Todas las noches iba a explorar bajo tierra con Auri. Vi muchas cosas interesantes; algunas quizá las mencione más tarde, pero de momento basta con que diga que Auri me enseñó los numerosos y variados rincones de la Subrealidad. Me llevó a Bajantes, Brincos, el Bosque, Miradero, Grillito, Centenas, Candelero…
Los nombres que Auri les había puesto a esos sitios, que al principio parecían disparatados, encajaron a la perfección cuando por fin vi lo que describían. El Bosque no tenía nada que ver con un bosque. No era más que una serie de salas y habitaciones medio derruidas, con los techos apuntalados con gruesas vigas de madera. En Grillito, un hilillo de agua fresca bajaba por una pared. La humedad atraía a los grillos, que llenaban la alargada habitación de techo bajo con sus canciones. Brincos era un pasillo estrecho con tres profundas grietas en el suelo. Entendí el nombre después de ver cómo Auri saltaba las tres grietas en rápida sucesión para llegar al otro lado.
Pasaron varios días hasta que Auri me llevó a Trapo, un laberinto de túneles entrecruzados. Pese a que estábamos al menos treinta metros bajo tierra, por ellos circulaba un viento constante que olía a polvo y a cuero.
El viento me dio la pista que yo necesitaba. Gracias al viento supe que estaba más cerca de encontrar lo que había ido a buscar. Sin embargo, me fastidiaba no entender el nombre de ese sitio, y sabía que se me escapaba algo.
– ¿Por qué llamas Trapo a este sitio? -le pregunté a Auri.
– Se llama así -contestó ella sin más. El viento hacía que su cabello ondulara tras ella como un fino banderín-. Las cosas se llaman por su nombre. Para eso sirven los nombres.
Sonreí de mala gana.
– ¿Por qué tiene ese nombre?
Auri me miró y ladeó la cabeza. Su cabello se arremolinó alrededor de su cara, y ella se lo apartó con las manos.
– ¿No sabes qué es un trapo? -me preguntó.
– ¿Un paño para limpiar?
Auri rió encantada.
– No está mal. -Sonrió-. Inténtalo otra vez.
Traté de pensar en alguna otra cosa que tuviera sentido.
Entonces Auri alargó un brazo y cogió el borde de mi capa, abriéndola hacia un lado para que el viento la hinchara como la vela de un velero. Me miró sonriendo, como si acabara de hacer un truco de magia.
Trapo. Claro. Sonreí también, y luego solté una carcajada.
Una vez resuelto ese pequeño misterio, Auri y yo iniciamos una meticulosa investigación de Trapo. Pasadas unas horas, empecé a tener la impresión de que conocía aquel sitio, de que entendía por qué camino tenía que ir. Solo era cuestión de encontrar el túnel que me llevara hasta allí.
Era exasperante. Los túneles serpenteaban dando amplios e inútiles rodeos. En las raras ocasiones en que encontraba un túnel que trazaba una línea recta, al final no había salida. Había pasillos que torcían hacia arriba o hacia abajo, de modo que no podía seguir por ellos. En uno había unos gruesos barrotes de hierro, sujetos a las paredes de piedra, que cerraban el paso. Otro iba haciéndose cada vez más estrecho, hasta que solo había un palmo de una pared a otra. Otro terminaba en un derrumbe de madera y tierra.
Tras días buscando, por fin encontramos una vieja y enmohecida puerta; la madera, húmeda, se desmenuzó cuando intenté abrirla.
Auri arrugó la nariz y sacudió la cabeza.
– Me despellejaré las rodillas.
Alumbré más allá de la ruinosa puerta con mi lámpara simpática y entendí por qué lo decía. El techo de la habitación que había detrás estaba inclinado, y hacia el fondo solo tenía un metro de alto.
– ¿Me esperas aquí? -pregunté mientras me quitaba la capa y me arremangaba la camisa-. No sé si sabría encontrar la salida sin ti.
