52 Quemarse

Volver a tener un laúd significaba que había recuperado la música, pero enseguida acusé los tres años que llevaba sin practicar. Mi trabajo en la Artefactoría en los dos últimos meses me había fortalecido y endurecido las manos, pero no de la forma más adecuada. Pasaron varios días decepcionantes hasta que pude volver a tocar cómodamente una hora seguida.

Podría haber progresado más aprisa si no hubiera estado tan ocupado con mis otros estudios. Pasaba dos horas diarias en la Clínica, corriendo o de pie; un promedio de dos horas, todos los días, de clase y de resolución de fórmulas de cifrado en Matemáticas; y tres horas de estudio con Manet en la Factoría, aprendiendo los trucos del oficio.

Y luego tenía Simpatía Avanzada con Elxa Dal. Fuera del aula, Elxa era encantador, amable y hasta un poco ridículo cuando se pasaba. Pero cuando enseñaba, su personalidad oscilaba entre el profeta loco y el tambor de galera. Todos los días, en su clase, yo consumía otras tres horas de tiempo y el equivalente a cinco horas de energía.

Combinado con mi trabajo remunerado en el taller de Kilvin, eso apenas me dejaba tiempo para comer, dormir y estudiar, y menos aún para dedicarle a mi laúd la atención que merecía.

La música es una amante orgullosa y temperamental. Si le dedicas el tiempo y la atención que se merece, es toda tuya. Pero si la desairas, llegará un día en que la llamarás y ella no contestará. Así que empecé a dormir menos para darle a ella el tiempo que necesitaba.

Después de un ciclo con ese horario, me sentía cansado. Después de tres meses, todavía estaba bien, pero solo gracias a una firme determinación. En el quinto ciclo empecé a mostrar claros signos de desgaste.


Fue durante ese ciclo, el quinto, cuando un día comí con Wilem y Simmon, algo que no ocurría a menudo. Ellos habían encargado su comida en una taberna cercana. Yo no podía gastarme un dra-bín en una manzana y un pastel de carne, así que me había llevado de la Cantina un poco de pan de centeno y una salchicha llena de trozos de cartílago.

Nos sentamos en el banco de piedra bajo el poste del banderín donde me habían azotado. Al principio, justo después de los latigazos, aquel sitio me producía pavor, pero de vez en cuando me sentaba allí para demostrarme a mí mismo que podía soportarlo. Cuando dejó de molestarme, me sentaba allí porque me divertían las miradas que me lanzaban los estudiantes. Ahora me sentaba allí porque me encontraba cómodo. Era mi sitio.

Y como los tres pasábamos mucho tiempo juntos, también se había convertido en el sitio de Wilem y Simmon. Si les parecía raro que me gustara sentarme allí, nunca lo comentaron.

– Últimamente no te dejas ver mucho -dijo Wilem con la boca llena de pastel de carne-. ¿Has estado enfermo?

– Sí, eso -dijo Simmon con sarcasmo-. Ha estado enfermo un mes entero.

Wilem lo fulminó con la mirada y dio un gruñido; por un instante me recordó a Kilvin.

La expresión de Wilem hizo reír a Simmon.

– Wil es más educado que yo. Apuesto algo a que has pasado todas tus horas libres yendo y viniendo de Imre. Cortejando a alguna cantante joven y fabulosamente atractiva. -Señaló el estuche del laúd, que tenía a mi lado.

– Pues parece que haya estado enfermo. -Wilem escudriñó mi rostro-. Esa mujer no te cuida.

– Tiene mal de amores -aclaró Simmon-. No puedes comer. No puedes dormir. Piensas en ella cuando deberías estar intentando memorizar tus fórmulas de cifrado.

No se me ocurría nada que decir.

– ¿Lo ves? -le dijo Simmon a Wil-. Le ha robado la lengua además del corazón. Solo puede hablar con ella. No tiene palabras para nosotros.

– Ni tiempo -dijo Wilem sin dejar de engullir pastel de carne.

