Richard miraba cómo los caballos comían una hierba que no estaba seguro que estuviera allí y se rascó la barba, que le picaba. La superficie del valle se veía resquebrajada y yerma, pero los caballos pacían muy satisfechos, como si se encontraran en una verde pradera. Al parecer, la ilusión engañaba y atraía incluso a los caballos. El joven se preguntó qué cosas iba a ver en la peligrosa travesía.
Por fin, la hermana Verna se puso en camino tirando de las riendas de Jessup, alejándolo de la imaginaria hierba.
— Por aquí —dijo.
Delante de ellos, nubes negras y ominosas abrazaban el valle, hirviendo como si tuvieran vida propia y los estuvieran esperando ansiosos. Richard tiraba de las dos yeguas en pos de la Hermana. La mujer le había dicho que debían andar, pues los caballos podrían asustarse de repente por espectros y conducirlos irremediablemente hacia un hechizo.
La hermana Verna cambió con brusquedad el rumbo que llevaba por el uniforme terreno, girando un poco a la derecha. La oscura nube de polvo y tierra se alzó y giró sobre sí misma impulsada por ráfagas que a ellos todavía no les había tocado. La Hermana lo miró por encima del hombro con una expresión tan sombría como la nube.
— Veas lo que veas, no debes hacer caso. Sea lo que sea, no es real. Tú como si nada. ¿Entendido?
— ¿Qué tipo de cosas puedo ver?
La Hermana fijó de nuevo la mirada al frente. Tenía la blusa blanca empapada de sudor, como lo estaba la camisa de Richard.
— No lo sé. Los encantamientos buscan en tu mente tus miedos o tus anhelos, por lo que cada persona ve cosas distintas. Pero algunas visiones se repiten. Todos nosotros compartimos algunos temores. Parte de la magia que veremos no son visiones, sino la realidad. Por ejemplo, las nubes de polvo.
— ¿Qué viste la última vez que tanto te asustó?
La Hermana caminó en silencio unos minutos antes de responder:
— Alguien a quien amaba.
— Si la amabas, ¿por qué te asustaste?
— Porque trató de matarme. Y no era una mujer, sino un hombre.
— ¿Un hombre? —Richard parpadeó, pues el sudor le escocía en los ojos—. ¿Amas a un hombre, Hermana?
— Ya no —contestó la mujer, clavando los ojos en el suelo. Su voz expresaba un profundo pesar. Entonces alzó la vista hacia él un instante antes de volver a posarla en el suelo—. Cuando era joven tenía un enamorado que se llamaba Jedidiah.
En vista de que no explicaba nada más, Richard preguntó:
— ¿Y ya no es tu enamorado? —La Hermana negó con la cabeza—. ¿Por qué no?
La hermana Verna hizo una brevísima pausa, mientras se secaba el sudor de la frente con un dedo.
— Cuando abandoné el Palacio de los Profetas, yo era muy joven, tal vez más joven que tú. Me marché en tu busca. No sabíamos si ya habrías nacido, pero sabíamos que, si aún no lo habías hecho, lo harías. Como no sabíamos cuándo sucedería, partimos tres Hermanas.
»Desde entonces ha transcurrido mucho tiempo. He pasado casi la mitad de mi vida lejos del palacio, lejos de Jedidiah. —La Hermana volvió a detenerse y miró a un lado y luego al otro antes de reemprender la marcha—. Seguro que ya hace tiempo que me ha olvidado y ha encontrado a otra.
— Si te amaba de verdad, Hermana, no te habrá olvidado. Tú no lo has hecho.
La Hermana tiró de las riendas de su caballo para alejarlo de algo que quería investigar.
— Han pasado demasiados años, y hemos llevado vidas separadas. Yo he envejecido. No somos las mismas personas que éramos antes. Él posee el don y tiene su propia vida, y en esa vida yo no tengo cabida.
— No eres vieja, Hermana. Si realmente os amáis, el tiempo no importa. —Richard se preguntó si hablaba de ella o de él mismo.
— Jóvenes… —La hermana Verna rió suavemente—. Tan idealistas y tan insensatos. Yo conozco a los seres humanos. Sé cómo son los hombres. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que miró bajo mis faldas, y estoy segura de que no tardó en encontrar a otra.