Auri asintió con cara de preocupación.
– Entrar es más fácil que salir. Hay sitios muy estrechos. Podrías quedar atrapado.
Yo trataba de no pensar en eso.
– Solo voy a echar un vistazo. Volveré dentro de media hora.
Auri ladeó la cabeza.
– ¿Y si pasa media hora y no has aparecido?
Sonreí.
– Entonces tendrás que ir a buscarme.
Auri asintió, solemne como una niña pequeña.
Sujeté la lámpara simpática con la boca, proyectando su rojiza luz contra la impenetrable oscuridad que tenía ante mí. Entonces me puse a gatas y empecé a avanzar; la rugosa piedra del suelo me lastimaba las rodillas.
Di varios giros; el techo cada vez era más bajo, hasta el punto de que ya no podía seguir avanzando a cuatro patas. Tras evaluar la situación, me tumbé en el suelo y empecé a reptar, empujando la lámpara delante de mí. Con cada movimiento que hacía, se me tensaban los puntos de la espalda.
Si no habéis estado nunca bajo tierra, dudo que entendáis lo que sentía. La oscuridad es absoluta, casi tangible. Acecha más allá de la luz, esperando para abalanzarse sobre ti como una repentina riada. La atmósfera está inmóvil y viciada. No se oye nada, excepto el ruido que haces tú mismo. Oyes tu propia respiración. El corazón te late ruidosamente. Y no olvidas ni por un instante que miles de toneladas de tierra y piedra presionan sobre ti.
Aun así, seguí arrastrándome, avanzando centímetro a centímetro. Tenía las manos sucias, y el sudor se me metía en los ojos. El camino se hizo aún más estrecho, y cometí el error de dejar un brazo pegado contra el costado. Me entró pánico, y un sudor frío me empapó todo el cuerpo. Me retorcí tratando de extender el brazo delante de mí…
Tras unos minutos angustiosos, conseguí liberar el brazo. Entonces, después de quedarme quieto unos momentos, temblando en la oscuridad, seguí avanzando.
Y encontré lo que estaba buscando.
Tras salir de la Subrealidad, me colé con mucho cuidado por una ventana, abrí una puerta cerrada con llave y entré en el ala de las mujeres de las Dependencias. Llamé suavemente a la puerta de Fela, para no despertar a nadie más. Los hombres no podían entrar solos en el ala de las mujeres de las Dependencias, sobre todo a altas horas de la noche.
Llamé tres veces y al final oí ruidos en la habitación. Tras unos momentos, Fela abrió la puerta; llevaba el cabello muy alborotado. Todavía tenía los ojos entrecerrados; escudriñó el pasillo con expresión de desconcierto. Al verme allí plantado parpadeó, como si no esperara ver a nadie.
Iba desnuda y envuelta en una sábana. He de admitir que la visión de la espléndida y exuberante Fela, medio desnuda, fue uno de los momentos más asombrosamente eróticos de mi corta vida.
– ¿Kvothe? -dijo Fela conservando, a pesar de todo, la compostura. Intentó taparse un poco más y lo consiguió solo en parte, pues al tirar de la sábana hacia el cuello, dejó al descubierto un escandaloso trozo de larga y bien torneada pierna-. ¿Qué hora es? ¿Cómo has entrado?
– Dijiste que si alguna vez necesitaba algo, podía acudir a ti -dije con apremio-. ¿Lo decías en serio?
– Sí, claro -respondió ella-. Dios mío, estás hecho un desastre. ¿Qué te ha pasado?
Me miré, y entonces vi en qué estado me encontraba. Estaba cubierto de mugre, y toda la parte frontal de mi cuerpo estaba cubierta de polvo, de arrastrarme por el suelo. Tenía un desgarrón en los pantalones, a la altura de la rodilla, y debajo debía de estar sangrando. Estaba tan emocionado que no me había fijado, y no se me había ocurrido cambiarme de ropa antes de ir a hablar con Fela.
