Kote hojeaba distraídamente un libro, tratando de ignorar el silencio de la posada vacía, cuando se abrió la puerta y por ella entró Graham.
– Ya he terminado. -Graham maniobró entre el laberinto de mesas con exagerado cuidado-. Iba a traerlo anoche, pero me dije: «Una última capa de aceite, lo froto y lo dejo secar». Y no me arrepiento. ¡Qué caramba! Es lo más bonito que han hecho estas manos.
Entre las cejas del posadero apareció una fina arruga. Entonces, al ver el paquete plano que sujetaba Graham, su rostro se iluminó.
– ¡Ah! ¡El tablero de soporte! -Kote esbozó una sonrisa cansada-. Lo siento, Graham. Ha pasado mucho tiempo. Casi lo había olvidado.
Graham lo miró con extrañeza.
– Cuatro meses no es mucho tiempo para traer madera desde Aryen tal como están los caminos.
– Cuatro meses -repitió Kote. Reparó en que Graham seguía mirándolo y se apresuró a añadir-: Eso puede ser una eternidad si estás esperando algo. -Intentó componer una sonrisa tranquilizadora, pero le salió muy forzada.
Kote no tenía buen aspecto. No parecía exactamente enfermizo, pero sí apagado. Lánguido. Como una planta a la que han trasplantado a un tipo de tierra que no le conviene, y que empieza a marchitarse porque le falta algún nutriente vital.
Graham percibió la diferencia. Los gestos del posadero ya no eran tan prolijos. Su voz no era tan profunda. Hasta sus ojos habían cambiado: ya no brillaban como unos meses atrás. Su color parecía más pálido. Eran menos espuma de mar, menos verde hierba que antes. Ahora parecían del color de las algas de río, o del culo de una botella de cristal verde. Antes también le brillaba el cabello, de color fuego. Ahora parecía… rojo, sencillamente rojo.
Kote retiró la tela y miró debajo. La madera era de color carbón, con veteado negro, y pesada como una plancha de hierro. Había tres ganchos negros clavados sobre una palabra tallada en la madera.
– «Delirio» -leyó Graham-. Extraño nombre para una espada.
Kote asintió tratando de borrar toda expresión de su semblante.
– ¿Cuánto te debo? -preguntó en voz baja.
Graham caviló unos instantes.
– Después de lo que me diste para pagar la madera… -Un atisbo de astucia brilló en sus ojos-. Uno con tres.
Kote le dio dos talentos.
– Quédate el cambio. Es una madera difícil de trabajar.
– Sí que lo es -replicó Graham con cierta satisfacción-. Dura como la piedra bajo la sierra. Y con el formón, como el hierro. Las voces que llegué a dar. Y luego, no podía quemarla.
– Ya me he fijado -dijo Kote con un destello de curiosidad, y pasó un dedo por el oscuro surco de las letras en la madera-. ¿Cómo lo has conseguido?
– Bueno -respondió Graham con petulancia-, cuando ya había malgastado medio día, la llevé a la herrería. El muchacho y yo conseguimos marcarla con un hierro candente. Tardamos más de dos horas en grabar las letras. No salió ni una voluta de humo, pero apestaba a cuero viejo y a trébol. ¡La condenada! ¿Qué clase de madera es esa que no arde?
Graham esperó un minuto, pero el posadero no daba señales de haberlo oído.
– Y ¿dónde quieres que lo cuelgue?
Kote despertó lo suficiente para mirar en torno a sí.
– Creo que eso ya lo haré yo -dijo-. Todavía no he decidido dónde voy a ponerlo.
Graham dejó un puñado de clavos de hierro y se despidió del posadero. Kote se quedó en la barra, pasando distraídamente las manos por el tablero de madera y por la palabra grabada en él. Poco después, Bast salió de la cocina y miró por encima del hombro de su maestro.
Hubo un largo silencio que parecía un homenaje a los difuntos.
Al final, Bast habló:
– ¿Puedo hacerte una pregunta, Reshi?
Kote sonrió con amabilidad.
– Por supuesto, Bast.
– ¿Una pregunta molesta?
– Esas suelen ser las únicas que merecen la pena.