Era verdad, desde luego: había descuidado a mis amigos incluso más que a mí mismo. Sentí una oleada de remordimiento. No podía contarles toda la verdad: que necesitaba aprovechar al máximo aquel bimestre porque probablemente sería el último. Estaba arruinado.

Si no entendéis por qué no podía confesarles eso, entonces dudo que hayáis sido pobres de verdad. Dudo que lleguéis a entender lo vergonzoso que es tener solo dos camisas, o cortarte tú mismo el pelo lo mejor que sabes porque no puedes permitirte el lujo de ir a un barbero. Una vez perdí un botón y no pude gastarme ni un ardite para comprarme otro igual. Me hice un desgarrón en los pantalones y tuve que remendarlos con hilo de otro color. No podía comprar sal para mis comidas, ni pagarme bebidas las pocas noches que salía con mis amigos.

El dinero que ganaba en el taller de Kilvin me lo gastaba en lo básico: tinta, jabón, cuerdas de laúd… Solo había otra cosa que podía permitirme: el orgullo. No soportaba pensar que mis dos mejores amigos supieran lo desesperada que era mi situación.

Con mucha suerte podría reunir los dos talentos para pagar los intereses de mi deuda con Devi. Pero iba a necesitar una intervención directa de Dios para reunir suficiente dinero para pagar eso y la matrícula del siguiente bimestre. No sabía qué haría cuando tuviera que marcharme de la Universidad y saldara mi deuda con Devi. Levantar campamento e ir a Anilin a buscar a Denna, quizá.

Los miré sin saber qué decir.

– Wil, Simmon, lo siento. Lo único que pasa es que últimamente he tenido mucho trabajo.

Simmon se puso un poco más serio, y comprendí que estaba muy dolido por mis inexplicadas ausencias.

– Mira, nosotros también tenemos trabajo. Yo hago Retórica y Química, y además estoy aprendiendo siaru. -Miró a Wil, ceñudo-. ¿Sabes lo que te digo, capullo? Que estoy empezando a odiar ese idioma tuyo.

Tu kralim -replicó amistosamente el joven cealdo.

Simmon se volvió hacia mí y, con franqueza, me dijo:

– Lo que pasa es que nos gustaría verte más a menudo, y no solo cuando vas corriendo de la Principalía a la Factoría. Reconozco que las chicas son maravillosas, pero cuando una me roba a un amigo, me pongo un poco celoso. -De pronto esbozó una luminosa sonrisa-. Pero no creas, contigo no me pasa eso, por descontado.

Me costó tragar saliva, porque se me hizo un nudo en la garganta. No recordaba la última vez que alguien me había echado de menos… Noté las lágrimas preparándose para brotar de mis ojos.

– En serio, no hay ninguna chica. De verdad. -Tragué saliva e intenté recobrar la compostura.

– Me parece que nos estamos perdiendo algo, Sim. -Wilem me miraba de forma extraña-. Míralo bien.

Simmon escudriñó mi cara. Esa forma de mirarme por parte de los dos bastó para molestarme e impidió que me echara a llorar.

– Veamos -dijo Wilem como si estuviera dando una clase-, ¿cuántos bimestres hace que nuestro joven E'lir estudia en la Universidad?

– Oh -dijo Sim captando la idea de nuestro amigo.

– ¿Alguien quiere contestar? -pregunté con petulancia.

Wilem ignoró mi pregunta.

– ¿A qué clases vas?

– A todas -respondí, contento de tener una excusa para quejarme-. Geometría, Observación en la Clínica, Simpatía Avanzada con Elxa Dal… Además del aprendizaje con Manet en la Factoría.

Simmon se quedó un poco impresionado.

– No me extraña que parezca que llevas un ciclo sin dormir -dijo.

Wilem asintió.

– Y todavía trabajas en el taller de Kilvin, ¿verdad?

– Un par de horas todas las noches.

Simmon estaba perplejo.

– ¿Y por si fuera poco, estás aprendiendo a tocar un instrumento? ¿Te has vuelto loco o qué?

– La música es lo único que me mantiene en la tierra -dije, y estiré un brazo para acariciar mi laúd-. Y no estoy aprendiendo a tocar. Solo necesito practicar.

