Kvothe hizo una señal, y Cronista limpió el plumín de su pluma y sacudió la mano. Bast se desperezó aparatosamente, sin levantarse de la silla y estirando los brazos por detrás del respaldo.
– Casi había olvidado lo deprisa que pasó todo -caviló Kvothe-. Esas fueron, seguramente, las primeras historias que se contaron de mí.
– En la Universidad todavía siguen contándolas -dijo Cronista-. He oído tres versiones diferentes de esa clase que diste. Y también de los latigazos. ¿Fue entonces cuando empezaron a llamarte Kvothe el Sin Sangre?
Kvothe asintió.
– Es probable.
– Ya que preguntamos, Reshi -dijo Bast tímidamente-. Me preguntaba por qué no fuiste a buscar a Skarpi.
– ¿Qué querías que hiciera, Bast? ¿Qué me tiznara la cara con hollín y que protagonizara un audaz rescate nocturno? -Kvothe soltó una risita-. Lo habían detenido por hereje. Lo único que podía hacer yo era confiar en que fuera verdad que tenía amigos en la iglesia.
Kvothe inspiró hondo y suspiró.
– Pero la razón más sencilla es la menos satisfactoria, supongo. La verdad es esta: yo no vivía en un cuento.
– Perdona, pero no te entiendo, Reshi -dijo Bast, desconcertado.
– Piensa en todas las historias que has oído, Bast. Tienes a un muchacho, el héroe. Asesinan a sus padres. El muchacho decide vengarse. ¿Qué pasa después?
Bast titubeó. Cronista se le adelantó y contestó:
– Encuentra ayuda. Una ardilla que habla. Un espadachín viejo y borracho. Un ermitaño loco que vive en el bosque. Algo así.
Kvothe asintió.
– Exacto. Encuentra al ermitaño loco del bosque, demuestra su valía y aprende los nombres de todas las cosas, igual que Táborlin el Grande. Luego, cuando ya domina esa poderosa magia, ¿qué hace?
Cronista se encogió de hombros.
– Encuentra a los villanos y los mata.
– Por supuesto -dijo Kvothe grandiosamente-. Limpio, rápido y fácil como mentir. Sabemos cómo termina antes de que empiece. Por eso nos gustan las historias. Nos ofrecen la claridad y la sencillez de que carece nuestra vida real.
Kvothe se inclinó hacia delante.
– Si esto fuera un cuento de taberna, lleno de medias verdades y de aventuras absurdas, os contaría que en la Universidad fui un alumno muy aplicado. Que aprendí el cambiante nombre del viento y que me vengué de los Chandrian. -Kvothe chascó los dedos-. Así de sencillo.
»Pero si bien esa sería una historia entretenida, no sería la verdad. La verdad es esta. Había llorado la muerte de mis padres durante tres años, y el dolor había quedado reducido a una sorda molestia.
Kvothe hizo un ademán conciliador y esbozó una tensa sonrisa.
– No voy a mentiros. Había veces, a altas horas de la noche, cuando estaba acostado, insomne y desesperadamente solo en mi camastro de las Dependencias, en que me asaltaba una pena tan infinita y vacía que creía que me asfixiaría.
»Había veces en que veía a una mujer con su pequeño en brazos, o a un padre riendo con su hijo, y ardía en mí una llama de ira, furiosa por el recuerdo de la sangre y el olor a pelo quemado.
Kvothe se encogió de hombros.
– Pero en mi vida había otras cosas, además de venganza. Tenía obstáculos muy reales que superar. Mi pobreza. Mi humilde cuna. Mis enemigos de la Universidad eran más peligrosos para mí que los Chandrian.
Le hizo una seña a Cronista para que cogiera la pluma.
– Pese a todo eso, comprobaremos que hasta las historias más fantasiosas esconden una pizca de verdad, porque es verdad que encontré algo muy parecido al ermitaño loco del bosque. -Kvo-the sonrió-. Y estaba decidido a aprender el nombre del viento.