42

Richard y la hermana Verna continuaron a través de un oscuro, húmedo, frío y sofocante túnel de vegetación que ascendía por el camino levemente inclinado. Avanzaban hacia un lejano e inquietante sonido de flautas que sonaba como un zumbido. Las ramas, que no solamente sostenían sus propias hojas sino enredaderas de todo tipo, se enrollaban en espiral tanto por encima como a su alrededor, mientras que tenues cortinas de pálido musgo rellenaban los huecos que quedaban entre los troncos, a ambos lados del camino, e impedían el paso a la luz.

Cierto que a ambos lados se habían levantado muretes, probablemente para tratar de contener tan exuberante crecimiento, pero estaban siendo atrapados lentamente en él, envueltos en la frondosa maraña que avanzaba imparable. De entre las junturas en los bloques de piedra brotaban enredaderas que rodeaban y asfixiaban secciones enteras de muro, en otros puntos sobresalían e impulsaban hacia afuera a alguna ocasional piedra que quedaba colgando en un ángulo imposible, y que solamente la red de tallos impedía que cayera. Era como si esos muros fuesen las presas de un predador lento y pesado.

Solamente una parte de los muros había sido respetada por la vegetación: los cráneos humanos. Estaban colocados sobre los muros, a una distancia de aproximadamente un metro. Cada uno de ellos, totalmente pelado, descansaba sobre su propio cuadrado de piedra cubierta de liquen, como adornos de cuencas vacías y sonrisas descarnadas. Richard ya había perdido la cuenta del número de cráneos.

Ni la curiosidad que sentía, ni el temor que lo embargaba, lograban imponerse a su tenaz silencio. Ella y la Hermana no habían intercambiado ni media palabra desde su última discusión. Richard ni siquiera había dormido en el campamento con ella, sino que había pasado la guardia y el resto de la noche cazando y durmiendo con Gratch. El enojado silencio de la Hermana no podía competir con el del joven. Esta vez Richard no tenía ninguna intención de ser quien tratara de arreglar las cosas. Así pues, ambos se contentaban con evitar mirarse.

El camino se ensanchó y se abrió a la luz del sol. En la distancia se dividía alrededor de una pirámide estriada. Richard frunció el entrecejo, tratando de discernir qué le daba ese color marrón claro moteado con bandas más oscuras que ascendían por ambos lados a intervalos uniformes. Montado sobre Bonnie, calculó que debería de medir tres veces la altura de sus ojos.

Al acercarse más se dio cuenta de que el montículo estaba hecho enteramente con huesos. Huesos humanos. Las partes marrones moteadas eran cráneos, las bandas eran huesos de piernas y brazos dispuestos en capas con la punta hacia afuera. En esa ordenada pila debía de haber decenas de miles de cráneos. Al pasar junto a ella no pudo evitar mirarla fijamente, pero la hermana Verna no pareció darse ni cuenta.

Más allá de la pirámide de huesos, la carretera conducía a la plaza de una oscura y brumosa ciudad enclavada en el corazón del denso bosque. La urbe se alzaba en la llana cumbre de una colina en la que se habían talado todos los árboles, al igual que en los campos en terrazas que habían dejado atrás menos de una hora antes.

Los campos se veían listos para la siembra, con la tierra recién arada y con espantapájaros ya plantados para ahuyentar a las aves cuando la simiente estuviera en la tierra. Pese a hallarse en invierno, la gente de ese lugar sembraba. A Richard se le antojó un milagro.

La vegetación que rodeaba la ciudad se detenía bruscamente a las puertas de la misma, lo cual debería conferirle sensación de espacio, pero sucedía todo lo contrario. Parecía más cerrada y oscura que la encajonada carretera. Los edificios eran estructuras cuadradas con tejados planos, recubiertos de un lúgubre enlucido del color de la corteza de un árbol. Cerca de los tejados y en cada piso, de los muros revocados sobresalían los extremos de los troncos que sostenían la estructura. Las ventanas eran pequeñas, y no más de una se abría en cada muro. Los edificios variaban en altura —los más altos eran de cuatro pisos—, pero la mayoría de ellos tenía forma de bloques irregulares. La única variación de estilo radicaba en la altura.

Tanto el cielo como los edificios que se alzaban en la distancia se veían oscurecidos por la bruma y el humo de las hogueras. La plaza no parecía ser otra cosa que un espacio abierto alrededor de un pozo en el centro, y era el único lugar abierto de toda la ciudad. En ella desembocaban oscuras callejas delimitadas por muros lisos, formando abismos creados por la mano del hombre. Por encima de sus cabezas, muchos de los edificios con forma de bloque cruzaban las calles, convirtiéndolas en lóbregos túneles y, allí donde no existían, colgaba ropa puesta a secar en cuerdas sujetas de una a otra ventana. El pavimento de algunas calles era de adoquines, aunque la mayoría no era más que barro por el que corrían aguas fétidas.

