57

Bajo los débiles rayos de un sol casi crepuscular una anciana esparcía cenizas procedentes de las hogueras sobre el hielo que cubría la ancha escalinata. Kahlan se congratuló de que la mujer no alzara la vista para ver quién era esa persona vestida con ropa de abrigo, un manto de piel blanco, que acarreaba una mochila y un arco, pues habría sabido que la Madre Confesora había regresado a Aydindril.

No estaba de humor para celebraciones esa noche. Estaba exhausta. Antes de ir a palacio había subido hasta el Alcázar del Hechicero situado en la ladera de una montaña, pero el alcázar estaba tan frío como la piedra y oscuro como la muerte. Pese a que los escudos protegían el lugar, ella, como Confesora, pudo entrar. Dentro no había nadie.

Zedd no estaba allí.

El alcázar estaba igual que la última vez que lo viera, tantos meses atrás, cuando partió en busca del gran mago. Lo había encontrado y había ayudado a poner fin a la amenaza de Rahl el Oscuro. Pero ahora necesitaba de nuevo al Maestro.

Desde que se despidiera del ejército de Galea, un mes antes, había vencido todo tipo de obstáculos para llegar a Aydindril, donde suponía a Zedd. Habían sufrido tormentas de varios días de duración, y la nieve había vuelto impracticables los pasos, lo que les había obligado a dar marcha atrás y buscar rutas alternativas. Había sido un viaje frustrante y agotador, aunque nada comparado con la desesperación de llegar a su meta y descubrir que Zedd no estaba allí.

Kahlan había tomado calles laterales, evitando el Bulevar de los Reyes, en el que se alzaban los palacios de los dignatarios, el personal y los soldados de todos los países con representación en Aydindril. Los reyes y las reinas de esos países se alojaban en sus palacios cuando se presentaban ante el Consejo. Los palacios competían en magnificencia, pues era una cuestión de prestigio, aunque ninguno podía compararse con el Palacio de las Confesoras.

Kahlan había evitado esa calle en particular porque allí la reconocerían, cosa que de momento no deseaba. Lo único que quería era encontrar a Zedd y, si eso no era posible, hablar con el Consejo. Así pues, se dirigió a la zona del servicio situada en un lateral, cerca de las cocinas.

Chandalen se había quedado en el bosque. No deseaba entrar en Aydindril, pues el tamaño de la ciudad y sus multitudes lo ponían nervioso, aunque él se negara a reconocerlo. Según él, simplemente se sentiría más cómodo durmiendo al aire libre. Kahlan no lo culpaba; después de pasar tanto tiempo en las montañas, tampoco ella se sentía cómoda en una ciudad, aunque en su caso ella había crecido en ese palacio y conocía las calles y los espléndidos edificios de Aydindril tan bien como Chandalen conocía la llanura que rodeaba la aldea de la gente barro. Estar rodeada de gente por todas partes la hacía sentirse encerrada, algo que nunca antes le había pasado.

Una vez que había cumplido con su misión de escoltarla sana y salva hasta Aydindril, Chandalen deseaba regresar junto a su gente. Kahlan comprendía perfectamente ese deseo, pero le pidió que descansara esa noche y que a la mañana siguiente fuese a despedirse de ella.

En cuanto a Orsk, le ordenó que se quedara junto a Chandalen. Su presencia era una carga para ella, su único ojo no la abandonaba ni un instante, corría a ayudarla en lo que fuera y bastaba una mínima indicación para que él hiciese la voluntad de Kahlan. Era como tener un perro continuamente pegado a los talones. Necesitaba descansar una noche de todo eso. Chandalen lo comprendió. Kahlan no sabía qué haría respecto a Orsk.

Una sofocante ráfaga de aire caliente le golpeó el rostro al cruzar la puerta de la cocina. Al oírla, una mujer delgada vestida con un impoluto delantal blanco se volvió hacia ella.

— ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Fuera, mendiga!

La mujer alzó el cucharón de madera con gesto amenazador, lo que impulsó a Kahlan a retirar la capucha del manto. La mujer ahogó una exclamación y Kahlan sonrió.

— Señora Sanderholt. Qué alegría verla de nuevo.

— ¡Madre Confesora! —La mujer cayó de rodillas y unió las manos—. ¡Oh, Madre Confesora, perdonadme! No os había reconocido. Alabados sean los buenos espíritus, ¿sois realmente vos?

Kahlan ayudó a levantarse a la enjuta mujer.

— La he echado mucho de menos, señora Sanderholt. —Kahlan abrió los brazos—. Déme un abrazo.

La señora Sanderholt cayó en los brazos de Kahlan.

— Oh, pequeña. Qué alivio verte. —La mujer la apartó de sí. Las lágrimas le corrían por la cara—. No sabíamos qué había sido de ti. Estábamos tan preocupados… Creí que jamás volvería a verte.

— Ha sido un viaje largo y difícil. No se imagina la alegría que me da volver a ver su rostro.

La señora Sanderholt empezó a empujarla hacia una mesa lateral.

— Venid. Necesitáis una buena sopa. Os traeré una deliciosa, a no ser que esos cabeza de chorlito que se hacen llamar cocineros no la hayan estropeado añadiendo demasiada pimienta.