Se quedaron otra vez en silencio contemplando el objeto que reposaba sobre la barra, como si trataran de guardarlo en la memoria. Delirio.
Bast luchó consigo mismo unos instantes; abrió la boca, la cerró, puso cara de frustración y repitió todo el proceso.
– Suéltalo ya -dijo Kote.
– ¿En qué pensabas? -preguntó Bast con una extraña mezcla de confusión y preocupación.
Kote tardó mucho en contestar.
– Tengo tendencia a pensar demasiado, Bast. Mis mayores éxitos fueron producto de decisiones que tomé cuando dejé de pensar e hice sencillamente lo que me parecía correcto. Aunque no hubiera ninguna buena explicación para lo que había hecho. -Compuso una sonrisa nostálgica-. Aunque hubiera muy buenas razones para que no hiciese lo que hice.
Bast se pasó una mano por un lado de la cara.
– Entonces, ¿intentas no adelantarte a los acontecimientos?
Kote vaciló un momento.
– Podríamos decirlo así -admitió.
– Yo podría decir eso, Reshi -dijo Bast con aire de suficiencia-. Tú, en cambio, complicarías las cosas innecesariamente.
Kote se encogió de hombros y dirigió la mirada hacia el tablero.
– Lo único que tengo que hacer es buscarle un sitio, supongo.
– ¿Aquí fuera? -Bast estaba horrorizado.
Kote sonrió con picardía y su rostro recuperó cierta vitalidad.
– Por supuesto -dijo regodeándose, al parecer, con la reacción de Bast. Contempló las paredes con mirada especulativa y frunció los labios-. Y tú, ¿dónde la pondrías?
– En mi habitación -contestó Bast-. Debajo de mi cama.
Kote asintió distraídamente, sin dejar de observar las paredes.
– Pues ve a buscarla.
Hizo un leve ademán de apremio, y Bast salió a toda prisa y claramente contrariado.
Cuando Bast volvió a la habitación, con una vaina negra colgando de la mano, sobre la barra había un montón de botellas relucientes y Kote estaba de pie en el mostrador, ahora vacío, montado entre los dos pesados barriles de roble.
Kote, que estaba colocando el tablero sobre uno de los barriles, se quedó quieto y gritó, consternado:
– ¡Ten cuidado, Bast! Eso que llevas en la mano es una dama, no una moza de esas con las que bailas en las fiestas de pueblo.
Bast se paró en seco y, obediente, cogió la vaina con ambas manos antes de recorrer el resto del camino hasta la barra.
Kote clavó un par de clavos en la pared, retorció un poco de alambre y colgó el tablero.
– Pásamela, ¿quieres? -dijo con una voz extraña.
Bast la levantó con ambas manos, y por un instante pareció un escudero ofreciéndole una espada a un caballero de reluciente armadura. Pero allí no había ningún caballero, sino solo un posadero, un hombre con un delantal que se hacía llamar Kote. Kote cogió la espada y se puso de pie sobre el mostrador, detrás de la barra.
La sacó de la vaina con un floreo. La espada, de un blanco grisáceo, relucía bajo la luz otoñal de la habitación. Parecía nueva; no tenía melladuras ni estaba oxidada. No había brillantes arañazos en la hoja. Pero aunque no estuviera deteriorada, era antigua. Y, pese a ser evidente que era una espada, tenía una forma insólita. Al menos, ningún vecino del pueblo la habría encontrado normal. Era como si un alquimista hubiera destilado una docena de espadas y, cuando se hubiera enfriado el crisol, hubiese aparecido aquello en el fondo: una espada en su estado puro. Era fina y elegante. Era mortífera como una piedra afilada en el lecho de un río de aguas bravas.
Kote la sostuvo un momento. No le tembló la mano.
Entonces colgó la espada en el tablero. El metal blanco grisáceo brillaba sobre la oscura madera de roah. Aunque se veía el puño, era lo bastante oscuro para que casi no se distinguiera de la madera. La palabra que estaba grabada debajo, negra sobre la negra madera, parecía un reproche: Delirio.
Kote bajó del mostrador, y Bast y él se quedaron un momento lado a lado, mirando hacia arriba en silencio.
