Pasé la noche durmiendo fuera de los límites de la ciudad de Imre, en una blanda cama de brezo. Al día siguiente me desperté tarde, me lavé en un arroyo cercano y me encaminé hacia el este, hacia la Universidad.
Mientras andaba, oteaba el horizonte en busca del edificio más grande de la Universidad. Sabía qué aspecto tenía gracias a las descripciones de Ben: era un bloque gris y cuadrado, sin ningún distintivo, alto como cuatro graneros puestos uno encima de otro. Sin ventanas ni ornamentos, y con una sola puerta de piedra. Diez veces diez mil libros. El Archivo.
Había ido a la Universidad por muchos motivos, pero ese era el principal. El Archivo encerraba respuestas, y yo tenía muchísimas preguntas. Ante todo, quería descubrir la verdad acerca de los Chandrian y los Amyr. Necesitaba saber qué había de cierto en la historia de Skarpi.
Cuando el camino llegaba al río Omethi, había un viejo puente de piedra. Seguro que sabéis a qué clase de puente me refiero. Era una de esas antiguas y gigantescas obras de arquitectura que hay repartidas por todo el mundo, tan viejas y tan sólidamente construidas que se han convertido en parte del paisaje, sin que nadie se pregunte quién las construyó ni por qué. Aquel puente era particularmente impresionante; tenía más de setenta metros de longitud y era lo bastante ancho para que pasaran por él dos carromatos. Se extendía sobre el cañón que el Omethi había labrado en la roca. Cuando llegué a la parte más alta del puente, divisé el Archivo por primera vez en mi vida, alzándose como un gran itinolito por encima de las copas de los árboles, hacia el oeste.
La Universidad estaba en el centro de una pequeña ciudad. Aunque pensándolo bien, no sé si debo llamarla ciudad. No tenía nada que ver con Tarbean, con sus tortuosos callejones y su olor a basura. Era más bien una población grande, con calles anchas y una atmósfera limpia. Entre las casitas y las tiendas había extensiones de césped y jardines.
Pero como esa población había crecido para satisfacer las peculiares necesidades de la Universidad, un observador atento podía descubrir pequeñas diferencias en los servicios que ofrecía Imre. Había, por ejemplo, dos sopladores de vidrio, tres boticas muy bien abastecidas, dos talleres de encuademación, cuatro librerías, dos prostíbulos y un número absolutamente desproporcionado de tabernas. En una de ellas había un gran letrero de madera clavado en la puerta que rezaba: simpatía no. Me pregunté qué pensarían de esa advertencia los visitantes que no tuvieran ninguna relación con el Arcano.
La Universidad consistía en unos quince edificios que no guardaban mucho parecido unos con otros. Las Dependencias tenían un cubo central circular del que irradiaban ocho alas; recordaba a una rosa de los vientos. El Auditorio era un edificio sencillo y cuadrado, con vidrieras en las que aparecía Teccam en una postura clásica: plantado, descalzo, ante la boca de su cueva, hablando con un grupo de estudiantes. La Principalía era el edificio más particular: ocupaba media hectárea y parecía que lo hubieran construido a toda prisa a partir de varios edificios desiguales y más pequeños.
Me acerqué al Archivo, y su superficie gris y sin ventanas me recordó a un inmenso itinolito. Me costaba creer que por fin hubiera llegado allí, después de tantos años de espera. Rodeé el edificio hasta que encontré la entrada, una inmensa puerta de piedra, de doble hoja, abierta de par en par. Sobre la puerta, labrada en la piedra, una inscripción rezaba: vorfelan rhinata morie. No identifiqué el idioma. No era siaru. Quizá fuera íllico, o témico. Ya tenía otra pregunta más que necesitaba respuesta.
Por la puerta de piedra se accedía a una pequeña antecámara con una puerta de madera, también de doble hoja, pero más sencilla. La abrí y noté una ráfaga de aire frío y seco. Las paredes eran de piedra gris, y estaban bañadas en la distintiva y constante luz rojiza de las lámparas simpáticas. Había un gran mostrador de madera sobre el que reposaban, abiertos, unos grandes libros que parecían registros de contabilidad.
