El ruido de botas en el porche de madera sobresaltó a los hombres que estaban sentados en la Roca de Guía. Kvothe se levantó de un brinco a media frase, y casi había llegado a la barra cuando se abrió la puerta de la taberna y entraron los primeros clientes de la noche de Abatida.
– ¡Hola, Kote! ¡Tenemos hambre! -gritó Cob al abrir la puerta. Shep, Jake y Graham entraron tras él.
– Quizá encuentre algo en la cocina -dijo Kote-. Puedo ir a mirar y traer algo enseguida, a menos que queráis beber primero. -Hubo un coro de amistosa aprobación mientras los hombres se instalaban en los taburetes de la barra. Su diálogo sonaba muy trillado, como un cómodo par de zapatos viejos.
Cronista miraba fijamente al pelirrojo que estaba detrás de la barra. No quedaba en él ni rastro de Kvothe. Era un simple posadero: amable, servicial y tan sencillo que era casi invisible.
Jake bebió un largo trago, y entonces vio a Cronista sentado al fondo de la habitación.
– ¡Hombre, Kote! ¡Un cliente nuevo! Vaya, es una suerte que hayamos encontrado sitio para sentarnos.
Shep dio una carcajada. Cob hizo girar el taburete y lo orientó hacia donde estaba Cronista, sentado al lado de Bast; el escribano todavía tenía la pluma suspendida sobre la hoja.
– ¿Es un escribiente o algo por el estilo?
– Sí, señor -se apresuró a responder Kote-. Llegó al pueblo anoche.
Cob los miró entornando los ojos.
– Y ¿qué escribe?
Kote bajó un poco la voz, con lo que consiguió que sus clientes dejaran de mirar a su invitado y se fijaran en él.
– ¿Recordáis ese viaje que Bast hizo a Baedn? -Todos asintieron, muy atentos-. Pues bien, resulta que tuvo sífilis estando allí, y desde entonces no anda muy fino. Se le ha ocurrido que más valía que redactara un testamento mientras todavía puede.
– Pues hace muy bien, en los tiempos que corren -comentó Shep sombrío. Se terminó la cerveza y dio un golpe con la jarra-. Sírveme otra.
– Dejo todo el dinero que haya ahorrado hasta el momento de mi muerte a la viuda Sage -dijo Bast en voz alta-. Para ayudarla a criar y casar a sus tres hijas, que pronto estarán en edad de merecer. -Miró a Cronista con gesto de preocupación-. ¿Se dice así, en edad de merecer?
– La pequeña Katie ha crecido mucho en el último año, desde luego -caviló Graham. Los otros asintieron.
– A mi empleador le dejo mi mejor par de botas -continuó Bast, magnánimo-. Y todos los pantalones que le queden bien.
– El chico tiene un par de botas muy bonitas -le dijo Cob a Kote-. Me fijé hace tiempo.
– Le encomiendo al padre Leoden la tarea de distribuir el resto de mis bienes materiales entre la parroquia, ya que, como soy un alma inmoral, no las seguiré necesitando.
– Querrás decir «inmortal», ¿no? -preguntó Cronista con vacilación.
Bast se encogió de hombros.
– De momento no se me ocurre nada más -dijo. Cronista asintió y, rápidamente, guardó el papel, las plumas y la tinta en su cartera de cuero.
– Pues ven aquí con nosotros -le dijo Cob a Cronista-. No seas tímido. -El escribano se quedó inmóvil, y luego fue lentamente hacia la barra-. ¿Cómo te llamas, chico?
– Devan -contestó Cronista. Entonces mudó la expresión y carraspeó-. Discúlpeme. Carverson. Devan Carverson.
Cob le presentó a los demás, y luego volvió a dirigirse al recién llegado.
– ¿De dónde eres, Devan?
– De más allá del vado de Abbott.
– ¿Alguna noticia de por allí?
Cronista se revolvió incómodo en el asiento mientras Kote lo miraba desde el otro lado de la barra.
– Bueno… los caminos están muy mal…
Eso despertó un coro de quejas, y Cronista se relajó. Mientras todavía estaban refunfuñando, se abrió la puerta y entró el aprendiz del herrero, joven, con anchas espaldas y con el olor a humo de carbón en el cabello. Le aguantó la puerta a Cárter; llevaba una larga barra de hierro apoyada en el hombro.