Wilem y Simmon se miraron.

– ¿Cuánto tiempo crees que le queda?

Simmon me miró de arriba abajo.

– Un ciclo y medio, como máximo.

– ¿Qué queréis decir?

Wilem se inclinó hacia delante.

– Tarde o temprano, todos tratamos de abarcar más de lo que podemos. Pero algunos estudiantes no saben cuándo deben parar. Y se queman. Dejan los estudios o suspenden los exámenes. Algunos enloquecen. -Se dio unos golpecitos en la cabeza-. Suele pasarles durante el primer año. -Me miró de manera elocuente.

– Yo no intento abarcar demasiado -dije.

– Mírate en un espejo -me sugirió Wilem con franqueza.

Abrí la boca para asegurarles a Wil y a Sim que me encontraba bien, pero justo entonces oí que daban la hora, y solo tuve tiempo para despedirme apresuradamente de ellos. Aun así, tuve que correr para llegar puntual a Simpatía Avanzada.


Elxa Dal estaba de pie entre dos braseros de tamaño mediano. Con su bien recortada barba y su negra túnica de maestro, seguía recordándome al típico mago malo que aparece en tantas obras de teatro atur.

– Lo que debéis recordar es que el simpatista está ligado a la llama -dijo-. Nosotros somos sus amos y sus sirvientes.

Metió las manos en las largas mangas de la túnica y empezó a pasearse.

– Somos los amos del fuego, porque lo dominamos. -Elxa Dal golpeó un brasero con la palma de la mano y lo hizo resonar débilmente. Las llamas prendieron en los carbones y empezaron a crecer ávidamente-. La energía de todas las cosas pertenece al arcanista. Nosotros dominamos el fuego, y el fuego nos obedece.

Dal fue despacio hasta el otro rincón de la habitación. El brasero que tenía a sus espaldas se apagó, mientras que aquel hacia el que se dirigía prendió y empezó a arder. Admiré su sentido de la teatralidad.

Se detuvo y volvió a situarse de cara a los alumnos.

– Pero también somos los servidores del fuego. Porque el fuego es la forma de energía más común, y sin energía, nuestra habilidad como simpatistas no sirve para nada.

Le dio la espalda a la clase y empezó a borrar fórmulas de la pizarra.

– Coged vuestro material, y veamos a quién le toca hoy vérselas con el E'lir Kvothe. -Empezó a escribir con tiza una lista de los nombres de los alumnos. Mi nombre era el primero.

Tres ciclos atrás, Dal había empezado a hacernos competir entre nosotros. Lo llamaba «batirse en duelo». Y aunque esos duelos suponían un respiro de la monotonía de la clase, esa reciente actividad también tenía un elemento siniestro.

Todos los años salía un centenar de alumnos del Arcano; quizá una cuarta parte de ellos lo hacían con sus florines. Eso significaba que todos los años había cien personas más en el mundo entrenadas para utilizar la simpatía. Personas con las que, por un motivo u otro, quizá tuvieras que medir tus fuerzas en el futuro. Aunque Dal nunca lo hubiera dicho, nosotros sabíamos que nos estaban enseñando algo que iba más allá de la mera concentración y la ingeniosidad. Nos estaban enseñando a luchar.

Elxa Dal llevaba un meticuloso registro de los resultados. Yo era el único, en una clase de treinta y ocho alumnos, que seguía invicto. A esas alturas del curso, hasta los alumnos más cazurros y mezquinos tenían que admitir que mi rápido ingreso en el Arcano era algo más que pura chiripa.

Además, esos duelos resultaban provechosos en otro sentido, pues daban pie a apuestas clandestinas. Cuando queríamos apostar en nuestros propios duelos, Sovoy y yo apostábamos el uno por el otro. Aunque en general yo no tenía mucho dinero para apostar.

Así pues, no fue casualidad que Sovoy y yo chocáramos al ir a recoger nuestro material. Le pasé dos iotas por debajo de la mesa.

Sovoy se guardó las monedas en el bolsillo sin mirarme.

