16 Esperanza

En los meses siguientes, mis padres hicieron todo lo posible para llenar el vacío de la ausencia de Ben; se ocuparon de que los otros artistas colmaran mi tiempo de manera productiva para que no me deprimiera.

Veréis, en la troupe la edad no tenía ninguna importancia. Si eras lo bastante fuerte para ensillar los caballos, ensillabas los caballos. Si eras rápido con las manos, hacías malabares. Si ibas bien afeitado y te sentaba bien el traje, interpretabas a lady Reythiel en El porquero y el ruiseñor. En general, las cosas eran así de sencillas.

Así que Trip me enseñó a contar chistes y a dar volteretas. Shandi me enseñó los bailes finos de media docena de países. Teren me midió comparándome con su espada y decidió que ya era lo bastante alto para aprender los fundamentos de la esgrima. No lo bastante alto para pelear de verdad, puntualizó, pero sí lo suficiente para hacer una actuación digna en el escenario.

Los caminos estaban bien en esa época del año, de modo que avanzábamos a buen ritmo hacia el norte de la Mancomunidad: recorríamos veinticinco o treinta kilómetros diarios en busca de pueblos donde actuar. Ahora que Ben nos había dejado, yo viajaba casi siempre en el carromato de mi padre, que empezó a instruirme de manera más formal para los escenarios.

Yo ya sabía muchas cosas, por supuesto. Pero lo que había ido aprendiendo era un batiburrillo. Mi padre se propuso enseñarme de forma sistemática los verdaderos mecanismos del oficio de actor. Cómo pequeños cambios en la entonación o en la postura hacen que un hombre parezca torpe, ladino o bobo.

Por último, mi madre empezó a enseñarme a comportarme en sociedad. Yo ya tenía algunas nociones, que había aprendido en nuestras poco frecuentes estancias en casa del barón Greyfallow, y creía que ya era bastante refinado sin necesidad de memorizar fórmulas de cortesía, modales en la mesa y las enmarañadas jerarquías de la nobleza. Tal cual se lo dije a mi madre.

– ¿A quién le importa si un vizconde modegano está por encima de un spara-thain víntico? -protesté-. ¿Y a quién le importa si a uno hay que llamarlo «excelencia» y al otro «señor»?

– Les importa a ellos -contestó mi madre con firmeza-. Si actúas para ellos, necesitas comportarte con dignidad y aprender a no meter el codo en la sopa.

– A padre no le importa qué tenedor tiene que usar ni quién está jerárquicamente por encima a quién.

Mi madre frunció el ceño y entrecerró los ojos.

– Quién está por encima de quién -me corregí.

– Tu padre sabe más de lo que parece -replicó mi madre-. Y lo que no sabe lo disimula gracias a su considerable encanto. Así es como se salva. -Me cogió la barbilla y me giró la cabeza hacia ella. Sus ojos eran verdes con un cerco dorado junto a la pupila-. ¿Te contentas con salvarte? ¿O quieres que esté orgullosa de ti?

Esa pregunta solo tenía una respuesta. Una vez que me puse a trabajar en serio para aprender aquellas cosas, comprobé que no eran más que otra clase de teatro. Otro guión. Mi madre componía poemas para ayudarme a recordar los elementos más disparatados de la etiqueta. Y juntos escribimos una cancioncilla obscena titulada «El pontífice siempre está debajo de la reina». Nos pasamos todo un mes riéndonos con ella, y mi madre me prohibió expresamente cantársela a mi padre, porque cualquier día podía ocurrírsele tocarla delante de quien no debía y podía ponernos a todos en una situación comprometida.


– ¡Árbol! -El grito se oyó a lo lejos-. ¡Roble del tres!

Mi padre interrumpió el monólogo que estaba recitándome y dio un suspiro de irritación.

– Ya veo que hoy tendremos que quedarnos aquí -masculló mirando al cielo.

– ¿Por qué paramos? -preguntó mi madre desde el interior del carromato.

– Otro árbol en el camino -expliqué.

– Hay que ver… -dijo mi padre mientras maniobraba para situar el carromato en el margen del camino-. ¿Esto es un camino real o no? Se diría que somos los únicos que lo utilizamos. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella tormenta? ¿Dos ciclos?

– No tanto -dije-. Dieciséis días.

