Llegaron a unos escalones de veinte pasos de anchura que sólo revelaban su verdadera naturaleza en el extremo derecho, donde el viento había soplado cerca de la amplia balaustrada de mármol rosa e impedido que la nieve se acumulara. Kahlan se detuvo brevemente al apercibirse que habían llegado a su destino, apoyó con gesto decidido su raqueta en la delgada capa que cubría los escalones y ascendió hasta el pórtico. La imposta estaba decorada con una hilera de estatuas envueltas en piedra tallada que imitaba de manera tan perfecta los pliegues de una tela que uno tenía la impresión de que la ligera brisa los agitaba. Diez columnas blancas a cada lado sostenían el imponente entablamento a una altura de vértigo por encima de la entrada porticada. Los cuerpos caídos en una batalla desesperada yacían unos encima de otros por toda la superficie del césped cubierto de nieve, o apoyados contra los muros exteriores de la entrada abovedada, como si descansaran.
Las puertas ornamentadas con los escudos reales delicadamente tallados de la casa Amnell, sostenidos por dos leones de montaña, estaban hechas trizas en el suelo del vestíbulo. Al fondo, flanqueando el arco de piedra esculpida, se alzaban las estatuas a tamaño real de la reina Bernadine y el rey Wyborn, cada uno sosteniendo una lanza y un escudo en una mano, mientras que en la otra la reina mostraba una espiga de trigo y el rey un cordero. Los senos de la reina habían sido destrozados, y las baldosas de mármol de color rojizo estaban cubiertas por esquirlas y polvo de piedra. A ambas estatuas les faltaba la cabeza.
Con dedos entumecidos, Kahlan se desató las raquetas y las dejó apoyadas contra la estatua de la reina. Chandalen la imitó antes de seguirla al salón de recepciones, a ambos lados del cual se veían espejos rotos y tapices desgarrados. Kahlan se abrigó con la capa. Su aliento se convertía en vapor que se elevaba perezosamente en el aire muerto y en calma, más frío que el del exterior.
— ¿Para qué se usa este lugar? —preguntó Chandalen en un susurro, como si temiera despertar los espíritus de los muertos.
Kahlan tuvo que hacer un esfuerzo para no susurrar ella también.
— Aquí vive la reina de este país. Se llama Cyrilla.
— ¿Una persona sola vive en un sitio como éste? —La incrédula voz del hombre barro resonó en el salón de piedra.
— Mucha gente vive aquí. Para empezar, los consejeros de la reina, que son algo así como los ancianos entre tu gente, y otras personas que se ocupan de las tareas de gobierno del país, y otras más que atienden sus necesidades para que puedan realizar dichas tareas. Mucha gente vive aquí, pero la reina es quien manda tanto en palacio como en el país. Ella está por encima de todos los demás.
Chandalen la siguió en silencio mientras Kahlan empezaba a registrar el palacio. Los ojos del hombre barro se deslizaban de un maravilloso objeto al siguiente; mobiliario primorosamente tallado ahora roto en pedazos y tirado por todas partes o las pesadas colgaduras rojas, azules, doradas o verdes que adornaban las ventanas de tres metros de altura con la parte superior cuadrada, de las que sólo quedaban jirones.
Kahlan descendió un tramo de escaleras que conducía a las habitaciones inferiores. Los peldaños de madera de roble crujían a cada paso por efecto del frío. Chandalen insistió en entrar el primero en cada habitación; abría la puerta con un pie y se deslizaba adentro con una flecha de diez pasos preparada antes de permitir que Kahlan entrara.
Únicamente hallaron cadáveres. En algunas habitaciones encontraron a parte de la servidumbre alineada contra una pared y clavada en ésta con flechas. En las cocinas parecía que, después de ejecutar a los cocineros, a los pinches, a los escanciadores de vino, a los ayudantes, a los lavaplatos, a los encargados de lavar las cacerolas y a las fregonas, los invasores se hubieran corrido una juerga nadando en alcohol. No quedaba ni un barril de cerveza o de vino lleno. En cuanto a la comida, habían arrojado más a las paredes de la que se habían comido ellos.
Mientras Chandalen comprobaba la saqueada despensa, la mirada de Kahlan fue atraída por los cuerpos de dos mujeres jóvenes, ayudantes de cocina, tirados en el suelo detrás de una gran tabla de carnicero. Una estaba completamente desnuda, mientras que la otra llevaba sólo una media de lana marrón arrollada alrededor de su fino tobillo. Su primera suposición era falsa; no toda la servidumbre había sido asesinada antes de lanzarse sobre la bebida.
Con una faz tan inexpresiva como la de las dos jóvenes muertas, Kahlan dio media vuelta, abandonó la cocina y ascendió la escalera de servicio para registrar las plantas superiores. Chandalen corrió tras ella ruidosamente y subió los escalones de tres en tres para alcanzarla.