– Pareces idiota, muchacho -rezongó Cárter al entrar lentamente por la puerta. Caminaba con el cuidado y la rigidez de los que han sufrido alguna lesión recientemente-. Te paseas con eso por ahí, y la gente empieza a hablar de ti como de Martin el Chiflado. Te convertirás en «ese chiflado de Rannish». ¿Quieres pasarte cincuenta años oyendo cosas así?
El aprendiz del herrero levantó la barbilla.
– Que digan lo que quieran -masculló con un deje desafiante-. Desde el día que fui a ocuparme de Nelly no he parado de soñar con esa araña. -Sacudió la cabeza-. Demonios, yo creo que tú tendrías que llevar una barra como esta en cada mano. Esa cosa podría haberte matado.
Cárter lo ignoró y siguió andando, despacito y con el semblante rígido, hacia la barra.
– Me alegro de verte por aquí, Cárter -dijo Shep alzando su jarra-. Creíamos que te quedarías en cama un par de días más.
– Hace falta algo más que unos cuantos puntos para que me quede en la cama -replicó Cárter.
Bast, solícito, le ofreció su taburete al herido, y luego, discretamente, fue a sentarse tan lejos como pudo del aprendiz del herrero. Todos saludaron calurosamente a los recién llegados.
El posadero se metió en la cocina y salió al cabo de unos minutos con una bandeja llena de pan caliente y cuencos humeantes de estofado.
Todos escuchaban a Cronista.
– … si no recuerdo mal, Kvothe estaba en Severen cuando pasó. Se dirigía a su casa…
– No, no estaba en Severen -lo interrumpió el viejo Cob-. Fue cerca de la Universidad.
– Es posible -concedió Cronista-. En fin, el caso es que volvía a su casa por la noche y unos bandidos lo asaltaron en un callejón.
– Fue a plena luz del día -lo corrigió Cob con irritación-. En medio de la ciudad. Lo vio un montón de gente.
Cronista sacudió la cabeza con testarudez.
– Recuerdo que fue en un callejón. En fin, los bandidos pillaron a Kvothe desprevenido. Querían llevarse su caballo… -Hizo una pausa y se frotó la frente con las yemas de los dedos-. No, esperad. Si ocurrió en un callejón no podía ir a caballo. Quizá estuviera en el camino de Severen.
– ¡Te he dicho que no fue en Severen! -saltó Cob dando una palmada en la barra, muy enojado-. Que Tehlu nos asista, ¿quieres hacer el favor de dejarlo ya? Te haces un lío.
Cronista se ruborizó de vergüenza.
– Solo he oído esa historia una vez, y hace muchos años.
Kote le lanzó una dura mirada a Cronista y dejó la bandeja, haciendo mucho ruido, en la barra. Todos se olvidaron momentáneamente de la historia. El viejo Cob se puso a comer tan deprisa que estuvo a punto de atragantarse, y para ayudar a bajar la comida bebió un gran trago de cerveza.
– Como todavía no has terminado de comer -le dijo a Cronista mientras se limpiaba la boca con la manga-, ¿te importaría mucho que continuara yo la historia? Para que la oiga el muchacho.
– Si estás seguro de que la sabes… -dijo Cronista, vacilante.
– Pues claro que la sé -repuso Cob, e hizo girar su taburete para colocarse de cara a su público-. Muy bien. Hace mucho tiempo, cuando Kvothe era solo un chiquillo, fue a la Universidad. Pero no vivía en la misma Universidad, porque era un tipo normal y corriente. Él no podía permitirse los lujos que se permitían otros.
– ¿Cómo es eso? -preguntó el aprendiz-. Una vez dijiste que Kvothe era tan inteligente que le pagaron para que se matriculara, a pesar de que solo tenía diez años. Le dieron una bolsa llena de oro, y un diamante del tamaño del nudillo de su pulgar, y un potro con una silla de montar y unos arreos nuevos, y herraduras nuevas y una bolsa llena de avena y todo lo demás.
Cob asintió conciliador.
– Sí, tienes razón. Pero lo que voy a contaros ahora pasó uno o dos años más tarde. Y él le regaló gran parte de ese oro a una pobre gente cuyas casas se habían incendiado.
– Se habían incendiado durante una boda -intervino Graham.
Cob asintió.
– Y Kvothe tenía que comer, y alquilar una habitación, y comprar más avena para su caballo. Y para entonces se le había terminado todo el oro. Así que…
– ¿Y el diamante? -insistió el muchacho.
El viejo Cob frunció levemente el ceño.
– Si tanta curiosidad sientes, ese diamante se lo regaló a una amiga suya muy especial. Pero esa es otra historia que no tiene nada que ver con la que estoy contando ahora. -Fulminó con la mirada al chico, que bajó la vista contrito y se metió una cucharada de estofado en la boca.