Fela dio un paso hacia atrás y abrió la puerta un poco más, dejándome sitio para entrar. Al abrirse, la puerta produjo una leve ráfaga de aire que apretó la sábana contra el cuerpo de la joven, acentuando por un instante el contorno de su desnudo cuerpo.
– ¿Quieres pasar?
– No puedo entretenerme -dije sin pensar, reprimiendo el impulso de quedarme allí con la boca abierta-. Necesito que mañana por la noche te encuentres con un amigo mío en el Archivo. Al sonar la quinta campanada, en la puerta de las cuatro placas. ¿Podrás hacerme este favor?
– Tengo clase -respondió Fela-. Pero si es importante, puedo saltármela.
– Gracias -dije, y me marché.
Casi había llegado a mi habitación de Anker's cuando me di cuenta de que había rechazado una invitación de Fela, medio desnuda, a entrar en su habitación, y eso dice mucho de la importancia de lo que había encontrado en los túneles que había debajo de la Universidad.
Al día siguiente, Fela se saltó la clase de Geometría Avanzada y se dirigió al Archivo. Subió varios tramos de escalera y recorrió un laberinto de pasillos y estantes hasta encontrar el único tramo de pared de piedra de todo el edificio que no estaba forrado de libros. Allí estaba la puerta de las cuatro placas, silenciosa e inmóvil como una montaña: valaritas.
Fela miró alrededor con nerviosismo, trasladando el peso del cuerpo de una pierna a otra.
Al cabo de un rato, una figura encapuchada surgió de la oscuridad y se acercó a la rojiza luz de la lámpara de mano de Fela.
La joven sonrió con inquietud.
– Hola -dijo en voz baja-. Un amigo mío me ha pedido que… -Se interrumpió y ladeó un poco la cabeza, tratando de escudriñar la cara que había bajo la sombra de la capucha.
Supongo que no os sorprenderá saber a quién vio.
– ¡Kvothe! -dijo con incredulidad, y miró alrededor, presa del pánico-. Dios mío, ¿qué haces aquí?
– Entrar en el Archivo sin autorización -contesté con ligereza.
Fela me agarró y me llevó por un laberinto de pasillos hasta que llegamos a uno de los Rincones de Lectura que había repartidos por todo el Archivo. Me hizo entrar de un empujón, cerró firmemente la puerta y se apoyó en ella.
– ¿Cómo has entrado aquí? ¡Lorren se va a poner hecho un basilisco! ¿Quieres que nos expulsen a los dos?
– A ti no te expulsarían por esto -dije con desenvoltura-. Como mucho, pueden acusarte de connivencia. Y por eso no pueden expulsarte. Seguramente solo te multarían, porque a las mujeres no os azotan. -Moví un poco los hombros, y noté el tirón de los puntos de la espalda-. Lo cual, si te interesa mi opinión, no me parece del todo justo.
– ¿Cómo has entrado? -repitió Fela-. ¿Te has colado por el mostrador sin que te vieran?
– Será mejor que no lo sepas -dije, saliéndome por la tangente.
Había entrado por Trapo, por supuesto. Nada más oler a cuero viejo y a polvo, supe que estaba cerca. Oculta en el laberinto de túneles había una puerta que conducía directamente al nivel inferior del Archivo. Estaba allí para que los secretarios tuvieran un fácil acceso al sistema de ventilación. La puerta estaba cerrada con llave, por supuesto, pero las puertas cerradas nunca han sido un gran obstáculo para mí. Lo siento.
Sin embargo, no le conté nada de eso a Fela. Sabía que mi ruta secreta solo funcionaría si seguía siendo secreta. Revelársela a una secretaria, aunque fuera una secretaria que me debía un favor, no me parecía buena idea.
– Escucha -me apresuré a decir-. Es totalmente seguro. Llevo horas aquí y ni siquiera se me ha acercado nadie. Todo el mundo lleva su propia luz, así que es fácil evitarlos.
