34 Todavía por aprender

A la mañana siguiente desperté con esfuerzo después de dos horas de sueño, me metí en uno de los carromatos y procedí a pasar el resto de la mañana dormitando. Era casi mediodía cuando reparé en que la noche pasada, en la posada, habíamos aceptado a otro pasajero.

Se llamaba Josn, y había pagado a Roent para que lo llevara a Anilin. Era simpático y tenía una sonrisa sincera. Parecía un hombre honrado. No me cayó bien.

Mis razones eran sencillas. Josn se pasó todo el día viajando al lado de Denna. La adulaba de forma escandalosa y bromeaba con ella diciendo que iba a convertirla en una de sus esposas. A Denna no parecía haberle afectado lo tarde que nos habíamos acostado la noche pasada, y estaba tan fresca y lozana como siempre.

El resultado fue que me pasé el día irritado y celoso, y fingiendo indiferencia. Como era demasiado orgulloso para unirme a su conversación, me quedé solo. Pasé el día pensando cosas tristes, tratando de ignorar el sonido de la voz de Josn y, de vez en cuando, recordando la imagen de Denna la noche anterior, con la luna reflejada en el agua detrás de ella.


Esa noche pensaba proponerle a Denna dar un paseo después de que todos se hubieran acostado. Pero antes de que pudiera acercarme a ella, Josn fue a uno de los carromatos y cogió un gran estuche negro con cierres de latón en un lado. Al verlo, me dio un vuelco el corazón.

Percibiendo el interés del grupo, aunque no el mío en particular, Josn desabrochó despacio los cierres de latón y sacó su laúd con afectado descuido. Era un laúd de artista de troupe; el largo y elegante mástil y la redondeada caja me resultaban dolorosa-mente familiares. Tras comprobar que contaba con la atención de todos, ladeó la cabeza y rasgueó las cuerdas, deteniéndose para escuchar el sonido. Entonces, asintiendo para sí, empezó a tocar.

Tenía una bonita voz de tenor y unos dedos medianamente ágiles. Tocó una balada, luego una canción ligera de taberna y una lenta y triste melodía en un idioma que no reconocí, pero que sospeché que podía ser íllico. Por último tocó «Calderero, curtidor», y todos cantaron el estribillo a coro. Todos menos yo.

Estaba sentado, quieto como una estatua, y me dolían los dedos. Quería tocar, no escuchar. «Quería» no es un verbo suficientemente intenso. Me moría de ganas de tocar. No me enorgullezco de haberme planteado robarle el laúd y marcharme de allí aprovechando la oscuridad de la noche.

Josn terminó la canción con un floreo, y Roent dio un par de palmadas para llamar la atención de todos.

– Hora de acostarse -dijo-. Si os dormís…

Derrik terminó la frase con tono jocoso:

– … nos quedamos atrás. Ya lo sabemos, maese Roent. Estaremos listos al amanecer.

Josn rió y abrió el estuche de su laúd con el pie. Pero antes de que pudiera guardar el instrumento, le dije:

– ¿Me dejas verlo un momento? -Disimulé el deje de aprensión de mi voz, e intenté hacerla pasar por una vaga curiosidad.

Me odié a mí mismo por haber hecho esa pregunta. Pedirle a un músico que te deje coger su instrumento es como pedirle a un hombre que te deje besar a su esposa. Eso es algo que solo entiendes si eres músico. Un instrumento es como un compañero y una amante. Los desconocidos suelen pedir a los músicos que les dejen coger sus instrumentos, y eso les fastidia mucho. Yo lo sabía, pero aun así no pude contenerme.

– Solo un momento.

Vi cómo Josn se ponía en tensión. Pero mantener una apariencia amistosa es una de las especialidades de los bardos, casi tanto como la música.

– Desde luego -replicó con una jocosidad que a mí me pareció falsa, pero que seguramente convenció a los demás. Se acercó a mí y me dio el laúd-. Ten cuidado…

Josn dio un par de pasos hacia atrás y se esmeró para aparentar tranquilidad. Pero me fijé en su postura, con los brazos un poco doblados, listo para lanzarse hacia delante y arrebatarme el laúd si surgía la necesidad.

Le di unas vueltas en las manos. Si era objetivo, no tenía nada especial. Mi padre no habría dudado en afirmar que poco le faltaba para usarse como leña para el fuego. Acaricié la madera. Apreté el instrumento contra mi pecho.