Cob continuó:
– Como Kvothe no podía permitirse todos esos lujos en la Universidad, vivía en la ciudad que había al lado, en un sitio llamado Amary. -Miró con fijeza a Cronista-. Kvothe tenía una habitación en una posada donde le dejaban dormir gratis porque la viuda que la regentaba estaba prendada de él, y él hacía algunas tareas domésticas para pagarse la estancia.
– Y también tocaba -añadió Jake-. Tocaba muy bien el laúd.
– Cómete la cena y déjame terminar la historia, Jacob -le espetó el viejo Cob-. Todo el mundo sabe que Kvothe tocaba muy bien el laúd. Por eso es por lo que la viuda había quedado prendada de él, y tocar todas las noches era una de sus tareas.
Cob dio un rápido sorbo y prosiguió:
– Un día, Kvothe salió a hacerle unos encargos a la viuda, y un tipo desenvainó un puñal y le dijo a Kvothe que si no le daba el dinero de la viuda, lo destriparía allí mismo. -Cob apuntó al muchacho con un puñal imaginario y lo miró amenazadoramente-. No olvidéis que eso pasó cuando Kvothe no era más que un crío. No tenía espada, y aunque la hubiera tenido, los Adem todavía no le habían enseñado a defenderse con ella.
– Y ¿qué hizo Kvothe? -preguntó el aprendiz del herrero.
– Bueno -dijo Cob inclinándose hacia atrás-. Era de día, y estaban en medio de la plaza de Amary. Kvothe iba a gritar para llamar al alguacil, pero siempre tenía los ojos muy abiertos. Y por eso se fijó en que aquel tipo tenía unos dientes muy, muy blancos…
El chico abrió mucho los ojos.
– ¿Era un consumidor de denner?
Cob asintió.
– Peor aún, el tipo estaba empezando a sudar como un caballo extenuado, tenía los ojos fuera de las órbitas, y las manos… -Cob abrió también los ojos y alargó las manos haciéndolas temblar-. Así que Kvothe comprendió que aquel desgraciado tenía síndrome de abstinencia, y eso significaba que habría apuñalado a su propia madre por un miserable penique. -Cob dio otro largo trago, alargando la tensión.
– Pero ¿qué hizo? -preguntó Bast, impaciente, desde el fondo de la barra, retorciéndose las manos. El posadero fulminó con la mirada a su pupilo.
Cob retomó su relato:
– Pues veréis, primero vaciló, pero el hombre se le acercó con el puñal y Kvothe se dio cuenta de que aquel tipo no iba a pedírselo dos veces. Así que Kvothe utilizó una magia tenebrosa que había encontrado en un libro secreto de la Universidad. Pronunció tres palabras terribles, palabras secretas, e invocó a un demonio…
– ¿Un demonio? -La voz del aprendiz fue casi un grito-. ¿Era como el…?
Cob negó lentamente con la cabeza.
– No, no. Aquel demonio no tenía forma de araña. Era peor. Aquel demonio estaba hecho de sombras, y cuando se abalanzó sobre aquel tipo, le mordió en el pecho, justo encima del corazón, y se bebió toda su sangre como si le sorbiera el jugo a una ciruela.
– Manos ennegrecidas, Cob -saltó Cárter con reproche-. El muchacho va a tener pesadillas. Si le metes esas tonterías en la cabeza, se paseará todo un año con esa maldita barra de hierro.
– A mí no me lo contaron así -terció Graham-. A mí me contaron que una mujer quedó atrapada en una casa en llamas, y que Kvothe invocó a un demonio para protegerse del fuego. Entonces entró en la casa y sacó de allí a la mujer, que no sufrió ni la más leve quemadura.
– Pero qué pena me dais -dijo Jake con desdén-. Parecéis niños pequeños en las Fiestas del Solsticio de Invierno. «Los demonios me han robado la muñeca. Los demonios han derramado la leche.» Kvothe no tonteaba con demonios. Había ido a la Universidad a aprender todo tipo de nombres, ¿de acuerdo? Ese tipo lo asaltó con un puñal, y Kvothe pronunció el nombre del fuego y del rayo, igual que Táborlin el Grande.