– ¡Y todavía hay árboles bloqueando el camino! Me parece que voy a enviar al consulado una factura por cada árbol que hemos tenido que cortar y apartar del camino. Esto nos va a retrasar tres horas más. -Saltó del carromato en cuanto este se detuvo.

– No te enfades -dijo mi madre bajando del carromato por la parte trasera-. Así podremos hacer algo caliente… -le lanzó a mi padre una mirada expresiva- para comer. Es una lata tener que pasar con lo que puedes pillar al final de la jornada. El cuerpo necesita algo más.

El humor de mi padre se templó considerablemente.

– También es verdad -concedió.

– Corazón -me dijo mi madre-, ¿por qué no vas a buscarme un poco de salvia?

– No sé si crece salvia por aquí -dije con la dosis adecuada de incertidumbre.

– Por probar no se pierde nada -dijo ella, con razón. Miró a mi padre con el rabillo del ojo-. Si la encuentras, trae toda la que puedas y la secaremos.

Como de costumbre, si encontraba o no lo que tenía que buscar no importaba mucho.

Yo solía alejarme de la troupe a última hora de la tarde. Siempre tenía que hacer algún encargo mientras mis padres preparaban la cena. Pero en realidad eso solo era una excusa para separarnos un rato. En el camino es difícil encontrar momentos de intimidad, y ellos los necesitaban tanto como yo. Así que si yo tardaba una hora en reunir un montón de leña, a mis padres no les importaba. Y si, cuando volvía, ellos no habían empezado a preparar la cena… Bueno, estaban en su derecho, ¿no?

Espero que pasaran esas últimas horas a gusto. Espero que no las malgastaran en tareas tontas como encender el fuego o trocear las verduras para la cena. Espero que cantaran juntos, como solían hacer. Espero que se retiraran a nuestro carromato y que pasasen un rato el uno en los brazos del otro. Espero que después se tumbaran lado a lado y hablasen en voz baja de cosas sin importancia. Espero que estuvieran juntos, amándose el uno al otro, hasta que llegó el final.

Es una esperanza pequeña, y en realidad absurda, porque de todas formas están muertos.

Pero yo lo espero.

Pasemos por alto el rato que pasé solo en el bosque esa tarde, jugando a juegos que los niños inventan para distraerse. Fueron las últimas horas despreocupadas de mi vida. Los últimos momentos de mi infancia.


Pasemos por alto mi regreso al campamento cuando empezaba a ponerse el sol. La imagen de los cadáveres esparcidos por el suelo como muñecas rotas. El olor a sangre y a pelo quemado. Cómo me paseé sin rumbo por allí, demasiado desorientado para sentir verdadero pánico, conmocionado y petrificado de miedo.

De hecho, me gustaría pasar por alto todo lo que ocurrió aquella noche. Os ahorraría los detalles si no fueran necesarios para la historia. Pero son vitales. Son el eje sobre el que pivota la historia, como una puerta que se abre. En cierto sentido, aquí es donde empieza la historia.

Así que vamos allá.


Había nubes de humo suspendidas en el aire. Reinaba el silencio, como si todos los miembros de la troupe aguzaran el oído para oír algo. Como si todos contuvieran la respiración. Una débil brisa agitó las hojas de los árboles y empujó una nube de humo hacia mí. Salí del bosque y me adentré en el humo, en dirección al campamento.

Salí de la nube de humo y me froté los ojos, que me escocían. Miré alrededor y vi la tienda de Trip medio derrumbada sobre un fuego. La lona, pisoteada, ardía de manera irregular, y el humo, acre y gris, se mantenía cerca del suelo.

Vi el cadáver de Teren junto a su carromato, con la espada rota en la mano. Tenía la ropa, de color verde y gris, empapada y teñida de rojo. Una pierna se le torcía en un ángulo absurdo, y el hueso, roto y muy blanco, sobresalía de la piel.

Me quedé inmóvil, incapaz de apartar la vista de Teren, de su camisa gris, de su roja sangre, de su blanco hueso. Lo miraba como si fuera un dibujo de un libro que tratara de comprender. Tenía todo el cuerpo entumecido. Era como si tratara de pensar a través de una masa de jarabe.

Una pequeña parte de mi mente, que todavía razonaba, comprendió que estaba conmocionado. Me lo repetí una y otra vez. Puse en práctica las enseñanzas de Ben. No quería pensar en lo que estaba viendo. No quería saber qué había pasado allí. No quería saber qué significaba todo aquello.