Richard sintió cómo se sonrojaba.
— El amor es más que eso.
— Ah, tú sabes mucho del amor, ¿verdad? Tampoco tú tardarás mucho en perder la cabeza por un par de buenas piernas.
Richard estaba a punto de dar rienda suelta a su indignación, pero la hermana Verna se paró y miró hacia arriba. La nube oscura se arremolinó y los rodeó.
Desde algún lugar, Richard oyó la débil voz de alguien que gritaba su nombre.
— Algo va mal —susurró la Hermana para sí.
— ¿El qué?
— Por aquí. —Sin hacerle caso, la mujer tiró de Jessup hacia la izquierda.
Alrededor, relámpagos iluminaban el aire. Un cegador rayo cayó al suelo delante de ellos, generando una lluvia de tierra calcárea. El suelo tembló por la fuerza del impacto. Había caído tan cerca que todos los músculos de su cuerpo lo acusaron.
Cuando un relámpago rasgó por un instante el negro muro, Richard vio a Kahlan. Estaba de pie, mirándolo. Un momento después, había desaparecido.
— ¿Kahlan?
La hermana Verna dio marcha atrás.
— Por aquí. ¡Vamos! Richard, ya te he avisado que no es real. Sea lo que sea lo que hayas visto, no hagas caso.
Richard sabía que se trataba de un espejismo, pero volverla a ver lo llenó de un intenso anhelo y gruñó para sus adentros. ¿Por qué la magia lo atraía con visiones de Kahlan? Según la hermana Verna, su propia mente conjuraba sus temores o sus anhelos. ¿A cuál de las dos categorías pertenecía Kahlan: al miedo o al deseo?
— ¿Son reales esos relámpagos?
— Lo suficiente para matarnos. Pero no son relámpagos como los que conoces. Se trata de una tormenta de hechizos que luchan entre sí. Cada relámpago es una descarga de su poder mientras luchan. Pero, al mismo tiempo, pretenden destruir a cualquier intruso. Nosotros debemos pasar entre los huecos que se crean en su batalla.
Nuevamente oyó el distante grito de su nombre, pero esta vez no era la voz de Kahlan, sino una voz masculina.
Otro relámpago impactó justo delante de ellos. Tanto Richard como la Hermana se cubrieron la cara con un brazo para protegerse. Los caballos seguían más frescos que una lechuga. La Hermana tenía razón: de haberse tratado de auténticos relámpagos, los caballos se habrían espantado.
Cuando la tierra que había levantado el relámpago llovió sobre ellos, la hermana Verna se volvió y lo agarró por una manga.
— Richard, escúchame. Algo va mal. Los hechizos se desplazan demasiado rápido y no puedo sentir los huecos entre ellos como debería.
— ¿Por qué? Ya cruzaste una vez.
— No lo sé. No sabemos mucho acerca de este lugar. Está contaminado con un tipo de magia cuya naturaleza se nos escapa. Es posible que la magia haya aprendido a reconocerme por la otra vez que pasé. Ya te he dicho que es imposible cruzar más de dos veces, y se dice que la segunda vez es más complicada que la primera. Tal vez sólo sea eso, pero podría tratarse de otra cosa.
— ¿Qué otra cosa? ¿Te refieres a mí?
Los ojos de la mujer miraron más allá de él hacia cosas que veía, pero que Richard sabía que no eran reales.
— No, no eres tú —replicó, posando de nuevo los ojos en él—. Si fueses tú, podría sentir igualmente el laberinto como la otra vez. Pero no puedo. Sólo lo percibo a veces. Quizás es por lo ocurrido a las Hermanas Elizabeth y Grace.
— ¿Qué tienen ellas que ver con esto?
Ahora la oscura tempestad los rodeaba por completo, girando y aullando. Las ráfagas de viento hacían ondear sus ropas. Richard entrecerró los ojos para protegerlos del polvo.
— Al morir me transmitieron su don. Ésta es la razón por la que dieron sus vidas cuando rechazaste la oferta: para pasar su don a la siguiente y hacerla más fuerte, de modo que triunfara en el siguiente intento.
Por eso, el impulso de aceptar el collar había sido más fuerte cada vez que se lo habían ofrecido. Kahlan había adivinado que se mataban cuando él decía que no para aumentar el poder de sus compañeras, para hacerlas más fuertes.
