
Al pasar junto a Zedd, señaló con un movimiento de cabeza al hombre solo.
— Es posible que tenga un tiro. Huele más a caballo que a hombre. —La muchacha soltó una risita—. Eso no ha sido muy amable. Perdonadme. Es que no puedo conseguir que gaste en cerveza. Ahora me ha pedido que le lleve té.
— Yo tengo más del que puedo beber. Voy a compartirlo con él. De este modo te ahorraré un viaje —añadió, guiñándole un ojo.
— Gracias, Ruben. Tomad otra taza.
Zedd se llevó a la boca el último pedazo de asado mientras inspeccionaba la sala. Los hombres se habían calmado y Oscar ya no hipaba; todos escuchaban al bardo cantar una triste balada acerca de un hombre que había perdido a su amada.
El mago cogió la tetera y las tazas y se levantó de la mesa. Al acordarse del sombrero, maldijo entre dientes y regresó para recuperarlo, cogiendo de paso el bastón. Deliberadamente pasó junto a Oscar y lo miró atentamente. No se explicaba lo de las pompas. Bueno, ahora se veía bien, aunque achispado.
El mago se detuvo junto al reservado ocupado por el hombre solo y alzó tetera y tazas.
— Me han servido más té del que puedo beber. ¿Puedo compartirlo con vos?
El hombre alzó hacia él una mirada adusta e intimidadora bajo unas pobladas cejas. Zedd sonrió. Realmente el tipo olía como un caballo. El hombre separó sus poderosos brazos que mantenía cruzados, apartó el látigo arrollado a un lado de la mesa e indicó por señas a Zedd que tomara asiento antes de volver a cruzarse de brazos.
— Bien, encantado, gracias. Me llamo… Ruben.
Zedd arrojó el sombrero sobre la mesa y enarcó las cejas, invitando al hombre a que se presentara.
— Ahern —dijo éste con voz resonante y profunda—. ¿Qué quieres?
Zedd colocó el bastón entre las rodillas con una mano, mientras que con la otra tiraba de sus pesados ropajes tratando de deshacer un grueso pliegue que se había formado bajo su huesudo trasero.
— Bueno… solamente deseaba compartir el té, Ahern.
— ¿Qué quieres en realidad?
— Me pareció que tal vez necesitaras trabajo —contestó el mago, al tiempo que le servía una taza.
— Ya tengo.
— ¿De veras? ¿De qué tipo? —Zedd se sirvió.
Ahern descruzó los brazos y se recostó, evaluando a su nuevo compañero de mesa. Pero los ojos de Zedd no revelaron nada. El hombre llevaba un abrigo largo que cubría unos imponentes hombros así como una camisa de franela verde oscuro. Una espesa melena, de pelo casi todo gris, le cubría hasta las orejas y parecía no haber visto un peine en mucho tiempo. El rostro, curtido por los elementos, presentaba profundas arrugas así como el típico enrojecimiento provocado por la acción del viento.
— ¿Por qué lo quieres saber?
Zedd se encogió de hombros mientras tomaba un sorbo de té.
— Para juzgar si puedo hacerte una oferta mejor. —Por supuesto Zedd podía conseguir por arte de magia cualquier cantidad de oro que el hombre le pidiera, pero decidió que ésa no era la mejor táctica. Así pues, tomó otro sorbo y esperó.
— Transporto hierro desde Tristen hasta aquí, a los herreros de Penverro y a veces hasta Winstead. Los keltas fabricamos las mejores armas de toda la Tierra Central.
— No es eso lo que he oído. —El ceño de Ahern se hizo más pronunciado. Zedd cruzó las manos sobre la cabeza plateada de su bastón—. Lo que he oído es que los keltas forjan las mejores espadas de las tres tierras, no sólo de la Tierra Central. —El bardo empezó a entonar una nueva canción sobre un rey que perdió la voz y tuvo que transmitir sus órdenes por escrito. Pero, como nunca había permitido a ninguno de sus súbditos que aprendiera a leer, perdió su reino—. Una carga muy pesada para esta época del año.
— Todavía es peor en primavera —repuso Ahern con un amago de sonrisa—. Por el barro. Entonces es cuando se distingue a un bocazas de un buen carretero.