Al oír eso, el tropel de cocineros y ayudantes inclinaron la cabeza y volvieron a sus tareas. Creció el sonido de cucharas que batían contra los cuencos. Algunos hombres cogían sacos y se marchaban a toda prisa. Los cepillos restregaron con más ahínco las cacerolas. La mantequilla chisporroteaba en las sartenes, y de pronto era imperioso comprobar el pan en los hornos y la carne en los espetones.

— Ahora no tengo tiempo, señora Sanderholt.

— Pero debo deciros cosas importantes.

— Lo sé. Yo también tengo cosas que decirle. Pero debo ver al Consejo. Es urgente. He viajado mucho tiempo y estoy exhausta, pero antes de descansar debo ver al Consejo. Ya hablaremos mañana.

La señora Sanderholt no pudo evitar darle otro abrazo.

— Claro que sí, pequeña. Descansa bien. Mañana hablaremos.

Kahlan tomó la ruta más corta a través del inmenso salón con suelo de pizarra verde reservado para ceremonias importantes y celebraciones. Los fuegos que ardían en las enormes y suntuosas chimeneas repartidas por todo el salón, entre columnas acanaladas, creaban sombras de ella misma que revoloteaban a su alrededor. El salón estaba vacío, por lo que los pasos de Kahlan resonaban en la intrincada bóveda cruzada por nervios que parecían ondularse. Su padre solía desplegar en el suelo de ese salón miles de nueces y piñas, que representaban tropas, para enseñarle tácticas de batalla.

Tras cruzar el salón tomó el corredor que conducía a las cámaras del Consejo. En la galería privada de las Confesoras, grupos de cuatro relucientes columnas de mármol negro a cada lado soportaban una progresión de bóvedas polícromas. Al final, ante las cámaras del Consejo, se alzaba un panteón redondo de dos pisos de altura dedicado a la memoria de las heroínas: las Madres Confesoras fundadoras. Sus retratos, pintados en frescos entre siete sólidos pilares que se alzaban hacia lo alto, eran dos veces su tamaño natural.

Ante esos siete severos rostros que dominaban el salón, Kahlan siempre se sentía una usurpadora al puesto que ocupaba. Era como si le preguntaran: «¿Quién eres tú, Kahlan Amnell, para pensar que eres digna de ser la Madre Confesora?». Conociendo las historias de esas heroínas, la pregunta le parecía muy acertada.

Cogiendo los dos tiradores de latón, abrió las altas puertas de caoba y entró decidida en las cámaras del Consejo.

Una enorme cúpula coronaba la gigantesca sala. En el extremo más alejado, la bóveda principal estaba decorada con un fresco que celebraba la gloria de Magda Searus, la primera Madre Confesora. Los dedos de la figura rozaban el dorso de la mano de su mago, Merrit, que dio la vida para protegerla. Juntos ahora y por toda la eternidad, ambos observaban a la respectiva Madre Confesora que ocupaba el sitial así como a su mago.

Entre los colosales capiteles dorados de las altas columnas que rodeaban la sala se veían sinuosas barandas de caoba pulida, al borde de las balconadas que abrazaban la elegante sala. Alrededor de ésta se abrían arcos que conducían hacia los balcones, decorados con estucos esculpidos con escenas heroicas. Más atrás se abrían ventanas que daban a los patios. En el borde inferior de la cúpula había asimismo ventanas que dejaban pasar la luz a la refulgente estancia. En el extremo más alejado se alzaba la tarima semicircular donde se sentaban los consejeros, detrás de un escritorio curvo muy trabajado. El lujoso sitial, en el centro, era el más alto.

Un grupo de hombres se habían reunido alrededor del sitial. Kahlan calculó que estaría presente la mitad del Consejo. Mientras caminaba atravesando las largas bandas de luz solar sobre el suelo de mármol, que formaba dibujos, las cabezas empezaron a seguir su avance.

Alguien ocupaba el sitial. Aunque en los últimos tiempos no se había aplicado, que un consejero ocupara el sitial era castigado con la pena capital. Era equivalente a una revolución. La conversación enmudeció con la llegada de Kahlan.

Quien ocupaba el sitial era el príncipe heredero de Kelton, Fyren. Tenía los pies encima del escritorio y no los apartó al verla. Tenía los ojos puestos en ella, pero escuchaba a un hombre barbudo de pelo negro liso y algunos mechones de pelo gris, que susurraba algo inclinado hacia él. Llevaba una sencilla túnica y tenía las manos metidas en las mangas. A Kahlan le extrañó que un consejero se vistiera como un mago.

El príncipe Fyren enarcó las cejas, encantado.

— ¡Madre Confesora! —Con deliberada lentitud bajó las brillantes botas de encima del escritorio y se levantó. Entonces apoyó las manos en la mesa, se inclinó hacia adelante y la miró desde arriba—. ¡Qué alegría veros de nuevo!

Antes, a Kahlan siempre la había acompañado un mago, pero ahora estaba sola, sin protección. En esas circunstancias no podía permitirse mostrarse timorata ni vulnerable.

Así pues, lanzó una iracunda mirada al príncipe y le amenazó:

— Si os vuelvo a ver sentado en el sitial de la Madre Confesora, os mataré.

El hombre se irguió. Sonreía con suficiencia.

— ¿Usaríais vuestro poder contra un consejero?

— Os rebanaría el pescuezo con mi cuchillo, en caso necesario.

El hombre ataviado con la túnica la miró con ojos oscuros indiferentes. Los demás consejeros palidecieron.