– Era un demonio, Jake -dijo Cob con enojo-. Si no, la historia no tendría sentido. Fue un demonio lo que invocó, y se bebió la sangre de ese tipo, y todos los que lo vieron quedaron conmo-cionados. Alguien se lo contó a un sacerdote, y los sacerdotes fueron a hablar con el alguacil, y el alguacil fue y lo sacó por la ventana de la posada esa misma noche. Entonces lo llevaron a rastras a la prisión por aliarse a fuerzas oscuras y esas cosas.
– Seguramente la gente vio el fuego y creyó que era un demonio -insistió Jake-. Ya sabes cómo es la gente.
– No, no lo sé, Jacob -repuso Cob cruzándose de brazos e inclinándose hacia atrás hasta apoyarse en la barra-. ¿Por qué no me explicas cómo es la gente? ¿Por qué no nos cuentas a todos esta condenada historia mientras…?
Cob se calló al oír el ruido de unas botas pisando fuerte en el porche de la entrada. Tras una pausa, alguien tocó el pasador de la puerta.
Todos se volvieron hacia la puerta con curiosidad, porque no faltaba ninguno de los clientes habituales de la taberna.
– Dos caras nuevas en un solo día -comentó Graham, consciente de que tocaba un asunto delicado-. Parece ser que se ha acabado tu mala racha, Kote.
– Debe de ser que los caminos están mejor -especuló Shep mirando su bebida, con un deje de alivio en la voz-. Ya era hora de que la suerte nos sonriera un poco.
El pasador dio un chasquido, y la puerta se abrió despacio, describiendo un lento arco hasta tocar la pared. Había un hombre plantado en la oscuridad, como decidiendo si debía entrar o no.
– Bienvenido a la Roca de Guía -dijo el posadero desde detrás de la barra-. ¿En qué podemos ayudarlo?
El hombre entró en la posada, y la emoción de los granjeros se extinguió cuando vieron la armadura de cuero hecha de retales y la enorme espada que caracterizaban a los mercenarios. Un mercenario que viajara solo nunca era tranquilizador, ni siquiera en las mejores épocas. Todo el mundo sabía que la diferencia entre un mercenario desempleado y un salteador de caminos solo era cuestión de tiempo.
Es más, era evidente que ese mercenario pasaba por un mal momento. Tenía espinas de zarza en la orilla de los pantalones y en el basto cuero de los cordones de las botas. Llevaba una camisa de lino bueno, teñida de un azul real intenso, pero salpicada de barro y con desgarrones. Su cabello formaba una maraña grasicnta. Tenía los ojos oscuros y hundidos, como si llevara días sin dormir. Dio unos cuantos pasos y dejó la puerta abierta.
– Veo que lleva un tiempo en los caminos -comentó Kvothe alegremente-. ¿Le apetece beber o comer algo? -Como el mercenario no contestaba, Kvothe añadió-: Ninguno de nosotros le reprochará que prefiera dormir un poco antes de comer. Se diría que ha pasado usted un par de días muy duros. -Kvothe miró a Bast, que bajó de su taburete y se acercó a cerrar la puerta de la posada.
Después de mirar a todas las personas que estaban sentadas a la barra, el mercenario se dirigió hacia un espacio vacío entre Cronista y el viejo Cob. Kvothe compuso su mejor sonrisa de posadero, y el mercenario se apoyó aparatosamente en la barra y murmuró algo.
Al otro lado de la habitación, Bast se quedó inmóvil, con una mano sobre el pomo.
– ¿Cómo dice? -preguntó Kvothe inclinándose hacia delante.
El mercenario levantó la cabeza, miró a Kvothe y luego paseó la mirada por toda la barra. Movía los ojos con una lentitud extraña, como si un golpe en la cabeza lo hubiera dejado confundido.
– Aethin tseh cthystoi scthaiven vei.
Kvothe se inclinó hacia delante.
– Disculpe, ¿cómo ha dicho? -Como el mercenario no decía nada más, Kvothe miró a los otros clientes que estaban sentados a la barra-. ¿Alguien lo ha entendido?
Cronista miraba al mercenario de arriba abajo, examinando su armadura, el carcaj vacío, su elegante camisa de lino azul. Lo miraba con coraje, pero el mercenario no parecía notarlo.
– Es siaru -aseguró-. Es curioso. No parece ceáldico.
Shep rió sacudiendo la cabeza.
– No. Está borracho. Mi tío también hablaba así. -Propinó un codazo a Graham-. ¿Te acuerdas de mi tío Tam? Dios mío, no he conocido a nadie que bebiera como él.
Con disimulo, Bast hizo un ademán frenético desde la puerta, pero Kvothe estaba entretenido tratando de mirar al mercenario a los ojos.