— ¿Tienes trabajo estable? —inquirió Zedd, empujando la taza llena un poco más cerca del hombre.
— Lo bastante para alimentarme —repuso Ahern, quien por fin cogió la taza.
— Me diste la impresión de estar habituado a usar esto —comentó el mago, levantando el extremo del látigo.
— Hay diversos modos de lograr que un tiro de caballos dé lo mejor de sí. Esos idiotas —dijo, señalando con el mentón a los parroquianos— creen que pueden conseguir lo que sea con unos cuantos latigazos.
— ¿Y tú no?
— No. Yo uso el látigo para llamar la atención de los caballos, para decirles qué quiero de ellos y por dónde deben ir. Mi tiro trabaja para mí porque lo he entrenado para que trabaje, no porque le dé latigazos. En un camino muy estrecho quiero un tiro que comprenda lo que quiero, no uno que salte al notar un latigazo. Ya hay suficientes desfiladeros sembrados con huesos tanto de hombres como de caballos, y yo no quiero añadir los míos.
— Parece que conoces bien tu trabajo.
— ¿Y a qué tipo de «trabajo» te dedicas tú? —preguntó Ahern, señalando con la taza el ostentoso atavío de Zedd.
— Árboles frutales. Cultivo las frutas más sabrosas de todo el mundo, sí señor —respondió Zedd, alzando un dedo hacia lo alto.
Ahern soltó un gruñido.
— Quieres decir que posees tierras que otros trabajan para que produzcas las frutas más sabrosas de todo el mundo.
— Sí, supongo que sí —dijo Zedd, riéndose entre dientes—. Al menos, ahora es así. Pero empecé de otro modo. Durante años trabajé yo solo, luchando por salir adelante. Cuidaba los frutales día y noche, tratando de producir las mejores frutas que nadie hubiera probado. Muchos de los árboles no lograban dar buen fruto. Fracasé muchas veces y pasé hambre.
»Pero al fin salí adelante. Ahorraba hasta la última moneda de cobre y así pude ir comprando cada vez más tierra. Plantaba los árboles, los cuidaba, recogía la fruta, la llevaba al mercado y la vendía yo solo. Con el tiempo, mi fruta fue ganando fama de ser la más sabrosa y llegó el éxito. En los últimos años contrato a otros para que cuiden los campos de frutales, pero sigo trabajando para que mi fruta siga siendo la mejor. Supongo que tú también esperas tener éxito en tu trabajo.
Zedd, orgulloso de la historia que acababa de inventarse, se recostó en la silla. Ahern le tendió la taza para que le sirviera más té.
— ¿Y dónde tienes los campos?
— En la Tierra Occidental. Me trasladé allí antes de que se alzara el Límite.
— ¿Y qué te trae por aquí?
Zedd se inclinó hacia adelante y bajó la voz.
— Bueno, mi esposa no goza de buena salud ¿sabes? Ambos nos hemos hecho viejos y, ahora que el Límite ya no existe, ella desea visitar de nuevo la tierra en la que nació. Allí conoce a sanadores que podrán curarla. Yo haría cualquier cosa por ella. Está demasiado enferma para seguir viajando a lomos de un caballo, por lo que quisiera contratar a alguien que nos llevara. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.
— Parece que habéis emprendido un largo viaje —dijo Ahern, dulcificando el gesto—. ¿Adónde os dirigís?
— A Nicobarese.
Ahern golpeó la taza contra la mesa, derramando parte del té.
— ¿Qué? —exclamó. Entonces bajó la voz y aproximó el cuerpo hacia Zedd. Su fornido abdomen quedó apretado contra el borde de la mesa—. ¡Pero si estamos en lo más crudo del invierno!
— Creí que habías dicho que la primavera es la peor estación —comentó el mago, pasando un dedo por el borde de la taza.
Ahern gruñó y miró al tal Ruben con recelo.
— Eso está en el noroeste, al otro lado de las montañas Rang’Shada. Si venís de la Tierra Central y queréis ir a Nicobarese, ¿qué sentido tiene cruzar primero las Rang’Shada? Ahora tendréis que volverlas a cruzar.