El príncipe Fyren se abrió el abrigo azul oscuro que llevaba y apoyó una mano en la cadera.

— No pretendía ofenderos, Madre Confesora. Habéis estado fuera mucho tiempo y ya os dábamos por muerta. No ha habido ninguna Confesora en palacio desde hace… ¿cuánto? —El príncipe miró a algunos de los presentes—. ¿Cuatro, cinco, seis meses? —Con la mano aún en la cadera, le dedicó un florido gesto con la otra—. No pretendía ofenderos, Madre Confesora. Os devuelvo vuestro sitial, por supuesto.

Kahlan miró a los consejeros reunidos.

— Es tarde. El Consejo se reunirá en sesión plenaria mañana a primera hora. Requiero la presencia de todos los consejeros. La Tierra Central está en guerra.

— ¿En guerra? —El príncipe Fyren levantó una ceja—. ¿Con qué autoridad? El Consejo no ha discutido un asunto de tamaña importancia.

Kahlan paseó la mirada por todos los consejeros hasta finalmente posarla en el príncipe.

— Con mi autoridad de Madre Confesora. —Los reunidos empezaron a cuchichear entre sí. Fyren no apartaba la mirada de ella. Kahlan fulminó con la mirada a quienes cuchicheaban y les ordenó—: Quiero ver a todos los consejeros aquí mañana a primera hora. Ahora podéis retiraros, caballeros.

Dicho esto, giró sobre sus talones y abandonó la sala. No reconocía a ninguno de los guardias que se iba encontrando, aunque ya se lo esperaba, pues sabía por Zedd que la mayoría de la milicia local había perecido cuando Aydindril sucumbió ante D’Hara. No obstante, echaba de menos esas caras conocidas.

El centro del Palacio de las Confesoras estaba dominado por una monumental escalinata de ocho tramos y cuatro pisos de altura, iluminada por la luz natural que entraba por el techo de cristal. La amplia estructura estaba rodeada a media altura por corredores con arcos, separados éstos por brillantes columnas de oro multicolor y mármol verde, apoyadas sobre pedestales cuadrados decorados con un medallón de uno de los pasados gobernantes de uno de los países de la Tierra Central. Los centenares y centenares de relucientes balaustres en forma de jarrón habían sido tallados a partir de piedra de un suave color amarillo que parecía poseer un fulgor propio. Las columnas de la escalera eran cuadradas, de granito color marrón oscuro, casi tan altas como Kahlan y estaban rematadas todas ellas por una lámpara de pan de oro. Intrincados paneles de molduras denticuladas rodeaban la parte superior de los capiteles, cubiertos más abajo por floridas tallas. En el descansillo central podían admirarse las estatuas de ocho Madres Confesoras. Kahlan había visto palacios modestos que cabrían en el espacio que ocupaba esa escalinata.

Se había tardado cuarenta años en construir esa monumental escalinata y la habitación que contenía. Los gastos habían sido sufragados enteramente por Kelton, a modo de indemnización por haberse opuesto a la unión de los diferentes países de la Tierra Central y la guerra que tal oposición generó. Asimismo se decretó que ningún líder de Kelton sería honrado jamás con un medallón en la base de las columnas. La escalinata estaba dedicada al pueblo de la Tierra Central, para honrar a sus habitantes y no a quienes la construyeron como castigo. Ahora Kelton era un poderoso país de la Tierra Central que gozaba de una buena posición, y a Kahlan le parecía ridículo seguir castigando a un pueblo por actos cometidos por sus antepasados siglos atrás.

Tras dejar atrás el descansillo central y empezar a subir el segundo tramo de escaleras hacia su dormitorio, vio a un grupo de sirvientes que la esperaban en lo alto de la escalera. Cuando la mirada de la Madre Confesora se posó sobre ellos, todos agacharon la cabeza. Kahlan era consciente de lo absurdo de la escena. Casi una treintena de personas pulcras, peinadas y relucientes, ataviadas con uniformes limpios y almidonados, que se inclinaban ante una mujer sucia, cubierta por pellejos de lobo, que acarreaba un arco y una pesada mochila. Bueno, eso solamente podía significar que la noticia de su llegada ya se había difundido por todo el palacio. Probablemente, incluso el jardinero del más aislado invernadero ya sabía que la Madre Confesora había regresado al hogar.

— Levantaos, hijos míos —dijo Kahlan al llegar a lo alto de la escalinata. Los sirvientes retrocedieron para dejarle paso.

Y entonces empezaron a atosigarla: ¿deseaba la Madre Confesora un baño o un masaje?, ¿querría que le lavaran el pelo y se lo peinaran?, ¿le gustaría que le hicieran la manicura?, ¿deseaba recibir peticionarios o ver a sus consejeros?, ¿deseaba escribir una carta? Kahlan fue asaltada por una lista de preguntas sobre lo que le gustaría, lo que deseaba, quería, necesitaba u ordenaba.

— Bernadette, quisiera darme un baño —dijo, dirigiéndose a la jefa del servicio—. Nada más. Sólo un baño.

Dos mujeres corrieron a prepararle el baño.

Involuntariamente, Bernadette echó un rápido vistazo al atuendo de Kahlan.

— ¿Desea la Madre Confesora que se limpie o se zurza alguna prenda? —preguntó la mujer.

Kahlan pensó en el vestido azul que llevaba en la mochila.