– Caramba -dijo en voz baja-. Veo que hoy estás muy seguro de ti mismo.

Me encogí de hombros con desenfado, aunque en realidad estaba un poco nervioso. Había empezado el bimestre sin un ardite y me las había ido arreglando como había podido. Pero el día anterior, Kilvin me había pagado dos iotas por mi trabajo de todo un ciclo en la Factoría. Era el único dinero que tenía.

Sovoy empezó a rebuscar en un cajón y sacó cera simpática, cordel y unas piezas de metal.

– No sé qué podré hacer por ti hoy. Las cosas se están poniendo feas. Creo que lo máximo que sacarás será un tres contra uno. ¿Te sigue interesando si bajan tanto las apuestas?

Suspiré. Como seguía invicto, las apuestas no me favorecían. El día anterior, habían estado dos contra uno, lo cual significaba que habría tenido que arriesgar dos peniques con la esperanza de ganar uno.

– Tengo un plan -dije-. No apuestes hasta que hayamos establecido las condiciones del duelo. Deberías conseguir al menos tres contra uno contra mí.

– ¿Contra ti? -murmuró él mientras cogía un montón de pa-rafernalia-. Eso solo lo haría si te enfrentaras al propio Dal. -Giré la cabeza para ocultar el ligero rubor que me produjo ese cumplido.

Dal dio unas palmadas, y todos corrieron a ocupar sus puestos. Me tocó de pareja un alumno víntico llamado Fenton. Fenton estaba justo por debajo de mí en el ranking de la clase. Yo lo respetaba y lo consideraba uno de los pocos alumnos de la clase que podían plantearme un verdadero reto en la situación adecuada.

– Muy bien -dijo Elxa Dal frotándose las manos con ímpetu-. Fenton, tú estás por debajo en el ranking. Escoge tu veneno.

– Velas.

– ¿Y tu vínculo? -preguntó Dal por mera formalidad. Con velas siempre era mecha o cera.

– Mecha. -Fenton levantó un trozo de mecha para que lo vieran todos.

Dal se volvió hacia mí.

– ¿Vínculo?

Me metí una mano en el bolsillo y saqué mi vínculo con un floreo.

– Paja. -Un murmullo recorrió el aula. La paja era un vínculo ridículo. Lo mejor que yo podía esperar era una transferencia del tres por ciento, un cinco a lo sumo. La mecha de Fenton era diez veces mejor.

– ¿Paja?

– Paja -dije con un poco más de seguridad de la que sentía. Si eso no hacía bajar las apuestas a mi favor, no sabía qué otra cosa podría bajarlas.

– Muy bien. Paja -dijo Dal con soltura-. E'lir Fenton, como Kvothe está invicto, puedes escoger la fuente. -Se oyeron débiles risas por el aula.

Noté un vacío en el estómago. Eso no me lo esperaba. Normalmente, el que no escogía el juego, escogía la fuente. Yo tenía pensado escoger brasero, porque sabía que la cantidad de calor me ayudaría a compensar el hándicap que yo mismo me había impuesto.

Fenton sonrió. Sabía que tenía ventaja.

– Ninguna fuente -dijo.

Hice una mueca. La única fuente de calor con que contaríamos sería nuestro propio cuerpo. Eso era difícil en el mejor de los casos, además de un poco peligroso.

Yo no podía ganar. No solo iba a perder mi privilegiada posición en el ranking, sino que además no tenía forma de indicar a Sovoy que no apostara mis dos últimas iotas. Intenté atraer su atención, pero ya estaba ocupado en silenciosas e intensas negociaciones con un puñado de alumnos.

Fenton y yo, sin decir nada, fuimos a sentarnos a los lados opuestos de una gran mesa de trabajo. Elxa Dal puso dos gruesos cabos de vela encima de la mesa, uno delante de cada uno de nosotros. El objetivo era encender la vela de tu contrincante y, al mismo tiempo, impedir que él encendiera la tuya. Para eso tenías que partir tu mente en dos; una parte tenía que convencer al Alar de que tu trozo de mecha (o de paja, si eras estúpido) era lo mismo que la mecha de la vela que intentabas encender. Luego extraías energía de tu fuente para conseguirlo.

