Alrededor de mediodía, la carreta tomó otro camino, ancho como un río y adoquinado. Al principio solo encontramos a un puñado de viajeros y un par de carromatos, pero a mí me pareció una multitud después de pasar tanto tiempo solo.
Nos internamos en la ciudad, y los edificios bajos dieron paso a tiendas y posadas más altas. Los árboles y los jardines fueron sustituidos por callejones y puestos de vendedores ambulantes. Aquel gran río que era la calzada se anegó y taponó con centenares de carros y peatones, docenas de carromatos y carretas y, de vez en cuando, un hombre a caballo.
Se oían cascos de caballo y gritos de gente; olía a cerveza, a sudor, a basura y a brea. Me pregunté qué ciudad sería aquella, y si habría estado allí antes, y entonces…
Apreté los dientes y me obligué a pensar en otras cosas.
– Ya casi hemos llegado -dijo Seth subiendo la voz para hacerse oír por encima del bullicio. Al final, la calle desembocaba en un mercado. Los carros avanzaban por los adoquines produciendo un sonido parecido al de truenos lejanos. La gente regateaba y discutía. A lo lejos se oía el llanto estridente de un niño. Circulamos un rato sin rumbo fijo hasta que encontramos una esquina vacía delante de una librería.
Seth paró la carreta y yo salté mientras ellos, cansados después del largo trayecto, estiraban los miembros entumecidos. Entonces, con una especie de acuerdo tácito, los ayudé a bajar los sacos y a amontonarlos a un lado.
Media hora más tarde estábamos descansando entre los sacos. Seth me miró haciendo visera con una mano.
– ¿Qué piensas hacer hoy en la ciudad, muchacho?
– Necesito cuerdas para mi laúd -contesté. Entonces caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba el laúd de mi padre. Miré alrededor, angustiado. No estaba en la carreta, donde yo lo había dejado, ni apoyado en la pared, ni entre los montones de calabazas. Se me hizo un nudo en la garganta, hasta que lo vi debajo de un saco de arpillera vacío. Lo recogí con manos temblorosas.
El anciano granjero me sonrió y me ofreció un par de aquellas nudosas calabazas que habíamos estado descargando.
– ¿Qué diría tu madre si le llevaras a casa un par de las mejores calabazas que se pueden encontrar a este lado del Eld?
– No, no puedo -balbuceé al mismo tiempo que apartaba de mi pensamiento un recuerdo de dedos en carne viva cavando en el barro y de olor a pelo quemado-. Quiero decir… Usted ya… -No terminé la frase. Apreté el laúd contra el pecho y di un par de pasos hacia atrás.
El anciano me miró con fijeza, como si me viera por primera vez. De pronto me sentí cohibido al imaginar el aspecto que debía de ofrecer, andrajoso y muerto de hambre. Abracé el laúd y me alejé unos pasos más. El granjero bajó los brazos y los dejó al lado del cuerpo, y la sonrisa se borró de su cara.
– Ay, hijo -dijo con un hilo de voz.
Dejó las calabazas; luego se volvió hacia mí y, con seriedad y ternura, dijo:
– Jake y yo vamos a quedarnos aquí, vendiendo, hasta que se ponga el sol. Si para entonces has encontrado lo que buscas, puedes venir a la granja con nosotros. Hay días en que a mi mujer y a mí nos vendría bien que nos echaran una mano. Serás bienvenido. ¿Verdad, Jake?
Jake también me miraba; la compasión y la honradez se reflejaban en su rostro.
– Claro que sí, padre. Madre lo dijo antes de que nos marcháramos.
El anciano siguió mirándome con gesto serio.
– Esto es la plaza de la Marinería -dijo señalándose los pies-. Estaremos aquí hasta el anochecer, quizá un poco más. Si quieres que te llevemos, vuelve aquí. -Su mirada denotaba preocupación-. ¿Me has oído? Puedes volver con nosotros.