Esas palabras tomaron por sorpresa a Zedd, que tuvo que devanarse los sesos para hallar una respuesta. Al fin dijo:
— Yo nací en el norte, cerca de Aydindril. Nos dirigíamos allí, a visitar mi tierra natal, antes de emprender viaje a Nicobarese en primavera. Nuestra idea era cruzar las montañas por el sur y luego ir hacia el noreste, a Aydindril. Pero Elda, mi esposa, enfermó, por lo que decidí que sería mejor llevarla enseguida a los sanadores.
— Hubiera sido mucho mejor ir a Nicobarese primero, antes de cruzar las montañas.
Zedd cruzó las manos sobre el bastón.
— Bueno, Ahern, ¿sabes cómo enmendar un error, para volver atrás y hacer lo que sugieres?
Ahern rió de mala gana.
— Supongo que no. —Tras un momento de reflexión, lanzó un cansino suspiro—. Voy a decirte algo, Ruben; es un viaje muy largo. Vas a meterte en problemas, y yo no quiero tener nada que ver con eso.
— ¿De veras? —Zedd arqueó una ceja y, deliberadamente, recorrió la sala con la mirada—. Dime una cosa, Ahern, si la empresa te parece tan formidable, ¿cuál de estos hombres crees que estará a la altura del trabajo? ¿Quién es mejor conductor que tú?
Ahern escrutó a la multitud con gesto agrio.
— Yo no digo que sea el mejor conductor que hay aquí, pero la mayoría de estos tipos son unos fanfarrones con la cabeza hueca. No creo que ni uno solo de los presentes pudiera lograrlo.
Zedd rebulló en el banco mostrando su irritación.
— Ahern, creo que simplemente estás tratando de aumentar el precio.
— Y yo creo que tú estás tratando de rebajarlo.
Una leve sonrisa apareció en los labios del mago.
— Opino que no es un trabajo tan difícil como lo pintas.
— ¿Crees que es fácil? —le espetó Ahern, nuevamente ceñudo.
Zedd se encogió de hombros.
— Ya estás conduciendo tu vehículo en invierno. Yo sólo te pido que lo conduzcas en otra dirección. Eso es todo.
Ahern se inclinó hacia adelante, y los músculos de la mandíbula se le tensaron.
— ¡La dirección en la que quieres ir es el problema! Para empezar, corren rumores de guerra civil en Nicobarese. Y lo peor es que, a no ser que desees perder semanas en los pasos del sur, el camino más recto es atravesar Galea.
»Hay conflictos entre Galea y Kelton —añadió, bajando la voz—. He oído que se lucha en la frontera. Algunas ciudades de Kelton han sido saqueadas. La gente de Penverro está nerviosa, pues la ciudad se halla muy cerca de la frontera con Galea. Eso es lo que se dice. Ir a Galea es meterse en la boca del lobo.
— ¿Que hay lucha dices? No son más que habladurías. La guerra ha acabado. Las tropas de D’Hara han regresado a su hogar.
— No se trata de incursiones de soldados de D’Hara —lo corrigió el carretero, meneando lentamente la cabeza—, sino de galeanos.
— ¡Paparruchas! Los keltas creen que los galeanos los atacan cada vez que un campesino vuelca un farol y el granero se incendia, y los galeanos ven a keltas cada vez que los lobos se llevan a un cordero. Me encantaría saber cuánto han costado todas las flechas que se han disparado a las sombras. Si Kelton o Galea atacaran, el Consejo Supremo cortaría la cabeza a quien hubiera dado la orden de ataque, fuera quien fuera. —Zedd agitó un dedo en dirección a Ahern—. ¡No sería tolerado! —exclamó, golpeando el suelo con el bastón.
— Yo no sé nada de política y menos aún sobre esas malvadas Confesoras —se defendió Ahern, algo intimidado—. Yo sólo sé que quien atraviese Galea se expone a recibir una lluvia de flechas. Lo que quieres no es tan fácil como te imaginas.
Zedd empezaba a cansarse de ese juego. No tenía tiempo para eso. No podía quitarse de la cabeza algo que Adie había dicho acerca de la Luz. Decidido a resolver la discusión de un modo u otro, apuró el té de un sorbo.
— Gracias por la conversación, Ahern, pero ya veo que no eres el hombre capaz de llevarnos a Nicobarese.