– ¿Habla usted atur? -le preguntó-. ¿Qué quiere?
El mercenario miró brevemente al posadero.
– Avoi… -empezó; entonces cerró los ojos y ladeó la cabeza, como si escuchara algo. Volvió a abrir los ojos-. Quiero… -empezó con voz lenta y pastosa-. Busco… -No terminó la frase, y paseó la mirada por la habitación, como si sus ojos no pudieran enfocar bien las cosas.
– Lo conozco -dijo Cronista.
Todos se volvieron hacia el escribano.
– ¿Qué? -preguntó Shep.
Cronista estaba furioso.
– Ese tipo y cuatro amigos suyos me robaron hace cinco días. Al principio no lo he reconocido. Entonces estaba recién afeitado, pero es él.
Bast, que estaba detrás del mercenario, hizo un ademán más apremiante, tratando de captar la atención de su maestro; pero Kvothe no le quitaba los ojos de encima al ofuscado mercenario.
– ¿Estás seguro?
Cronista soltó una risotada muy poco jovial.
– Lleva puesta mi camisa. Y me la ha destrozado, por cierto. Me costó un talento. Ni siquiera la había estrenado.
– ¿Estaba así la otra vez que lo viste?
Cronista negó con la cabeza.
– No, qué va. Era casi elegante, para ser un bandolero. Deduje que debía de haber sido un oficial de bajo rango antes de desertar.
Bast no paraba de hacer señas.
– ¡Reshi! -exclamó con un deje de desesperación en la voz.
– Un momento, Bast -dijo Kvothe, y siguió intentando captar la atención del aturdido mercenario. Agitó una mano ante su cara y chascó los dedos-. ¿Hola?
El hombre siguió el movimiento de la mano de Kvothe, pero no parecía entender nada de lo que le decían.
– Yo… busco… -dijo entrecortadamente-. Busco…
– ¿Qué? -preguntó Cob, enojado-. ¿Qué busca?
– Busco… -repitió el mercenario sin precisar más.
– Creo que me busca a mí para devolverme mi caballo -dijo Cronista con calma; se acercó un poco más al mercenario y agarró el puño de su espada. Dio un brusco tirón para desenvainarla, pero en lugar de deslizarse suavemente por la vaina, la espada quedó atascada.
– ¡No! -gritó Bast.
El mercenario miró como extraviado a Cronista, pero no hizo nada para detenerlo. El escribano, que se había quedado allí plantado con la mano en el puño de la espada, tiró más fuerte, y la espada se deslizó lentamente. La hoja, ancha, estaba manchada de sangre y de herrumbre.
Cronista dio un paso hacia atrás, se serenó y apuntó al mercenario con la espada.
– Y mi caballo solo va a ser el principio. Creo que después va a devolverme mi dinero y va a tener una agradable charla con el alguacil.
El mercenario miró la punta de la espada, que temblaba delante de su pecho. Sus ojos siguieron ese lento movimiento oscilante durante un largo momento.
– ¡Déjalo en paz! -chilló Bast-. ¡Por favor!
Cob asintió.
– El chico tiene razón, Devan. Ese tipo no está bien de la cabeza. No lo amenaces así. Parece que vaya a desmayarse en cualquier momento.
El mercenario levantó una mano distraídamente.
– Busco… -dijo apartando la espada como si fuera una rama que le cerrara el paso. Cronista aspiró entre los dientes y apartó la espada, al mismo tiempo que el mercenario pasaba la mano por el filo. Le brotó sangre de la mano.
– ¿Lo ves? -dijo el viejo Cob-. ¿Qué te decía yo? Ese infeliz es un peligro para sí mismo.
El mercenario ladeó la cabeza. Levantó una mano y se la miró. Un lento hilillo de oscura sangre resbaló por su pulgar, se acumuló y empezó a gotear en el suelo. El mercenario inspiró hondo por la nariz, y de pronto sus vidriosos y hundidos ojos se enfocaron perfectamente.
Sonrió a Cronista; no quedaba ni rastro de extravío en su mirada.
– Te varaiyn aroi Seathaloi vei mela -dijo con una voz grave.
– No… le entiendo -dijo Cronista, desconcertado.
La sonrisa se borró de los labios del mercenario. Sus ojos se endurecieron, llenos de rabia.
– ¿Te-tauren sciyrloet? Amanen.
– No entiendo lo que me dice -repuso Cronista-. Pero no me gusta su tono. -Volvió a apuntarle en el pecho con la espada.