Seguí retrocediendo, paso a paso, sin saber muy bien por qué lo hacía. Solo sabía que si me iba con ellos tendría que dar explicaciones, que tendría que recordar. Prefería cualquier cosa a abrir esa puerta…
– No. No, gracias -balbuceé-. Me han ayudado mucho. Ya me las arreglaré. -Un hombre con un delantal de cuero me empujó por detrás. Sobresaltado, di media vuelta y eché a correr.
Les oí llamarme, pero la muchedumbre ahogó sus gritos. Corrí con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.
Tarbean es lo bastante grande para que no puedas recorrerla a pie de un extremo a otro en un solo día, aunque consigas no perderte y aunque nadie te aborde en el laberinto de sinuosas callejas y callejones sin salida.
De hecho era demasiado grande. Era vasta, inmensa. Mares de gente, bosques de edificios, calles anchas como ríos. Olía a orina, a sudor, a humo de carbón y a brea. Si hubiera estado en mi sano juicio, jamás habría ido allí.
Con el tiempo, me perdí. Doblé una esquina demasiado pronto o demasiado tarde, y luego intenté arreglarlo atajando por un callejón que discurría entre dos altos edificios y que parecía un estrecho abismo. Serpenteaba como un barranco labrado por un río que había desaparecido en busca de un lecho más limpio. La basura se amontonaba junto a las paredes y llenaba las rendijas entre los edificios y los portales. Después de dar varias vueltas, percibí el rancio olor a animal muerto.
Doblé una esquina y fui tambaleándome hasta una pared; me cegaban estrellas de dolor. Noté unas manos fuertes que me agarraban por los brazos.
Abrí los ojos y vi a un muchacho mayor que yo. Me doblaba en estatura, y tenía el pelo negro y unos ojos de mirada salvaje. La suciedad de la cara hacía que pareciera que tuviera barba y le daba un aire extrañamente cruel a su joven rostro.
Otros dos chicos me separaron bruscamente de la pared. Uno de ellos me retorció un brazo y grité. El mayor de los tres sonrió al oírme gritar y se pasó una mano por el pelo.
– ¿Qué haces aquí, nalti ¿Te has perdido? -Su sonrisa se ensanchó.
Intenté apartarme, pero uno de los chicos me retorció la muñeca.
– No -contesté.
– Creo que se ha perdido, Pike -dijo el que estaba a mi derecha. El que estaba a mi izquierda me dio un fuerte codazo en la cabeza, y el callejón empezó a oscilar alrededor de mí.
Pike soltó una carcajada.
– Busco una carpintería -mascullé, aturdido.
La expresión de Pike se volvió asesina. Me agarró por los hombros con ambas manos.
– ¿Te he preguntado algo? -gritó-. ¿Te he dado permiso para hablar? -Me golpeó en la cara con la frente, y noté un fuerte crac seguido de un estallido de dolor.
– Eh, Pike. -La voz parecía provenir de una dirección imposible. Un pie le dio un empujón al estuche de mi laúd, dándole la vuelta-. Eh, Pike, mira esto.
Pike miró el estuche del laúd, que cayó al suelo con un golpazo.
– ¿Qué has robado, nalti
– No lo he robado.
Uno de los chicos que me tenía sujeto por el brazo rió.
– Ya, tu tío te lo ha dado para que vayas a venderlo porque necesitáis comprar medicinas para tu abuelita enferma. -Volvió a reír mientras yo parpadeaba para quitarme las lágrimas de los ojos.
Oí tres chasquidos cuando abrieron los cierres. Luego oí la inconfundible vibración armónica cuando sacaron el laúd de su estuche.
– Tu abuela se va a llevar un disgusto cuando sepa que has perdido esto, nalt -dijo Pike con voz serena.
– ¡Que Tehlu nos aplaste! -exclamó el chico que estaba a mi derecha-. ¿Sabes cuánto vale una cosa de esas, Pike? ¡Oro, Pike!
– No pronuncies el nombre de Tehlu así -dijo el chico que estaba a mi izquierda.
– ¿Qué?
– «No invoques a Tehlu salvo en caso de necesidad, porque Tehlu juzga todos los pensamientos y todas las obras» -recitó.