Dicho esto, el mago se levantó e hizo ademán de asir el sombrero. El carretero colocó una de sus enormes zarpas sobre el brazo de Zedd, instándolo a que se volviera a sentar. Entonces se inclinó nervioso hacia adelante.
— Mira, Ruben, los tiempos son duros. La guerra con D’Hara ha afectado al comercio. Kelton se libró de lo peor de la guerra, pero muchos de nuestros vecinos no, y resulta difícil hacer negocios con gente muerta. Ya no hay tantos cargamentos como solía haber, pero sobran los hombres dispuestos a transportarlos. No puedes culparme por tratar de obtener el mejor precio cuando se presenta una buena oportunidad. —El carretero enarcó las cejas mientras se inclinaba más hacia Zedd—. Es como cuando tú tratas de obtener el mejor precio por la mejor fruta.
— La mejor fruta, ciertamente. —Zedd agitó con impaciencia la mano hacia la sala—. Cualquiera de esos hombres estaría encantado de llevarnos. Y cualquiera de ellos se jactaría de ser el mejor conductor, igual que tú. Estás tratando de subir el precio al máximo y estás en tu derecho de hacerlo, pero basta ya de juegos. Ahern quiero saber por qué debería pagar tu precio.
Con la yema de un grueso dedo Ahern empujó su taza hasta el centro de la mesa, indicando que volviera a llenársela. Antes de hacerlo, Zedd se alisó las mangas. El carretero atrajo la taza hasta el refugio de sus enormes brazos mientras se inclinaba hacia adelante. Entonces echó una mirada en todas direcciones.
Todos los presentes miraban al bardo, que cantaba una canción de amor a una de las camareras. El rapsoda le sostenía una mano mientras le cantaba su amor eterno. La muchacha tenía el rostro arrebolado. Con la otra mano sostenía la bandeja a la espalda y reía tontamente con la mirada clavada en el suelo.
Ahern se sacó de debajo de la camisa de franela verde una cadena con un medallón plateado.
— Es por esto por lo que pido el precio máximo.
Zedd contempló ceñudo la regia imagen del medallón.
— Parece galeano —comentó.
— Lo es. En primavera y verano D’Hara puso cerco a Ebinissia. Los galeanos perecían lentamente sin nadie que los ayudara; todo el mundo estaba demasiado ocupado luchando contra los ejércitos de D’Hara, por lo que los abandonaron a su suerte. Los galeanos necesitaban armas.
»Yo transporté montones de armas y la tan necesaria sal por los pasos más aislados. La guardia de Galea se había ofrecido a escoltar a cualquiera que se arriesgara a realizar ese viaje, pero pocos lo intentaron. Esos pasos remotos son muy traicioneros.
— Una acción muy noble de tu parte —opinó Zedd, enarcando una ceja.
— De noble nada. Me pagaron más que generosamente. Simplemente no me gustaba que estuvieran atrapados como ratas, especialmente sabiendo lo que hacen los soldados de D’Hara a los vencidos. Sea como sea, me dije que con algunas espadas keltas tendrían mejor oportunidad de defenderse, eso es todo. Como ya he dicho, tratamos de sacar el mayor provecho.
Zedd alzó la mano posada sobre el bastón y señaló el medallón que Ahern había vuelto a esconderse bajo la camisa.
— ¿Qué es ese medallón?
— Cuando el cerco se levantó, fui llamado a comparecer ante la corte de Galea. La reina Cyrilla en persona me entregó el medallón. Dijo que por haber ayudado a su pueblo a defenderse siempre sería bienvenido en Galea. —El hombre se golpeó el medallón por encima de la camisa—. Es un pase real. Con él puedo ir adondequiera en Galea, y nadie puede impedirlo.
— Así pues, ahora tratas de poner precio a algo que no lo tiene —dijo Zedd, mirándolo fijamente a los ojos.
— Lo que yo hice no fue nada —repuso Ahern, entornando los ojos—. Los galeanos sufrieron todas las penurias de la guerra. Yo los ayudé porque lo necesitaban y porque me pagaron bien. No reivindico que sea un héroe. Lo hice por ambas razones. Seguramente, con una sola no hubiera bastado. Ahora tengo el pase que me ayudará a ganarme la vida. Bueno, no veo nada malo en ello.