— ¿Quieres decir que posees el poder, el han, de las otras dos Hermanas?
— Sí —contestó, mirando rápidamente en todas direcciones—. Ahora poseo el poder de las tres, y quizás es excesivo para permitirme pasar. —La mujer aferró con más fuerza la camisa del joven y lo atrajo hacia ella—. Si yo no lo consigo, debes seguir adelante tú solo, debes tratar de cruzar.
— ¿Qué? Pero si no sé cómo cruzar. Yo no siento ninguno de los hechizos que nos rodean.
— ¡No me discutas! Sentiste el relámpago. Lo sentiste perfectamente. Si no poseyeras el don, no lo habrías sentido hasta que hubiese sido demasiado tarde. Debes intentarlo.
— Hermana, no te pasará nada. Ya verás cómo notas el camino.
— Pero, si no lo noto, debes intentarlo solo. Resiste cualquier tentación. Richard, si yo muero, debes tratar de cruzar el valle y llegar al Palacio de los Profetas.
— Si algo te ocurre, trataré de regresar a la Tierra Central. Está más cerca.
— ¡No! —exclamó la Hermana, tirándole con fuerza de la manga—. ¿Es que siempre tienes que cuestionar lo que te digo? —La mujer lo miró ceñuda un momento antes de que su expresión se calmara un poco—. Richard, sin una Hermana que te enseñe a controlar el don, morirás. El collar en sí mismo no te salvará. Necesitas una Hermana para que el rada’han te sirva de algo. Sin una Hermana, sería como tener pulmones pero no tener aire para llenarlos. Nosotras somos el aire. Algunas de nosotras ya hemos dado nuestra vida por ayudarte. No permitas que esas muertes hayan sido en vano.
El joven cogió la mano que lo agarraba por la camisa y se la apretó suavemente.
— Lo conseguirás, te lo prometo. Si puedo hacer algo para ayudarte, cuenta con ello. No temas. No hagas caso de lo que ves. Eso es lo que me has dicho, ¿no?
La Hermana lanzó un suspiro de exasperación y retiró la mano, al tiempo que daba media vuelta.
— No tienes ni idea de las cosas que veo. No me pongas a prueba, Richard —le advirtió, mirándolo con ojos entornados por encima del hombro—. No estoy de humor. Haz lo que te digo.
Richard oyó el estrépito de los cascos de Jessup mientras la hermana Verna los guiaba a paso rápido. Una densa oscuridad se arremolinaba en torno a ellos, rasgada sólo por los relámpagos. Al joven le costaba aceptar que los caballos se mostraran tan tranquilos. ¿Podría ser que realmente estuviera usando el don para sentirlos?
A su izquierda, el muro de polvo se levantó, y al otro lado brilló una luz. Richard se quedó mirando fijamente. Era el bosque del Corzo, el bosque que tan bien conocía y al que tanto deseaba regresar. Allí estaba, ante él. Lo único que tenía que hacer era dar un paso. El lugar destilaba tanta paz que el corazón le dolía de anhelo, como si le ofreciera la salvación.
Pero sabía perfectamente que no era más que una ilusión, un hechizo de nostalgia que trataba de atraparlo para que vagara por toda la eternidad en sus redes. Tal vez no sería tan malo, aunque no fuese real. Si era un lugar tan querido, y él era feliz allí, ¿qué mal podría haber?
De nuevo oyó una voz que gritaba su nombre. Los cascos de un caballo se le venían encima. Richard dio media vuelta al darse cuenta de que era la voz de Chase, que lo llamaba.
— No hagas caso, Richard —gruñó la Hermana—. Sigue caminando.
Richard sentía tanta nostalgia por su amigo como por el bosque del Corzo, por lo que caminó hacia atrás, mirando.
Chase cabalgaba a galope tendido, con su negra capa ondeándole a la espalda. Sus armas relucían a la luz del implacable sol. El caballo estaba cubierto de sudor. Había alguien más con él, en su regazo. Richard entrecerró los ojos para ver mejor y reconoció a Rachel. Era natural; Rachel tenía que estar con Chase. La niña también gritaba su nombre. Richard se quedó mirando el espejismo que se le venía encima.