Sentado detrás del mostrador había un joven que parecía ceal-do de pura cepa, con el característico cutis rubicundo y el pelo y los ojos oscuros.
– ¿Puedo ayudarte en algo? -me preguntó pronunciando las erres con un marcado acento siaru.
– He venido a ver el Archivo -dije como un tonto. Notaba un cosquilleo en el estómago y me sudaban las manos.
El joven me miró de arriba abajo preguntándose, obviamente, qué edad debía de tener.
– ¿Eres alumno?
– Lo seré -contesté-. Todavía no he pasado por Admisiones.
– Primero tienes que ir a Admisiones -me dijo él con seriedad-. No puedo dejar entrar a nadie que no esté en el registro. -Señaló los libros que había encima del mostrador.
El cosquilleo de mi estómago desapareció. No me molesté en disimular mi desilusión.
– ¿Estás seguro de que no puedo echar un vistazo? He venido desde muy lejos… -Miré las dos puertas que había en la habitación; una tenía un letrero que rezaba volúmenes, y la otra, estanterías. Detrás del mostrador había otra puerta, más pequeña, con el letrero solo secretarios.
La expresión del joven se ablandó un tanto.
– No, no puedo. Tendría problemas. -Volvió a mirarme de arriba abajo-. ¿De verdad vas a ir a Admisiones? -Su escepticismo, pese a su marcado acento, era evidente.
Asentí.
– Es que primero quería pasar por aquí -dije paseando la mirada por la sala vacía, fijándome en las puertas cerradas y tratando de pensar en alguna forma de convencerlo para que me dejara entrar.
El joven habló antes de que se me ocurriera nada.
– Si de verdad piensas ir a Admisiones, será mejor que te des prisa. Hoy es el último día. A veces terminan a mediodía.
Se me aceleró el corazón. Yo creía que tenía todo el día.
– ¿Dónde está?
– En el Auditorio. -Señaló la puerta de salida-. Bajando a la izquierda. Un edificio bajo con… ventanas de colores. Y dos grandes… árboles delante. -Hizo una pausa-. ¿Arces? ¿Se llaman arces?
Asentí y salí precipitadamente.
Dos horas más tarde estaba en el Auditorio, tratando de vencer el dolor de estómago y subiendo al escenario de un anfiteatro vacío. La sala estaba a oscuras; solo había un amplio círculo de luz que abrazaba la mesa de los maestros. Me situé al borde de ese círculo de luz y esperé. Poco a poco, los nueve maestros dejaron de hablar entre ellos y se volvieron hacia mí.
Estaban sentados a una mesa enorme con forma de media luna. La mesa estaba elevada, de modo que, pese a estar ellos sentados, quedaban a más altura que yo. Eran hombres de aspecto serio, cuya edad iba de la madurez a la vejez.
Hubo un largo silencio antes de que el que estaba sentado en el centro de la mesa me hiciera señas para que me acercara. Deduje que debía de ser el rector.
– Acércate para que podamos verte. Así. Hola. Veamos, ¿cómo te llamas, hijo?
– Kvothe, señor.
– Y ¿por qué has venido?
Lo miré a los ojos.
– Quiero estudiar en la Universidad. Quiero ser arcanista. -Los miré uno a uno. Ninguno parecía particularmente sorprendido, aunque me pareció que a algunos les hacía gracia mi respuesta.
– ¿Ya sabes -dijo el rector- que la Universidad es para continuar los estudios, y no para empezarlos?
– Sí, señor rector. Lo sé.
– Muy bien -dijo él-. ¿Puedo ver tu carta de presentación?
No titubeé:
– Me temo que no tengo carta de presentación, señor. ¿Es absolutamente imprescindible?
– Lo acostumbrado es tener un padrino -me explicó-. A ser posible, un arcanista. En su carta nos expone lo que sabes. Las disciplinas en que destacas y tus puntos débiles.