Entretanto, la otra parte de tu mente trataba de mantener la creencia de que el trozo de mecha de tu contrincante no era lo mismo que la mecha de tu vela.

Si os parece complicado, creedme: no os podéis ni imaginar lo mucho que lo era.

Por si fuera poco, ninguno de los dos tenía una fuente fácil de donde extraer la energía. Si usabas tu propio cuerpo como fuente, tenías que andarte con cuidado. El cuerpo está caliente por algún motivo, y reacciona mal cuando lo privan de ese calor.

Elxa Dal nos hizo una señal, y Fenton y yo nos pusimos a trabajar. Inmediatamente, yo empleé toda mi mente en la defensa de mi vela y empecé a pensar con furia. Era imposible que ganara. Por muy buen esgrimista que seas, si tu oponente tiene una espada de acero de Ramston y tú has elegido pelear con una vara de sauce, solo puedes perder.

Me sumergí en el Corazón de Piedra. Entonces, dedicando todavía la mayor parte de mi mente a la protección de mi vela, murmuré un vínculo entre mi vela y la de Fenton. Estiré un brazo y tumbé mi vela, obligando a Fenton a sujetar la suya antes de que hiciera lo mismo que la mía y rodara por la mesa.

Intenté aprovechar rápidamente la distracción de Fenton y prender su vela. Me lancé y noté cómo el frío ascendía por mi brazo, desde mi mano derecha, con la que sujetaba el trozo de paja. No pasó nada. La vela de Fenton seguía apagada y fría.

Ahuequé una mano alrededor de la mecha de mi vela, para que Fenton no pudiera verla. Era un truco muy bajo, y generalmente inútil contra un simpatista experto, pero mi única esperanza era poner nervioso a Fenton.

– Eh, Fen -dije-, ¿sabes el del calderero, el tehlino, la hija del granjero y la mantequera?

Fen no contestó. Su pálido rostro reflejaba una intensa concentración.

Descarté la distracción como táctica. Fenton era demasiado listo para dejarse vencer así. Además, me estaba costando mantener la concentración necesaria para proteger mi vela. Me sumergí un poco más en el Corazón de Piedra y me olvidé de todo excepto de las dos velas y los trozos de mecha y de paja.

Al cabo de un minuto estaba empapado de un sudor frío. Empecé a temblar. Fenton lo vio y sonrió estirando sus pálidos labios. Redoblé mis esfuerzos, pero la vela de mi contrincante ignoraba mis mejores intentos de prenderle fuego.

Pasaron cinco minutos; el resto de los alumnos de la clase estaban quietos como estatuas. Los duelos no solían durar más de un minuto o dos; eso era lo que tardaba una persona en demostrar que era más lista o que poseía una voluntad más fuerte. Yo ya tenía ambos brazos fríos. Me fijé en que a Fenton le palpitaba un músculo del cuello, como la ijada de un caballo que intenta ahuyentar a una mosca que le está picando. Se puso rígido para combatir el impulso de temblar. Una voluta de humo empezó a salir de la mecha de mi vela.

Aguanté. Me di cuenta de que hacía ruido al respirar, con los dientes apretados y con los labios retirados formando una mueca feroz. Fenton no se había fijado; tenía los ojos vidriosos y desenfocados. Volví a estremecerme, con tanta fuerza que casi me pasó por alto el temblor de la mano de Fenton. Entonces, poco a poco, a Fenton empezó a desplomársele la cabeza hacia el tablero de la mesa. Se le cayeron los párpados. Apreté los dientes y obtuve la recompensa de ver una fina voluta de humo que se elevaba de la mecha de la vela de Fenton.

Fenton se volvió con un movimiento rígido para mirar, pero en lugar de correr a defender su vela, hizo un ademán lento y pesado de rechazo y apoyó la cabeza sobre el brazo.

Cuando en su vela, que tenía cerca del codo, prendió una chisporroteante llama, Fenton no levantó la cabeza. Hubo unos breves aplausos, mezclados con exclamaciones de incredulidad.