Algo en la niña atrajo irresistiblemente su atención. Era algo que le transmitía una intensa sensación de Zedd. Los ojos del joven se quedaron prendidos en una piedra ámbar que colgaba de una cadena de oro alrededor del cuello de Rachel. Era como si Zedd lo llamara a través de esa gema.
— ¡Richard! —gritaba Chase—. ¡Detente! ¡Detente! ¡Zedd te necesita! ¡El velo se ha roto! ¡Richard!
De pronto, Chase detuvo el caballo. Richard retrocedió algunos pasos mientras contemplaba la ilusión. Ahora Chase se veía tranquilo y ya no gritaba. Llevando a Rachel en brazos, desmontó y miró en torno con expresión maravillada. De nuevo se alzó un muro de polvo que impedía a Richard ver con claridad a su viejo amigo. El guardián dejó a la niña en el suelo, la cogió de la mano, y ambos giraron sobre sí mismos con la mirada clavada en la nada. A Richard le pareció muy extraño que una visión hiciera eso, pero decidió que era un modo de tentarlo para que fuera a ver qué miraban.
— ¡Richard! —gritó la Hermana, y el joven se volvió hacia ella—. ¡Ven aquí o desearás que te hubiera abandonado aquí! ¡No te pares! La abertura se está cerrando a nuestro alrededor —añadió, después de inspeccionar ambos lados—. Date prisa o nos quedaremos atrapados.
Richard echó un vistazo a su espalda. La visión desaparecía al otro lado de la remolinante oscuridad. Chase y Rachel caminaban hacia nada en concreto. Las enfurecidas nubes pasaron entre Richard y la visión de sus amigos, y éstos desaparecieron.
El joven trotó para alcanzar a la hermana Verna, preguntándose qué sentido tenía esa extraña visión. ¿Por qué la magia habría elegido precisamente a Chase y a Rachel para tentarlo? Le habían parecido tan reales. Era como si, con sólo alargar la mano, hubiera podido tocarlos. Tal vez la magia trataba de incitarlo a que siguiera a alguien a quien le confiaría su vida. Pero había parecido tan real… Chase se veía tan desesperado…
Richard se recomendó a sí mismo más cautela. Pues claro que la visión parecía real. Justamente de eso se trataba: la magia la hacía parecer real para engañarlo y atraerlo. Si no pareciera real, no sería eficaz.
Al acercarse a Jessup, el joven le puso una mano en el flanco para que supiera que era él y no se asustara. Mientras con una mano tiraba de las riendas de Bonnie y Geraldine, con la otra acariciaba el lomo del musculoso caballo.
Cuando lo adelantó, le dio una cariñosa palmada en el cuello. Jessup agachó la cabeza y de nuevo empezó a pacer de una hierba inexistente. Sus riendas se arrastraban por el suelo. Richard se quedó de piedra; la hermana Verna había desaparecido.
Una lluvia de relámpagos estalló alrededor originando un ruido ensordecedor. Uno impactó en el suelo, a sus pies. El joven saltó a un lado para evitar el siguiente. Cuando llegó, tenía los pelos de punta y sintió el abrasador calor. Ante sus ojos seguía viendo las imágenes azules y blancas de los desiguales destellos.
Richard gritó el nombre de la Hermana, mientras reunía las riendas y obligaba frenéticamente a los caballos a avanzar sin dejar de recorrer con la mirada los alrededores. Los relámpagos parecían seguirle e impactaban contra el suelo por donde acababa de pisar.
Bolas de fuego ardían en el aire y chillaban al hacerse pedazos. Era como si el mismo aire ardiera. El lamento del fuego resonaba por todas partes. Richard corrió hacia los huecos que quedaban después de que se fueran disipando, eludiendo los relámpagos y las llamas. Se cubría la cabeza con una mano, aunque sabía que, si la magia lo alcanzaba, esa mano no podría salvarlo. El estruendo era tal que podría volver loco a cualquiera. Las oscuras nubes de polvo le impedían ver nada, si es que realmente había algo que ver. Así pues, corría hacia ninguna dirección en particular, pensando sólo en evitar los rayos azules y las llamas amarillas.