Kahlan sabía que al hombre barro no le gustaba que se hubiera marchado sin él, pero en vez de eso dijo:
— Hay carne en salazón. Tal vez podríamos coger un poco. No creo que a esta gente le importe, ¿no crees? Supongo que no nos negarán un poco de comida.
La mujer fue subiendo a un ritmo regular, apoyándose en el pasamano, aunque enseguida metió la mano dentro de la capa, porque el mármol pulido estaba tan helado que al tocarlo sentía pinchazos en los dedos.
— Si comes esa carne, morirás. Estoy segura de que la han envenenado, para que si algún compatriota de los muertos regresa a este lugar y come cualquier alimento que hayan dejado, también muera.
En la planta baja no había ni un solo cadáver. Seguramente había sido usada como cuartel general del ejército. En el suelo del salón de baile se veían barriles de vino y ron vacíos. Sobre la moqueta había restos de comida desparramados, tazas y copas, platos rotos, cenizas de tabaco, vendajes ensangrentados, harapos grasientos, espadas, lanzas y mazas rotas o torcidas, virutas de madera oscura de la pata de una mesa de nogal que alguien había tallado hasta que apenas quedó nada, yacijas con agua congelada, manteles sucios, sábanas hechas jirones y edredones acolchados de todos colores que estaban realmente asquerosos. Por todas partes se veían huellas sucias de botas, incluso encima de las mesas. Por los arañazos, parecía que los hombres hubieran bailado sobre ellas.
Chandalen caminó entre la porquería y examinó algunas cosas.
— Hace dos o tres días que se marcharon.
— Sí, eso parece —replicó la mujer, con la mirada baja.
El hombre barro hizo rodar un barril de vino con un pie para comprobar si estaba vacío. Lo estaba.
— Me pregunto por qué se quedaron tanto tiempo. ¿Sólo para beber y bailar?
— No lo sé —suspiró la mujer—. Tal vez querían descansar y curar a los heridos. O tal vez quisieron celebrar la victoria bebiendo.
— Matar no es motivo de celebración —sentenció Chandalen, alzando bruscamente la mirada hacia ella.
— Lo es para quien hizo esta carnicería.
De mala gana, la mujer al fin subió la escalera que conducía al piso superior. No quería mirar allí, que era donde se encontraban los dormitorios.
Primero comprobaron el ala oeste: los aposentos de los hombres, que era donde se había alojado parte de la tropa. Tratándose de un ejército tan numeroso, probablemente había muchos oficiales. Seguramente éstos habían ocupado las mejores habitaciones, mientras que los soldados ocupaban las posadas y otras casas de la ciudad.
Tras inspirar profundamente para armarse de valor, Kahlan apretó la mandíbula y cruzó el salón central, que tenía una galería desde la que se dominaba la gran escalinata, para dirigirse al ala este. Chandalen, que le pisaba los talones, quiso abrir primero las puertas y mirar dentro, pero esta vez Kahlan no se lo permitió. La mujer se detuvo un instante con la mano sobre el pomo de la primera puerta hasta que, por fin, la abrió. Durante un rato contempló la escena que se ofrecía a sus ojos. Luego se aproximó a la puerta siguiente y la abrió de golpe, y luego otra y otra más.
Todas las alcobas estaban ocupadas por mujeres; todas ellas desnudas. La escena se repetía en una habitación tras otra. Por la suciedad acumulada en las alfombras, el tráfico de hombres parecía haber sido constante. En el suelo se veían montoncitos de virutas, donde un hombre había matado el tiempo de la espera sacando punta a todo lo que encontraba.
— Ahora ya sabemos por qué se quedaron varios días; para hacer esto —susurró Kahlan a Chandalen, sin mirarlo a los ojos. El hombre barro no dijo nada.
Sin duda, esos pocos días habían sido los más largos en la vida de esas mujeres. Kahlan rogó que sus espíritus hubieran hallado al fin la paz.
Al final del corredor estaba la habitación que compartían las mujeres más jóvenes. Despacio, Kahlan abrió la puerta y se quedó petrificada, mirando. Chandalen se acercó y miró por encima del hombro de la mujer.
Ahogando un grito, la mujer se volvió, le puso una mano en el pecho y le rogó:
— Por favor, Chandalen, espérame fuera.
El hombre barro asintió con la vista clavada en sus botas.
Kahlan cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda en ella un rato. Con una mano a un lado del cuerpo y la otra cubriéndole la boca, bordeó un armario ropero volcado y destrozado, y fue recorriendo la fría habitación pasando entre las camas, mirando de un lado a otro. Los valiosos espejos de mano, cepillos, peines y alfileres ordenados con exquisito cuidado sobre los tocadores estaban desparramados por el suelo. El aire helado que entraba por las ventanas rotas hinchaba ligeramente las cortinas de muaré azul.
