87 Invierno

Está completamente loco -les dije a Simmon y a Wilem aquella misma tarde, en el Eolio.

– Es un maestro -repuso Sim con diplomacia-. Y tu padrino. Y a juzgar por lo que nos has contado, es el responsable de que no te hayan expulsado.

– Yo no digo que no sea inteligente, y le he visto hacer cosas que no sabría explicar. Pero el hecho sigue siendo que está completamente chiflado. No para de hablar en círculos sobre nombres, palabras y poderes. Mientras habla, tiene sentido. Pero en realidad, lo que dice no significa nada.

– Deja de quejarte -me espetó Simmon-. Te han ascendido a Re'lar antes que a nosotros, aunque tu padrino esté chiflado. Y te han pagado veinte monedas de plata por romperle el brazo a Ambrose. Has quedado libre como un pájaro. Ya me gustaría a mí tener tanta suerte como tú.

– Libre como un pájaro, no -puntualicé-. Me van a azotar.

– ¿Qué dices? -exclamó Sim-. ¿No lo habían suspendido?

– Suspendieron mi expulsión -aclaré-, pero no los latigazos.

Simmon me miró con la boca abierta.

– Dios mío. ¿Por qué no?

– Felonía -dijo Wilem en voz baja-. Un alumno no puede quedar impune si lo han encontrado culpable de felonía.

– Eso fue lo que dijo Elodin. -Bebí un sorbo, y luego otro.

– No me importa -dijo Simmon, muy acalorado-. Es una barbaridad. -Golpeó la mesa con el puño para enfatizar la última palabra; hizo temblar su vaso y derramó un charco de scutten por la mesa-. Mierda. -Se levantó y trató de que el scutten no llegara al suelo.

Reí hasta que me saltaron las lágrimas y me dolió el estómago. Al final recobré el aliento, y noté como si mi pecho se hubiera librado de un gran peso.

– Te quiero, Sim -dije de todo corazón-. A veces pienso que eres la única persona honrada que conozco.

Sim me miró y dijo:

– Estás borracho.

– No, es la verdad. Eres buena gente. Mucho mejor de lo que yo jamás llegaré a ser. -Me miró como dándome a entender que sabía cuándo alguien se estaba burlando de él. Una camarera vino con unos trapos húmedos, limpió la mesa e hizo unos cáusticos comentarios. Sim tuvo la decencia de fingir una gran turbación.


Cuando volví a la Universidad ya era noche cerrada. Pasé por Anker's para recoger unas cuantas cosas y subí al tejado de la Principalía.

Me sorprendió encontrar a Auri esperándome en el tejado pese a lo despejado que estaba el cielo. Estaba sentada en una pequeña chimenea de ladrillo, balanceando distraídamente los pies. Su cabello formaba una gaseosa nube alrededor de su diminuta silueta.

Al acercarme a ella, Auri bajó de un salto y dio unos pasitos hacia un lado que fueron casi una reverencia.

– Buenas noches, Kvothe.

– Buenas noches, Auri -dije-. ¿Cómo estás?

– Maravillosamente -contestó con firmeza-, y hace una noche maravillosa. -Tenía las manos cogidas detrás de la espalda y trasladaba el peso del cuerpo de una pierna a otra.

– ¿Qué me has traído esta noche? -pregunté.

Auri compuso su luminosa sonrisa.

– ¿Y tú? ¿Qué me has traído?

Saqué una estrecha botella de debajo de mi capa.

– Te he traído vino de miel.

Auri cogió la botella con ambas manos.

– Oh, qué regalo tan magnífico. -Miró la botella con admiración-. Imagínate cuántas abejas borrachínas. -Quitó el corcho y olfateó el vino-. ¿Qué hay dentro?

– Rayos de sol -contesté-. Y una sonrisa, y una pregunta.

Se llevó la boca de la botella al oído y me sonrió.

– La pregunta está en el fondo -dije.

– Una pregunta muy pesada -dijo ella, y me tendió una mano-. Yo te he traído un anillo.

Era un anillo de cálida y lisa madera.

– ¿Qué hace? -pregunté.

– Guarda secretos.

Me lo acerqué a la oreja.

Auri sacudió la cabeza con seriedad, y su cabello revoloteó alrededor.

– No los revela, los guarda. -Se acercó a mí, cogió el anillo y me lo puso en un dedo-. Ya hay suficiente con tener un secreto -me censuró dulcemente-. Otra cosa sería avidez.

– Me encaja -dije con cierta sorpresa.

– Son tus secretos -dijo Auri como si le explicara algo a un niño pequeño-. ¿A quién iba a encajarle?

Auri se recogió el cabello y volvió a dar aquel pasito hacia un lado. Casi como una reverencia, casi como un paso de baile.

– ¿Quieres cenar conmigo esta noche, Kvothe? He traído manzanas y huevos. También puedo ofrecerte un delicioso vino de miel.

– Será un placer para mí compartir la cena contigo, Auri -repliqué con formalidad-. He traído pan y queso.

Auri bajó al patio y, unos minutos más tarde, regresó con una delicada taza de porcelana para mí. Sirvió el vino de miel, y se bebió el suyo a pequeños sorbitos de una taza de mendigo de plata, apenas más grande que un dedal.

Me senté en el tejado y nos pusimos a comer. Yo tenía una gran hogaza de pan de cebada y un trozo de queso duro de Dalonir. Auri tenía manzanas maduras y media docena de huevos con mo-titas marrones que había conseguido hervir. Nos los comimos con la sal que saqué de un bolsillo de mi capa.