– Es que me has sorprendido -dijo Fela recogiéndose el oscuro cabello detrás de los hombros-. Pero tienes razón, seguramente hay menos peligro ahí fuera. -Abrió la puerta y se asomó para asegurarse de que no había nadie cerca-. Los secretarios realizan controles al azar de los Rincones de Lectura para asegurarse de que no haya nadie durmiendo o… practicando sexo.
– ¿Qué?
– Hay muchas cosas que no sabes sobre el Archivo. -Sonrió y abrió más la puerta.
– Por eso necesito tu ayuda -dije mientras salíamos del Rincón de Lectura -. No me aclaro con este sitio.
– ¿Qué buscas? -preguntó Fela.
– Un millar de cosas -dije, y no mentía-. Pero podríamos empezar por la historia de los Amyr. O por cualquier ensayo serio sobre los Chandrian. Cualquier cosa sobre cualquiera de los dos, la verdad. No he encontrado nada.
No me molesté en tratar de disimular mi frustración. Me exasperaba haber entrado por fin en el Archivo, después de tanto tiempo, y no ser capaz de encontrar ninguna de las respuestas que andaba buscando.
– Creía que esto estaría mejor organizado -refunfuñé.
Fela se rió entre dientes.
– Y ¿cómo lo harías tú, exactamente? Me refiero a cómo lo organizarías.
– Pues mira, llevo un par de horas pensándolo. Lo mejor sería ordenar los libros por temas. Ya sabes: historia, memorias, gramáticas…
Fela dejó de andar y exhaló un hondo suspiro.
– Será mejor que aclaremos esto cuanto antes. -Cogió al azar un libro delgado de uno de los estantes-. ¿De qué temática es este libro?
Lo abrí y lo hojeé un poco. Estaba escrito con caligrafía antigua de escribano, con trazos delgados e inseguros, difícil de descifrar.
– Parece una autobiografía.
– ¿Qué clase de autobiografía? ¿Cómo la clasificarías en relación a otras memorias?
Seguí hojeándolo y vi un mapa meticulosamente dibujado.
– Parece más bien un libro de viajes.
– Muy bien -repuso Fela-. ¿Cómo lo clasificarías dentro del apartado de autobiografías y libros de viajes?
– Los organizaría geográficamente -dije; me estaba divirtiendo con aquel juego. Pasé más páginas-. Atur, Modeg, y… ¿Vintas? -Fruncí el ceño y miré el lomo del libro-. ¿De qué año es esto? El imperio de Atur absorbió Vintas hace más de trescientos años.
– Más de cuatrocientos años -me corrigió Fela-. ¿Dónde pones un libro de viajes que se refiere a un sitio que ya no existe?
– En realidad entraría en el apartado de historia -dije más despacio.
– ¿Y si no es exacto? -insistió Fela-. ¿Y si se basa en habladurías en lugar de la experiencia personal? ¿Y si es pura ficción? Los libros de viaje ficticios estaban muy de moda en Modeg hace doscientos años.
Cerré el libro y lo puse en su sitio.
– Empiezo a entender el problema -dije, pensativo.
– No, no lo entiendes -me contradijo Fela-. Solo empiezas a atisbar los bordes del problema. -Señaló las estanterías que nos rodeaban-. Imagínate que mañana te conviertes en maestro archivero. ¿Cuánto tiempo tardarías en organizar todo esto?
Miré alrededor. Había infinidad de estanterías que se extendían hasta perderse en la oscuridad.
– Sería el trabajo de toda una vida.
– La experiencia ha demostrado que se tarda más de una vida -dijo Fela con aspereza-. Aquí hay más de tres cuartos de millón de volúmenes, y eso sin contar las tablillas de arcilla, los rollos de pergamino ni los fragmentos de Caluptena.