Eran las damas de honor de la reina. Muchachas de catorce, quince o dieciséis años, unas pocas algo mayores. No eran meros cuerpos sin nombres, pues Kahlan conocía a la mayoría.
La reina las había llevado consigo cuando viajó a Aydindril para hablar ante el consejo. Kahlan no pudo por menos que fijarse en ellas por su vitalidad y la excitación que sentían al hallarse en Aydindril. Ver la majestuosidad de Aydindril a través de sus ojos le había dado una nueva visión de las cosas que la rodeaban y le había hecho sonreír. Hubiera deseado enseñarles ella mismo el castillo, pero al ser la Madre Confesora las hubiera asustado. Pero las admiró desde lejos y envidió su vida llena de posibilidades.
Kahlan se detuvo delante de varios lechos. Con la espalda rígida, la cabeza alta y la mandíbula tensa se obligó a mirar esos rostros que conocía. Juliana, una de las más jóvenes, siempre había estado muy segura de sí misma. Sabía lo que quería y se lanzaba con decisión a conseguirlo. Tenía debilidad por los jóvenes de uniforme; por los soldados. En una ocasión había tenido problemas con su dueña, la señora Nelda, por eso. Kahlan había intercedido en secreto por ella al informar a la señora Nelda que, pese a los coqueteos de Juliana, los miembros de la guardia local de Aydindril eran todos hombres de un honor impecable que jamás osarían poner el dedo encima a una dama de honor de la reina. Ahora tenía las muñecas atadas a un poste de la cama y, por cómo había sangrado, parecía haber permanecido en esa posición durante todo su calvario. Kahlan maldijo en silencio a los espíritus por esa muestra de cruel humor al dar a la inocente muchacha lo que pensaba que quería.
La pequeña Eslwyth ocupaba el siguiente lecho empapado de sangre. Había recibido incontables puñaladas en los senos y le habían cortado el cuello, como a tantas de sus compañeras, como puercos en el matadero. En el fondo de la habitación, Kahlan se detuvo a los pies de la última cama. Ashley, una de las adolescentes, tenía los tobillos atados a ambos postes de la cama. Había muerto estrangulada con el cordón de la cortina. Su padre era uno de los asesores del embajador de Galea en Aydindril. Su madre había llorado de emoción el día que la reina Cyrilla accedió a aceptar a Ashley como dama de honor. ¿Cómo iba a explicarles a sus padres lo que le había sucedido a su pequeña al servicio de la reina?
Mientras Kahlan volvía sobre sus pasos hacia la puerta, echando una última mirada a cada cuerpo sin vida, a cada rostro helado de horror o con expresión de perpleja sumisión, se preguntó por qué no estaba llorando. ¿Acaso no sería lo más natural? ¿No debería caer de rodillas, lanzar gritos angustiados, golpearse con los puños y llorar hasta ahogarse en sus propias lágrimas? Pero no lloraba. Kahlan se sentía como si no tuviera lágrimas.
Tal vez eran demasiados. Tal vez había visto tantos muertos ese día que ya era incapaz de sentir nada. Como cuando uno se mete en una bañera y el agua está tan caliente que cree que no podrá aguantarlo y que se quemará, pero a los pocos minutos ya parece soportable.
Con suavidad, cerró la puerta. Chandalen la esperaba exactamente en el mismo sitio donde lo había dejado. Apretaba el arco con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Kahlan pasó junto a él, esperando que la siguiera, pero el hombre barro no lo hizo.
— La mayoría de las mujeres llorarían —dijo, mirando fijamente la puerta.
— Yo no soy la mayoría de las mujeres —se defendió Kahlan, sonrojándose.
— No —repuso Chandalen, sin apartar la vista de la puerta—, no lo eres.
Finalmente, su mirada abandonó la puerta y fue a fijarse en su arco. Mientras inspiraba hondo, tanto que fue como si llevara minutos sin tomar aire, sus hombros se relajaron.
— Quisiera contarte una historia —dijo.
Kahlan lo esperaba a algunos pasos de distancia.
— Ahora mismo no estoy de humor para historias, Chandalen. Dejémoslo para otro rato.
— Quisiera contarte una historia —repitió el hombre, más fuerte esta vez y clavando en ella sus feroces ojos color avellana.
Kahlan suspiró.
— Si es importante para ti…
Sosteniendo la mirada de Kahlan, Chandalen salvó la distancia que los separaba.
— Cuando mi abuelo era tan joven y tan fuerte como yo soy ahora —empezó a decir el hombre barro, golpeándose el hinchado pecho—, ya tenía mujer y dos hijos. Mucha gente iba a la aldea de la gente barro para comerciar, y nosotros los dejábamos pasar a todos. La aldea estaba abierta a todos. Todo el mundo era bienvenido. Los jocopo eran uno de esos pueblos que venían a comerciar.
— ¿Quiénes son los jocopo? —Kahlan conocía a todos los pueblos de la Tierra Central y jamás había oído hablar de ellos.