— Sí, alguna supongo. —Entonces recordó el resto de su ropa, toda ella empapada en sangre de las batallas en las que había participado—. Mejor dicho, tengo un montón de cosas para lavar.

— Sí, Madre Confesora. ¿Deseáis que os prepare vuestro vestido blanco para esta noche?

— ¿Para esta noche?

Bernadette se sonrojó.

— Ya se han enviado mensajeros al Bulevar de los Reyes, Madre Confesora. Todo el mundo querrá daros la bienvenida a casa.

Kahlan gruñó. Estaba muerta de cansancio y lo último que deseaba era recibir a nadie, alabar a las mujeres por su peinado o a los hombres por el corte de sus ropas, escuchar con paciencia las súplicas que invariablemente implicaban la distribución de fondos y que siempre trataban de dar la impresión de que quien las planteaba no buscaba su beneficio personal, sino únicamente justicia en una situación en la que estaba envuelto.

La señora Bernadette le lanzó una mirada de reconvención, como cuando Kahlan era pequeña. Era como si dijera: «Mira, jovencita, tienes obligaciones, y espero que las cumplas sin armar jaleo».

Aunque lo que dijo fue:

— Todo el mundo esperaba con gran inquietud vuestro regreso, Madre Confesora. Sería un alivio para todos comprobar que estáis bien y a salvo.

Kahlan lo dudaba. Lo que Bernadette quería decir era que sería bueno que Kahlan recordara a todo el mundo que la Madre Confesora seguía viva y continuaba siendo la máxima autoridad. Kahlan suspiró.

— Claro que sí, Bernadette. Gracias por recordarme que la gente temía por mí y estaba preocupada.

Bernadette sonrió al tiempo que inclinaba la cabeza.

— Así es, Madre Confesora.

Mientras el resto de sirvientes salían disparados, Kahlan se inclinó hacia Bernadette y le dijo, bajando la voz:

— Aún recuerdo la época en que me habrías dado un buen azote en el trasero por tener que recordarme tales cosas.

Bernadette sonrió de nuevo.

— Creo que ahora sois demasiado lista para ello, Madre Confesora. —Luego, frotándose el dorso de la mano para eliminar una mota inexistente, preguntó—: ¿Madre Confesora… os acompaña alguna de las otras Confesoras? ¿Regresará pronto alguna de ellas?

Kahlan puso la cara de Confesora, tal como su madre le había enseñado.

— Lo siento, Bernadette, creía que lo sabías. Están todas muertas. Yo soy la última Confesora viva.

Los ojos de Bernadette se llenaron de lágrimas y susurró una oración.

— Que los buenos espíritus estén con ellas ahora y siempre.

— ¿Por qué deberían estarlo? —replicó Kahlan lacónicamente—. No estuvieron con Dennee el día que una cuadrilla la capturó.

Como ya esperaba, en todas las chimeneas de sus aposentos ardía un fuego. Sabía que se habían seguido encendiendo mes tras mes durante su ausencia. En invierno nunca se permitía que los aposentos de la Madre Confesora se enfriaran, por si ésta regresaba sin avisar. En una mesa vio una bandeja de plata con una rebanada de pan del día, una taza de té y un cuenco con humeante sopa picante. La señora Sanderholt sabía que era su favorita.

La sopa picante le trajo el recuerdo de Richard. Recordaba las ocasiones en que ella se la preparó a él, y a la inversa.

Tras dejar en el suelo arco y mochila, Kahlan se encaminó a la otra habitación pisando mullidas alfombras. A los pies de su lecho acarició con aire ausente una de las grandes columnas de madera pulida, recordando que se suponía que debía de estar allí con Richard. El día que llegaran a Aydindril ya estarían casados. Kahlan le había prometido que compartirían su enorme lecho.

Su corazón rebosaba alegría el día en que decidieron casarse y regresar juntos a Aydindril como marido y mujer. Una lágrima se le escapó. Sentía un ardiente dolor que le abrasaba el pecho. Inspiró profundamente y se enjugó esa lágrima con los dedos.

Entonces se dirigió a las puertas de cristal del amplio balcón y las abrió. Posó una temblorosa mano sobre la ancha barandilla, que estaba helada, y contempló la ladera en la que se alzaba el Alcázar del Hechicero. Sus oscuros muros de piedra destacaban bajo los dorados rayos de sol del atardecer.

— ¿Dónde te has metido, Zedd? —susurró—. Te necesito.

El hombre se despertó sobresaltado al resbalar y golpearse la cabeza. Entonces se incorporó y parpadeó. Una anciana de pelo liso blanco y negro estaba sentada frente a él, encogida en un rincón. Ambos se hallaban en el interior de un carruaje. El vehículo hizo un movimiento brusco, lanzando al hombre al otro lado. La mujer miraba fijamente en su dirección. El hombre parpadeó, sorprendido; la mujer tenía los ojos totalmente blancos.

— ¿Tú quién eres? —preguntó él.

— ¿Quién eres tú? —repuso ella al punto.

— Yo he preguntado primero.

— Yo… —La mujer se cubrió el elegante vestido verde con una capa—. No lo sé. ¿Quién eres tú?

El interpelado alzó un dedo.

— Yo soy… soy… —Entonces lanzó un débil suspiro—. Me temo que yo tampoco sé quién soy. ¿Te parezco alguien a quien conozcas?

La mujer se abrigó mejor con la capa.