Alguien me dio unas palmadas en la espalda.

– ¿Qué te parece? Se ha consumido él mismo.

– No -dije con voz pastosa, y estiré un brazo por encima de la mesa. Con dificultad, pues tenía los dedos entumecidos, abrí la mano de Fenton que sujetaba la mecha y vi que tenía sangre-. Maestro Dal -dije tan rápido como pude-, está helado. -Al hablar me di cuenta de lo fríos que tenía los labios.

Pero Dal ya estaba allí con una manta para cubrir a mi contrincante.

– Tú. -Señaló a uno de los alumnos al azar-. Trae a alguien de la Clínica. ¡Rápido! -El alumno se marchó a toda prisa-. Insensato. -El maestro Dal murmuró un vínculo de calor. Me miró-. Deberías andar un poco. No tienes mucho mejor aspecto que él.

Ese día no hubo más duelos. El resto de los alumnos contemplaron cómo Fenton se recuperaba lentamente bajo los cuidados de Elxa Dal. Cuando llegó un El'the de la Clínica, Fenton había entrado en calor lo suficiente para empezar a temblar. Tras un cuarto de hora de mantas abrigadas y cuidados simpáticos, Fenton pudo beber algo caliente, aunque todavía le temblaban las manos.

Cuando hubo pasado todo el alboroto ya era casi la tercera campanada. El maestro Dal consiguió hacer sentar a todos los alumnos y hacerlos callar lo suficiente para dirigirnos unas palabras.

– Lo que hemos visto hoy es un ejemplo excelente de «tiritona del simpatista». El cuerpo es delicado, y perder unos grados de calor rápidamente puede alterar todo el organismo. Un caso leve de tiritona no es más que eso: una tiritona. Pero los casos más extremos pueden conducir a un estado de choque y a la hipotermia. -Dal miró alrededor-. ¿Sabría alguien decirme cuál ha sido el error de Fenton? -Hubo un momento de silencio, y luego un alumno levantó la mano-. ¿Sí, Brae?

– Utilizó sangre. Cuando la sangre pierde calor, el cuerpo se enfría como una entidad única. Eso no siempre resulta ventajoso, puesto que las extremidades pueden soportar una pérdida de temperatura más drástica que las visceras.

– Entonces, ¿por qué se plantearía alguien utilizar sangre?

– Porque ofrece mayor cantidad de calor más deprisa que la carne.

– ¿Cuánto calor habría sido sensato extraer? -Dal paseó la mirada por el aula.

– ¿Dos grados? -aventuró alguien.

– Uno y medio -le corrigió Dal, y escribió una serie de ecuaciones en la pizarra para mostrar la cantidad de calor que se obtendría-. Dados los síntomas que presentaba Fenton, ¿cuánto creéis que llegó a extraer?

Hubo una pausa. Finalmente Sovoy dijo:

– Ocho o nueve.

– Muy bien -dijo Dal a regañadientes-. Me alegro de que al menos uno de vosotros haya hecho los deberes. -Adoptó una expresión severa-. La simpatía no es para los débiles de mente, pero tampoco es para los demasiado confiados. Si no hubiéramos estado aquí para prestarle a Fenton los cuidados que necesitaba, se habría quedado dormido y habría muerto. -Hizo una pausa para que los alumnos asimilaran sus palabras-. Es mejor conocer los propios límites que calcular mal las propias habilidades y perder el control.

Sonó la tercera campanada; los alumnos se levantaron, y la habitación se llenó repentinamente de ruido. El maestro Dal subió la voz para hacerse oír:

– E'lir Kvothe, ¿te importaría quedarte un momento?

Hice una mueca. Sovoy se me acercó por detrás, me dio una palmada en el hombro y murmuró: «Suerte». No supe si se refería a mi victoria o si me la estaba deseando para afrontar lo que se avecinaba.

Cuando todos se hubieron marchado, Dal se dio la vuelta y dejó el trapo con que había limpiado la pizarra.

– Bueno -dijo en tono desenfadado-, ¿qué tal han ido las apuestas?