– Que Tehlu se me mee encima con su reluciente nabo si esta cosa no vale veinte talentos. Eso significa que Diken nos dará al menos seis. ¿Sabes qué se puede hacer con ese dinero?
– Si no dejas de decir esas cosas, no podrás hacer nada con él. Tehlu nos vigila, pero es vengativo -dijo el otro con tono reverente y temeroso.
– Has vuelto a dormir en la iglesia, ¿no? A ti se te pega la religión como a mí se me pegan las pulgas.
– Te voy a hacer un nudo con los brazos.
– Tu madre es una puta.
– No hables de mi madre, Lin.
– Una puta barata.
Para entonces, yo había conseguido quitarme las lágrimas de los ojos a base de parpadear, y podía ver a Pike acuclillado en el callejón. Parecía fascinado por mi laúd. Mi precioso laúd. Lo miraba con aire soñador, dándole vueltas y vueltas con las sucias manos. A través de la neblina de miedo y dolor, el horror iba apoderándose de mí.
Las dos voces subieron de tono detrás de mí, y empecé a notar una rabia feroz en mi interior. Me puse en tensión. No podía luchar contra ellos, pero sabía que si conseguía agarrar mi laúd y meterme entre la muchedumbre, podría huir de mis agresores.
– …y ella seguía follando por ahí. Pero ahora solo cobra medio penique por polvo. Por eso tienes la cabeza tan blanda. Es un milagro que no tengas ninguna abolladura. Así que no te sientas mal, por eso te pones religioso con tanta facilidad -concluyó, triunfante, el primer chico.
Solo noté una ligera tensión a mi derecha. Yo también me puse en tensión, dispuesto a saltar.
– Pero gracias por la advertencia. Dicen que a Tehlu le gusta esconderse detrás de grandes montones de estiércol y que…
De pronto uno de los chicos se abalanzó sobre el otro y lo aprisionó contra la pared, y me encontré con los brazos libres. Di tres zancadas hasta donde estaba Pike, agarré el laúd por el mástil y tiré de él.
Pero Pike era más rápido de lo que yo había calculado, o más fuerte. No conseguí arrebatarle el laúd. Me quedé clavado, y Pike se levantó.
Mi frustración y mi ira iban en aumento. Solté el laúd y me lancé sobre Pike. Le arañé la cara y el cuello con fiereza, pero él era un veterano de las peleas callejeras y se protegió bien. Le hice una herida en la cara con una uña, desde la oreja hasta la barbilla. Entonces Pike se me echó encima y me obligó a retroceder hasta que me di contra la pared del callejón.
Me golpeé la cabeza contra la pared de ladrillo, y me habría caído si Pike no me hubiera estado apretando contra el muro desmoronadizo. Intenté respirar a boqueadas, y entonces me di cuenta de que llevaba un rato gritando.
Pike olía a sudor de varios días y a aceite rancio. Me sujetó los brazos junto a los costados mientras me apretaba aún más fuerte contra la pared. Pensé fugazmente que debía de haber soltado mi laúd.
Volví a aspirar por la boca y sacudí los brazos, golpeándome otra vez la cabeza contra la pared. Me encontré con la cara pegada contra el hombro de Pike y mordí con todas mis fuerzas. Noté cómo le desgarraba la piel con los dientes y el sabor de su sangre.
Pike dio un grito y se apartó de mí. Respiré hondo y sentí un fuerte dolor en el pecho.
Antes de que pudiera moverme o pensar, Pike volvió a sujetarme y me aporreó repetidamente contra la pared. Luego me agarró por el cuello, me dio la vuelta y me tiró al suelo.
Entonces fue cuando oí el ruido, y pareció que todo se detenía.
Después de que mataran a mi troupe, a veces soñaba con mis padres; los veía vivos, cantando. En mi sueño, su muerte había sido un error, un malentendido, una nueva obra que ellos estaban ensayando. Y por unos momentos sentía alivio del intenso dolor que me aplastaba constantemente. Los abrazaba, y los tres nos reíamos de mis infundadas preocupaciones. Cantaba con ellos, y durante un rato todo era maravilloso. Maravilloso.