— No lo sé. Soy ciega. No veo cómo eres.

— ¿Ciega? Oh, vaya. Lo siento.

El hombre se frotó la cabeza donde se había golpeado contra un costado del carruaje. Al bajar la vista vio que iba vestido con elegancia, con una túnica granate con mangas negras y tres hileras de brocado plateado alrededor. «Bueno —se dijo—, al menos debo de ser un hombre acomodado.»

Entonces recogió del suelo un bastón negro y examinó su excelente trabajo de platería. Se volvió y golpeó con él el techo para llamar la atención del cochero sentado arriba. La anciana se asustó y dio un brinco.

— ¡Qué es ese ruido!

— Oh, lo siento. Trataba de llamar la atención del cochero.

Lo logró, pues el carruaje se detuvo y luego se balanceó como si alguien se apeara de él. Cuando la puerta se abrió y el anciano vio el tamaño del cochero, vestido con un abrigo hasta los pies, que asomaba la cara enrojecida por efecto del viento, aferró el bastón y retrocedió en el asiento.

— ¿Quién eres tú? —preguntó blandiendo el bastón.

— ¿Yo? Un idiota, ése soy yo —gruñó el hombretón. Su rostro surcado por profundas arrugas se suavizó al esbozar una ligera sonrisa—. Me llamo Ahern.

— Bueno, Ahern, ¿qué haces con nosotros? ¿Nos has secuestrado? ¿Nos tienes prisioneros hasta que te paguen un rescate?

Ahern se rió entre dientes.

— Más bien es al revés.

— ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tiempo hemos dormido? ¿Y quiénes somos?

Ahern alzó la mirada al cielo.

— Queridos espíritus, ¿cómo me meto en estos líos? —El cochero suspiró y explicó—: Ambos habéis dormido desde ayer por la tarde. Habéis dormido toda la noche y todo el día de hoy. Tú te llamas Ruben. Ruben Rybnik.

— ¿Ruben? —El anciano carraspeó—. Ruben. Me gusta. Es un bonito nombre.

— ¿Y yo quién soy? —inquirió la mujer.

— Tú eres Elda Rybnik.

— ¿Tú también te apellidas Rybnik? —saltó Ruben—. ¿Somos parientes?

Ahern vaciló.

— Sí y no. Vosotros dos sois marido y mujer. Bueno, más o menos.

Ruben se inclinó hacia el hombretón.

— Me parece que eso requiere una explicación.

Ahern suspiró y asintió con la cabeza.

— Tú te llamas Ruben y ella es Elda. Pero ésos no son vuestros nombres reales. Tú mismo me dijiste que, por el momento, sería mejor que no os dijera vuestros verdaderos nombres.

— ¡Nos has secuestrado! ¡Nos has dado un golpe en la cabeza y nos has hecho prisioneros!

— Cálmate y te lo explicaré.

— Hazlo antes de que te estrelle el bastón en la cabeza.

— No vale la pena —murmuró Ahern para sí—. ¿Cómo me habré metido en este lío? Oro, claro, por eso —se respondió a sí mismo.

El cochero se subió al vehículo y se sentó junto a Ruben. Entonces cerró la puerta para que no entrara la nieve que seguía cayendo.

— Por favor, entra y siéntate —dijo Ruben sarcásticamente.

Ahern se aclaró la garganta.

— Bueno, ahora escuchadme los dos. Ambos os pusisteis enfermos y me contratasteis para llevaros a ver a las tres mujeres. —El hombre se inclinó hacia Ruben y añadió en tono de desaprobación—. Eran tres brujas.

— ¡Hechiceras! —exclamó Ruben—. ¡No es de extrañar que no sepamos quiénes somos! ¡Nos entregaste a las brujas para que nos echaran un conjuro!

El cochero lo tranquilizó poniéndole una mano encima.

— Estate quieto y escucha. Tú eres un mago. —Ruben miró a Ahern boquiabierto—. Y ella es una hechicera —agregó, señalando a Elda.

Ruben agitó los brazos con gesto elegante.

— No, no lo soy —protestó—, o te convertiría en un sapo.

Ahern sacudió la cabeza mientras gruñía.

— Ya no tienes poder.

— Bueno, ¿era un mago con talento? —quiso saber Ruben, poniéndose muy recto.

— Lo bastante como para ponerme esos malditos dedos tuyos en las sienes y meterme en la cabezota que tenía que ayudaros. Dijiste que a veces los magos tienen que usar a los demás para hacer lo que debe hacerse. Lo llamaste la carga de un mago. Dijiste que, de todos modos, os habría ayudado, que tú solamente apelabas a mi «bondad» para darme un empujón. Sea como sea, eso y más oro del que había visto nunca, me convencieron para que me metiera en un buen lío. No me gusta tener nada que ver ni con los magos ni con la magia.

— ¿Y yo soy una hechicera? —preguntó Elda—. ¿Una hechicera ciega?

— Bueno, no, señora. Vos erais ciega, pero podíais ver con vuestro don. De hecho, veíais mejor que yo.

— ¿Y por qué ahora ya no puedo ver?

— Ambos estuvisteis enfermos por culpa de algún tipo de magia malvada. Las tres hechiceras dijeron que os ayudarían, pero para curaros tenían que… bueno, tuvieron que daros algo que hizo desaparecer en los dos vuestro poder mágico. No sé qué os dieron exactamente, porque tuve que esperar fuera. Sólo sé lo que me dijisteis antes de entrar ahí por última vez.