De pronto, vio ante él la esquina de unos altos muros de mármol blanco pulido. El joven se tambaleó y se detuvo, jadeando. Alzó la vista, pero no pudo ver el final, pues una nube oscura se lo impedía. Un rayo que cayó demasiado cerca de él lo convenció de que echara a correr de nuevo tirando de los tres caballos. En medio del muro había una abertura en forma de arco. Al doblar la esquina, comprobó que ese muro también presentaba una abertura similar.
Mientras corría, iba contando. La estructura estaba formada por cinco lados de unos treinta pasos de longitud cada uno. En el centro de cada uno de ellos había una abertura de seis pasos de ancho y casi igual de alto. Richard se detuvo para recuperar el aliento frente a una de ellas. Dentro no había nada, y por la abertura pudo ver los arcos de los otros muros.
Un relámpago descargó en el suelo levantando una nube de tierra. Richard se protegió el rostro con los brazos. Los relámpagos lo perseguían, y su sonido retumbaba en sus oídos. No tenía adónde ir. Así pues, dejó a los caballos y se zambulló a través del arco. Aterrizó sobre la arena del interior haciendo una voltereta.
Mientras se incorporaba apoyándose sobre las manos, el silencio resonó en sus oídos. El interior de la estructura estaba completamente vacío, desierto. El aire ya no era sofocante como en el exterior, sino que casi era fresco en comparación y tenía un olor dulzón de la hierba.
A través de los arcos podía ver las furiosas nubes negras que abrazaban el suelo. Los relámpagos seguían descargando con violencia, pero su sonido ya no era más que un ruido sordo. Los caballos pastaban tranquilamente en una hierba imaginaria.
Debía de tratarse de una de las Torres de Perdición sobre las que le había hablado la hermana Verna. Dentro, los altos muros se perdían en la oscuridad y eran negros como resultado de un hechizo de Fuego Vital. Richard pasó un dedo por la ceniza y la probó; era amarga. El mago que había entregado su vida al fuego no lo había hecho voluntariamente, sino para salvarse de la tortura, de lo que le tenían preparado o de lo que quizá ya le estaban haciendo.
El suelo estaba cubierto por arena blanca que centelleaba y que se acumulaba en las esquinas como si fuera nieve. Richard recordó haber visto antes esa arena; había sido en el Palacio del Pueblo, concretamente en un círculo trazado en el corazón del Jardín de la Vida. Rahl el Oscuro había dibujado hechizos en la centelleante arena blanca para abrir las cajas del Destino.
El joven recorrió el interior de la torre, tratando de decidir qué hacer. Ese lugar parecía seguro, pero ¿por cuánto tiempo más? Sin duda, más pronto o más tarde la magia lo encontraría. Tal vez la aparente seguridad de la torre no era más que un encantamiento para atraparlo allí por toda la eternidad sin aventurarse a salir.
Pero no podía quedarse allí. Tenía que encontrar a la Hermana. Tenía que ayudarla. La hermana Verna estaba asustada, y él le había prometido que lograría cruzar.
¿Qué lo impulsaba a querer ayudarla? De hecho, era su prisionero. Si la dejaba allí, sería libre. Pero ¿libre para hacer qué? Si la Hermana no lo ayudaba a controlar el don, moriría. O al menos eso decía ella.
Al oír un suave ruido a sus espaldas, se dio media vuelta. Kahlan surgió de la oscuridad de uno de los arcos. La larga melena no le caía sobre los hombros, sino que la llevaba recogida en una trenza. Y en vez del blanco vestido de Confesora, llevaba la indumentaria de cuero rojo de una mord-sith.
Richard se quedó rígido, respirando agitadamente.
— Kahlan, me niego a pensar en ti de este modo, aunque seas una ilusión conjurada por mi propia mente.
— ¿Acaso no es esto lo que más temes? —inquirió ella, enarcando una ceja.
— Muéstrate como eres o lárgate.
El cuero rojo tembló y se convirtió en el níveo vestido de Confesora que el joven tan bien conocía. La trenza se deshizo.
— ¿Mejor, amor mío? Pero me temo que ni siquiera así te salvarás. He venido para matarte. Muere con honor. Defiéndete.