– La verdad es que es asombrosa -dijo entonces Bast, como si le costara admitirlo-. Pero… -Dejó la frase inacabada, buscando las palabras adecuadas. Se estremeció.
Kote le dio una palmada en la espalda con extraña jovialidad.
– No te molestes por mí. -Parecía más animado, como si la actividad le proporcionara energía-. Me gusta -dijo con repentina convicción, y colgó la vaina negra de uno de los ganchos del tablero.
Había cosas que hacer: limpiar las botellas y ponerlas de nuevo en su sitio, preparar la comida, fregar los cacharros. Durante un rato, hubo una atmósfera alegre y ajetreada. Los dos conversaron de asuntos sin mucha relevancia mientras trabajaban. Y aunque ambos iban sin parar de un lado para otro, resultaba evidente que eran reacios a terminar cualquier tarea que estuvieran a punto de completar, como si temiesen el momento en que terminarían el trabajo y el silencio volvería a llenar la habitación.
Entonces ocurrió algo inusual. Se abrió la puerta y el ruido inundó la Roca de Guía como una suave marea. Fue entrando gente, charlando y descargando fardos. Buscaron mesas y dejaron las capas en los respaldos de las sillas. Un individuo que llevaba una gruesa cota de malla se quitó la espada desabrochándose el cinto y la apoyó contra una pared. Dos o tres hombres llevaban cuchillos en la cintura. Cuatro o cinco pidieron bebidas.
Kote y Bast se quedaron mirándolos un momento, y rápidamente se pusieron a trabajar. Kote, sonriente, empezó a servir bebidas. Bast salió afuera para ver si había caballos que hubiera que llevar a los establos.
Pasados diez minutos, la posada parecía otro sitio. Las monedas tintineaban sobre la barra. Aparecieron bandejas con queso y fruta, y colgaron un caldero de cobre a hervir en la cocina. Los hombres cambiaron de sitio mesas y sillas para acomodar mejor al grupo de casi una docena de personas.
Kote iba identificándolos a medida que entraban. Dos hombres y dos mujeres, carreteros curtidos tras años viviendo en los caminos y felices de poder pasar una noche al abrigo del viento. Tres guardias de mirada severa que olían a hierro. Un calderero barrigudo, de sonrisa fácil con la que exhibía los pocos dientes que le quedaban. Dos jóvenes, uno rubio y otro moreno, bien vestidos y de habla educada: viajeros que habían sido lo bastante sensatos para juntarse con un grupo más grande que les brindaría protección en el camino.
Les llevó una o dos horas instalarse. Regatearon los precios de las habitaciones. Empezaron a discutir amistosamente sobre quién dormiría con quién. Fueron a buscar lo indispensable a los carromatos y a las alforjas. Pidieron que les prepararan bañeras y se les calentó agua. Se llevó heno a los caballos, y Kote llenó de aceite todas las lámparas.
El calderero salió precipitadamente afuera para aprovechar la última luz del día. Recorrió las calles del pueblo con su carro de dos ruedas tirado por una muía. Los niños lo rodearon, pidiéndole caramelos, historias y ardites.
Cuando comprendieron que no iban a sacarle nada, la mayoría perdió el interés. Formaron un círculo con un niño en el centro y empezaron a dar palmadas al son de una canción infantil que ya era antiquísima cuando la cantaban sus abuelos:
Cuando de azul se tiñe el fuego del hogar,
¿cómo podemos actuar?, ¿cómo podemos actuar?
Salgamos corriendo, escondámonos huyendo.
Riendo, el niño que estaba en el centro intentó salir del corro mientras los otros trataban de impedírselo.
– Calderero -anunció el anciano con su voz cantarína-. Hojalatero. Afilador. Zahori. Corcho cortado. Balsamaria. Pañuelos de seda traídos de la ciudad. Papel de escribir. Dulces y golosinas.
Eso atrajo a los niños, que volvieron a acercarse al calderero y lo siguieron formando un pequeño desfile por la calle. El anciano iba cantando:
– Cuero para cinturones. Pimienta negra. Fino encaje y suaves plumas. Este calderero solo se quedará un día en el pueblo. No esperen a que anochezca. ¡Vengan, señoras! ¡Vengan, muchachas! ¡Tengo ropa interior y agua de rosas!