Al cabo de un rato, no sé cuánto, una voluta de humo entró en mi campo de visión. Me senté junto al fuego más cercano, aturdido. Era el fuego de Shandi, y tenía colgado un pequeño cazo donde hervían unas patatas; era un elemento extrañamente familiar en medio del caos.

Me concentré en el hervidor. Algo normal. Con un palo, pinché las patatas y vi que ya estaban cocidas. Normal. Levanté el hervidor del fuego y lo puse en el suelo, junto al cadáver de Shandi. Shandi tenía la ropa hecha jirones. Intenté apartarle el pelo de la cara y se me manchó la mano de sangre. La luz del fuego se reflejó en sus ojos, fijos e inexpresivos.

Me quedé plantado mirando alrededor sin saber qué hacer. La tienda de Trip ya estaba completamente en llamas, y el carromato de Shandi tenía una rueda en el fuego de Marión. Las llamas estaban teñidas de azul, y conferían a la escena un aire de ensueño, irreal.

Oí voces. Me asomé por detrás del carromato de Shandi y vi a unos desconocidos, hombres y mujeres, sentados alrededor de un fuego. El fuego de mis padres. Sentí mareo y estiré un brazo para sujetarme a la rueda del carromato. Cuando la así, las bandas de hierro que reforzaban la rueda se deshicieron en mi mano, descas-carillándose y formando ásperas virutas de óxido marrón. Cuando retiré la mano, la rueda chirrió y empezó a romperse. Me aparté al ver que cedía, y el carromato se derrumbó, como si la madera estuviera tan podrida como la de un viejo tocón.

Ya nada se interponía entre el fuego y yo. Uno de los hombres dio una voltereta hacia atrás y se puso en pie, con la espada en la mano. Su movimiento me recordó al mercurio cayendo de una jarra sobre una mesa: ágil y fluido. La expresión de su cara era de concentración, pero su cuerpo estaba relajado, como si acabara de levantarse y desperezarse.

Su espada era pálida y elegante. Al moverse, hendía el aire produciendo un débil zumbido. Me recordó al silencio que reina en los días más fríos del invierno, cuando duele respirar y todo está en calma.

El individuo estaba a dos docenas de pasos de mí, pero yo lo veía perfectamente bajo la luz del ocaso. Lo recuerdo tan claramente como recuerdo a mi madre, y a veces mejor. Tenía la cara estrecha y afilada, con la belleza perfecta de la porcelana. Llevaba el pelo por los hombros, y los rizos sueltos, del color de la escarcha, enmarcaban su cara. Era un ser de una palidez invernal. Todo en él era frío, afilado y blanco.

Excepto sus ojos. Tenía los ojos negros como los de una cabra, pero sin iris. Sus ojos eran como su espada: no reflejaban la luz del fuego ni la del sol poniente.

Al verme, se relajó. Bajó la punta de la espada y sonrió mostrando unos dientes impecables. Tenía una expresión de pesadilla. Una punzada de sentimiento penetró en la confusión que me rodeaba como una gruesa manta protectora y a la que me aferraba. Algo metió ambas manos en mi pecho y me lo comprimió. Creo que fue la primera vez en mi vida que sentí verdadero miedo.

Junto al fuego, un hombre calvo con barba gris soltó una risotada.

– Por lo visto nos hemos dejado un conejito. Ten cuidado, Ceniza; podría tener los dientes afilados.

El tal Ceniza envainó la espada, que produjo un sonido parecido al de un árbol que cruje bajo el peso del hielo en invierno. Se arrodilló, manteniendo las distancias. De nuevo me recordó al movimiento del mercurio. Ahora tenía la cabeza a la misma altura que la mía, y sus ojos, negros y mates, denotaban preocupación.

– ¿Cómo te llamas, muchacho?

Me quedé allí plantado, mudo. Paralizado como un cervato asustado.

Ceniza suspiró y miró un momento al suelo. Cuando volvió a mirarme, vi compasión en aquellos ojos vacíos.

– Dime, muchacho -insistió-, ¿dónde están tus padres? -Me sostuvo un momento la mirada y luego miró por encima del hombro hacia el fuego donde estaban sentados los otros-. ¿Alguien sabe dónde están sus padres?