— Un pueblo que vivía más al oeste, cerca del Límite.
Kahlan revisó su mapa mental con el entrecejo fruncido.
— Nadie vive al oeste de la gente barro. Esa tierra está desierta.
Chandalen la miró fijamente y prosiguió:
— Los jocopo eran muy altos. —El hombre barro levantó la mano una cabeza por encima de él, antes de dejarla caer de nuevo al costado—. Pero siempre fueron pacíficos, como los bantak y como nosotros. Pero, un día, nos declararon la guerra por motivos que nadie conoce. La gente barro estaba muy asustada y por la noche temblaba de miedo al imaginarse que los jocopo atacarían al día siguiente. Asaltaban la aldea, cortaban el cuello a los hombres, raptaban a las mujeres y les hacían eso —con un gesto, señaló la puerta.
— Violación —dijo Kahlan, con voz serena—. Se llama violación.
Chandalen asintió.
— Los jocopo hacían eso a nuestras mujeres. Raptaron a muchas y las violaron. —Nuevamente lanzó una rápida mirada hacia la puerta—. Les hacían lo mismo que a esas mujeres. ¿Entiendes?
— Las violaban y luego eran torturadas y asesinadas.
Chandalen asintió, aliviado de no tener que entrar en detalles.
— Por aquel entonces, la gente barro no tenía guerreros como yo —continuó Chandalen, sacando de nuevo pecho y alzando con gesto altivo el mentón. Por fin, soltó aire—. Nunca habíamos tenido que luchar. La gente barro no deseaba luchar, pues consideraba que estaba mal. Pero los jocopo nos obligaron a hacerlo.
»Raptaron a mi abuela, la esposa de mi abuelo, la madre de mi padre. Mi abuelo juró entonces que enviaría a todos los jocopo al mundo de los espíritus. Reunió a hombres cuyas esposas, hermanas o madres habían sido raptadas y… —Chandalen se pasó la mano por la frente para secarse el sudor, pero con aquel frío no sudaba.
Kahlan le puso una mano sobre el brazo y, esta vez, el hombre no se estremeció.
— Lo comprendo, Chandalen.
— Mi abuelo pidió una reunión y recibió la visita de los espíritus de nuestros antepasados. Cuando comparecieron, lloró por su mujer y les pidió que le enseñaran a detener a los jocopo. Los espíritus le dijeron que primero luchara y que después ya lloraría.
— Mi padre me enseñó algo muy parecido —dijo Kahlan, retirando la mano y acariciando con aire ausente la piel de lobo que le rozaba el cuello—. Solía decirme: «No derrames lágrimas por los caídos hasta que te hayas vengado de quienes los mataron. Luego llora tanto como quieras».
— Tu padre era un hombre sabio.
Kahlan esperó en silencio hasta que, al fin, Chandalen pareció que recuperaba el hilo de la historia y entonces prosiguió:
— Los espíritus de los antepasados hablaron muchas noches a mi abuelo. Le enseñaron lo que debía hacer, cómo matar, y él enseñaba a los demás lo que había aprendido. Les enseñó a pintarse con barro y a atarse manojos de hierba alrededor para camuflarse. Nuestros hombres eran como sombras. Los jocopo no podían verlos ni siquiera estando tan cerca como tú y yo estamos ahora.
»Mi abuelo y sus hombres combatieron a los jocopo, pero no del modo que los jocopo luchaban, sino como les habían enseñado los espíritus. Los jocopo atacaban de día, porque eran tan numerosos que no nos temían. Pero los espíritus dijeron a mi abuelo que no luchara contra los jocopo en las condiciones que éstos imponían, sino que debían aprender a temer la noche, la pradera desierta y cada llamada de un pájaro, una rana o un bicho.
»Por cada persona barro, había cinco jocopo. Al principio no nos temían, porque eran mucho más numerosos. Matábamos a los jocopo cuando salían de caza, cuando cultivaban sus campos, cuando cuidaban el ganado, cuando se ponían en cuclillas para aliviarse y cuando dormían. Matábamos a cualquier jocopo. Nuestro propósito no era otro que acabar con ellos. Los matamos hasta que no quedó ni uno solo con vida.
Kahlan se preguntó por un momento si eso significaba que también habían matado a los niños, pero conocía la respuesta: los jocopo habían sido exterminados. Otra de las lecciones de su padre le vino a la mente: «Si te obligan a luchar, tienes el deber de no mostrar clemencia, pues el enemigo no la tendrá contigo. Si eres clemente, serás una traidora hacia tu pueblo y enemiga de éste, pues tu gente pagará con su vida por ese error».
— Lo entiendo, Chandalen. Tu gente hizo lo único que podía hacer. Tu abuelo hizo lo que era necesario para proteger a la gente barro. Otra de las cosas que me enseñó mi padre fue ésta: «Si te imponen la guerra, lucha contra tu enemigo de un modo que jamás haya imaginado ni en la peor de sus pesadillas. Cualquier otra cosa dará la victoria a tus adversarios».