Un par de minutos más tarde, se instaló delante de la posada Roca de Guía, montó su rueda de afilar y empezó a afilar un cuchillo.
Cuando los adultos empezaron a rodear al anciano, los niños se pusieron a jugar otra vez. Una niña que estaba en el centro del corro se tapó los ojos con una mano e intentó atrapar a los otros niños, que correteaban dando palmadas y cantando:
Si sus ojos son como el azabache,
¿adónde escaparse?, ¿adónde escaparse?
Lejos y cerca, los tienes a la puerta.
El calderero atendía a todos por turnos, y a veces a dos o tres personas a la vez. Cambiaba cuchillos afilados por cuchillos romos y una moneda pequeña. Vendía tijeras y agujas, cazos de cobre y botellitas que las mujeres escondían rápidamente. Vendía botones y bolsitas de canela y de sal. Limas de Tinué, chocolate de Tarbean, cuerno pulido de Aerueh…
Y mientras los niños no paraban de cantar:
¿Veis a un hombre sin rostro?
Se mueven como fantasmas de un sitio para otro.
¿Cuál es su plan?, ¿cuál es su plan?
Los Chandrian, los Chandrian.
Kote calculó que aquellos viajeros debían de llevar juntos cerca de un mes, lo bastante para encontrarse cómodos unos con otros, pero no lo suficiente para pelearse por nimiedades. Olían a polvo de los caminos y a caballo. El posadero aspiró ese olor como si fuera un perfume.
Lo mejor era el ruido. El cuero crujía. Los hombres reían. El fuego crepitaba y chisporroteaba. Las mujeres coqueteaban. Incluso alguien volcó una silla. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, no había silencio en la Roca de Guía. O si lo había, era demasiado tenue para que pudiera apreciarse, o estaba muy bien escondido.
Kote estaba en medio de todo aquello; no paraba de moverse, como si manejara una enorme y compleja máquina. Tenía una bebida preparada en cuanto alguien la pedía, y hablaba y escuchaba en la medida justa. Reía los chistes, estrechaba manos, sonreía y retiraba rápidamente las monedas de la barra, como si de verdad necesitara el dinero.
Entonces, cuando llegó la hora de las canciones y todos hubieron cantado sus favoritas y seguían queriendo más, Kote se puso a dar palmadas desde detrás de la barra, marcando el compás. Con el fuego brillando en su pelo, cantó «Calderero, curtidor». Cantó más estrofas de las que nadie había oído jamás, y a nadie le extrañó lo más mínimo.
Horas más tarde reinaba una atmósfera cálida y jovial en la taberna. Kote estaba arrodillado frente a la chimenea, avivando el fuego, cuando alguien dijo a sus espaldas:
– ¿Kvothe?
El posadero se dio la vuelta, con una sonrisa algo confundida.
– ¿Señor?
Era el rubio bien vestido. Se tambaleaba un poco.
– Tú eres Kvothe.
– Kote, señor -replicó Kote con el tono indulgente que las madres emplean con los niños y los posaderos con los borrachos.
– Kvothe el Sin Sangre -insistió el hombre con la típica obstinación de los beodos-. Tu cara me resultaba familiar, pero no la identificaba. -Sonrió con orgullo y se tocó la punta de la nariz con un dedo-. Entonces te he oído cantar, y he sabido que eras tú. Te oí una vez en Imre. Después lloré a mares. Jamás había oído nada parecido, ni lo he oído desde entonces. Me partiste el corazón.
El joven siguió hablando, y sus frases eran un tanto inconexas; su rostro, sin embargo, mantenía una expresión muy seria.
– Ya sabía que no podías ser tú. Pero me ha parecido que sí. A pesar de todo. ¿A quién conoces que tenga ese pelo? -Sacudió la cabeza tratando sin éxito de aclarar sus ideas-. Vi el sitio donde lo mataste, en Imre. Junto a la fuente. Los adoquines están destrozados. -Frunció el ceño y se concentró en esa palabra-. Destrozados. Dicen que nadie puede arreglarlos.