— Te lo estás inventando todo —lo acusó Ruben.

Ahern prosiguió, haciendo caso omiso.

— Esa enfermedad que los dos teníais se alimentaba de vuestra magia buena. No sé cómo funciona la magia, y los espíritus saben que tampoco deseo saberlo. Solamente te repito lo que tú mismo me dijiste cuando saliste y me convenciste de que os ayudara. Dijiste que para salvaros, las tres hechiceras os tenían que dar algo que haría desaparecer vuestra magia. Era el único modo de curaros. Mientras tuvierais magia buena, la magia mala se seguiría alimentando de ella hasta mataros.

— ¿O sea que ahora ya no tenemos magia?

— Bueno, no sé cómo va la cosa, pero, tal como yo lo entiendo, la magia es algo de lo que uno no puede librarse nunca. Lo que hicieron esas tres mujeres fue haceros olvidar todo sobre vosotros mismos, incluso que tenéis magia, para que la magia malvada tampoco lo supiera. Ésta es la razón por la que ninguno de los dos sabe quién es ni cómo usar la magia. Ésta es la razón por la que Elda es ciega.

Ruben entrecerró los ojos.

— ¿Por qué accedieron a ayudarnos esas hechiceras?

— Sobre todo por Elda. Dijeron que era una leyenda entre las hechiceras de Nicobarese por algo que hizo cuando era joven y vivía allí.

Ruben se quedó mirando fijamente al hombretón.

— Tiene que ser verdad. Tiene que ser verdad —repitió, dirigiéndose a Elda—. Nadie podría inventarse una historia tan absurda. ¿Qué crees tú?

— Lo mismo que tú. Creo que dice la verdad.

— Bien. Ahora viene la parte que no os va a gustar —dijo Ahern.

— ¿Qué pasa con nuestra magia? ¿Cuándo la recuperaremos? ¿Cuándo recordaremos quiénes somos?

Ahern se pasó unos rollizos dedos por su enmarañada melena grisácea.

— Ésa es la parte que no os va a gustar nada. Las hechiceras dudaban de que fuerais a recuperar la magia. Es posible que nunca recordéis. Es posible que hayáis perdido la magia para siempre.

Sobrevino el silencio dentro del carruaje. Al fin Ruben inquirió:

— ¿Por qué accedimos a eso?

Ahern jugueteó con los dedos.

— Porque no teníais elección. Ambos estabais muy enfermos; Elda más que tú. A estas alturas ella ya habría muerto y tú no durarías más de un día o dos. No teníais elección. Era el único modo de salvar la vida.

Ruben cruzó las manos encima de la empuñadura de plata de su bastón.

— Bueno, en ese caso hicimos lo correcto. Si nunca recordamos, pues tendremos que aprender a ser Ruben y Elda y empezar una nueva vida.

Ahern negó con la cabeza.

— Hay un pequeño problema. Tú me dijiste que la magia malvada no abandonaría definitivamente vuestro cuerpo hasta que recuperarais la memoria y, con ella, vuestra magia. Me recalcaste que era imperativo que la recuperarais. Dijiste que ocurrían cosas muy graves en el mundo y que tú tenías que ayudar, que era un asunto de vida o muerte para todos. Dijiste que debías hacer algo que solamente tú podías hacer.

— ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué debo hacer yo?

— Eso no me lo dijiste. Según tú, no lo hubiera entendido.

— ¿Y cómo se supone entonces que vamos a recuperar la memoria y la magia?

Ahern los miró alternativamente.

— Es posible que nunca las recuperéis. Las tres hechiceras dijeron que el único modo de recuperarlas era si recibíais una fuerte impresión, aunque era posible que eso no sucediera nunca. Tiene que tratarse de un fuerte golpe emocional o una gran impresión.

— ¿Una impresión? ¿Cómo qué?

— Tal vez una reacción de ira. Tal vez si os enfadarais mucho…

Ruben puso ceño.

— ¿Cómo? ¿Piensas abofetearme hasta que estalle?

— No. Tú mismo dijiste que eso no funcionaría. Añadiste que debía tratarse de una fuerte impresión emocional, aunque no sabías qué podía ser ni cómo provocarla. También dijiste que, si algo te hacía estallar, reaccionarías de modo muy violento, que sería terrible debido a la magia. No obstante, no tenías elección si querías salvar la vida.

Ruben y Elda se quedaron en silencio, pensativos, mientras Ahern los observaba.

— Bueno y ¿adónde nos llevas? ¿Qué hacemos en este carruaje?

— Vamos a Aydindril.

— ¿Aydindril? Nunca lo había oído. ¿Por dónde cae? ¿Está muy lejos?

— Aydindril es el hogar de las Confesoras, justo al otro lado de las montañas Rang’Shada. Es un largo viaje. Tardaremos semanas, quizá meses. Cuando lleguemos será casi el solsticio de invierno, la noche más larga del año.

— Me parece un largo trecho. ¿Por qué quería que fuésemos allí?

— Dijiste que tenías que ir al Alcázar del Hechicero. Añadiste que se necesita magia para entrar, pero que tú ya no tienes, por lo que me explicaste cómo meterte dentro. Parece que eras un niño malo y hallaste el modo de entrar y salir sigilosamente sin disparar la magia.