Sin levantar la cabeza, comenté:

– Es muy bonito. -Lo dije en voz baja, con la voz quebrada por la emoción.

Era bonito, es verdad. Era la cosa más bonita que yo había visto en los últimos tres años. Más bonito que un campo en primavera después de tres años viviendo en la cloaca pestilente que había sido aquella ciudad. Más bonito que Denna. Casi.

No miento si digo que todavía no me había recuperado del todo. Hacía solo cuatro días, vivía en la calle. No era la misma persona que en la época de la troupe, pero tampoco era todavía la persona de que hablan las historias que habéis oído vosotros. Tarbean me había hecho cambiar. Allí había aprendido muchas cosas sin las cuales vivir habría resultado más fácil.

Pero sentado junto al fuego, inclinado sobre el laúd, noté cómo las duras y desagradables partes de mí mismo que había ganado en Tarbean se resquebrajaban. Como un molde de arcilla alrededor de un trozo de hierro que se ha enfriado, se desprendieron, dejando atrás algo limpio y duro.

Toqué las cuerdas, una a una. Cuando toqué la tercera, sonó un poco desafinada, y, sin pensar, moví un poco la clavija.

– Eh, no toques eso -Josn trató de aparentar naturalidad-, lo vas a desafinar. -Pero yo ni le oí. Josn y los demás no habrían estado más lejos de mí si hubieran estado en el fondo del mar de Centhe.

Toqué la última cuerda y la afiné también ligeramente. Compuse un acorde sencillo y rasgueé las cuerdas produciendo un sonido suave y afinado. Desplacé un dedo, y el acorde pasó a menor produciendo un sonido que siempre me hacía pensar que el laúd estaba diciendo «triste». Volví a mover las manos, y el laúd produjo dos acordes que susurraron el uno contra el otro. Entonces, sin darme cuenta de lo que hacía, me puse a tocar.

El tacto de las cuerdas me producía extrañeza; mis dedos y las cuerdas eran como dos amigos que se reencuentran y que no recuerdan qué tienen en común. Toqué flojo y despacio, sin lanzar las notas más allá del círculo de luz de la hoguera. Mis dedos y las cuerdas mantenían una cuidadosa conversación, como si su danza describiera el guión de un enamoramiento.

Entonces noté que algo se rompía dentro de mí, y la música empezó a brotar invadiendo el silencio. Mis dedos bailaban; con movimientos ágiles e intrincados, tejían algo trémulo y sutil que abarcaba el círculo de luz que proyectaba nuestra hoguera. La música se movía como una telaraña agitada por un débil soplo, cambiaba como una hoja que gira al caer al suelo, y te hacía sentir tres años en la Ribera de Tarbean, el vacío dentro de ti y las manos doloridas por el frío.

No sé cuánto rato toqué. Quizá diez minutos, o quizá una hora. Pero mis manos no estaban acostumbradas al esfuerzo. De pronto resbalaron, y la música se derrumbó, como un sueño al despertar.

Levanté la cabeza y vi a todos completamente inmóviles, con gestos que iban de la conmoción a la sorpresa. Entonces, como si mi mirada hubiera roto algún hechizo, todos se movieron a la vez. Roent cambió de postura en su asiento. Los dos mercenarios se volvieron y se miraron arqueando las cejas. Derrik me miró como si nunca me hubiera visto antes. Reta permaneció quieta, con una mano delante de la boca. Denna se tapó la cara con las manos y rompió a llorar con silenciosos y desesperados sollozos.

Josn se quedó de pie. Tenía el rostro pálido y desencajado, como si lo hubieran apuñalado.

Le tendí el laúd, sin saber si debía darle las gracias o pedirle disculpas. Él lo cogió y no dijo nada. Al cabo de unos momentos, me levanté, los dejé sentados junto al fuego y me dirigí a los carromatos.

Y así fue como Kvothe pasó su última noche antes de ir a la Universidad, con su capa haciendo de manta y de cama. Al acostarse, detrás de él había un círculo de fuego, y delante, un manto de sombras. Tenía los ojos abiertos, eso seguro, pero ¿quién de nosotros puede afirmar que sabe lo que estaba viendo?

Será mejor que miréis detrás de él, hacia el círculo de luz que proyecta el fuego, y que dejéis en paz a Kvothe de momento. Todo el mundo se merece unos momentos de soledad cuando los necesita. Y si derramó algunas lágrimas, perdonémoslo. Al fin y al cabo, no era más que un niño, y todavía tenía que aprender qué significaba sufrir de verdad.

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