Richard desenvainó la Espada de la Verdad y su característico sonido metálico reverberó por toda la torre. La magia inflamó en su interior la ira, que explotó a través de él. Richard soportó con indiferente pesar las ansias asesinas que lo recorrían mientras contemplaba la faz de la única persona por la que valía la pena seguir viviendo.
El joven aferró con tanta fuerza la palabra «Verdad» formada con hilo en relieve que los nudillos se le pusieron blancos. Los músculos de las mandíbulas se le tensaron al apretar los dientes. En una súbita inspiración, comprendió por qué los magos habían preferido antoinmolarse en el Fuego Vital antes que soportar lo que les hacía. Había cosas peores que la muerte.
El joven arrojó la espada a los pies de Kahlan.
— No lucharé contigo ni siquiera en una ilusión, Kahlan. Prefiero morir.
Los ojos verdes de la mujer relucieron con una mirada sabia, sin edad.
— Más te hubiera valido haber muerto, amor mío, pues así no tendrías que ver lo que he venido a mostrarte. Lo que verás te causará más dolor que la muerte.
Kahlan cerró los ojos mientras se arrodillaba y se inclinaba hacia adelante, arqueando la espalda. Mientras lo hacía, el pelo se le fue acortando y, para cuando la cabeza tocó la brillante arena blanca, era como si se lo hubieran cortado al cero.
— Esto debe suceder, si no el Custodio escapará. Si lo impides, lo estarás ayudando, y todos caeremos en sus manos. Si debes, pronuncia estas palabras, pero no hables de esta visión.
Sin alzar la mirada, Kahlan recitó con voz lejana:
— «Cuando la amenaza de la sombra desaparezca, de todas sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad. Pero la aciaga sombra del reino de los muertos acecha. Si la vida quiere tener una esperanza, la de blanco deberá ser ofrecida a su gente, para darles felicidad y jolgorio.»
Mientras Richard contemplaba sin parpadear siquiera la nuca de Kahlan, un anillo de sangre floreció alrededor de su cuello. Richard contuvo la respiración. La cabeza de Kahlan se desprendió del tronco y el cuerpo decapitado cayó a un lado. El chorro de sangre formó un charco bajo éste que tiñó de rojo la blanca arena así como el vestido.
Richard inspiró una bocanada de aire.
— ¡Nooooo!
El pecho le subía y le bajaba, las uñas se le clavaban en la palma de las manos, y los dedos de los pies se le curvaban dentro de las botas.
«No es más que una ilusión —se dijo a sí mismo, tembloroso—. Una ilusión. No es real. Es una ilusión para asustarme.»
Kahlan lo miró con unos ojos verdes de mirada muerta. Aunque sabía que era una ilusión, estaba funcionando. El pánico le paralizaba las piernas, y el miedo se había apoderado de su mente.
La imagen de Kahlan vaciló y se esfumó de pronto cuando la hermana Verna apareció hecha una furia por una de las entradas en forma de arco.
— ¡Richard! —gritó rabiosa—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Te dije que no te separaras de mi lado! ¿Es que eres incapaz de seguir ni la más simple de las indicaciones? ¿Siempre tienes que comportarte como un niño?
La mujer avanzó dos pasos hacia él con el rostro rojo de furia.
A Richard el corazón le latía violentamente por el dolor de lo que acababa de ver. Miró a la hermana Verna con ojos entornados. No estaba de humor para aguantar el lado más hosco de su carácter.
— Desapareciste —se defendió—. No podía encontrarte. Te busqué pero…
— ¡No me repliques! —le gritó la mujer, y sus rizos se agitaron—. Estoy harta de oírte. Ya te dije que no iba a tolerar más desmanes de tu parte. Se me ha agotado la paciencia, Richard.
El joven abrió la boca para decir algo, pero el collar lo impulsó hacia atrás, y sus pies abandonaron el suelo. Era como si llevara una soga al cuello y alguien hubiera tirado de ella. Lanzando un gruñido se estrelló contra el muro. El impacto lo dejó sin respiración y casi le hizo perder el conocimiento. Se quedó colgando en el aire, pegado contra el muro y sin poder moverse. El rada’han lo estaba asfixiando. Por mucho que tratara de fijar los ojos en algo, sólo veía manchas borrosas.
— Ya es hora de que te dé una lección que te mereces hace mucho tiempo —dijo la Hermana en un gruñido, al tiempo que se aproximaba a él—. Ya estoy harta de tanta desobediencia y no pienso soportarla más.