— Seguramente tu padre conocía los espíritus de sus antepasados. Hizo bien en enseñarte esas lecciones. Pero —Chandalen bajó la voz en tono de simpatía— sé que es muy duro vivir con ellas y que pueden hacerte desconfiar de todo el mundo.
— Lo sé. Tu abuelo honró a la gente barro, Chandalen. Estoy segura de que, al acabar la guerra, lloró por todos aquellos que habían sido asesinados.
El hombre barro se desató la cinta que llevaba al cuello y entonces se retiró la capa hasta dejarla caer al suelo. Chandalen llevaba una pesada túnica de gamuza así como pantalones del mismo material. En cada hombro, sujeto con una cinta de algodón trenzado alrededor de los brazos, llevaba un cuchillo de hueso. El extremo inferior del cuchillo estaba afilado en punta, y el mango estaba cubierto con el mismo algodón para poder agarrarlo mejor. De la parte superior le colgaban plumas negras.
— Este hueso era de mi abuelo —dijo Chandalen, dando toques a uno de los cuchillos—. Y este otro de mi padre. Un día, cuando yo tenga un hijo fuerte, llevará uno de los míos y uno de mi padre, y el de mi abuelo podrá descansar en la tierra.
La primera vez que Kahlan vio esos cuchillos de hueso, al abandonar la aldea de la gente barro, los había tomado por armas ceremoniales. Pero ahora sabía con terrible certeza que no lo eran; eran armas auténticas, armas de los espíritus.
— ¿Qué son esas plumas?
Chandalen acarició las relucientes plumas negras del cuchillo que llevaba en el hombro derecho.
— El Hombre Pájaro de entonces las puso ahí cuando se hizo el cuchillo. Y éstas las puso nuestro Hombre Pájaro —dijo, tocando las del hombro izquierdo—. Son de cuervo.
Para la gente barro el cuervo era un poderoso espíritu, un símbolo de muerte. Aunque la idea de llevar un cuchillo fabricado con el húmero del propio abuelo y del padre era truculenta, sabía que para Chandalen era un honor, por lo que respetó sus creencias.
— Es un honor que invoques los espíritus de tus antepasados para protegerme, Chandalen.
El hombre no parecía muy contento.
— Según el Hombre Pájaro, también tú eres una de las nuestras y mi deber es protegerte. Llevo estos cuchillos para cumplir con mi deber.
»Mi abuelo —continuó, acariciando de nuevo el hueso de su abuelo— enseñó a mi padre y a mi tío, Toffalar, el hombre al que mataste, cómo ser los protectores de nuestra gente. Y mi padre —Chandalen tocó el hueso de su padre— me enseñó a mí. Cuando tenga un hijo yo le enseñaré a él, y un día él llevará mi espíritu mientras proteja a nuestra gente.
»Desde que matamos a los jocopo ya no dejamos que los forasteros entren en nuestras tierras. Los espíritus de nuestros antepasados nos enseñaron que abrir las puertas a los forasteros era abrir las puertas a la muerte. Y tenían mucha razón. Tú nos trajiste a Richard el del genio pronto y, por su culpa, Rahl el Oscuro mató a muchos de los nuestros.
Así pues, eso era. Chandalen era el protector de la gente barro, pero muchos habían muerto sin que él pudiera impedirlo.
— Los espíritus de los antepasados nos ayudaron a salvar a la gente barro y a muchos otros, Chandalen. Ellos vieron que Richard tiene un corazón noble y que estaba arriesgando su vida, como haces tú, para salvar a quienes no deseaban la guerra.
— Pero se quedó dentro de la casa de los espíritus mientras Rahl el Oscuro asesinaba a nuestra gente. No trató de detenerlo. No luchó. Dejó que nuestra gente muriera.
— ¿Sabes por qué? —En vista de que Chandalen mantenía la misma expresión pétrea y no respondía, prosiguió—: Los espíritus le dijeron que, si salía para luchar contra Rahl el Oscuro, lucharía del modo que su enemigo había elegido y moriría, y entonces no podría ayudar a nadie. También le dijeron que, si quería derrotar a Rahl el Oscuro y salvar al resto de la gente barro, no debía luchar como su enemigo, sino como los espíritus enseñaron a tu abuelo.
— Ya. Eso es lo que él dice —repuso Chandalen, con escepticismo.
— Yo también estaba allí y oí lo que le decían. Richard quería luchar. Cuando los espíritus le dijeron que no lo hiciera, se echó a llorar de frustración. En esos momentos, le habría sido imposible detener a Rahl. No fue culpa de Richard, y tampoco tuya. Tú tampoco podrías haber hecho nada para detenerlo. Si lo hubiera intentado, habría muerto, y Rahl el Oscuro habría ganado.