Ruben se frotó el lampiño mentón con dos dedos.

— ¿Y te dije que era urgente?

Ahern asintió con gesto sombrío.

— Pues, en marcha entonces.

Kahlan sonrió a la mujer ataviada con un recargado vestido azul, del mismo modo que llevaba sonriendo toda la noche. La mujer le estaba diciendo lo preocupados que habían estado todos por la suerte de la Madre Confesora. Su falta de sinceridad era tan transparente como la hipocresía de todos los demás. Kahlan se había pasado toda la vida escuchando a personas falsas que trataban de enmascarar su avaricia tras palabras altruistas y de concordia. La ponían enferma.

Ojalá que, al menos por una vez, una de esas personas con las que vivía y trabajaba fuera honesta y admitiera lo mucho que la odiaban y cómo les enfurecía que no les permitiera expoliar la Tierra Central y a sus gentes. Kahlan se reprendió por pensar eso; no todos eran así.

Mientras escuchaba a medias a la digna esposa del embajador, Kahlan se preguntó qué pensaría esa mujer si en vez de ver a la Madre Confesora ataviada con su reluciente vestido blanco y una gargantilla de diamantes que valían tanto como la mitad de su reino, la viera desnuda sobre un caballo, pintada de blanco y empapada en sangre, defendiéndose con una espada de los hombres que intentaban matarla. Kahlan se dijo que, probablemente, se desmayaría.

Cuando por fin la mujer del embajador hizo una pausa para tomar aire, Kahlan le dio las gracias por preocuparse por ella y se alejó. Se estaba haciendo tarde y estaba cansada. Por la mañana temprano debía presidir el Consejo. Al pasar junto a un espejo, Kahlan se vio y se sintió como si hubiera estado soñando mucho tiempo, acabara de despertar y volviera a ser la de antes: la Madre Confesora con su vestido blanco en el Palacio de las Confesoras de Aydindril.

Pero ella no era la misma. Se sentía mucho más vieja. Kahlan sonrió; al menos el baño había sido maravilloso. No recordaba haber disfrutado nunca tanto con un baño. Casi se había olvidado de lo que era estar limpia.

Cerca de la puerta se le acercó otra dama elegantemente vestida. No obstante, algo no cuadraba. El pelo rubio rojizo de la mujer era demasiado corto comparado con el de las otras damas, a las que les llegaba hasta los hombros. Pero su vestido no dejaba nada que desear; era negro, parecía muy caro y dejaba al descubierto los hombros y un reluciente collar de esmeraldas.

La mujer le bloqueó el umbral justo cuando Kahlan se disponía a atravesarlo. Entonces le hizo una precipitada reverencia. Tenía unos ojos azules que no dejaban de mirar en todas direcciones.

— Madre Confesora, debo hablar con vos. Es urgente.

— Lo siento, pero me temo que no te recuerdo.

Los ojos azules de la joven no miraban a la Confesora, sino que parecían buscar a alguien entre los presentes.

— No me conocéis. Tenemos un amigo en común que…

La mujer se interrumpió al ver a una mujer madura de cara agria que miraba en su dirección. Inmediatamente le dio la espalda.

— Madre Confesora, ¿habéis llegado sola a Aydindril u os acompaña alguien?

— Me ha acompañado un amigo, Chandalen, pero ha preferido pasar la noche en el bosque que hay al sur de la ciudad. ¿Por qué?

— Ése no es el nombre que esperaba oír. —Por fin la mujer la miró a los ojos—. Madre Confesora, debéis…

Se voz se fue apagando. Lentamente esos ojos azul profundo se fueron abriendo más y más. Parecía petrificada.

— ¿Qué ocurre? —quiso saber Kahlan.

Era como si la mujer estuviera viendo un fantasma.

— Vos… vos…

La mujer había perdido de repente todo color, adoptando un tinte enfermizo. La súbita palidez de sus hombros contra la tela negra del vestido la hacía parecer un espíritu. La mandíbula le temblaba mientras pugnaba, en vano, por hablar. Su rostro era una máscara de terror.

Los ojos azules se le pusieron en blanco. Demasiado tarde Kahlan hizo ademán de cogerla. La mujer cayó al suelo desmadejada.

Las personas próximas ahogaron una exclamación. Kahlan y otros se inclinaron sobre la mujer. Hombres y mujeres se arremolinaban a su alrededor, murmurando entre sí que seguramente había bebido demasiado vino.

La mujer de rostro agrio se abrió paso a codazos.

— ¡Jebra! —exclamó—. ¡Ya me pareció que era ella!

Kahlan alzó la vista hacia quien había hablado.

— ¿Conoces a esta mujer? Preséntate.

De pronto la mujer se dio cuenta de con quién estaba hablando. Inmediatamente sonrió e hizo una torpe reverencia.

— Soy lady Ordith Condatith de Dackidvich, Madre Confesora. Encantada de conoceros. Toda la noche he deseado hablar con…

Kahlan la atajó.

— ¿Quién es esta mujer? ¿La conoces?

— ¿Conocerla? —La mujer recuperó su agrio gesto—. Es mi criada. Se llama Jebra Bevinvier. ¡Haré que la azoten por holgazana!

— ¿Criada? —intervino un hombre—. A mí no me lo parece. He cenado con lady Jebra y os puedo asegurar que es una dama.

Lady Ordith resopló.