El hombre rubio hizo otra pausa. Entrecerró los ojos para enfocar mejor al posadero, y pareció sorprendido por su reacción.
El hombre pelirrojo sonreía.
– ¿Insinúas que me parezco a Kvothe? ¿Al famoso Kvothe? Yo siempre lo he pensado. Incluso tengo un retrato suyo. Mi ayudante siempre se burla de mí por eso. ¿Me harías el favor de repetirle lo que acabas de decirme a mí?
Kote tiró un último leño al fuego y se levantó. Pero al apartarse de la chimenea, se le dobló una pierna y cayó pesadamente al suelo derribando una silla.
Varios viajeros se le acercaron, pero el posadero ya se había puesto en pie y les hacía señas para que volvieran a sus asientos.
– No, no. Estoy bien. No os preocupéis. -A pesar de su sonrisa, era evidente que se había hecho daño. Tenía el rostro transido de dolor, y tuvo que apoyarse en una silla-. Hace tres veranos, cuando atravesaba el Eld, me dispararon una flecha en la rodilla. Me cede de vez en cuando. -Hizo una mueca de dolor y añadió con tono nostálgico-: Por eso dejé la buena vida en los caminos. -Se agachó para tocarse suavemente la pierna, doblada en un ángulo extraño.
Uno de los mercenarios dijo:
– Yo en tu lugar me pondría una cataplasma, o se te hinchará mucho.
Kote volvió a tocarse la pierna y asintió con la cabeza.
– Sí, creo que tiene usted razón, señor -dijo. Se volvió hacia el joven rubio, que estaba de pie junto al fuego, oscilando ligeramente-. ¿Podrías hacerme un favor, hijo?
El joven asintió, abstraído.
– Cierra el tiro. -Kote señaló la chimenea-. ¿Me ayudas a subir, Bast?
Bast fue hasta él y se colocó un brazo de Kote sobre los hombros. El posadero se apoyó en él y, cojeando, fue hasta la puerta y subió la escalera.
– ¿Una flecha en la pierna? -preguntó Bast por lo bajo-. ¿Tanto te avergüenzas de una pequeña caída?
– Menos mal que eres tan ingenuo como ellos -dijo Kote con aspereza en cuanto estuvieron fuera del alcance de la vista de la clientela. Empezó a maldecir por lo bajo mientras subía unos escalones más; era evidente que no le pasaba nada en la rodilla.
Bast abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró.
Kote se paró en lo alto de la escalera y se frotó los ojos.
– Hay un tipo que me ha reconocido -dijo frunciendo el ceño-. Al menos sospecha.
– ¿Quién? -preguntó Bast con una mezcla de enfado y aprensión.
– Ese rubio de la camisa verde. El que estaba más cerca de mí, junto a la chimenea. Dale algo que le haga dormir. Ya ha bebido mucho. Si se queda frito, a nadie le extrañará.
Bast caviló un momento.
– ¿Nogrura? -preguntó.
– Mejor mhenka.
Bast arqueó una ceja, pero asintió con la cabeza.
Kote se enderezó.
– Escúchame con atención, Bast.
Bast parpadeó una vez y asintió con la cabeza.
Kote habló resuelta y decididamente:
– Era escolta municipal de Ralien. Me hirieron unos bandidos cuando defendía una caravana. Una flecha en la rodilla. Hace tres años. En verano. Hice bien mi trabajo. Un comerciante ceáldi-co, agradecido, me dio dinero para montar una posada. Se llama Deolan. Habíamos viajado juntos desde Purvis. Menciónalo de pasada. ¿Lo tienes?
– Te he escuchado con atención -respondió Bast con formalidad.
– Ya puedes bajar.
Media hora más tarde Bast llevó un cuenco a la habitación de su maestro y le aseguró que abajo todo iba bien. Kote asintió y le dio instrucciones a su pupilo de que no lo molestaran durante el resto de la noche.
Bast cerró la puerta al salir; su expresión era de preocupación. Se quedó un rato en lo alto de la escalera, pensando qué podía hacer.