Gente vestida con ropa gris muy holgada atestaba las estrechas calles. Todos caminaban descalzos por el barro, miraban con los brazos cruzados o estaban sentados formando corrillos en los portales. Mujeres que acarreaban cántaros de arcilla sobre la cabeza, ayudándose con una mano para mantener el equilibrio, se arrimaron a los muros para dejar pasar a los tres caballos. Iban y venían del pozo sumidas en un indiferente silencio, sin prestar atención ni a Richard ni a la hermana Verna.

Unos pocos ancianos se veían sentados en amplios portales o recostados contra los muros. Los hombres llevaban sombreros semejantes a sombreros de copa pero más bajos, sin ala, redondos y oscuros, con extrañas marcas de colores claros que parecían haber sido pintadas con los dedos. Muchos fumaban pipas de tubo muy delgado. Las conversaciones cesaban al paso de Richard y la hermana Verna, y todos observaban con fijeza el avance de los dos forasteros y sus tres caballos. Algunos se tironeaban despreocupadamente los largos pendientes que les colgaban de la oreja izquierda.

La hermana Verna abría la marcha por las callejuelas, internándose cada vez más en el laberinto de monótonos edificios. Cuando al fin llegaron a una calle más amplia, pavimentada con adoquines, se detuvo, se volvió hacia él y le advirtió en voz baja:

— Esta gente son majendie. Habitan una boscosa y vasta franja de tierra en forma de media luna. Tenemos que atravesar su país en toda su longitud hasta llegar a la punta de la media luna. Los majendie adoran a los espíritus. Los cráneos que vimos a la entrada de la ciudad son sacrificios humanos.

»Pese a que sostienen creencias estúpidas y censurables, nosotros no podemos cambiarlas. Tenemos que atravesar su país. Si no haces lo que te piden, nuestros cráneos irán a parar a la pirámide.

Richard se negó a darle la satisfacción de responderle ni de discutir con ella. Se limitó a quedarse sentado con las manos cruzadas sobre la perilla de la silla y observarla impasible hasta que, al fin, la Hermana le dio la espalda y reemprendió la marcha.

Después de pasar por debajo de un edificio que cruzaba la calle, entraron en una plaza abierta un tanto destartalada. Tal vez un millar de hombres deambulaban por ella o formaban corrillos. Al igual que los otros hombres que había visto, todos llevaban un largo pendiente, pero esta vez en la oreja derecha y no en la izquierda. Asimismo llevaban espadas cortas y fajas negras. Pero, a diferencia de los anteriores, no se cubrían la cabeza rapada.

Hacia el centro, aunque algo apartada, se alzaba una plataforma sobre la que había sentados en círculo un grupo de hombres con las piernas cruzadas mirando hacia adentro alrededor de un grueso poste. De allí provenía la inquietante melodía. Mujeres vestidas de negro se sentaban en círculo alrededor de los hombres, mirando hacia afuera.

De pie, con la espalda contra el poste, una mujer corpulenta ataviada con prendas negras que ondeaban, deslizó hacia arriba el dorso de la mano para asir un nudo en el extremo de una cuerda que colgaba de una campana. Mientras observaba cómo Richard y la hermana Verna entraban en la plaza, tañó la campana una sola vez. La Hermana se detuvo bruscamente al tiempo que el penetrante repique flotaba en el aire, haciendo enmudecer a los hombres y animando a los flautistas a tocar más rápido.

— Es un aviso dirigido a los espíritus de sus enemigos —le explicó la Hermana—. También es una llamada a los guerreros presentes; los hombres que llenan la plaza. Los espíritus ya han sido advertidos, y los guerreros congregados. Si la campana suena de nuevo, estamos muertos. —Richard no se inmutó—. Es un ritual de sacrificio para aplacar a los espíritus.

Algunos hombres se acercaron a ellos y se hicieron cargo de las riendas. Las mujeres de negro sentadas en círculo se pusieron de pie y empezaron a bailar y girar al ritmo de la inquietante música. Cuando la hermana Verna miró a Richard con deliberada fijeza, vio que tenía la espada presta para desenvainarla. La mujer suspiró y desmontó. Tuvo que carraspear airadamente para que Richard la imitara.

Verna se abrigó con su delgada capa mientras le hablaba sin perder de vista a las mujeres de negro que revoloteaban alrededor del poste y a la mujer del centro.

— El país de los majendie forma una media luna alrededor de un bosque pantanoso en el que viven sus enemigos. Son salvajes que jamás nos permitirían cruzar tan hostil entorno y mucho menos guiarnos. Incluso si lográramos evitarlos, nos perderíamos irremediablemente. La única manera de llegar al Palacio de los Profetas, que está situado más allá de la tierra de estos salvajes, es rodearlos por la media luna que pertenece a los majendie. Nuestro destino se halla entre los vértices de esa media luna, y más allá de los salvajes que ocupan el centro.

La Hermana le echó una rápida mirada para asegurarse de que al menos le prestaba atención antes de proseguir.

— Los majendie están en guerra permanente contra los salvajes que viven en el bosque pantanoso. Para que nos permitan atravesar su tierra, debemos demostrarles que somos aliados suyos y de sus espíritus, y que estamos en contra de su enemigo.