— Tienes razón, Ahern —lo calmó Zedd, recostándose en el respaldo—. Después de todo, los galeanos pusieron un precio en oro a lo que hiciste por ellos. Yo haré lo mismo, si puedo. ¿Cuánto pides por llevarnos a Nicobarese?
El carretero hizo rodar la taza de té, que entre sus manazas parecía diminuta.
— Treinta monedas de oro. Ni una menos.
— ¡Caramba, caramba! —repuso Zedd, enarcando una ceja—. ¿No te vendes un poco demasiado caro?
— Yo puedo llevaros hasta allí, y ése es mi precio. Treinta monedas.
— Veinte ahora y diez más cuando lleguemos a Aydindril.
— ¡Aydindril! No habías dicho nada de Aydindril. No quiero tener nada que ver con Aydindril ni con sus brujos y Confesoras. Además, para ir allí tendríamos que volver a cruzar las Rang’Shada.
— De todos modos las tendrás que cruzar para regresar aquí. ¿Qué más te da hacerlo por el norte? Apenas te desviarás. Si no te gusta mi oferta, te ofrezco veinte por llevarnos a Nicobarese, y allí estoy seguro de que encontraré a alguien que estará encantado de llevarnos a Aydindril por diez monedas, si es que mi esposa necesita un vehículo una vez curada. Si quieres treinta, tuyas son si te comprometes a llevarnos a Nicobarese y luego a Aydindril. Ésa es mi oferta.
Ahern continuó haciendo rodar la taza entre las manos.
— De acuerdo —dijo al fin—. Veinte ahora y diez más cuando lleguemos a Aydindril. Pero con una condición.
— ¿Cuál?
— Que no lleves ese sombrero. —Ahern señaló con el dedo el sombrero rojo de Zedd—. La pluma asustaría a los caballos.
Una amplia sonrisa distendió las arrugadas mejillas de Zedd.
— Yo también tengo una condición —dijo, ante lo cual Ahern ladeó la cabeza—. Tendrás que decirle a mi mujer que es tu condición.
— Hecho. —El carretero le devolvió la sonrisa, pero se desvaneció tan rápidamente como había brotado—. No será nada fácil ascender hasta las montañas, internarnos en ellas y cruzarlas, Ruben. Tengo un coche que compré con lo que gané en la operación de Ebinissia. Le pondré patines para que podamos movernos más fácilmente sobre la nieve. Y ahora es hora de pagar —añadió, dando golpecitos a un lado de la taza.
Los dedos del bardo volaban sobre las cuerdas tocando una fascinante balada sin palabras. Casi todo el mundo seguía el ritmo con los pies añadiendo un acompañamiento como de tambor. Zedd metió la mano en la túnica y la cerró alrededor de las dos bolsas que contenían monedas de plata. Contemplaba el comedor sin verlo.
A continuación repitió lo que últimamente le tocaba hacer con demasiada frecuencia: dirigió un cálido flujo de magia hacia las monedas de plata para convertirlas en oro.
¿Qué otra opción tenía? Si fallaba en su empresa, el mundo de los vivos perecería. Ojalá que no estuviera tratando de justificarse por un acto que sabía peligroso.
— No hay nada sencillo —murmuró.
— ¿Qué?
— He dicho que sé que no será un viaje sencillo. —Con estas palabras dejó caer sobre la mesa la bolsa marrón oscuro llena de oro—. Aquí tienes, veinte ahora, como hemos acordado.
Ahern abrió la bolsa y metió dos gruesos dedos dentro para contar las monedas mientras Zedd contemplaba ociosamente a la gente disfrutar de la comida, la bebida y la música. Se moría de impaciencia por partir hacia Nicobarese.
— ¿Es una especie de broma?
El mago centró de nuevo su atención en Ahern. El hombre sacó de la bolsa una moneda cogiéndola con dos dedos y la arrojó sobre la mesa. La moneda, de un color apagado, giró hasta que por fin cayó sobre una de sus caras con un sonido tan apagado como su color. Zedd la miró incrédulo.
La moneda era como cualquier otra, pero era de madera en vez de oro.
— Yo… yo… bueno…
Ahern había volcado el resto de las monedas de oro en su gran mitón y las estaba metiendo de nuevo en la bolsa.