– El arcanista con quien estudié se llamaba Abenthy, señor. Pero no me dio ninguna carta de presentación. ¿No puedo explicárselo yo mismo?
El rector me miró con gravedad y meneó la cabeza.
– Desgraciadamente, si no nos presentas ninguna prueba, no podemos tener la certeza de que has estudiado con un arcanista. ¿Tienes algo que pueda corroborar tu historia? ¿Alguna otra carta?
– Antes de separarnos, mi maestro me regaló un libro, señor. Me lo dedicó y firmó con su nombre.
El rector sonrió.
– Eso servirá. ¿Lo tienes aquí?
– No. -Dejé que se filtrara en mi voz un deje de sincera amargura-. Tuve que empeñarlo en Tarbean.
El maestro retórico Hemme, que estaba sentado a la izquierda del rector, hizo un ruidito de disgusto al oír mi comentario, con lo que se ganó una mirada de censura por parte del rector.
– Por favor, Herma -dijo Hemme golpeando la mesa con la palma de la mano-. Es evidente que el chico miente. Tengo asuntos importantes que atender esta tarde.
El rector le lanzó una mirada de enojo.
– No le he dado permiso para hablar, maestro Hemme. -Se miraron fijamente; al final Hemme desvió la mirada y se quedó con el ceño fruncido.
El rector volvió a mirarme, pero entonces se fijó en otro de los maestros, que se había movido.
– ¿Sí, maestro Lorren?
El alto y delgado maestro me miró con pasividad.
– ¿Cómo se titulaba el libro?
– Retórica y lógica, señor.
– Y ¿dónde lo empeñaste?
– En La Cubierta Rota, en la plaza de la Marinería.
Lorren miró al rector y dijo:
– Mañana tengo que ir a Tarbean a buscar materiales que necesito para el próximo bimestre. Si el libro está allí, lo traeré. Así sabremos si lo que dice el chico es cierto.
El rector asintió.
– Gracias, maestro Lorren. -Se acomodó en la silla y juntó las manos sobre la mesa-. Muy bien. ¿Qué nos habría contado Abenthy en su carta si la hubiera escrito?
Inspiré hondo.
– Les habría contado que me sé de memoria los noventa primeros vínculos simpáticos. Que sé destilar, hacer análisis volumétricos, calcificar, sublimar y precipitar soluciones. Que soy muy versado en historia, polémica, gramáticas, medicina y geometría.
El rector hizo cuanto pudo para contener la risa.
– No está mal. ¿Seguro que no te dejas nada?
Hice una pausa.
– Seguramente también habría mencionado mi edad, señor.
– ¿Cuántos años tienes, chico?
– Kvothe, señor.
El rector esbozó una sonrisa.
– Kvothe. ¿Cuántos años tienes?
– Quince, señor. -Se oyó un susurro; los maestros intercambiaron miradas, arquearon las cejas, sacudieron la cabeza. Hem-me puso los ojos en blanco.
El rector fue el único que no hizo nada.
– Y ¿qué nos habría dicho de tu edad, exactamente?
Esbocé una tímida sonrisa y respondí:
– Los habría instado a que no se fijaran en ella.
Hubo un breve silencio. El rector inspiró hondo y se recostó en el respaldo de su asiento.
– Muy bien. Tenemos unas cuantas preguntas para ti. ¿Quiere empezar usted, maestro Brandeur? -Señaló hacia uno de los extremos de la mesa.
Miré a Brandeur, un hombre corpulento y con calva incipiente. Era el maestro aritmético de la Universidad.
– ¿Cuántos granos hay en trece onzas?
– Seis mil doscientos cuarenta -contesté inmediatamente.
Brandeur arqueó un poco las cejas.
– Si tuviera cincuenta talentos de plata y los convirtiera a la moneda víntica y luego al revés, ¿cuánto tendría si el ceáldimo se quedara el cuatro por ciento cada vez?
Empecé a calcular la lenta y pesada conversión de moneda, pero entonces sonreí porque me di cuenta de que no era necesaria.