»Los cráneos que vimos pertenecen a enemigos que los majendie sacrificaron a sus espíritus. Para que nos dejen pasar, es preciso que los ayudemos en un sacrificio. Los majendie creen que todos los hombres llevan en su interior la semilla de la vida y un alma otorgada por los espíritus. Y, además de eso, para ellos, los poseedores del don tienen un vínculo especial y directo con los espíritus. Así pues, si un muchacho poseedor del don bendice un sacrificio, creen que lo santifica y que los espíritus derramarán su gracia sobre todos los majendie. Creen que ese sacrificio insufla vida, vida divina, a su pueblo.

»Cuando llevamos a los muchachos a palacio, los majendie nos exigen que el joven participe, pues creen que de este modo su espíritu se une con los de los majendie. Asimismo con esa ceremonia se aseguran de que sus enemigos odien a los magos, pues ayudan a los majendie, y que nunca cooperarán con ellos. De este modo los majendie creen que les niegan un canal divino al mundo de los espíritus.

Todos los hombres presentes en la plaza desenvainaron sus espadas cortas y las dejaron en el suelo, con la punta hacia la mujer situada en el centro. Luego se arrodillaron e inclinaron las relucientes calvas.

— La mujer que ha tañido la campana, la que está en el centro, es la Madre Reina, su líder. Posee un vínculo de unión con los espíritus femeninos y representa a los espíritus de fertilidad en este mundo. Es la encarnación del receptáculo de la semilla divina del mundo de los espíritus.

Las bailarinas de negro formaron en fila y echaron a andar hacia Richard y la Hermana, alejándose de la plataforma.

— La Madre Reina nos envía sus representantes, que te conducirán al lugar del sacrificio. —La hermana Verna alzó la vista hacia el joven y empezó a juguetear con una esquina de la capa—. Tenemos suerte, pues esto significa que ya poseen a una víctima. Si no la tuvieran, tendríamos que esperar semanas o incluso meses hasta que capturaran a un enemigo.

Richard no dijo nada.

La Hermana dio la espalda a las mujeres que se acercaban y lo miró a la cara.

— Te llevarán donde guardan al prisionero y allí te invitarán a que des tu bendición. Si no lo haces, te sacrificarán antes que al prisionero.

»Para bendecir el sacrificio tienes que besar el cuchillo sagrado que te ofrecerán. No tendrás que matar tú mismo al prisionero. Lo único que debes hacer es besar el cuchillo como símbolo de que los espíritus bendicen el sacrificio, y ellos lo matarán. Pero tendrás que mirar cómo lo hacen, para que de este modo los espíritus contemplen el sacrificio a través de tus ojos. —La mujer echó un vistazo por encima del hombro a las mujeres que se aproximaban y sentenció—: Son creencias blasfemas.

Dicho esto, lanzó un suspiro de resignación y miró de nuevo al joven a la cara. Richard cruzó los brazos y clavó en ella una iracunda mirada.

— Richard, sé que todo esto no te gusta, pero ha servido para mantener la paz entre nosotras y los majendie durante tres mil años. Aunque suene paradójico, salva más vidas de las que cuesta. Los salvajes enemigos de los majendie también luchan contra nosotras. De vez en cuando, tanto el palacio como el civilizado pueblo del Viejo Mundo sufren sus incursiones y sus crueles ataques.

«No es de extrañar», pensó Richard, pero se guardó su opinión para sí.

La hermana Verna se hizo a un lado para colocarse junto a él mientras las mujeres de negro se agrupaban frente a ambos. Todas eran ya maduras —tal vez tenían ya edad de ser abuelas— y corpulentas. Las prendas negras las cubrían por completo, incluyendo el pelo, y dejaban sólo a la vista sus arrugadas manos y rostros.

Una de ellas se apretó contra la barbilla la basta tela negra con unos nudosos dedos, y saludó a la Hermana con una inclinación de cabeza.

— Bienvenida, mujer sabia. Los centinelas nos avisaron de vuestra llegada hace casi un día. Nos alegra teneros entre nosotros, pues es tiempo de realizar el sacrificio de la siembra. Aunque no esperábamos vuestra llegada, será un gran homenaje a los espíritus que nuestro sacrificio sea bendecido.

La anciana, que apenas llegaba a Richard al esternón, miró al joven de arriba a abajo.

— ¿Éste es el hombre mágico? No es un muchacho —dijo a la hermana Verna.

— Nunca habíamos llevado a alguien tan mayor al palacio de las mujeres sabias —admitió la Hermana—, pero es un hombre mágico, igual que los demás.

— Es demasiado mayor para impartir la bendición —afirmó la anciana mirando a Richard a los ojos. Éste le devolvió la mirada sin expresar ninguna emoción.

— Es un hombre mágico —repitió la Hermana, más tensa.

La anciana le dirigió un gesto de asentimiento, pero insistió.

— Es demasiado mayor para limitarse a mirar mientras otros realizan el sacrificio. Tendrá que hacerlo él personalmente. Tiene que ofrecer nuestro sacrificio a los espíritus por su propia mano. Llévalo adonde la víctima aguarda —ordenó a una de sus compañeras.