Richard pugnó por respirar. Cada vez que cogía aire, le quemaba al pasar a través de lo que le constreñía el cuello. Por fin, la visión se le aclaró y posó la mirada en el semblante de la hermana Verna. Su ira se inflamó.
— Hermana… no…
El dolor le impidió seguir. Le quemaba en el pecho con tal ardor que sentía un hormigueo en los dedos. Era incapaz siquiera de coger aire para gritar.
— Ya basta de tanto hablar. No quiero oír ni una sola palabra más. Ya basta de excusas, de razones y de juicios severos. A partir de ahora harás lo que yo te diga cuando te lo diga, y no volverás a tratarme nunca más con insolencia.
La mujer se le acercó otro paso. Su expresión se tornó amenazadora.
— ¿Nos entendemos ahora sí o no?
De algún modo, la Hermana intensificó el dolor. Richard temblaba por la angustiosa sensación aplastante en el pecho. Sus ojos muy abiertos derramaron abundantes lágrimas.
— ¡Te he hecho una pregunta! ¿Nos entendemos sí o no?
— Hermana Verna… —dijo cuando los pulmones se le llenaron de aire—. Te lo advierto… no…
— ¿Que me adviertes a mí? ¿Tú me adviertes a mí?
Un candente dolor le desgarró el pecho, y empeoraba con cada inspiración. En los pulmones le nació un grito. Sus peores temores se estaban cumpliendo. Eso es lo que había conseguido por volverse a poner un collar. Eso era lo que pensaban hacerle las Hermanas. Ése era el destino que le esperaba, si lo permitía.
Richard conjuró la magia de la espada.
Atendiendo la llamada de su amo, el poder fluyó hasta él, ardiente de promesa, ardiente de cólera, ardiente de anhelo. Richard le dio la bienvenida, lo abrazó y dejó que su propia cólera se uniera a la de la espada y lo invadiera por completo. Esa furia consumió el dolor y lo usó para acrecentar su poder.
— ¡No oses enfrentarte a mí o lamentarás haber nacido!
Las abrasadoras llamas del tormento se reavivaron. Richard las atrajo hacia su cólera. No estaba en contacto físico con la espada, y tampoco era necesario. Se había fundido con la magia, y ahora reclamaba para sí su fuerza.
— Detén esto o serás tú quien lo lamentará —logró decir entre dientes.
La hermana Verna, con los puños apretados a los lados, dio otro paso hacia él.
— ¿Me amenazas? Ya te he advertido que no lo hicieras. Has cometido tu último error, Richard.
Aunque el dolor que la mujer descargó súbitamente en él casi lo cegó, Richard pudo ver una cosa: la Espada de la Verdad. Yacía en la arena, junto a la Hermana.
El Buscador concentró la magia de la espada en el poder que lo mantenía inmovilizado contra la pared. Con un fuerte ruido, ese poder se rompió. Richard cayó al suelo y rodó sobre la arena.
Sus manos encontraron la espada.
La hermana Verna se abalanzó sobre él. El joven se levantó al tiempo que trazaba un amplio arco con la espada. La sed de sangre le abrasaba el alma. Nada podía apagarla. Nada más importaba.
Era el portador de la muerte.
Ni siquiera trató de dirigir la trayectoria de la espada, sino que se limitó a concentrar su ansia de matar en el arco que dibujaba.
La punta del acero silbó en el aire.
Era el portador de la muerte.
La hoja atravesó a la Hermana a la altura del hombro. Un chorro de cálida sangre estalló en el frío aire. Richard sólo olía sangre y sólo veía sangre. La cabeza y parte de los hombros de la mujer giraron en el aire cuando la espada la partió en dos. Sangre y huesos se estrellaron contra los muros. La parte inferior del cuerpo cayó al suelo. La arena blanca se empapó con la sangre de la Hermana y se fue extendiendo bajo ésta. Lo que quedaba de sus hombros y la cabeza cayó al suelo a tres metros de distancia, levantando una nube de blanca arena. La sangre y otros humores que brotaron de sus entrañas dibujaron un reluciente arco.