El mercenario bajó la mirada hacia la gruesa y mellada hoja, y arrugó la frente, como si no entendiera. Entonces volvió a componer una sonrisa, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
No fue un sonido humano. Fue un sonido salvaje y exultante, como el estridente chillido de un halcón.
El mercenario levantó la mano herida y agarró la punta de la espada; lo hizo tan deprisa que el metal resonó. Sin dejar de sonreír, apretó con fuerza la mano, doblando la hoja de la espada. La sangre resbalaba por su mano, se deslizaba por el filo de la espada y goteaba en el suelo.
Todos observaban, incrédulos y perplejos. Solo se oía el débil chirrido de los huesos de los dedos del mercenario contra los filos de la espada.
Mirando a Cronista a los ojos, el mercenario giró bruscamente la mano, y la espada se partió produciendo un sonido parecido al de una campana que se rompe. Cronista, aturdido, se quedó mirando la espada; el mercenario dio un paso hacia él y le puso la otra mano en el hombro.
Cronista dio un grito entrecortado y se apartó, como si le hubieran pinchado con un atizador al rojo. Agitó la espada rota, apartando la mano del mercenario y haciéndole un corte en el brazo. En el rostro del tipo no se reflejó ni miedo ni dolor, ni ninguna señal de que se hubiera percatado de que lo habían herido.
Sin dejar de sujetar la punta rota de la espada con la mano ensangrentada, el mercenario dio otro paso hacia Cronista.
De repente, Bast salió disparado hacia el mercenario y lo embistió con un hombro, golpeándolo con tanta fuerza que el hombre destrozó uno de los macizos taburetes antes de empotrarse en la barra de caoba. Rápido como el rayo, Bast le agarró la cabeza con ambas manos y se la golpeó contra el borde de la barra. Enseñando los dientes, Bast golpeó violentamente la cabeza del mercenario contra la madera: una vez, dos…
Entonces, como si el ataque de Bast hubiera despertado a todos los demás, reinó el caos en la taberna. El viejo Cob se apartó de la barra y derribó su taburete. Graham empezó a llamar a gritos al alguacil. Jake intentó correr hacia la puerta, tropezó con el taburete de Cob y cayó de bruces. El aprendiz del herrero fue a asir su barra de hierro, pero se le cayó al suelo y rodó describiendo un arco hasta ir a parar debajo de una mesa.
Bast dio un alarido y se vio violentamente arrojado hasta el otro extremo de la estancia, donde cayó sobre una de las pesadas mesas de madera. La mesa se rompió bajo su peso, y Bast quedó tendido entre los pedazos, inerte como una muñeca de trapo. El mercenario se levantó; le brotaba sangre del lado izquierdo de la cara. Como si no pasara nada, y sin soltar la punta de la espada rota, se volvió hacia Cronista.
Detrás de él, Shep cogió un cuchillo que estaba al lado del trozo de queso que no se habían terminado. Era solo un cuchillo de cocina, de un palmo de largo. Muy decidido, el granjero se acercó por detrás al mercenario y le clavó el cuchillo, hundiéndole toda la hoja junto a la clavícula.
En lugar de derrumbarse, el mercenario giró sobre sí mismo y golpeó a Shep en el rostro con el filo mellado de la espada. Brotó la sangre, y Shep se llevó las manos a la cara. Entonces, con un rápido movimiento, una mera sacudida, el mercenario llevó el trozo de metal hacia atrás y se lo clavó en el pecho al granjero. Shep se tambaleó hacia atrás, hacia la barra, y cayó al suelo con el trozo roto de espada clavado entre las costillas.
El mercenario levantó una mano y tocó con curiosidad el puño del cuchillo que todavía tenía clavado en el cuello. Con expresión de desconcierto más que de rabia, tiró de él. Como no consiguió arrancárselo, el tipo soltó otra salvaje y estridente risotada.
El granjero yacía en el suelo, jadeando y sangrando; el mercenario miró alrededor como si no recordara qué estaba haciendo. Paseó lentamente la mirada por la taberna: por las mesas rotas, por la chimenea de piedra negra, por los enormes barriles de roble. Por último, la mirada del mercenario fue a parar sobre el hombre pelirrojo que estaba detrás de la barra. Kvothe no palideció ni se apartó cuando el mercenario lo miró con fijeza. Se sostuvieron la mirada.
El mercenario enfocó a Kvothe. Volvió a esbozar aquella malvada sonrisa, más macabra aún con la sangre resbalándole por la cara.