Resulta difícil decir qué era lo que tanto preocupaba a Bast. No se apreciaba ningún cambio en la actitud de Kote. Salvo que se movía un poco más despacio, quizá, y que la pequeña chispa que la actividad de esa noche había prendido en sus ojos se había apagado un poco. De hecho, apenas se veía ya. De hecho, podía no haber existido nunca.
Kote se sentó delante del fuego y se comió la comida con movimientos mecánicos, como si sencillamente buscara un sitio en su interior donde depositarla. Después del último bocado, se quedó sentado con la mirada perdida; no se acordaba de qué había comido ni de qué sabor tenía.
El fuego crepitó; Kote parpadeó y miró alrededor. Se miró las manos, recogidas una dentro de la otra sobre su regazo. Pasados unos instantes, las levantó y las abrió, como si quisiera calentarlas a la lumbre. Eran unas manos elegantes, con dedos largos y delicados. Las observó atentamente, como si esperara que hiciesen algo por propia iniciativa. Entonces las bajó de nuevo al regazo, recogidas, y siguió contemplando el fuego. Así permaneció -inexpresivo, inmóvil- hasta que en la chimenea solo quedaron cenizas grises y unas brasas que ardían débilmente.
Cuando estaba desvistiéndose para acostarse, el fuego llameó. La luz rojiza descubrió unas débiles líneas en su cuerpo, en la espalda y en los brazos. Todas las cicatrices eran lisas y plateadas, y lo surcaban como rayos, como rastros de dulces recuerdos. La llamarada del fuego las iluminó brevemente todas: las antiguas y las nuevas. Todas las cicatrices eran lisas y plateadas excepto una.
El fuego parpadeó y se apagó. El sueño recibió a Kote como un amante en una cama vacía.
Los viajeros partieron a la mañana siguiente, temprano. Bast los atendió y les explicó que a su amo se le había hinchado mucho la rodilla y que no se veía con ánimos de bajar la escalera tan pronto. Todos lo entendieron salvo el joven rubio, que estaba demasiado atontado para entender nada. Los guardias se sonrieron y pusieron los ojos en blanco mientras el calderero soltaba un sermón improvisado sobre la abstinencia de bebidas alcohólicas. Bast le recomendó diversas curas para la resaca, todas desagradables.
Cuando se hubieron marchado, Bast se quedó atendiendo la posada. Una tarea sencilla, porque no había clientes. La mayor parte del tiempo la dedicó a buscar maneras de distraerse.
Poco después del mediodía Kote bajó por la escalera y se lo encontró en la barra cascando nueces con la ayuda de un grueso libro encuadernado en piel.
– Buenos días, Reshi.
– Buenos días, Bast -dijo Kote-. ¿Alguna noticia?
– Ha pasado el hijo de Orrison. Quería saber si necesitamos cordero.
Kote asintió, como si hubiera estado esperando esa noticia.
– ¿Cuánto le has encargado?
Bast hizo una mueca.
– Odio el cordero, Reshi. Sabe a mitones mojados.
Kote se encogió de hombros y fue hacia la puerta.
– Tengo que hacer unos encargos. Vigila esto, ¿quieres?
– Siempre lo hago.
Fuera de la posada Roca de Guía, en la vacía calle de tierra que discurría por el centro del pueblo, no corría ni pizca de brisa. El cielo era una extensión uniforme de nubes grises; parecía que quisiera llover pero no lograse reunir la energía suficiente.
Kote cruzó la calle y fue hasta la puerta de la herrería, que estaba abierta. El herrero llevaba el pelo muy corto y tenía una poblada y enmarañada barba. Mientras Kote lo observaba, metió con cuidado un par de clavos por la abrazadera de la hoja de una guadaña, fijándola con firmeza a un mango curvo de madera.
– Hola, Caleb.
El herrero apoyó la guadaña en la pared.
– ¿En qué puedo ayudarte, maese Kote?
– ¿Por tu casa también ha pasado el hijo de Orrison? -Caleb asintió-. ¿Siguen perdiendo ovejas? -preguntó Kote.
– La verdad es que han aparecido algunas de las que habían perdido. Destrozadas, eso sí. Prácticamente trituradas.
– ¿Lobos? -preguntó Kote.