Richard cayó de rodillas, jadeando. Ahora ya no sentía dolor alguno. Se había prometido que no iba a permitir que volvieran a hacerle eso, y lo había dicho muy en serio.
En su interior sentía un sordo dolor por lo que había hecho, como si fuera un recuerdo lejano. Todo había ocurrido muy deprisa, sin darle tiempo a pensar. Había usado la magia de la espada para sesgar una vida, y ahora la magia le pasaba factura.
No le importaba. Eso no era nada comparado con el sufrimiento que le estaba infligiendo la Hermana y más que le habría causado. Mientras se concentraba en la ira, ese dolor también se evaporó.
¿Qué iba a hacer ahora? Necesitaba a las Hermanas para que le enseñaran el modo de que el don no lo matara. Sin la ayuda de la hermana Verna, moriría. ¿Cómo podía presentarse ahora ante las demás Hermanas y pedirles ayuda? Al matar a la hermana Verna acababa de firmar su propia sentencia de muerte.
Pero no iba a permitir que volvieran a torturarlo. Nunca más.
De rodillas, se sentó sobre los talones mientras se recuperaba, tratando de pensar. Delante de él, junto al cuerpo de la Hermana, vio el librito en el que la mujer siempre escribía y que guardaba metido en el cinturón.
Lo recogió y lo fue hojeando. Estaba en blanco, excepto dos páginas casi al final, que decían:
Soy la Hermana que está al cargo de este muchacho. Estas directivas no son sólo irrazonables, sino también absurdas. Exijo conocer el significado de estas instrucciones. Exijo saber con qué autoridad han sido dictadas.
Atentamente, hermana Verna Sauventreen, servidora de la Luz.
Richard reflexionó sobre el hecho de que la hermana Verna había sido temperamental incluso al escribir. La página siguiente estaba escrita por otra mano.
Obedecerás las instrucciones o sufrirás las consecuencias. No te atrevas a poner nunca más en duda las órdenes de palacio.
De mi propia mano, la Prelada.
Bueno, al parecer la hermana Verna se las había arreglado para despertar la ira de alguien más aparte de él. Richard arrojó de nuevo el libro al suelo, junto al cadáver. Entonces se quedó mirando el cuerpo de la Hermana, pensando en lo que había hecho. ¿Qué iba a hacer ahora?
Oyó un suspiro, alzó la cabeza y vio a Kahlan ataviada con su blanco vestido de Confesora, de nuevo de pie bajo uno de los arcos. Con triste expresión, meneó lentamente la cabeza.
— ¿Y te preguntas por qué te envié lejos de mí?
— Kahlan, tú no lo entiendes. No sabes lo que la Hermana iba a…
Una débil risa atrajo su atención hacia el otro lado del recinto. Rahl el Oscuro estaba de pie bajo el otro arco. Su túnica blanca relucía.
Richard sintió que la cicatriz de la huella de su padre en el pecho le hormigueaba y le ardía.
— El Custodio te da la bienvenida, Richard —le dijo con una amplia sonrisa—. Estoy orgulloso de ti, hijo mío.
Con un grito, Richard echó a correr por la arena. Volvía a estar poseído por la furia. Blandiendo la espada, se lanzó contra Rahl el Oscuro.
La reluciente imagen se evaporó, y Richard voló atravesando el arco. Se oyó una última risotada, y luego silencio.
Fuera de la torre, la tempestad enloqueció. Tres ardientes rayos surcaron la oscuridad hacia él. Instintivamente, Richard alzó la espada a modo de escudo. Los rayos impactaron contra el acero, relampaguearon y se retorcieron como una serpiente atrapada en un lazo. Bajo sus pies, el suelo tembló.
Richard entrecerró los ojos para protegerlos de la cegadora luz y apretó los dientes, haciendo un supremo esfuerzo por llevar la espada hacia el suelo arrastrando con ella las brillantes lenguas de fuego líquido. A medida que se aproximaban al suelo, perdían intensidad, hasta que al fin se apagaron con un siseo como si murieran, y no quedó ni rastro de ellas.
— Ya basta de visiones.
Enfadado, Richard se guardó la espada y reunió a los caballos, que pastaban. No le importaba adónde iba; sólo quería alejarse de esa torre y de la Hermana muerta.
Quería alejarse de lo que había hecho.