No me sorprendió que el maestro estuviera al corriente de las apuestas.

– Once a uno -admití. Había ganado veintidós iotas. Un poco más de dos talentos. La presencia de ese dinero en mi bolsillo me ayudaba a entrar en calor.

Dal me miró con gesto especulativo.

– ¿Cómo te encuentras? Al final te he visto un poco pálido a ti también.

– Solo he tenido algún escalofrío -mentí.

La verdad es que había aprovechado el revuelo que había causado el colapso de Fenton para salir al pasillo, donde había pasado unos minutos espantosos. Los temblores, que eran casi convulsiones, apenas me permitían tenerme en pie. Por fortuna, nadie me había visto temblando en el pasillo, con la mandíbula tan apretada que temí romperme los dientes.

Pero no me había visto nadie. Mi reputación estaba intacta.

Dal me miró de una forma que me hizo comprender que sospechaba la verdad.

– Acércate -dijo, y señaló uno de los braseros-. Un poco de calor no te hará ningún daño.

No discutí. Acerqué las manos al fuego y me relajé un poco. De pronto reparé en lo cansado que estaba. Me escocían los ojos por falta de sueño. Notaba el cuerpo pesado, como si mis huesos fueran de plomo.

Di un suspiro, retiré las manos del brasero y abrí los ojos. Dal me miraba con fijeza.

– Tengo que irme -dije con cierto pesar-. Gracias por dejarme utilizar su fuego.

– Ambos somos simpatistas -dijo el maestro con tono cordial mientras yo recogía mis cosas y me dirigía hacia la puerta-. Puedes utilizarlo cuando quieras.


Esa noche fui a ver a Wilem a su habitación de las Dependencias. -Que me aspen -dijo-. Dos veces en un mismo día. ¿A qué debo el honor de tu visita?

– Creo que ya lo sabes -dije, y entré en la habitacioncita, que parecía una celda. Apoyé el estuche de mi laúd contra una pared y me dejé caer en una silla-. Kilvin me ha prohibido trabajar en el taller.

Wilem se sentó en el borde de su cama.

– ¿Por qué?

Le lancé una mirada de complicidad.

– Espero que sea porque Simmon y tú hablasteis con él y le sugeristeis que lo hiciera.

Wil me miró un momento a los ojos, y luego se encogió de hombros.

– Nos has descubierto antes de lo que yo creía. -Se frotó una mejilla-. No pareces muy enfadado.

Me había puesto furioso. Precisamente cuando parecía que mi suerte estaba cambiando, me veía obligado a dejar mi único trabajo remunerado por culpa de las buenas intenciones de mis amigos. Pero en lugar de cantarles las cuarenta, había subido al tejado de la Principalía y había tocado un rato para serenarme.

La música me calmó, como siempre. Y mientras tocaba, reflexionaba. Mi aprendizaje con Manet iba bien, pero había demasiado que aprender: cómo encender los hornos, cómo trefilar alambre de la consistencia adecuada, qué aleaciones elegir para conseguir determinados efectos. No podía pretender dominarlo todo como había hecho cuando estudiaba las runas. No podía ganar suficiente trabajando en el taller de Kilvin para pagar a Devi a final de mes, y mucho menos reunir dinero suficiente para la matrícula.

– Seguramente lo estaría -admití-. Pero Kilvin me ha hecho mirarme en un espejo. -Compuse una sonrisa cansada-. No tengo muy buen aspecto.

– Tienes un aspecto horrible -me corrigió él; luego hizo una pausa y agregó-: Me alegro de que no estés enfadado.

Simmon llamó a la puerta al mismo tiempo que la empujaba para abrirla. Cuando me vio allí sentado, la expresión de arrepentimiento de su cara borró rápidamente la de sorpresa.

– ¿No deberías estar… esto… en la Factoría? -preguntó sin convicción.

Me reí, y el alivio de Simmon fue casi tangible. Wilem quitó un montón de papeles de otra silla y Simmon se sentó.

– Estáis perdonados -dije, magnánimo-. Lo único que os pido es que me contéis todo lo que sepáis del Eolio.

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