El herrero se encogió de hombros.
– Ya sé que es raro en esta época del año, pero ¿qué va a ser? ¿Un oso? Creo que están vendiendo los animales que no pueden vigilar, porque andan escasos de mano de obra.
– ¿Escasos de mano de obra?
– Han tenido que dejar marchar al jornalero por culpa de los impuestos, y su hijo mayor se alistó al servicio del rey a principios de verano. Está combatiendo a los rebeldes en Menat.
– En Meneras -le corrigió amablemente Kote-. Si vuelves a ver al chico, dile que me gustaría comprar tres mitades.
– Lo haré. -El herrero miró al posadero con complicidad-. ¿Algo más?
– Bueno… -Kote miró hacia otro lado; de pronto parecía cohibido-. Me preguntaba si tendrías por ahí alguna barra de hierro -dijo sin mirar al herrero a los ojos-. No hace falta que sea bonita. Un trozo de hierro basto me serviría.
Caleb chascó la lengua.
– No sabía si vendrías. El viejo Cob y los demás pasaron anteayer. -Fue hasta un banco de trabajo y levantó un trozo de lona-. Hice un par de más por si acaso.
Kote cogió una barra de hierro de unos sesenta centímetros de largo y la hizo oscilar con una mano.
– Eres un tipo listo.
– Conozco el negocio -repuso el herrero con petulancia-. ¿Necesitas algo más?
– Pues… -dijo Kote al mismo tiempo que apoyaba cómodamente la barra de hierro sobre un hombro-, sí, hay otra cosa. ¿No te sobrarán un delantal y unos guantes de forja?
– Tal vez -respondió Caleb con vacilación-. ¿Por qué?
– Detrás de la posada hay una vieja parcela llena de zarzas -dijo Kote señalando hacia la Roca de Guía con la cabeza-. Creo que voy a desbrozarla para plantar un huerto el año que viene. Pero no quiero despellejarme vivo.
El herrero asintió e hizo señas a Kote para que lo siguiera a la trastienda.
– Tengo los viejos -dijo mientras desenterraba un par de pesados guantes y un acartonado delantal de cuero; ambos estaban chamuscados en varios sitios y manchados de grasa-. No son bonitos, pero supongo que te protegerán un poco.
– ¿Cuánto quieres por ellos? -preguntó Kote sacando su bolsa.
El herrero negó con la cabeza.
– Si te pidiera una iota ya me parecería excesivo. Ni el muchacho ni yo los necesitamos.
El posadero le dio una moneda, y el herrero metió el delantal y los guantes en un viejo saco de arpillera.
– ¿Estás seguro de que quieres hacerlo ahora? -preguntó el herrero-. Hace tiempo que no llueve. La tierra estará más blanda en primavera, después del deshielo.
Kote se encogió de hombros.
– Mi abuelo siempre decía que el otoño es la estación idónea para arrancar de raíz cualquier cosa que no quieras que vuelva a molestarte. -Kote imitó la temblorosa voz de un anciano-: «En los meses de primavera todo está demasiado lleno de vida. En verano, está demasiado fuerte y no hay manera de soltarlo. El otoño…» -Miró alrededor; las hojas de los árboles estaban cambiando de color-. «El otoño es el momento idóneo. En otoño todo está cansado y más dispuesto a morir.»
Esa misma tarde, Kote envió a Bast a recuperar horas de sueño. Entonces se movió con desgana por la posada, haciendo las pequeñas tareas que no había terminado la noche anterior. No había clientes. Cuando por fin anocheció, el posadero encendió las lámparas y, sin mucho interés, se puso a hojear un libro.
Se suponía que el otoño era la estación del año más ajetreada, pero últimamente escaseaban los viajeros. Kote sabía con funesta certeza lo largo que iba a ser el invierno.
Cerró la posada temprano, lo que nunca había hecho hasta entonces. No se molestó en barrer, no hacía falta. No limpió las mesas ni la barra, porque no se habían utilizado. Restregó un par de botellas, cerró la puerta con llave y fue a acostarse.
No había nadie allí que pudiera notar la diferencia. Solo estaba Bast, que, preocupado, observaba a su maestro y esperaba.