La aludida inclinó la cabeza, se avanzó e indicó por gestos a Richard que la siguiera. La hermana Verna le tiró de la manga de la camisa. Richard percibió el calor de la magia que irradiaba de los dedos de la mujer y le subía por los brazos para confluir en una desagradable sensación de hormigueo en el cuello, debajo del rada’han.

— Richard —susurró—, no oses blandir el hacha esta vez. No sabes qué echarías a perder.

Richard la miró a los ojos antes de darse media vuelta sin decir ni palabra.

La gruesa anciana lo condujo por una lodosa calle en la que había viejos sentados en los portales, que los observaban, y luego torció por una callejuela. Al llegar al final se agachó para pasar por una baja entrada. Richard casi tuvo que inclinarse por la cintura para seguirla.

Dentro, el suelo estaba cubierto por alfombras de intrincado diseño aunque de colores apagados. El único mobiliario consistía en varios arcones bajos con tapas de piel sobre los que ardían lámparas de aceite. Había cuatro hombres con la cabeza rapada acuclillados sobre las alfombras, dos a cada lado de un pasillo separado por pesados tapices en vez de puerta. Sobre las rodillas tenían lanzas cortas con afilada punta de hierro en forma de hoja. En el techo, inesperadamente alto, flotaba una nube de humo de pipa.

Los cuatro hombres se pusieron de pie y saludaron con una inclinación de cabeza a la anciana. Ésta les devolvió el saludo y empujó a Richard hacia adelante.

— Aquí os traigo al hombre mágico. Puesto que ya es adulto, la Madre Reina ordena que ofrezca el sacrificio a los espíritus con sus propias manos.

Todos expresaron con gestos de asentimiento y sonrisas que lo juzgaban una sabia decisión, y pidieron a la anciana que dijera a la Madre Reina que así se haría. La mujer de negro les deseó buena fortuna, tras lo cual se agachó para salir, cerrando tras ella la puerta de basta madera de pino.

Una vez que se hubo ido, los hombres sonrieron de oreja a oreja, y todos dieron palmaditas a Richard en la espalda como para convertirlo en uno más de ellos. En la nuca de uno de los hombres se formaron pliegues de carne cuando se volvió para echar un vistazo al pasadizo cubierto por el tapiz. A continuación, pasó un brazo por encima de Richard y le dio un fuerte apretón con los dedos.

— Eres muy afortunado, chico. Te gustará lo que te tenemos preparado. —Su astuta sonrisa reveló que le faltaba un diente de la hilera inferior—. Ven con nosotros. Te prometo que va a gustarte. Hoy te harás hombre si es que aún no lo eres —añadió con una sonora risita. Sus tres compañeros también rieron.

Los tres apartaron a un lado el tapiz y cogieron una de las lámparas para iluminarse. El último de ellos dio una palmadita a Richard en la espalda, animándolo así a que avanzara. Todos reían, anticipando la reacción del joven.

La habitación contigua era muy parecida a la anterior, excepto porque faltaba el humo de pipa. Los hombres fueron guiando a Richard por una serie de habitaciones, todas ellas completamente vacías salvo por algunas alfombras tiradas aquí y allí. Por fin se arrodillaron ante el último pasadizo tapado, plantaron los extremos de las lanzas en el suelo y, apoyándose en ellas con una mano, se inclinaron hacia el joven. Todos esbozaban una misma sonrisa maliciosa.

— Ahora cuidado, chico. No te precipites. No pierdas la cabeza y te lo pasarás en grande con la salvaje.

Nuevamente se rieron entre dientes, compartiendo una broma privada, mientras apartaban a un lado el tapiz y entraban en una pequeña habitación cuadrada con el suelo desnudo y sucio. El techo medía al menos la altura de tres pisos. Arriba, una única ventana abierta en un muro iluminaba la celda con tenue luz. El lugar olía al orinal situado a un lado.

En el extremo izquierdo de la celda se veía a una mujer desnuda en cuclillas. Al ver a los hombres, trató de alejarse lo más posible. Se encogió rodeándose las rodillas con los brazos.

Estaba cubierta por marcas, cortes y moretones. Una larga mata de pelo negro crespo enmarcaba un mugriento semblante. La mujer entrecerró sus ojos negros en señal de odio al ver a los cuatro hombres. Por las socarronas sonrisas de éstos, era evidente que los conocía muy bien.

Alrededor del cuello llevaba un grueso collar de hierro unido por una gruesa cadena a una sólida anilla de la pared.

Los hombres se desplegaron por la celda y se pusieron en cuclillas con la espalda pegada al muro. Con una mano sostenían la lanza derecha entre las rodillas. Richard los imitó y se agachó con la espalda contra el muro, a la derecha de la mujer.

— Deseo hablar con los espíritus —dijo. Los cuatro hombres le miraron, parpadeando—. Debo preguntarles cómo quieren que realice el sacrificio.

— Sólo hay un modo de hacerlo —replicó el hombre al que le faltaba un diente—. Tienes que cortarle la cabeza. Ahora que lleva el collar alrededor del cuello, es el único modo de sacarla. Tienes que separarle la cabeza del tronco.