— Además —dijo el carretero—, sólo hay dieciocho. Faltan dos. Y no pienso aceptar monedas de madera.
Zedd sonrió con aire indulgente mientras sacaba la bolsa de color marrón claro.
— Lo siento, Ahern —se disculpó, al tiempo que recogía las monedas de madera de la mesa—. Me he equivocado de bolsa. Ésa es la que contiene mi moneda de madera. Nunca me desharía de ella, naturalmente. Para mí vale más que una de oro.
El mago miró el interior de la bolsa. Diecisiete. Y dos de ellas también eran de madera. En total, debería haber diecinueve. La cabeza le daba vueltas mientras trataba de buscar una explicación a lo ocurrido. ¿Acaso maese Hillman había tratado de engañarlo? No, sería un robo demasiado burdo. Además, ni un tonto trataría de hacer pasar una moneda de madera por una moneda de oro.
— Bueno, ¿dónde están las dos monedas que faltan?
— Oh, sí, sí. —Zedd sacó dos monedas de la segunda bolsa y las puso encima de la mesa.
Ahern las añadió a la bolsa marrón oscuro, que cerró con fuerza y luego se embutió en un bolsillo.
— Ahora estoy a tu servicio. ¿Cuándo deseas partir?
Las monedas de plata que se habían convertido en madera en vez de oro no preocupaban al mago, pues a eso podría hallarse una u otra explicación. Pero tres monedas habían desaparecido, y eso sí que lo preocupaba. De hecho, lo preocupaba hasta el tuétano.
— Me gustaría partir lo antes posible. Enseguida.
— ¿Quieres decir mañana?
— No —lo corrigió Zedd, agarrando el sombrero—. Quiero decir ahora mismo. Mi esposa… —se explicó ante la perpleja cara del carretero—… no hay tiempo que perder. Debo llevarla cuanto antes junto a los sanadores.
Ahern se encogió de hombros.
— Bueno, acabo de volver de Tristen y tengo que dormir un poco. Será un viaje largo y duro. —De mala gana Zedd asintió—. Primero montaré los patines en el coche, lo que me llevará un par de horas, a menos que alguno de estos tipos me ayude.
— ¡No! —exclamó Zedd, golpeando el suelo con el bastón—. No digas a nadie qué estás haciendo ni adónde te diriges. Ni siquiera digas que vas a partir. —Al ver el ceño de Ahern, enmudeció de golpe y se dijo que sería mejor que lo tranquilizara—. Tú mismo has dicho que será un viaje peligroso; no añadamos más peligros.
El imponente Ahern se puso de pie y bajó la mirada hacia el supuesto mercader con recelo, mientras se ponía el abrigo que le llegaba hasta los pies.
— Primero me convences para que os lleve hasta el maldito país de los brujos y las Confesoras, y ahora esto. Me parece que debería haber hecho más preguntas. —El hombre se ató en un flojo nudo los extremos del cinturón de su abrigo—. Pero un trato es un trato. Prepararé el coche y compraré algunas provisiones antes de echarme unas horas. Me reuniré con vosotros aquí mismo tres horas antes de amanecer. Mañana al mediodía ya habremos cruzado la frontera y estaremos en Galea.
— Tengo una yegua en los establos. Será mejor que la llevemos con nosotros. Pásate por allí y cógela antes de reunirte con nosotros. —Zedd despidió al hombre con un distraído movimiento del bastón—. Tres horas antes del amanecer.
Tenía la mente ocupada en otros asuntos. Esto era más serio de lo que creía. Era imperativo que encontraran ayuda lo antes posible. Tal vez la mujer con las tres hijas había estudiado en algún sitio, quizás en algún lugar más cerca que Nicobarese. Tal vez podrían averiguar lo que necesitaban saber sin tener que ir hasta allí. El tiempo era esencial.
«Sólo la Luz lo sabe», había dicho Adie al enterarse de las malas noticias sobre el skrin. La «Luz» era una referencia habitual al don, pero también era una oscura referencia a algo completamente distinto. Zedd golpeaba el bastón contra el suelo. ¿Por qué Adie tenía siempre que hablar usando acertijos de hechicera?
Mientras Ahern se dirigía a la puerta, el mago se levantó y se encaminó a la escalera.