Estuvimos casi todo el rato callados, sencillamente disfrutando de la mutua compañía. Auri estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda recta, y con el cabello ondulando en todas direcciones. Como siempre, su delicadeza hacía que aquella comida improvisada en un tejado pareciera un banquete en el salón de un noble.

– Últimamente, el viento ha arrastrado muchas hojas hasta la Subrealidad -comentó Auri hacia el final de la cena-. Se cuelan por las rejillas y por los túneles. Se acumulan en Bajantes, y no paran de susurrar.

– Ah, ¿sí?

Asintió.

– Y se ha instalado un buho. Una hembra. Ha construido su nido justo en medio del Doce Gris, con todo el descaro del mundo.

– Entonces, ¿eso es algo fuera de lo común?

Auri asintió.

– Por supuesto. Los buhos son sabios. Son cuidadosos y pacientes. La sabiduría excluye la audacia. -Bebió un sorbo de vino, sujetando el asa de la tacita con el pulgar y el índice-. Por eso los buhos no son buenos héroes.

«La sabiduría excluye la audacia.» Después de mis recientes aventuras en Trebon, no podía por menos de estar de acuerdo con esa afirmación.

– Y esta ¿es audaz? ¿Es una exploradora?

– Sí, ya lo creo -contestó Auri abriendo mucho los ojos-. Tiene cara de luna malvada.

Auri rellenó su tacita de plata con vino de miel y vació el resto de la botella en mi taza de té. Después de poner la botella boca abajo hasta verter la última gota, frunció los labios, los acercó a la boca de la botella y sopló produciendo un pitido.

– ¿Dónde está mi pregunta? -inquirió.

Titubeé; no estaba seguro de cómo reaccionaría a mi petición.

– Mira, Auri, quería saber si estarías dispuesta a enseñarme la Subrealidad.

Auri miró hacia otro lado con timidez.

– Creía que eras un caballero, Kvothe -dijo tirando, cohibida, de su blusa deshilachada-. Imagínate, pedirle a una chica que te enseñe su Subrealidad. -Bajó la vista y el cabello le ocultó la cara.

Contuve un momento la respiración y escogí con mucho cuidado las palabras que iba a decir a continuación, para no asustarla y que no fuera a esconderse bajo tierra. Mientras yo pensaba, Auri me escudriñaba a través de la cortina de su cabello.

– Auri -dije-, ¿me estás gastando una broma?

Levantó la cabeza y sonrió.

– Sí, te estoy gastando una broma -contestó con orgullo-. ¿Verdad que es maravilloso?


Auri me llevó por la pesada rejilla metálica que había en el patio abandonado hasta la Subrealidad. Yo saqué mi lámpara de mano para alumbrar el camino. Auri llevaba también una luz, una cosa que sujetaba en las manos ahuecadas y que desprendía un débil resplandor verdeazulado. Yo sentía curiosidad por saber qué arti-lugio era aquel, pero no quería exigirle que me revelara tantos secretos a la vez.

Al principio, la Subrealidad era tal como yo esperaba. Túneles y cañerías. Cañerías de aguas residuales, de agua, de vapor y de gas de hulla. Grandes cañerías negras de hierro basto por las que podías andar a gatas; cañerías de brillante latón más estrechas que un pulgar… Había una vasta red de túneles de piedra que se bifurcaban y se conectaban de forma insólita. Si aquel sitio tenía algún diseño, yo no lo captaba.

Auri me hizo un tour relámpago, orgullosa como una madre reciente y emocionada como una niña pequeña. Su entusiasmo era contagioso, y al poco rato yo también me dejé llevar por la emoción del momento, ignorando mis verdaderos motivos para querer explorar aquellos túneles. No existe nada tan deliciosamente misterioso como un secreto en el propio patio de tu casa.

Descendimos por tres escaleras de caracol de hierro forjado, negro, y llegamos al Doce Gris. Era como estar de pie en el fondo de un cañón. Miré hacia arriba y distinguí la débil luz de la luna, que se filtraba por las rejillas de los desagües, mucho más arriba. El buho había desaparecido, pero Auri me enseñó su nido.

Cuanto más descendíamos, más extraño se volvía todo. Los túneles redondos de desagüe y las cañerías desaparecieron, y los sustituyeron unos pasillos cuadrados y unas escaleras cubiertas de escombros. Había puertas de madera podrida colgando de los goznes oxidados, y habitaciones semiderruidas llenas de mesas y sillas enmohecidas. En una de esas habitaciones vi un par de ventanas tapiadas, pese a que estábamos, si yo no calculaba mal, al menos quince metros bajo tierra.

Seguimos bajando y llegamos a Afondo, una habitación que parecía una catedral; era tan grande que ni la luz azulada de Auri ni la mía, rojiza, alcanzaban a alumbrar los puntos más altos del techo. Alrededor de nosotros había unas máquinas antiguas y enormes. Algunas estaban desmontadas: había engranajes rotos de casi dos metros, quebradizas correas de cuero, grandes vigas de madera que los hongos habían reventado.

Otras máquinas estaban intactas, pero estropeadas por varios siglos de abandono. Me acerqué a un bloque de hierro del tamaño de una granja y desprendí una lámina de herrumbre del tamaño de un plato. Debajo solo había más herrumbre. Cerca había tres grandes columnas cubiertas de una capa de verdín tan gruesa que parecía musgo. La mayoría de aquellas máquinas inmensas era imposible identificarlas; parecían fundidas en lugar de oxidadas. Pero vi una cosa que podía ser una rueda hidráulica, de tres pisos de alto, tumbada sobre un canal seco que discurría como un abismo por el medio de la habitación.

Solo tenía una idea muy vaga del uso que podían haber tenido esas máquinas. Y ni la más remota idea de por qué llevaban siglos allí, bajo tierra. No parecían…

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