– ¿Te aithiyn Seatbaloi? -preguntó-. ¿Te Rhintae?
Con un rápido movimiento, Kvothe agarró una botella de cristal oscuro que estaba sobre el mostrador y la lanzó al otro lado de la barra. La botella golpeó al mercenario en la boca y se rompió. La atmósfera se impregnó del intenso olor a saúco, empapando la cabeza y los hombros del mercenario, que seguía sonriendo.
Kvothe alargó una mano y mojó un dedo en el licor que se había derramado en la barra. Se concentró, arrugó la frente y murmuró unas palabras. No dejaba de mirar al ensangrentado mercenario, que seguía plantado enfrente de él.
No pasó nada.
El mercenario alargó un brazo y agarró a Kvothe por la manga. El posadero no se movió; su expresión no delataba miedo, ni rabia, ni sorpresa. Solo parecía cansado, embotado y desanimado.
Antes de que el mercenario pudiera asir a Kvothe por el brazo, Bast se acercó a él por detrás y lo inmovilizó. Consiguió sujetar al mercenario por el cuello con un brazo, mientras le arañaba la cara con la otra mano. El mercenario soltó a Kvothe y puso ambas manos sobre el brazo que le rodeaba el cuello, tratando de darse la vuelta. En cuanto el mercenario tocó a Bast, el rostro de este se convirtió en una tensa máscara de dolor. Enseñando los dientes, le hincó los dedos en los ojos a su oponente.
Al fondo de la estancia, el aprendiz del herrero consiguió recuperar su barra de hierro de debajo de la mesa y se irguió con ella en las manos. Echó a correr por encima de los taburetes caídos y de los cuerpos que yacían en el suelo, bramando y enarbolando la barra de hierro por encima del hombro.
Bast, que seguía sujetando al mercenario, abrió mucho los ojos, presa del pánico, al ver acercarse al aprendiz del herrero. Soltó a su presa, retrocedió y tropezó con los restos de un taburete roto. Cayó hacia atrás y se escabulló tan aprisa como pudo.
El mercenario se dio la vuelta y vio que el joven alto se abalanzaba sobre él. Sonrió y le tendió una ensangrentada mano. Fue un movimiento elegante, casi perezoso.
El aprendiz del herrero le asestó un golpe en el brazo. Cuando la barra de hierro lo golpeó, el mercenario dejó de sonreír. Se sujetó el brazo, bufando como un gato furioso.
El joven volvió a enarbolar la barra de hierro y golpeó al mercenario de lleno en las costillas. El golpe lo apartó de la barra y cayó al suelo, donde se quedó a gatas, chillando como un animal degollado.
El aprendiz del herrero asió la barra de hierro con ambas manos y la dejó caer sobre la espalda del mercenario, como si cortara leña. Se oyó un crujido de huesos al romperse. La barra de hierro resonó débilmente, como una campanada lejana amortiguada por la niebla.
Con la espalda rota, el ensangrentado mercenario todavía intentó arrastrarse hasta la puerta de la taberna. Tenía la mirada extraviada y la boca abierta, y emitía un débil aullido, constante y maquinal como el sonido del viento entre los árboles en invierno. El aprendiz lo golpeaba una y otra vez, balanceando la pesada barra de hierro como si fuera una ramita de sauce. Hizo una honda muesca en el suelo de madera, y luego le rompió a su víctima una pierna, un brazo, más costillas. Aun así, el mercenario seguía arrastrándose hacia la puerta, chillando y gimiendo; en lugar de un ser humano, parecía un animal.
Al final, el muchacho le asestó un golpe en la cabeza, y el mercenario dejó de moverse. Hubo un momento de silencio absoluto; entonces el mercenario tosió y vomitó un fluido pestilente, denso como la brea y negro como la tinta.
El muchacho tardó un rato en dejar de golpear el cadáver inmóvil, y cuando paró, siguió sosteniendo la barra por encima de un hombro, jadeando y mirando alrededor con el rostro desencajado. Cuando su respiración se normalizó, se oyó el murmullo de plegarias en el otro extremo de la habitación, donde el viejo Cob estaba en cuclillas con la espalda apoyada en la negra piedra de la chimenea.
Pasados unos minutos, también dejaron de oírse las plegarias, y el silencio volvió a apoderarse de la posada Roca de Guía.
En las horas siguientes, la Roca de Guía se convirtió en el centro de atención del pueblo. La taberna estaba abarrotada, llena de susurros, murmullos y entrecortados sollozos. La gente menos curiosa o con más sentido del decoro se quedó fuera, mirando a través de las grandes ventanas y cuchicheando sobre lo que habían oído.