— Es una impostora.

— Pues debéis de pagarle muy bien —repuso el hombre en tono sarcástico—. Lady Jebra se aloja en las mejores posadas y paga con oro.

Lady Ordith dirigió al hombre otro altanero resoplido y agarró a un guardia por el brazo.

— ¡Tú! Lleva a esta moza a mis aposentos. Me alojo en el Palacio Kelton. Tengo que llegar al fondo de esto.

Kahlan se levantó y lanzó a lady Ordith una mirada fulminante.

— No harás tal cosa. A no ser que oses decir a la Madre Confesora qué hacer en su propio palacio.

Lady Ordith tartamudeó una disculpa. Kahlan chasqueó los dedos sin apartar la mirada de lady Ordith. Los guardias respondieron al instante.

— Lleva a lady Jebra a una habitación de invitados. Que una criada le lleve una infusión de jengibre, toallas frías para la cabeza y cualquier cosa que desee. No quiero que la moleste nadie y eso incluye a lady Ordith. Yo voy a retirarme y tampoco deseo que nadie me moleste. Mañana temprano tengo una sesión con el Consejo. Después me reuniré con lady Jebra.

Los guardias saludaron y se inclinaron para recoger a lady Jebra.

Cuando Kahlan llegó a su dormitorio despertó bruscamente de sus cavilaciones al ver a dos guardias keltas, pertenecientes al Palacio Kelton, ante las puertas de sus aposentos. Al verla, uno de los guardias golpeó fríamente el suelo con el extremo romo de la lanza. Había alguien dentro. Kahlan sostuvo la mirada a los impasibles guardias y luego entró majestuosamente.

No había nadie en la primera habitación. Kahlan entró en tromba en su alcoba. Cuando lo vio, se quedó helada. El príncipe Fyren estaba de pie encima de su cama, dándole la espalda.

El príncipe se sonrió con suficiencia mirándola por encima del hombro mientras orinaba en el centro de la cama.

Al acabar, Fyren se dio media vuelta, abrochándose los pantalones.

— En nombre de los espíritus, ¿qué se supone que estáis haciendo?

El hombre enarcó una ceja mientras pasaba junto a ella pavoneándose.

— Solamente hago saber a la Madre Confesora lo contentos que estamos todos de que haya vuelto. —El príncipe tenía la capa abierta y se alisó las arrugas que se habían formado en la pechera de su camisa blanca. Al llegar a la puerta se detuvo—. Dormid bien, Madre Confesora.

Kahlan tiró seis veces de la cuerda del timbre como si fuera a arrancarla. Ya avanzaba furiosa por el corredor cuando se topó con seis sirvientas sin aliento.

— ¿Deseáis algo, Madre Confesora?

Kahlan apretó los dientes.

— Sacad al patio mi colchón y la ropa de cama y quemadlo.

Una de las sirvientas, una muchacha, parpadeó.

— ¿Cómo decís, Madre Confesora?

— Coged el colchón de mi cama, con sábanas y colcha, y llevadlo todo al patio que hay bajo mi balcón. Luego prendedle fuego. ¿Qué es lo que no entiendes?

Kahlan apretaba los puños con fuerza. Las seis sirvientas retrocedieron un paso.

— Sí, Madre Confesora. —No se movían. Temblaban y tenían los ojos muy abiertos—. ¿Ahora, Madre Confesora?

— ¡Si hubiera querido que lo hicierais mañana, no os habría llamado ahora!

Kahlan llegó a la escalinata situada por encima del majestuoso vestíbulo a tiempo de ver cómo el príncipe Fyren se reunía con el hombre vestido con una sencilla túnica que lo esperaba. Los ojos oscuros del hombre se quedaron prendidos de los suyos un largo instante.

— ¡Guardias! —gritó Kahlan hacia las puertas. Hombres de uniforme acudieron corriendo y alzaron la vista hacia ella—. ¡El privilegio diplomático queda suspendido! ¡Si vuelvo a ver a ese cerdo kelta o a cualquier miembro de su guardia personal en este palacio antes de la sesión del Consejo, mañana por la mañana, yo misma os despellejaré vivos después de matarlo a él!

Los guardias saludaron. Kahlan vio a lady Ordith en el pasillo que conducía a la entrada. Lo había presenciado todo.

— Lady Ordith. —La noble ya miraba hacia arriba—. Creo recordar que sois invitada en el Palacio Kelton. Salid enseguida del mío.

Mientras la mujer tartamudeaba una despedida, Kahlan giró en redondo y regresó a sus aposentos. Por el camino reunió a un puñado de guardias.

Esperó fuera de sus habitaciones hasta que formaron ante las puertas.

— Si esta noche alguien entra en mis habitaciones, que sea por encima de vuestros cadáveres. ¿Entendido?

Todos saludaron para indicar que así sería. Una vez dentro, Kahlan se echó el manto blanco por encima de los hombros y salió al balcón. El aire nocturno era glacial. De pie, muy erguida, cerca de la barandilla contempló la escena que se desarrollaba en el patio de abajo.

Sentía deseos de echar a correr, pero no podía. Ella era la Madre Confesora y tenía que cumplir con su deber como tal: proteger la Tierra Central. Estaba sola y nadie la ayudaría.

Mientras observaba las llamas que consumían su cama, sintió que las lágrimas le corrían por las mejillas. Ése era el lecho que había prometido a Richard.


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