De pronto despertaba, y me encontraba solo en la oscuridad, junto a la charca del bosque. ¿Qué hacía allí? ¿Dónde estaban mis padres?
Entonces lo recordaba todo, y era como si se me abriera una herida. Mis padres habían muerto y yo estaba terriblemente solo. Y ese gran peso que por unos instantes se había aligerado volvía a aplastarme, peor que antes, porque no estaba prevenido. Me tumbaba boca arriba y contemplaba la oscuridad; me dolía el pecho y me costaba respirar, y en el fondo sabía que nunca, jamás, nada volvería a ser como antes.
Cuando Pike me tiró al suelo, yo tenía el cuerpo tan entumecido que casi no noté cómo aplastaba el laúd de mi padre. El ruido que hizo fue como un sueño que se desvanece y volvió a producirme ese asfixiante dolor en el pecho.
Miré alrededor y vi a Pike respirando con dificultad y con la mano en un hombro. Uno de los chicos estaba arrodillado sobre el pecho del otro. Ya no peleaban: ambos me miraban, perplejos.
Me miré las manos, ensangrentadas y con astillas de madera clavadas.
– Ese cerdo me ha mordido -dijo Pike en voz baja, como si no pudiera creer lo que había pasado.
– Suéltame -dijo el chico que estaba tumbado en el suelo.
– Ya te dije que no debías decir esas cosas. Mira qué ha pasado.
Pike tenía el rostro crispado y muy colorado.
– ¡Me ha mordido! -gritó, y me dio una fuerte patada dirigida a la cabeza.
Intenté apartarme sin estropear aún más el laúd. La patada me alcanzó en un riñón y me obligó a revolearme de nuevo sobre los restos del instrumento, que se astilló aún más.
– ¿Has visto lo que pasa cuando te burlas de Tehlu?
– Para ya con Tehlu. Sal de encima y recoge esa cosa. Quizá Diken todavía nos dé algo por él.
– ¡Mira lo que has hecho! -siguió bramando Pike. Me dio una patada en el costado que casi me dio la vuelta. Los bordes de mi campo de visión empezaron a oscurecerse. Casi lo agradecí, porque era una distracción. Pero el otro dolor, más intenso, seguía allí, intacto. Cerré las manos ensangrentadas y formé dos puños doloridos.
– Las clavijas están enteras. Son de plata. Seguro que nos dan algo por ellas.
Pike volvió a llevar un pie hacia atrás. Intenté levantar las manos para parar el golpe, pero mis brazos se limitaron a temblar y Pike me alcanzó en el estómago.
– Coge ese trozo de ahí…
– Pike. ¡Pike!
Pike me dio otra patada en el estómago y vomité un poco en los adoquines.
– ¡Eh! ¡Quietos! ¡Guardia! -Era una voz diferente. Hubo un momento de silencio, seguido de un correteo. Unos segundos más tarde, unas pesadas botas pasaron a mi lado y se perdieron a lo lejos.
Recuerdo el dolor en el pecho. Me desmayé.
Al despertar noté que alguien me vaciaba los bolsillos. Intenté sin éxito abrir los ojos.
Oí una voz que murmuraba:
– ¿Esto es toda mi recompensa por salvarte la vida? ¿Un cobre y un par de ardites? ¿Cerveza para una noche? Maldito desgraciado. -El tipo tosió, y me llegó una vaharada que olía a licor rancio-. Qué manera de gritar. Si no hubieras gritado como una chica no habría venido corriendo.
Intenté decir algo, pero solo logré emitir un gemido.
– Bueno, estás vivo. Ya es algo, supongo. -Oí un gruñido; el tipo se levantó y los pasos de sus botas se alejaron hasta perderse en el silencio.