– Cuarenta y seis talentos con ocho drabines, si es honrado. Cuarenta y seis justos, si no lo es.
El maestro volvió a inclinar la cabeza, y esa vez me miró con más atención.
– Tienes un triángulo -dijo despacio-. Un lado mide siete pies. Otro lado, tres pies. Un ángulo mide sesenta grados. ¿Cuánto mide el otro lado?
– ¿Está ese ángulo entre esos dos lados? -El maestro asintió. Cerré los ojos una milésima de segundo y volví a abrirlos-. Seis pies y seis pulgadas. Justos.
El maestro dio un resoplido de sorpresa.
– Muy bien, muy bien. ¿Maestro Arwyl?
Arwyl formuló su pregunta antes de que yo tuviera tiempo de volverme hacia él.
– ¿Cuáles son las propiedades medicinales del eléboro?
– Antiinflamatorias, antisépticas, ligeramente sedantes, ligeramente analgésicas. Purifica la sangre -contesté mirando al anciano con gafas y cara de abuelo-. Ingerido con exceso tiene efectos tóxicos. Es peligroso para las mujeres embarazadas.
– Enumera las estructuras componentes de la mano.
Nombré los veintisiete huesos por orden alfabético. A continuación nombré los músculos, de mayor a menor. Los enumeré deprisa, con desenvoltura, señalando su ubicación en mi propia mano.
La velocidad y la precisión de mis respuestas los impresionaron. Algunos lo disimularon, pero a otros se les notaba en la cara. La verdad era que necesitaba impresionarlos. Sabía, por mis anteriores discusiones con Ben, que para entrar en la Universidad necesitabas dinero o inteligencia. Cuanto más tenías de una cosa, menos necesitabas de la otra.
Sí, había hecho trampa. Me había colado en el Auditorio por una puerta trasera, haciéndome pasar por un chico de los recados. Había forzado dos cerraduras y había pasado más de una hora observando las entrevistas de otros estudiantes. Oí cientos de preguntas y miles de respuestas.
También oí el precio que ponían a las matrículas de otros alumnos. La más baja había sido de cuatro talentos y seis iotas, pero la mayoría costaban el doble. A un estudiante le habían cobrado más de treinta talentos por la matrícula. A mí me habría resultado más fácil conseguir un pedazo de luna que esa cantidad de dinero.
Tenía dos iotas de cobre en el bolsillo y ninguna forma de conseguir ni un solo penique más. De modo que necesitaba impresionarlos. Más que eso: necesitaba desconcertarlos con mi inteligencia. Deslumhrarlos.
Terminé de enumerar los músculos de la mano y empecé con los ligamentos cuando Arwyl me hizo callar con un ademán y formuló su siguiente pregunta:
– ¿Cuándo hay que sangrar a un paciente?
La pregunta me pilló desprevenido.
– ¿Cuándo queremos que muera? -pregunté, titubeante.
Arwyl asintió y dijo:
– ¿Maestro Lorren?
El maestro Lorren era un individuo pálido y exageradamente alto, incluso estando sentado.
– ¿Quién fue el primer rey declarado de Tarvintas?
– ¿A título postumo? Feyda Calanthis. Si no a título postumo, su hermano Jarvis.
– ¿Por qué se derrumbó el imperio de Atur?
La amplitud de la pregunta me sorprendió. A ningún otro alumno le habían formulado una pregunta tan extensa.
– Pues bien -dije despacio para ganar un poco de tiempo y ordenar mis pensamientos-, en parte porque lord Nalto era un inepto y un ególatra. En parte porque la iglesia se rebeló y denunció a la Orden Amyr, que era, en gran medida, la fuerza de Atur. En parte porque el ejército estaba librando tres guerras de conquista a la vez, y los elevados impuestos fomentaron la rebelión en territorios que ya formaban parte del imperio.
Observé la expresión del maestro, con la esperanza de ver en ella alguna señal cuando ya hubiera oído suficiente.