— Si tú no lo hubieras traído, nada de eso habría pasado. Rahl el Oscuro no hubiera venido a buscarlo.
La mujer se puso muy derecha.
— Chandalen, ¿sabes qué hago yo? ¿Cuál es mi especialidad?
— Sí. Como todas las Confesoras, asustas a la gente para poder darles órdenes y como te tienen miedo, ellos obedecen.
— Más o menos. Yo presido el Consejo de la Tierra Central. Represento a todos los pueblos y defiendo sus derechos. Gracias a mí, pueblos como la gente barro pueden vivir del modo que eligen.
— Nosotros nos defendemos solos.
— ¿De veras lo crees? Por cada persona barro había cinco jocopo. Tu abuelo era muy valiente y derrotó a un enemigo más numeroso. Pero por cada hombre, mujer y niño de los tuyos, hay más de un centenar de soldados muertos aquí, y ésta no es más que una de las ciudades de Galea. Pese a ser tantos, fueron vencidos como si nada. Un centenar de guerreros por cada persona barro y, según tú mismo has dicho, se batieron con valentía. ¿Qué oportunidad crees que tendríais contra un ejército capaz de derrotar a tantos? ¿O contra un ejército que fuese la mitad de ése?
Chandalen rebulló sin responder.
— Algunos pueblos, Chandalen, no tienen ni voz ni voto, como los bantak y la gente barro. No están representadas en el Consejo. Los países más grandes, como éste y el de los invasores, son muy poderosos y, sin embargo, Rahl el Oscuro los conquistó. Mi tarea consiste en defender a los pueblos que no están representados en el Consejo. Protejo vuestro deseo de que os dejen en paz y prohíbo que vayan a molestaros.
»Sin mí que los asustara y les dijera lo que deben hacer, ya os habrían quitado vuestra tierra. Ya has visto el país por el que hemos viajado; la mayoría de sus tierras no son buenas para el cultivo. La gente construiría granjas en vuestra pradera y criaría ganado. Vuestra sagrada pradera sería quemada, labrada y plantada con cultivos que intercambiar por oro.
»Por muy fuerte y valiente que seas, no podrías proteger a tu gente. Los forasteros os invadirían. El hecho de que seáis valientes y fuertes, no significa que fuerais a ganar. Los soldados de Ebinissia también eran valientes y fuertes, y eran muchos más que vosotros, y mira lo que les ha pasado. Y ésta no es más que una ciudad. Hay otras más grandes.
»Ser valeroso no significa ser estúpido, Chandalen. Ya has visto esta carnicería. ¿Cuánto crees que podríais aguantar contra un ejército como el que ha hecho esto? Aunque cada uno de tus hombres matara a cincuenta enemigos, ellos apenas notarían las bajas. Os pasaría lo mismo que a los jocopo: seríais exterminados. La gente barro desaparecería.
»Yo soy quien les prohíbe que os invadan —prosiguió Kahlan, señalándose con un dedo en el pecho—. Ellos no os temen a vosotros, pero a mí sí y también a la alianza que represento. En la Tierra Central hay buena gente, gente dispuesta a luchar para proteger a los más débiles. Quienes murieron aquí eran de esa gente. Galea siempre me ha apoyado cuando he prohibido que ningún país ataque a otro para ganar más tierra.
»Presido el Consejo de la Tierra Central y mantengo unidos los países que desean la paz. Bajo mi autoridad, combatirían a cualquiera que declarara la guerra a uno de ellos. Sí, es cierto que asusto a la gente para que me obedezcan. Pero no lo hago para saborear la gloria del poder. Si ejerzo el poder es para que ningún habitante de la Tierra Central, incluyendo la gente barro, viva oprimido. Estos soldados que han muerto lucharon para que todos los pueblos de la Tierra Central fuesen libres de vivir como desearan. Han luchado por ti, para defender tus derechos, aunque tú no te hayas enterado de la sangre derramada para tu bien.
»Tú nunca has tenido que luchar por ellos —continuó diciendo Kahlan, abrigándose con la capa—, hasta que Rahl el Oscuro los amenazó a todos. Entonces acudí a vuestra aldea junto con Richard en busca de ayuda. Los espíritus de vuestros antepasados vieron la verdad de nuestra lucha y nos ayudaron, a fin de que tanto la gente barro como todos los demás pudieran vivir en libertad. Por primera vez se derramó sangre de la gente barro por el bien de la Tierra Central. Los espíritus de vuestros antepasados lo entendieron y nos ayudaron.
»Los habitantes de la Tierra Central están en deuda con la gente barro por su sacrificio, pero la gente barro también está en deuda con ellos.
»Richard el del genio pronto arriesgó su vida por tu gente. Él también perdió a seres queridos en la lucha, igual que tú. Pasó por sufrimientos que no puedes ni imaginarte. Jamás sabrás lo que Rahl el Oscuro le hizo antes de que Richard lo matara.