Algunos soltaron risitas tensas y crispadas, como si acabaran de contarles un chiste buenísimo. Un par de ellos rieron abiertamente. Ceniza se volvió hacia mí, y la compasión desapareció de golpe de su rostro, como si se le hubiera roto una máscara, dejando solo aquella sonrisa de pesadilla.

– ¿Es este el fuego de tus padres? -me preguntó con un terrible placer en la voz.

Asentí como atontado.

Su sonrisa se borró lentamente. Me miró con fijeza, con gesto inexpresivo. Con voz queda, fría y afilada, dijo:

– Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar.

Ceniza. -Una fría voz llegó de donde estaba el fuego.

Ceniza entornó los ojos con irritación.

– ¿Qué? -susurró.

Me estás causando contrariedad. Ese no ha hecho nada. Envíalo a la blanda e indolora manta de su sueño. -La voz se atascó ligeramente en la última palabra, como si le costara pronunciarla.

El que había hablado era un hombre que estaba a cierta distancia de los demás, rodeado de sombras, más allá de la zona iluminada por el fuego. Pese a que todavía había luz en el cielo y no había nada entre el fuego y donde él estaba sentado, las sombras se derramaban alrededor de él como una mancha de espeso aceite. El fuego chisporroteaba y crepitaba, vivo y caliente, teñido de azul, pero su luz no lo alcanzaba. Esas sombras eran más densas alrededor de su cabeza. Atisbé una casulla como las que llevan algunos monjes, pero debajo las sombras eran tan profundas que era como mirar en el interior de un pozo a medianoche.

Ceniza miró un momento al hombre que estaba envuelto en sombras y luego se dio la vuelta.

– Sois un excelente centinela, Haliax -le espetó.

Y tú pareces haber olvidado nuestro propósito -le contestó el hombre, con una voz más afilada-. ¿O acaso tu propósito difiere del mío? -Las últimas palabras las articuló con cuidado, como si encerraran un significado especial.

La arrogancia de Ceniza se desvaneció en un instante, como el agua vertida de un cubo.

– No -dijo volviéndose hacia el fuego-. No, por supuesto que no.

Me alegro. No me gustaría que nuestra larga amistad llegara a su fin.

– A mí tampoco.

Recuérdame cuál es nuestra relación, Ceniza -dijo el hombre envuelto en sombras, y la ira impregnó el tono paciente de su voz.

– Yo… estoy a vuestras órdenes… -dijo Ceniza, e hizo un gesto apaciguador.

Eres una herramienta en mi mano -le interrumpió el hombre envuelto en sombras sin brusquedad-. Nada más que eso.

Un atisbo de desafío asomó a la expresión de Ceniza. Hizo una pausa y dijo:

– Yo…

La débil voz se volvió dura como una barra de acero de Ramston:

Férula.

La agilidad mercúrica de Ceniza desapareció. Se tambaleó; de pronto su cuerpo estaba rígido de dolor.

Eres una herramienta en mi mano -repitió la voz-. Dilo.

Ceniza apretó un momento la mandíbula, rabioso; entonces se convulsionó y gritó. Parecía más un animal herido que un hombre.

– Soy una herramienta en vuestra mano -dijo jadeando.

Lord Haliax.

– Soy una herramienta en vuestra mano, lord Haliax -se corrigió Ceniza al mismo tiempo que caía, temblando, de rodillas.

¿Quién conoce los giros internos de tu nombre, Ceniza? -Pronunció esas palabras con lentitud y paciencia, como un maestro de escuela que recita una lección olvidada.

Ceniza se abrazó la cintura con brazos temblorosos y se encorvó cerrando los ojos.

– Vos, lord Haliax.

¿Quién te protege de los Amyr? ¿De los cantantes? ¿De los Sithe? ¿De todo lo que podría hacerte daño? -preguntó Haliax con serenidad y cortesía, como si sintiera verdadera curiosidad por la respuesta.

– Vos, lord Haliax. -La voz de Ceniza era una brizna de dolor.

Y ¿a qué propósito sirves?

– Al vuestro, lord Haliax -contestó Ceniza con voz estrangulada-. Al vuestro. A ningún otro. -La tensión desapareció de la atmósfera, y de pronto el cuerpo de Ceniza se quedó inerte. Cayó hacia delante sobre las manos, y unas gotas de sudor resbalaron de su cara y golpearon el suelo como gotas de lluvia. El blanco cabello colgaba, lacio, alrededor de su cara-. Gracias, señor -dijo jadeando-. No volveré a olvidarlo.