– También alteraron su moneda, redujeron la universalidad de la ley del hierro y suscitaron el antagonismo de los Adem. -Me encogí de hombros-. Pero es más complicado que eso, por supuesto.
El maestro Lorren seguía sin mudar la expresión, pero dio un cabezazo.
– ¿Quién es el hombre más grande de todos los tiempos?
Otra pregunta insólita. Cavilé un minuto y respondí:
– Illien.
El maestro Lorren parpadeó una vez, pero su rostro seguía sin expresar nada.
– ¿Maestro Mandrag? -dijo.
Mandrag tenía el cutis liso y bien rasurado, y las manos descarnadas manchadas de medio centenar de colores diferentes.
– Si necesitaras fósforo, ¿dónde lo buscarías?
Su forma de hablar me recordó tanto a Abenthy que olvidé dónde estaba y respondí sin pensar:
– ¿En una botica?
Uno de los maestros del otro lado de la mesa soltó una carcajada, y lamenté mi precipitación.
Mandrag esbozó una sonrisa, y suspiré de alivio.
– Suponiendo que no tuvieras acceso a ninguna botica.
– Podría obtenerlo a partir de la orina -me apresuré a decir-. Suponiendo que tuviera un horno y tiempo suficiente.
– ¿Cuánta orina necesitarías para obtener dos onzas de fósforo puro? -Hizo crujir los nudillos, distraído.
Hice una pausa para pensar, pues esa pregunta también era nueva.
– Por lo menos cuarenta galones, maestro Mandrag, dependiendo de la calidad del material.
Hubo una larga pausa, y Mandrag hizo crujir sus nudillos uno a uno.
– ¿Cuáles son las tres leyes más importantes del químico?
Eso sí me lo había enseñado Ben.
– Etiquetar con claridad. Medir dos veces. Comer en otro sitio.
El maestro asintió sin dejar de sonreír.
– ¿Maestro Kilvin?
Kilvin era ceáldico. Sus gruesos hombros y su pinchuda y negra barba me recordaron a un oso.
– Bueno -dijo con voz resonante, juntando las manos encima de la mesa-. ¿Cómo fabricarías una lámpara de llama perpetua?
Cada uno de los otros ocho maestros hizo algún ruidito o algún gesto de exasperación.
– ¿Qué pasa? -preguntó Kilvin mirándolos con gesto de fastidio-. Es mi pregunta. Puedo preguntar lo que quiera. -Volvió a mirarme-. A ver, ¿cómo la fabricarías?
– Bueno -dije despacio-, seguramente empezaría con algún tipo de péndulo. Entonces lo vincularía a…
– Kraem. No. Así no. -Kilvin masculló un par de palabras y golpeó la mesa con un puño; cada golpe que daba en la mesa iba acompañado de un destello intermitente de luz rojiza que salía de su mano-. Sin simpatía. No quiero una lámpara de resplandor permanente. Quiero una lámpara de llama perpetua. -Volvió a mirarme mostrándome los dientes, como si fuera a comerme.
– ¿Con sal de litio? -pregunté sin pensar, y enseguida di marcha atrás-. No, con aceite de sodio ardiendo en un… No, maldita sea. -Me quedé callado. Ningún otro candidato había tenido que enfrentarse a preguntas como aquellas.
El maestro me cortó con un ademán y dijo:
– Ya es suficiente. Hablaremos más tarde. Elxa Dal.
Tardé un momento en recordar que Elxa Dal era el siguiente maestro. Lo miré. Parecía el arquetípico mago siniestro que nunca falta en las burdas obras de teatro atur. Ojos oscuros de mirada severa, rostro delgado, barba negra y corta. Pese a todo eso, su expresión era muy cordial.
– ¿Cuáles son las palabras del primer vínculo cinético en paralelo?
Las recité de un tirón.
El maestro no se mostró sorprendido.
– ¿Qué vínculo ha utilizado el maestro Kilvin hace un momento?
– Luminosidad cinética capacatorial.
– ¿Cuál es el periodo sinódico?