Kahlan estaba tan furiosa que su cálido aliento formaba nubes que se elevaban en el gélido aire.
— Yo asusto a la gente para que tú puedas seguir siendo igual de ciego y obstinado. Richard y yo luchamos para evitar que todos los habitantes de la Tierra Central, incluidos vosotros, fuesen asesinados, del mismo modo que los jocopo asesinaban a gente barro. Aunque quieras negarnos tu ayuda o tu gratitud, ésta es la verdad.
El silencio los rodeó.
Chandalen caminó despacio hacia la barandilla y fue pasando un dedo por su superficie pulida. Kahlan miraba cómo el aliento del hombre barro se convertía en vapor y se disipaba. Finalmente, Chandalen habló con suavidad:
— Dices que soy obstinado. Pero yo también creo que tú eres obstinada. Tal vez nuestros padres debieron de habernos enseñado también que, a veces, la gente hace lo que hace no porque sea obstinada, sino porque teme por la seguridad de quienes están bajo su protección. Tal vez tú y yo deberíamos ser capaces de no juzgarnos con tanta dureza y comprender que hacemos lo que podemos por proteger a nuestra gente.
Inesperadamente, los labios de Kahlan dibujaron una leve sonrisa.
— Tal vez Chandalen no está tan ciego como creía. Me esforzaré por ver mejor, por ver en ti al hombre de honor que eres.
El hombre barro asintió y sonrió a su vez.
— Richard el del genio pronto no es estúpido. —Con las manos apoyadas en la barandilla, se asomó al piso de abajo—. Dijo que si tuviera que elegir a un hombre para que luchara a su lado, ése sería Chandalen.
— Es cierto; Richard no es ningún estúpido —dijo Kahlan, con suavidad.
— Richard también se sacrificó al convertirse en tu pareja. Al hacerlo, ha salvado a nuestros hombres, pues somos tan fuertes que no hay duda de que habrías elegido a uno de nosotros. —La voz del hombre barro subió de tono y se llenó de orgullo—. Probablemente me habrías elegido a mí, para tener la pareja más fuerte. Richard me ha salvado.
Kahlan no pudo evitar sonreír de nuevo, mientras Chandalen se asomaba por encima de la barandilla.
— Siento mucho que Chandalen crea que convertirse en mi pareja es algo tan horrible.
El hombre la miró. Por un momento escrutó sus ojos antes de empezar a desatarse la banda del brazo derecho. Entonces soltó la banda y el cuchillo y se lo tendió, diciendo:
— Mi abuelo estaría orgulloso de protegerte, a uno de los suyos, a una persona barro. —Con estas palabras, le retiró la capa que le cubría el hombro izquierdo.
— Chandalen, no puedo aceptarlo. Contiene el espíritu de tu abuelo.
Pero Chandalen hizo caso omiso de sus palabras y le ató la banda al brazo izquierdo.
— Yo llevo conmigo el espíritu de mi padre y soy fuerte. Tú luchas para proteger a nuestra gente. El abuelo querría estar junto a ti en esa lucha. Le haces un honor.
Mientras el hombre barro deslizaba el cuchillo hecho de hueso dentro de la banda, Kahlan alzó la barbilla.
— En ese caso, me siento honrada de tener conmigo el espíritu de tu abuelo.
— Eso está bien. Ahora tienes el deber de luchar como lo hizo mi abuelo para proteger a nuestra gente, a toda la gente barro. Jura que cumplirás con este deber —la conminó, alzándole la mano derecha y colocándosela encima del cuchillo.
— Ya he jurado proteger a la gente barro y a todos los demás pueblos de la Tierra Central. Ya he luchado, y seguiré haciéndolo, por todos vosotros.
— Jura a Chandalen —insistió el hombre, apretándole con más fuerza la mano contra el hueso.
Kahlan se quedó mirando su adusta expresión un largo instante antes de ceder.
— Tienes mi palabra, Chandalen. Te lo juro.
El cazador sonrió mientras volvía a cubrirle el hombro izquierdo con la capa y ocultaba el cuchillo.
— Cuando vuelva a ver a Richard el del genio pronto, le daré las gracias por salvarme de ser elegido pareja de la Madre Confesora. No le deseo nada malo. Él también lucha por la gente barro, tal como el Hombre Pájaro nos dijo.
— Toma. —Kahlan se inclinó para recoger del suelo la capa de Chandalen—. Póntela. No quiero que te hieles. Todavía nos queda mucho trecho antes de llegar a Aydindril.
El hombre asintió y se colocó la capa encima de los hombros. Sus labios seguían esbozando una leve sonrisa, que se esfumó al lanzar una mirada hacia las puertas.
— Alguien ha estado aquí después de que se hiciera eso —anunció.
— ¿Qué te lo hace pensar?
— ¿Por qué cerraste las puertas después de mirar dentro?
— Por respeto hacia los muertos.