— No obstante, debe hacerse tal como los espíritus desean. Tengo que hablar con ellos para saber cómo quieren que lo haga exactamente y así… complacerlos.

Los hombres consideraron sus palabras. El tipo al que le faltaba un diente rumiaba, haciendo rodar la lengua dentro de la boca. Al fin, el rostro se le iluminó:

— La Madre Reina y sus servidoras beben juka para hablar con los espíritus. Puedo traerte un poco de juka para que tú también puedas hablar con ellos.

— Muy bien. Traedme juka, hablaré con los espíritus y haré lo que me digan. No querría cometer un error que arruinara vuestro sacrificio de la siembra.

Los hombres estuvieron de acuerdo en que era una petición muy sensata teniendo en cuenta que Richard debía realizar él mismo el sacrificio y no sólo bendecirlo. Uno de los hombres corrió a cumplir el encargo.

Los otros tres esperaron en silencio, contemplando lascivamente a la mujer. Ésta, acurrucada en una esquina, acercó más los pies al cuerpo para cubrirse y los fulminó con la mirada.

Uno de los hombres se sacó de un bolsillo una pipa con el tubo muy delgado así como una larga astilla. Después de prender la astilla en la llama de la lámpara, la usó para encender la pipa. Mientras fumaba, contemplaba a la prisionera de un modo muy íntimo. La mujer alzó la barbilla en gesto de desafío y lo miró airadamente. El humo flotaba en la penumbra, mientras que el hombre daba chupadas cada vez más rápidas.

Richard esperaba agachado contra el muro, con los brazos cruzados sobre el regazo de modo que no se viera que tenía la mano derecha muy cerca de la empuñadura de la espada. Cuando al fin el cuarto hombre regresó, sostenía con ambas manos un recipiente redondo de arcilla con una pequeña abertura arriba y símbolos blancos pintados a los lados.

— La Madre Reina y sus servidoras están de acuerdo y te envían la juka para que llames a los espíritus. Cuando la bebas, los espíritus vendrán a ti. —El hombre dejó el recipiente frente a Richard, se sacó un cuchillo del cinto y se lo tendió por el mango de malaquita verde. El mango estaba tallado con figuras en poses obscenas—. Éste es el cuchillo sagrado que se usa en los sacrificios.

Cuando Richard tomó el cuchillo de robusta hoja y se lo metió en el cinto, el hombre fue a reunirse con sus compañeros, en cuclillas contra el muro.

El que se hallaba más cerca de la mujer, al otro lado, parecía muy complacido de que la Madre Reina hubiese enviado la juka. Guiñó un ojo a Richard con gesto de complicidad y luego alzó la punta de su lanza hacia el rostro de la prisionera.

— El hombre mágico ha venido para ofrecerte a los espíritus. —El hombre sonrió a Richard para darle ánimos antes de continuar—, pero antes le gustaría regalarte la semilla otorgada por los espíritus. —La prisionera no se movió. La sonrisa del hombre se transformó en expresión despectiva, golpeó el suelo con la punta roma de la lanza y exclamó—: ¡No insultes a los espíritus! ¡Acepta el regalo! Vamos —añadió con un quedo gruñido.

Sin apartar los ojos de él, la mujer se desenroscó y se tumbó de espaldas sobre el suelo de tierra. Seguidamente se abrió de piernas y lanzó a Richard una veloz mirada de desafío. Era evidente que conocía las consecuencias de negarse a los deseos de esos hombres.

El hombre se levantó de un salto y le clavó la lanza en el muslo. La mujer gritó y se encogió.

— ¡Ya sabes cómo hacerlo! ¡No nos insultes! ¡No somos estúpidos! ¡Hazlo como es debido! —le ordenó, haciendo gesto de atravesarla de nuevo.

La única reacción de Richard fue curvar los dedos en torno a la empuñadura de la espada. La mujer, haciendo caso omiso de la herida en el muslo que le sangraba, se dio la vuelta, se puso de rodillas y alzó el trasero al aire.

Los hombres rieron entre dientes.

— No te aconsejo que goces de ella cara a cara —le dijo el hombre al que le faltaba un diente—. Muerde. —Los demás asintieron—. Móntala de espaldas y sujétala por el pelo. De este modo no te podrá morder y podrás hacerle lo que quieras.

Los hombres esperaban. Ni Richard ni la mujer se movieron.

— ¿Es que no lo veis, idiotas? —les espetó la prisionera—. ¡No quiere montarme como un perro delante de todos vosotros! Es tímido —añadió, lanzando a Richard una sonrisa burlona, con la cara pegada a la tierra—. Le da vergüenza que veáis la cosita mágica tan pequeña que tiene.

Todos los ojos estaban posados en él. Richard apretaba con tanta fuerza la empuñadura, que tenía los nudillos blancos. Hizo un esfuerzo para poner cara inexpresiva pese a la cólera de la espada que lo abrasaba por dentro. Tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma pues sabía que no conseguiría nada dando rienda suelta a la rabia.

Uno de los hombres dio un codazo a un compañero y se rió.

— Quizá la mujer tiene razón. Es joven todavía. Es posible que no esté acostumbrado a que otros sean testigos de su placer.