Hizo un gesto de desdén y prosiguió:
– Así que pasas años desarrollando el sistema de organización perfecto, que hasta tiene un apartado adecuado para tu libro de viajes autobiográfico histórico de ficción. Los secretarios y tú pasáis décadas identificando, seleccionando y reordenando decenas de miles de libros. -Me miró a los ojos-. Y entonces vas y te mueres. ¿Qué pasa a continuación?
Empecé a entender adonde quería llegar Fela.
– Bueno, en un mundo perfecto, el siguiente maestro archivero continuaría desde donde yo lo había dejado.
– Sí, eso en un mundo perfecto -dijo Fela con sarcasmo; se dio la vuelta y empezó a guiarme de nuevo entre las estanterías.
– Supongo que muchas veces el nuevo maestro archivero tiene sus propias ideas sobre cómo hay que organizado todo, ¿no? -apunté.
– Muchas veces no -admitió Fela-. A veces hay varios maestros archiveros seguidos que trabajan aplicando el mismo sistema. Pero tarde o temprano aparece alguien que está convencido de que sabe una manera mejor de hacer las cosas, y hay que volver a empezar desde cero.
– ¿Cuántos sistemas diferentes ha habido? -Vi una débil luz roja que avanzaba a lo lejos entre los estantes, y apunté hacia ella.
Fela cambió de dirección para alejarnos de la luz y de quienquiera que fuese que la llevaba.
– Eso depende de cómo los cuentes -dijo en voz baja-. Como mínimo nueve en los últimos trescientos años. La peor época fue hace unos cincuenta años: hubo cuatro maestros archiveros nuevos cada cinco años. El resultado fue que aparecieron tres facciones diferentes entre los secretarios; cada una utilizaba un sistema de catalogación diferente, y cada una creía que el suyo era el mejor.
– Parece una guerra civil -comenté.
– Una guerra santa -me corrigió Fela-. Una cruzada muy discreta y circunspecta donde cada bando estaba convencido de que lo que hacía era proteger el alma inmortal del Archivo. Robaban libros que ya habían sido catalogados según otro sistema. Se escondían los libros unos a otros, o los cambiaban de orden en los estantes.
– ¿Cuánto tiempo duró eso?
– Casi quince años. Quizá durara todavía si los secretarios del maestro Tolem no hubieran conseguido, por fin, robar los libros de registro de Larkin y quemarlos. Después de eso, los Larkin tuvieron que rendirse.
– Y la moraleja de la historia es que la gente se apasiona mucho con los libros, ¿no? -bromeé-. De ahí la necesidad de realizar controles al azar de los Rincones de Lectura.
Fela me sacó la lengua.
– La moraleja de la historia es que esto es un lío. Cuando Tolem quemó los registros de Larkin, «perdimos» casi doscientos mil libros. Esos registros eran el único sitio donde estaba anotada la localización de aquellos libros. Y Tolem murió cinco años más tarde. ¿Adivinas qué pasó entonces?
– ¿Llegó un nuevo maestro archivero dispuesto a empezar desde cero?
– Es como una cadena interminable de casas a medio construir -prosiguió Fela con exasperación-. Resulta fácil encontrar los libros según el viejo sistema, de modo que así es como construyen el nuevo sistema. El que construye la casa nueva siempre roba madera de lo que ya está construido. Los sistemas viejos siguen ahí, en forma de piezas y trozos desperdigados. Todavía encontramos bolsas de libros que unos secretarios se escondieron a otros hace años.
– Tengo la impresión de que estás un poco picada con este asunto -dije esbozando una sonrisa.
Llegamos a una escalera, y Fela se dio la vuelta y me dijo:
– Todos los secretarios que aguantan más de dos días trabajando en el Archivo acaban picados. En Volúmenes, la gente se queja cuando tardas una hora en llevarles lo que nos han pedido. No se dan cuenta de que no es tan fácil como ir al estante de «Historia de los Amyr» y coger un libro.
Se volvió y empezó a subir por la escalera. La seguí en silencio, apreciando la nueva perspectiva.