— Cuando llegamos ya estaban cerradas. Quienes violaron a esas mujeres no tenían respeto. Seguramente dejaron las puertas abiertas para que todo el mundo viera lo que habían hecho. Alguien más estuvo aquí y cerró las puertas.
Kahlan miró las puertas, captando el significado de lo que le decía Chandalen.
— Creo que tienes razón. Quienes hicieron eso no habrían cerrado las puertas.
Chandalen se asomó de nuevo por encima de la barandilla y miró la amplia escalinata.
— ¿Por qué estamos aquí? —preguntó.
— Porque tenía que saber qué le había ocurrido a esta gente.
— Ya lo viste fuera. ¿Qué hacemos aquí, en esta casa?
— Para averiguar si también la reina ha sido asesinada —Kahlan echó un vistazo a los escalones que conducían al piso superior.
— ¿Significa algo para ti esa reina?
De pronto, Kahlan fue consciente de que el corazón le latía con fuerza.
— Sí. ¿Recuerdas las estatuas que vimos al entrar?
— Las de una mujer y un hombre.
— Exacto. La mujer es su madre. Mi madre era una Confesora. La estatua del hombre es de su padre, el rey Wyborn, que también era mi padre.
— ¿Eres la hermana de esa reina? —inquirió Chandalen, enarcando una ceja.
— Hermanastra. —Haciendo acopio de coraje, se encaminó hacia la escalera—. Vamos a ver si está aquí, y después podremos proseguir viaje hacia Aydindril.
El corazón le seguía latiendo con fuerza en el momento en que se detuvieron delante de la puerta de los aposentos reales. Kahlan se sentía incapaz de abrirla. En el pasillo olía muy mal, pero la mujer apenas lo notó.
— ¿Quieres que mire yo?
— No. Debo verlo con mis propios ojos.
Kahlan dio la vuelta al pomo. La puerta estaba cerrada con llave, y ésta seguía metida en la cerradura. Kahlan tocó la gélida placa de metal.
— Ésta es una de esas cerraduras de las que antes te hablé —explicó a Chandalen, mientras sacaba la llave y se la mostraba—. Y esto es una llave. —Volvió a introducir la llave y la giró con dedos temblorosos—. Si tienes la llave, puedes abrir la cerradura y luego la puerta.
Era evidente que alguien había cerrado la puerta en señal de respeto hacia la reina.
Las ventanas estaban intactas, al igual que el mobiliario. Dentro hacía tanto frío como en el resto del palacio, pero el hedor los obligó a contener la respiración.
Excrementos humanos cubrían por completo la antesala. Los dos contemplaron la escena, horrorizados. Había pilas oscuras sobre las alfombras así como sobre la mesa y el escritorio. Las sillas de terciopelo azul estaban empapadas con orina amarilla congelada. Alguien había defecado incluso en la chimenea.
Tapándose la nariz con la capa, Kahlan y Chandalen cruzaron cautelosamente la sala en dirección a la próxima puerta cerrada. Lo que les esperaba en la alcoba real aún era peor; apenas podían poner el pie en el suelo sin pisar excrementos. Y la cama era lo peor de todo, pues estaba completamente cubierta de heces. Incluso las delicadas escenas florales pintadas en las paredes habían sido ensuciadas. Si los excrementos no se hubieran congelado, no habrían podido soportar el hedor. Incluso así apenas era tolerable.
Por suerte, no había cadáver alguno. La reina no estaba allí.
Los nombres de la lista mental que se había hecho Kahlan con los posibles invasores quedó reducida a un solo país, el que ocupaba el primer puesto de la lista.
— Keltas —murmuró para sí.
— ¿Por qué harían algo así? —Chandalen estaba perplejo—. ¿Acaso son niños maleducados?
Después de echar una última mirada en torno, Kahlan abandonó los aposentos reales y volvió a cerrar la puerta. Sólo entonces volvió a respirar hondo.
— Es un mensaje. Así demuestran que no sienten respeto alguno hacia la gente que vivía aquí. El mensaje expresa su desprecio hacia esa gente y cualquier cosa que les perteneciera. Han mancillado el honor de sus enemigos de todas las formas imaginables.
— Al menos, tu hermanastra no está aquí.
— Sí, es un consuelo —replicó Kahlan, tensando al cuello las cintas de la capa.
Mientras bajaba la escalera, se detuvo para mirar una vez más las puertas cerradas del primer piso. Chandalen la imitó y miró la hilera de puertas.
— Prindin y Tossidin nos estarán esperando —dijo Kahlan, para romper el silencio.
— ¿Cómo es que no estás furiosa? —inquirió Chandalen, que sí lo estaba.
Sólo entonces se dio cuenta Kahlan de que mostraba su cara de Confesora.
— Ahora mismo no me serviría de nada mostrarme furiosa. Cuando llegue el momento, ya verás si lo estoy, o no.