Los límites que contenían su furia estaban a punto de reventar. Richard se concentró en impedir que la mano le temblara y se mantuviera firme. Entonces alzó hacia los hombres el recipiente con la juka.

— Los espíritus desean hablarme de asuntos muy importantes —dijo, haciendo ímprobos esfuerzos para hablar con voz calmada.

Todas las sonrisas se marchitaron. Sabían que era un hombre mágico, pero era mayor que los niños que acostumbraban a ver. No tenían ni idea de cuál podría ser su poder y era evidente que la cuestión los inquietaba. Y también les inquietaba su excesiva calma, que ocultaba la tormenta.

— Debemos dejarlo solo con su deber —dijo uno de los hombres—. Vámonos para que hable con los espíritus y goce de la salvaje, si quiere, antes de inmolarla. —El hombre inclinó hacia Richard su reluciente calva—. Te dejamos en paz. Te esperaremos en la primera habitación.

Con rostro solemne los cuatro hombres se marcharon precipitadamente. Cuando estuvo segura de que ya estaban lejos, la mujer le escupió, arqueó la espalda como una gata en celo y alzó aún más el trasero en el aire.

— Ahora puedes montarme como el perro que eres. Ven, hombre mágico, demuestra lo que puedes hacerle a una mujer encadenada. No será peor que lo que ya me han hecho esos mal nacidos. —La mujer volvió a escupirle—. Todos sois unos perros.

Richard estiró una pierna y empujó la cadera de la mujer hacia abajo con un pie.

— Yo no soy como ellos —se defendió.

La prisionera rodó sobre su espalda, abrió brazos y piernas y le lanzó una mirada de desprecio.

— ¿Ah no? ¿Prefieres tomarme así, para demostrar que eres mejor que ellos?

Richard apretó los dientes.

— Basta ya. No estoy aquí para eso.

La mujer se incorporó y alzó el mentón, pero súbitamente sus ojos se llenaron de terror.

— ¿Piensas sacrificarme ya mismo?

Richard se dio cuenta de que con una mano aferraba aún la empuñadura de la espada. Se había olvidado de mantener una expresión calmada. Entonces apartó la mano, logrando que la magia se desvaneciera y su cólera se calmara. Seguido por la mirada de la mujer, Richard vertió la juka al suelo de tierra.

— Voy a sacarte de aquí. Me llamo Richard. ¿Cómo te llamas tú?

— ¿Para qué quieres saberlo? —inquirió ella, entrecerrando los ojos.

— Bueno, si voy a sacarte de aquí, tengo que saber cuál es tu nombre. No puedo llamarte «mujer».

La prisionera lo midió con la mirada un momento.

— Me llamo Du Chaillu.

— ¿Te llaman Du o Chaillu? ¿O Du Chaillu?

— Me llamo Du Chaillu —replicó la mujer con un frunce de confusión.

Richard la tranquilizó con una sonrisa.

— Perfecto, Du Chaillu. ¿Quién es tu gente? ¿Cómo se llama tu pueblo?

— Baka ban mana.

— ¿Qué significa baka ban mana?

— Quienes no tienen señor —contestó ella, orgullosa.

Richard sonrió para sí.

— Creo que eres digna representante de tu pueblo. No me imagino que te dejes dominar.

Du Chaillu examinó los ojos del joven con el mismo gesto de orgullo que antes.

— Pese a lo que dices, tienes intención de montarme como los otros.

— No. Ya te he dicho que no lo haría. Voy a tratar de sacarte de aquí y llevarte de regreso con los tuyos.

— Ningún baka ban mana capturado por los majendie regresa nunca.

— Pues tú serás la primera.

Richard desenvainó la espada. Du Chaillu retrocedió presurosa hacia el muro, se llevó las rodillas al pecho y ocultó el rostro. El joven se dio cuenta de que había interpretado mal su acción y se temía lo peor.

— Tranquila, Du Chaillu. No voy a hacerte daño. Sólo quiero quitarte ese collar.

La mujer se encogió ante él pero entonces, como si se avergonzara de su temor, alzó la cabeza y le escupió.

— Sí, cortándome la cabeza. Mientes. Quieres matarme y esperas que te ofrezca el cuello sin resistirme.

Richard se limpió con la manga el escupitajo que le había alcanzado a un lado de la frente. Acto seguido alargó una mano y la posó en un hombro de la mujer para tratar de calmarla.

— No, no voy a hacerte ningún daño. Pero tengo que usar la espada para quitarte el collar. ¿Cómo, si no, esperas que te saque de aquí? No te pasará nada, ya lo verás. ¿Dejas que te lo quite?

— ¡Las espadas no cortan el hierro!

Richard enarcó una ceja.

— Las mágicas sí.

La mujer cerró los ojos con fuerza y contuvo la respiración mientras él le pasaba un brazo por encima del hombro y la empujaba para ponérsela sobre el regazo, boca abajo. Entonces colocó la punta de la espada a un lado del cuello de la prisionera. Había visto otras veces a la Espada de la Verdad cortar hierro y sabía que con su magia también esta vez lo lograría. La mujer se mantenía totalmente inmóvil al tiempo que Richard deslizaba la espada bajo la pesada argolla de hierro.