Lo harás. Te gustan demasiado tus pequeños actos de crueldad. Os gustan a todos. -El encapuchado miró a cada una de las figuras que estaban sentadas alrededor del fuego. Todos se rebulleron, incómodos-. Me alegro de haber decidido acompañaros hoy. Os estáis desviando, os estáis permitiendo muchos caprichos. Algunos de vosotros parecéis haber olvidado qué es lo que buscamos, qué es lo que perseguimos. -Los que estaban sentados alrededor del fuego se revolvieron, intranquilos.

El encapuchado volvió a mirar a Ceniza.

Pero tienes mi perdón. De no ser por estos recordatorios, quizá sería yo quien olvidaría. -Las últimas palabras las dijo con rabia-. Y ahora, acaba con… -Su fría voz se apagó mientras la capucha se alzaba lentamente hacia el cielo. Se produjo un silencio de expectación.

Los que estaban sentados alrededor del fuego se quedaron completamente quietos, muy concentrados. Todos echaban la cabeza atrás a la vez, como si miraran el mismo punto de la bóveda celeste. Como si trataran de captar el aroma de algo en el viento.

De pronto tuve la impresión de que me observaban. Noté una tensión, un sutil cambio en la textura del aire. Me concentré en eso, agradecido por aquella distracción, contento de tener algo que me impidiese pensar claramente aunque solo fuera unos segundos más.

Vienen -dijo Haliax con voz queda. Se levantó, y las sombras se arremolinaron hacia fuera como una oscura niebla-. Rápido. Acercaos a mí.

Los otros se levantaron. Ceniza se puso en pie con dificultad y dio unos pasos, tambaleándose, hacia el fuego.

Haliax abrió los brazos, y la sombra que lo rodeaba se expandió como una flor que se abre. Entonces los demás se volvieron con una facilidad estudiada y dieron un paso hacia Haliax, hacia la sombra que lo envolvía. Pero al poner el pie en el suelo, su movimiento se hizo más lento, y suavemente, como si estuvieran hechos de arena y el viento soplara sobre ellos, se desvanecieron. Solo Ceniza giró la cabeza, y había ira en aquellos ojos de pesadilla.

Desaparecieron.


No voy a aburriros con una descripción detallada de lo que pasó a continuación. De cómo corrí de un cadáver a otro, frenético, buscando en ellos alguna señal de vida como me había enseñado Ben. De mis inútiles intentos de cavar una tumba. De cómo arañé la tierra hasta que se me quedaron los dedos ensangrentados y en carne viva. De cómo encontré a mis padres…

Encontré nuestro carromato cuando ya era noche cerrada. Nuestro caballo lo había arrastrado casi un centenar de metros por el camino antes de morir. Dentro todo estaba en orden y tranquilo. Me sorprendió comprobar cuánto olía a ellos dos en la parte de atrás.

Encendí todas las lámparas y todas las velas que encontré en el carromato. La luz no me reconfortaba, pero al menos tenía el dorado sincero del fuego de verdad, y no aquel tono azulado. Cogí el estuche del laúd de mi padre. Me tumbé en la cama de mis padres con el laúd a mi lado. La almohada de mi madre olía a su cabello, a sus abrazos. No tenía intención de dormir, pero el sueño me venció.

Desperté tosiendo, rodeado de llamas. Habían sido las velas, claro. Todavía atontado, conmocionado, metí unas cuantas cosas en una bolsa. Lento, desorientado y sin miedo, saqué el libro de Ben de debajo de mi colchón en llamas. ¿Cómo iba a asustarme ya un simple incendio?

Metí el laúd de mi padre en el estuche. Sentí como si estuviera robando, pero no se me ocurría nada más que pudiera recordarme a mis padres. Sus manos habían acariciado esa madera miles de veces.

Entonces me marché. Me adentré en el bosque y seguí caminando hasta que el amanecer empezó a iluminar el horizonte por el este. Cuando los pájaros empezaron a cantar, me detuve y dejé mi bolsa en el suelo. Saqué el laúd de mi padre, lo sujeté contra mi cuerpo y me puse a tocar.

Me dolían los dedos, pero toqué de todas formas. Toqué hasta que me sangraron los dedos. Toqué hasta que el sol brilló a través de los árboles. Toqué hasta que me dolieron los brazos. Toqué, intentando no recordar, hasta que me quedé dormido.

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