Lo miré con extrañeza.
– ¿De la luna? -La pregunta no sintonizaba con las otras dos.
El maestro asintió.
– Setenta y dos días y un tercio, señor. Más o menos.
Se encogió de hombros y me lanzó una sonrisa irónica, como si hubiera esperado pillarme con su última pregunta.
– ¿Maestro Hemme?
Hemme me miró por encima de las manos, unidas por las yemas de los dedos.
– ¿Cuánto mercurio haría falta para reducir dos cuarterones de azufre blanco? -Me preguntó con ostentación, como si yo ya hubiera dado una respuesta incorrecta.
Una de las cosas que había aprendido en la hora previa de silenciosa observación era esta: el maestro Hemme era el más cabronazo de todos. Disfrutaba viendo sufrir a los alumnos y hacía todo lo posible para fastidiarlos y ponerlos nerviosos. Y le gustaban las preguntas con trampa.
Afortunadamente, ya le había visto utilizar esa pregunta con otros estudiantes. Veréis, es que no se puede reducir el azufre blanco con mercurio.
– Bueno -dije despacio, fingiendo que cavilaba la respuesta. La petulante sonrisa de Hemme iba ensanchándose por momentos-. Suponiendo que haya querido usted decir azufre rojo, harían falta unas cuarenta y una onzas. Señor. -Le dediqué una radiante sonrisa.
– Nombra las nueve falacias principales -me espetó.
– Simplificación. Generalización. Circularidad. Reducción. Analogía. Falsa causalidad. Semantismo. Irrelevancia… -Hice una pausa, porque no conseguía acordarme del nombre real de la última. Ben y yo la llamábamos nalt, derivado del emperador Nal-to. Me fastidiaba no acordarme de su verdadero nombre, porque lo había leído en Retórica y lógica hacía pocos días.
La irritación debió de reflejarse en mi cara. Hemme me fulminó con la mirada y dijo:
– Así que no lo sabes todo. -Se recostó en el asiento, con cara de satisfacción.
– Si no pensara que todavía tengo algo que aprender, no estaría aquí -dije con mordacidad antes de poder controlar mi lengua otra vez. Al otro lado de la mesa, Kilvin soltó una sonora carcajada.
Hemme abrió la boca, pero el rector lo hizo callar con una mirada antes de que dijera nada.
– Muy bien -empezó el rector-. Me parece…
– Yo también quiero hacerle algunas preguntas -dijo el hombre que estaba a la derecha del rector. Tenía un acento que no supe identificar. O quizá fuera que su voz tenía una extraña resonancia. Cuando habló, todos los demás se movieron un poco, y luego se quedaron quietos, como hojas agitadas por el viento.
– Maestro nominador -dijo el rector con deferencia y temor a partes iguales.
Elodin era, como mínimo, doce años más joven que los otros maestros. Iba afeitado y tenía una mirada profunda. De mediana estatura y mediana corpulencia, no tenía nada que llamara la atención, salvo su actitud: tan pronto observaba algo atentamente como se mostraba aburrido y dejaba que su mirada se paseara entre las altas vigas del techo. Era casi como un niño al que hubieran obligado a sentarse con los adultos.
Noté que el maestro Elodin me miraba. Lo noté. Y contuve un escalofrío.
– ¿Soheketb ka Siaru krema'tetb tu? -me preguntó. «¿Hablas bien el siaru?»
– Rieusa, ta krelar deala tu. -«No muy bien, gracias.»
Levantó una mano, con el dedo índice apuntando hacia arriba.
– ¿Cuántos dedos tengo levantados?
Reflexioné un momento, aunque en principio la pregunta no lo mereciera.
– Al menos uno -contesté-. Probablemente no más de seis.
Elodin compuso una amplia sonrisa y sacó su otra mano de debajo de la mesa. Tenía dos dedos levantados. Se los mostró a los otros maestros, asintiendo con la cabeza con aire distraído e infantil. Entonces posó las manos encima de la mesa, y de pronto se puso muy serio.