Al cabo de un rato conseguí abrir los ojos. Veía borroso y notaba la nariz más grande que el resto de la cabeza. Me la palpé y comprobé que estaba rota. Recordé lo que me había enseñado Ben; me sujeté la nariz poniendo una mano a cada lado y la retorcí con fuerza hasta ponerla en su sitio. Apreté los dientes y contuve un grito de dolor; los ojos se me llenaron de lágrimas.
Parpadeé y me tranquilicé al ver la calle, menos borrosa que hacía un rato. El contenido de mi saco estaba esparcido por el suelo: medio ovillo de cuerda, un cuchillo romo, Retórica y lógica y los restos del trozo de pan que me había dado el granjero. Parecía que hubiera pasado una eternidad.
El granjero. Pensé en Seth y Jake. Pan blando con mantequilla. Canciones como las que cantábamos en los carromatos. Su oferta de un lugar seguro, un nuevo hogar…
De pronto me asaltó un recuerdo y me inundó una oleada de pánico. Eché un vistazo al callejón y, al mover la cabeza, sentí un fuerte dolor. Aparté la basura con las manos y encontré unos restos de madera que reconocí al instante. Me quedé mirándolos, mudo, y el mundo pareció oscurecerse un poco alrededor de mí. Eché una ojeada a la delgada franja de cielo visible sobre mi cabeza y vi que se estaba tiñendo de rojo.
¿Qué hora era? Me apresuré a recoger mis cosas, tratando el libro de Ben con más cuidado que el resto de objetos, y eché a andar, cojeando, por donde creí que llegaría a la plaza de la Marinería.
Cuando encontré la plaza, la última luz del ocaso ya había desaparecido del cielo. Unos cuantos carros circulaban lentamente entre los compradores rezagados. Desesperado, fui de una esquina a otra de la plaza, buscando al anciano granjero que me había llevado hasta allí. Buscando una de esas feas y nudosas calabazas.
Cuando por fin encontré la librería junto a la que había aparcado Seth, estaba jadeando y tambaleándome. No veía a Seth ni su carreta por ninguna parte. Me dejé caer en el espacio que había dejado la carreta y noté el dolor de una docena de heridas que hasta ese momento me había obligado a ignorar.
Me las toqué, una por una. Tenía varias costillas doloridas, aunque no sabía si estaban rotas o si el cartílago estaba desgarrado. Si movía la cabeza demasiado deprisa, me mareaba y me daban náuseas; seguramente sufría una conmoción. Tenía la nariz rota, y más cardenales y desolladuras de los que podía contar. Además estaba hambriento.
Como el hambre era lo único que podía solucionar, cogí el pan que me quedaba y me lo comí. No fue suficiente, pero era mejor que nada. Bebí un poco de agua de un abrevadero; tenía tanta sed que no me importó que el agua estuviera agria y salobre.
Pensé en marcharme de allí, pero en mi estado tendría que caminar durante horas. Además, no había nada esperándome en las afueras de la ciudad, salvo kilómetros y kilómetros de tierras de labranza cosechadas. Ni árboles que me protegieran del viento. Ni madera para encender fuego. Ni conejos a los que ponerles cepos. Ni raíces que arrancar. Ni brezo para improvisar una cama.
Tenía tanta hambre que me dolía el estómago. Allí, al menos, olía a pollo cocinándose. Habría seguido el rastro de ese olor, pero estaba mareado y me dolían las costillas. Quizá al día siguiente alguien me diera algo de comer. De momento estaba demasiado cansado. Lo único que quería era dormir.
Los adoquines estaban perdiendo el último calor del sol y el viento soplaba cada vez con más fuerza. Me metí en el portal de la librería para protegerme del viento. Estaba a punto de dormirme cuando el dueño de la tienda abrió la puerta, me dio una patada y me amenazó con llamar a los guardias si no me largaba de allí. Me alejé cojeando tan aprisa como pude.
Después encontré unas cajas vacías en un callejón. Me acurruqué detrás de ellas, magullado y exhausto. Cerré los ojos e intenté no recordar lo que era dormir caliente y con el estómago lleno, rodeado de gente que te quería.
Esa fue la primera noche de los casi tres años que pasé en Tarbean.