De repente, lo atacó. En un abrir y cerrar de ojos los dientes de la prisionera se cerraron en torno al brazo izquierdo de Richard, presionándole los nervios.

Richard se quedó paralizado. Sabía que si trataba de retirar violentamente el brazo, los dientes de Du Chaillu le desgarrarían el músculo del hueso. Aún empuñaba con la mano derecha la espada, y la cólera que emanaba de ésta latía con fuerza en todo su ser. Richard utilizó esa ira para ayudarse a controlar el dolor y permanecer muy quieto.

Teniendo como tenía la espada bajo el collar, sería muy sencillo girarla y clavársela a Du Chaillu. Si le cortaba la garganta y la cabeza, liberaría el brazo. La implacable mordedura le causaba un dolor insoportable.

— Du Chaillu —logró decir entre dientes—, suéltame. No voy a hacerte ningún daño. Si ésa fuera mi intención, podría cortarte ahora mismo la cabeza para soltarme.

Tras un largo momento de absoluto silencio en el que solamente se oyó la agitada respiración del joven, Du Chaillu relajó la presión que ejercía con los dientes, pero sin soltarle el brazo del todo.

— ¿Por qué? ¿Por qué quieres ayudarme? —preguntó, ladeando ligeramente la cabeza y alzando los ojos hacia él.

Richard clavó la mirada en esos oscuros ojos. Decidió arriesgarse y alejó la mano de la empuñadura, tras lo cual se la llevó hacia el cuello y rozó con los dedos el frío metal del rada’han.

— Yo también soy un prisionero. Yo también sé qué es que te sujeten con un collar. No me gustan los collares. Aunque yo no puedo liberarme con la espada, sí que puedo liberarte a ti.

Du Chaillu le soltó el brazo e inclinó la cabeza hacia un lado mientras lo contemplaba con ceño.

— Pero tú eres un hombre mágico.

— Justamente por eso me hicieron prisionero. La mujer que me acompaña me conduce a un lugar llamado el Palacio de los Profetas. Dice que, si no voy allí, la magia me matará.

— ¿Tú eres uno de los que van con las brujas? ¿De los que viven en la gran casa de piedra de las brujas?

— No es una bruja sino una mujer que también posee magia, como yo. Ella me puso este collar para obligarme a ir con ella.

Los ojos de Du Chaillu recorrieron rápidamente el rada’han.

— Si me liberas, los majendie no te permitirán que cruces su tierra para llegar hasta la gran casa de piedra.

— Bueno —replicó Richard con una leve sonrisa—, yo esperaba que, si te ayudo a regresar con tu gente, nos permitirías que atravesáramos tu tierra y nos guiarías, para así llegar a nuestro destino.

La mujer esbozó una astuta sonrisa.

— Podríamos matar a la bruja —sugirió.

— No. Yo no mato a nadie a no ser que me vea obligado a ello. De todos modos, no serviría de nada. Tengo que llegar hasta el palacio para librarme de este collar. Si no llego, moriré.

Du Chaillu apartó los ojos. Richard esperó mientras la mujer examinaba su celda.

— No sé si dices la verdad o si piensas degollarme. —Suavemente, le frotó el brazo donde lo había mordido—. Pero, de todos modos iba a morir sin remedio. Al menos, si me matas, ninguno de esos perros volverá a montarme. Si dices la verdad, estaré libre, pero tendremos que escaparnos de los majendie.

Richard le guiñó un ojo.

— Tengo un plan. Al menos, podemos intentarlo.

— Si me matas, los majendie estarían contentos contigo y podrías llegar a ese palacio. ¿No tienes miedo de que te maten?

— Sí. Pero aún tengo más miedo de vivir el resto de mi vida imaginándome tus bonitos ojos y deseando haberte ayudado.

Du Chaillu lo miró largamente de soslayo.

— Es posible que seas un hombre mágico, pero no puede decirse que seas muy listo. Un hombre listo pensaría ante todo en su seguridad.

— Yo soy el Buscador.

— ¿Qué es eso?

— Es una historia muy larga. Pero supongo que significa que hago todo lo que está en mi mano para procurar que la verdad prevalezca y que se imponga la justicia. Esta espada es mágica y me ayuda en tal empresa. Es la Espada de la Verdad.

Du Chaillu respiró hondo y, finalmente, volvió a posar la cabeza en el regazo de Richard.

— Inténtalo o mátame. De todos modos, ya estaba muerta.

Richard la tranquilizó con una palmadita en su mugrienta espalda desnuda, mientras le advertía:

— Ahora estate quieta.

Con una mano agarró con firmeza el collar que la mujer llevaba al cuello, mientras que con la otra, la derecha, por la que la magia fluía en su interior, impulsó con todas sus fuerzas la espada hacia arriba.

Se oyó un fuerte crujido y el hierro se hizo añicos. Fragmentos metálicos calientes rebotaron contra los muros. Uno bastante grande giró en el suelo de tierra como una peonza, hasta que por fin se bamboleó y cayó. Sobrevino el silencio. Richard contenía la respiración, rezando para que ninguno de los fragmentos de metal le hubieran cortado la garganta a la mujer.