– ¿Conoces las siete palabras que harán que una mujer te ame?
Lo miré tratando de decidir si la pregunta tenía continuación. Como Elodin no dijo nada más, respondí:
– No.
– Pues existen -me aseguró, y se apoyó en el respaldo, con cara de satisfacción-. ¿Maestro lingüista? -dijo mirando al rector.
– Creo que esto cubre los aspectos académicos -dijo el rector como si hablara para sí. Tuve la impresión de que algo lo había alterado, pero estaba demasiado sereno para que yo pudiera decir exactamente qué-. ¿Te importa que te haga unas preguntas de carácter menos intelectual?
En realidad no tenía alternativa, así que asentí.
El rector me miró largamente.
– ¿Por qué no te dio Abenthy una carta de recomendación?
Titubeé. No todos los artistas itinerantes son tan respetables como nuestra troupe, así que, como es lógico, no todo el mundo los respetaba. Pero dudaba que mentir fuera lo mejor que pudiese hacer.
– Dejó mi troupe hace tres años. No he vuelto a verlo desde entonces.
Todos los maestros me miraban. Casi podía oírlos hacer los cálculos mentales para determinar la edad que debía de tener yo entonces.
– Por favor -dijo Hemme con fastidio, e hizo ademán de ponerse en pie.
El rector lo miró con severidad y lo hizo callar.
– ¿Por qué quieres estudiar en la Universidad?
Me quedé atónito. Esa era la única pregunta para la que no estaba preparado. ¿Qué podía contestar? «Diez mil libros. Su Archivo. Solía soñar que leía allí cuando era joven.» Cierto, pero demasiado infantil. «Quiero vengarme de los Chandrian.» Demasiado dramático. «Para ser tan poderoso que nadie pueda volver a hacerme daño jamás.» Demasiado alarmante.
Miré al rector y me di cuenta de que llevaba mucho rato callado. Como no se me ocurrió nada más, me encogí de hombros y dije:
– No lo sé, señor. Creo que eso también tendré que aprenderlo aquí.
El rector me miró con extrañeza, pero se sobrepuso y dijo:
– ¿Quieres añadir algo? -A los otros aspirantes también les había hecho esa pregunta, pero ninguno la había aprovechado. Parecía casi una pregunta retórica, un ritual antes de que los maestros decidieran la matrícula que había que aplicarle al alumno.
– Sí, por favor -dije, y me di cuenta de que había sorprendido al rector-. Quiero pedirles un favor, aparte de que me admitan. -Inspiré hondo y dejé que centraran toda su atención en mí-. He tardado casi tres años en llegar aquí. Quizá parezca joven, pero tengo tanto derecho, si no más, como cualquier rico señoritingo que no sabe distinguir la sal del cianuro ni probándola.
Hice una pausa.
– Sin embargo, en este momento solo tengo dos iotas en la bolsa, y ningún sitio de donde sacar más dinero. No tengo nada de valor que se pueda vender y que no haya vendido ya.
»Si me piden más de dos iotas, no podré matricularme. Si me piden menos, vendré todos los días, y por las noches haré lo necesario para mantenerme vivo. Dormiré en callejones y en establos, lavaré platos a cambio de las sobras de la cocina, mendigaré para comprarme plumas. Haré lo que sea. -Las últimas palabras las pronuncié con fiereza, casi gruñendo.
»Pero si me admiten sin pagar nada y me dan tres talentos para que pueda vivir y comprar lo que necesite para estudiar, seré un alumno como ustedes jamás hayan visto.
Hubo un instante de silencio, seguido de una sonora risotada de Kilvin.
– ¡Ja! -bramó-. Si uno de cada diez alumnos tuviera tanta pasión, impartiría mis clases con un látigo y una silla en lugar de con tiza y una pizarra. -Dio una fuerte palmada en la mesa.
Eso animó a todos a ponerse a hablar al mismo tiempo en diversos tonos. El rector me hizo un ademán y aproveché para sentarme en la silla que había al borde del círculo de luz.