Du Chaillu se incorporó y, con ojos muy abiertos, se palpó el cuello. Al comprobar que no tenía ninguna herida, sonrió de oreja a oreja.

— ¡Ya no lo llevo! ¡Me has quitado el collar y conservo la cabeza!

Richard fingió sentirse indignado por la duda.

— Ya te lo dije. Ahora tenemos que salir de aquí. Vamos, sígueme.

El joven la guió por las diferentes celdas, regresando por donde había entrado. Al llegar a la última habitación en la que los hombres esperaban, la conminó al silencio con un dedo sobre los labios y le dijo que se estuviera quieta y que lo esperara.

Du Chaillu cruzó los brazos bajo sus pechos desnudos.

— ¿Por qué? Yo voy contigo. Dijiste que me sacarías de aquí.

Richard lanzó un suspiro de exasperación.

— Voy a conseguirte alguna ropa. No puedes salir de aquí… así —Richard hizo un ademán para indicar su desnudez.

La mujer descruzó los brazos y se miró.

— ¿Por qué? ¿Qué hay de malo? No tengo tan mala figura. Muchos hombres me han dicho que…

— Pero ¿qué es lo que pasa con vosotros? —susurró Richard acaloradamente—. ¡He visto a más gente desnuda desde que abandoné mi país natal el pasado otoño que en toda mi vida! Y no os parece importar lo más mínimo que…

— Tienes la cara roja —lo interrumpió la mujer, sonriendo.

Richard gruñó, apretando los dientes.

— ¡Espérame aquí!

— Esperaré —repuso ella, sonriendo de nuevo.

En la otra habitación los cuatro hombres se pusieron de pie de un salto al verlo aparecer por la abertura tapada con una tela. Richard no les dio tiempo a preguntar nada.

— ¿Dónde está la ropa de la mujer?

Los hombres se miraron entre sí, confusos.

— ¿Su ropa? ¿Para qué quieres su…

— ¡Quién eres tú para cuestionar a los espíritus! —exclamó Richard, avanzando con agresividad hacia quien había hablado—. ¡Obedeced! ¡Dadme su ropa!

Los cuatro retrocedieron, le echaron una rápida mirada y luego se encaminaron a los bajos arcones. Una vez allí apartaron las lámparas, abrieron las tapas y hurgaron en su interior lleno de ropa.

— ¡Aquí están! ¡Las he encontrado! —exclamó uno de ellos. Sostenía en la mano una prenda marrón claro de lino delicadamente tejido y de la que colgaban hileras de bandas de diferentes colores—. Es suyo. Y esto también —añadió, alzando un cinturón de gamuza.

Richard le arrebató ambas prendas.

— Esperad aquí —les ordenó. También recogió del suelo un retal que uno de los hombres había arrojado al suelo mientras buscaban el vestido.

Sin darles tiempo a preguntarle nada, apartó el tapiz y se marchó. Du Chaillu lo esperaba con los brazos aún cruzados. Al ver lo que llevaba en las manos, ahogó un grito y se lo acercó a los pechos. Las lágrimas anegaron sus oscuros ojos.

— ¡Mi vestido de plegarias!

La mujer le echó los brazos al cuello, se puso de puntillas y empezó a cubrirle la cara de besos. Richard le aplastó la espesa mata de pelo negro contra ambos lados de la cabeza, apartándola.

— Vale, vale. Vamos, póntelo. De prisa.

Sonriéndole, la mujer pasó la cabeza por el cuello del vestido y luego metió los brazos en las largas mangas. De la parte exterior de las mangas así como de los hombros colgaban tiras de telas de diferentes colores. Cada una de ellas pasaba por un pequeño agujero practicado debajo de una banda de pana. El vestido le llegaba justo debajo de las rodillas. Mientras se ponía el cinturón, Richard reparó en que la herida que uno de los hombres le había causado en el muslo seguía sangrando.

El joven se hincó de rodillas ante ella y le dijo con un gesto de las manos:

— Levántate el vestido.

Du Chaillu lo miró enarcando una ceja.

— ¿Acabo de vestirme y ya quieres que vuelva a desnudarme?

Richard frunció los labios y agitó ante ella el retal de ropa.

— Estás sangrando. Te vendaré la herida con esto.

Riendo entre dientes, Du Chaillu se alzó el vestido y le mostró la pierna, haciéndola girar de un lado al otro de modo burlón. Rápidamente, Richard enrolló la tela alrededor de la herida en el muslo y la ató con fuerza. A la mujer se le escapó un pequeño grito de dolor. Aunque pensaba que se lo tenía bien merecido, Richard se disculpó.

Luego la cogió de la mano y la arrastró por las últimas habitaciones. Al atravesar la última, gruñó a los cuatro hombres que se quedaran donde estaban. Sin soltar la mano de Du Chaillu, la condujo por calles y callejones hasta la plaza. Podía ver la cabeza de los tres caballos que sobresalían sobre el mar de relucientes calvas. Lentamente se fue abriendo paso hacia las monturas.


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