La discusión se prolongó bastante. Pero incluso dos o tres minutos me habrían parecido una eternidad, sentado allí mientras un grupo de ancianos decidían mi futuro. No gritaban, pero agitaban mucho las manos, sobre todo el maestro Hemme, a quien al parecer inspiraba tan poca simpatía como él me inspiraba a mí.
Habría sido más soportable si los hubiera entendido, pero pese a que tenía buen oído para escuchar conversaciones a hurtadillas, no entendía nada de lo que decían.
De pronto dejaron de hablar, y el rector me miró y me hizo señas para que me acercara.
– Hago constar -dijo con formalidad- que Kvothe, hijo de… -Se interrumpió y me miró inquisitivamente.
– Arliden -dije. Ese nombre me sonó extraño después de tanto tiempo sin pronunciarlo. El maestro Lorren giró la cabeza, me miró y parpadeó una vez.
– … hijo de Arliden, es admitido en la Universidad para continuar su educación el cuarenta y tres de Equis. Su admisión en el Arcano estará supeditada a la demostración de que domina los principios básicos de la simpatía. Su padrino será Kilvin, el maestro artífice. El precio de su matrícula queda establecido en menos tres talentos.
Noté que un gran peso se instalaba dentro de mí. En lugar de tres talentos podría haber dicho todo el dinero del mundo, porque yo no tenía ninguna posibilidad de reunir ese dinero antes de que empezara el bimestre. Trabajando en cocinas y haciendo encargos quizá pudiera ahorrar esa cantidad en un año, y con suerte.
Me aferré a la irrazonable esperanza de poder robar esa cantidad de alguna bolsa a tiempo. Pero sabía que era solo eso: una idea irrazonable. Nadie dejaba tres talentos en una bolsa de dinero al alcance de los descuideros.
No me di cuenta de que los maestros se habían levantado de la mesa hasta que uno de ellos se me acercó. Levanté la cabeza y vi al maestro archivero.
Lorren era más alto de lo que yo creía: medía casi dos metros. Su alargado rostro y sus estilizadas manos le hacían parecer aún más estirado. Cuando vio que me había fijado en él, me preguntó:
– ¿Has dicho que tu padre se llamaba Arliden?
Lo preguntó con mucha calma, sin rastro de pesar ni disculpa en la voz. De pronto me enfurecí: intentaba frustrar mis ambiciones de entrar en la Universidad y luego se me acercaba y me preguntaba por mi difunto padre como si me diera los buenos días.
– Sí -contesté con brusquedad.
– ¿Arliden el bardo?
Mi padre siempre se había considerado artista itinerante. Nunca decía que era bardo, ni trovador. El que Lorren se refiriera a él de esa forma me irritó aún más, si cabe. No me digné contestar, y me limité a asentir con gesto brusco.
Si Lorren consideró seca mi respuesta, no se notó.
– Me pregunto en qué troupe actuaría.
Perdí la compostura.
– Ah, se lo pregunta -dije con todo el veneno de que fue capaz mi afilada lengua de artista de troupe-. Pues puede seguir preguntándoselo un rato. Ahora estoy atrapado en la ignorancia. Creo que usted puede permitirse también un poco de ignorancia. Cuando haya ganado mis tres talentos, quizá pueda volver a preguntármelo. -Le lancé una fiera mirada, como si pretendiera abrasarlo con los ojos.
Su reacción fue mínima. Más tarde me enteré de que obtener una reacción del maestro Lorren era tan improbable como ver guiñar el ojo a una columna de piedra.
Al principio se mostró vagamente desconcertado; luego, ligeramente sorprendido; y por último, cuando lo miré con odio, esbozó una leve sonrisa y, sin decir nada, me entregó una hoja de papel.
La desdoblé y leí: «Kvothe. Bimestre de primavera. Matrícula: -3 Tin.». Menos tres talentos. Claro.
Me invadió una profunda sensación de alivio. Como si una gran ola me hubiera empujado las piernas por detrás, de pronto me senté en el suelo y lloré.