Todavía no había historias, solo una turbia masa de rumores. El muerto era un bandido que había entrado en la posada a robar. Iba buscando venganza contra Cronista, que había desvirgado a su hermana en el vado de Abbott. Era un hombre de los bosques que había contraído la rabia. Era un viejo conocido del posadero, y había ido a cobrarse una deuda. Era un ex soldado que había enloquecido mientras combatía a los rebeldes en Resavek.
Jake y Cárter hicieron hincapié en la sonrisa del mercenario, y aunque la adicción a la resina de denner era un problema de las ciudades, todos habían oído hablar de los consumidores de resina. Tom Tres Dedos entendía de esas cosas, pues había servido como soldado del viejo rey casi treinta años atrás. Explicó que con cuatro granos de resina de denner un hombre podía soportar la am-putación de un pie sin sentir ni pizca de dolor. Con ocho granos, sería capaz de cortarse el hueso él mismo con una sierra. Con doce granos, saldría corriendo después, riendo a carcajadas y cantando «Calderero, curtidor».
El sacerdote cubrió el cadáver de Shep con una manta y se puso a rezar a su lado. Más tarde, el alguacil fue a examinarlo, pero era evidente que no entendía nada, y si se tomó esa molestia fue solo porque consideraba que era su obligación, y no porque supiera qué buscaba.
Al cabo de una hora aproximadamente, la multitud empezó a dispersarse. Llegaron los hermanos de Shep con un carro para llevarse el cadáver. Sus ojos, enrojecidos y de expresión adusta, ahuyentaron al resto de espectadores que todavía quedaban por allí.
Sin embargo, había mucho que hacer. El alguacil intentó componer un relato de lo ocurrido a partir del testimonio de los testigos y de las opiniones de los curiosos. Tras horas de especulaciones, empezó a aparecer la historia final. Todos coincidieron en que aquel hombre era un desertor y un adicto a la resina de denner que, casualmente, había sufrido un ataque al llegar al pueblo.
Nadie ponía en duda que el aprendiz del herrero hubiera actuado correctamente ni que hubiera demostrado un gran valor. Sin embargo, la ley del hierro exigía que se celebrara un juicio, así que lo habría el mes siguiente, cuando el cuarto del tribunal pasara por aquella región en una de sus rondas.
El alguacil volvió a su casa con su esposa y sus hijos. El sacerdote se llevó el cadáver del mercenario a la iglesia. Bast recogió los muebles rotos y los amontonó cerca de la puerta de la cocina para usarlos como leña. El posadero fregó siete veces el suelo de madera de la posada, hasta que el agua del cubo dejó de teñirse de sangre cuando escurría la fregona. Al final, hasta los más tenaces curiosos se marcharon, y solo quedaron en la taberna los clientes habituales de las noches de Abatida. Todos menos uno.
Jake, Cob y el resto mantuvieron una conversación entrecortada; hablaron de todo excepto de lo que había pasado, y se aferraron al consuelo de la compañía mutua.
Poco a poco, el agotamiento fue obligándolos a salir de la Roca de Guía. Al final solo quedó el aprendiz del herrero, que miraba ensimismado el interior de la jarra que tenía en las manos. La barra de hierro reposaba cerca de su codo, sobre la barra de caoba.
Pasó casi media hora sin que nadie dijera nada. Cronista estaba sentado a una mesa, fingiendo que se terminaba un cuenco de estofado. Kvothe y Bast iban de aquí para allá intentando aparentar que estaban ocupados. Mientras se lanzaban miradas, esperando que se marchara el chico, iba acumulándose una vaga tensión.
Entonces el posadero se acercó al aprendiz, secándose las manos con un trapo limpio de lino.
– Bueno, muchacho, creo que…
– Aaron -le interrumpió el aprendiz sin apartar la vista de su bebida-. Me llamo Aaron.
Kvothe asintió con seriedad.
– Aaron. Claro. Supongo que te lo mereces.
– No creo que fuera denner -dijo Aaron bruscamente.
Kvothe hizo una pausa.
– ¿Cómo dices?
– No creo que ese tipo fuera un consumidor de resina.
– Entonces estás de acuerdo con Cob, ¿no? ¿Crees que tenía la rabia?
– Creo que tenía un demonio dentro -dijo el chico con parsimonia, como si llevara mucho tiempo cavilando esas palabras-. No he dicho nada hasta ahora porque no quiero que la gente piense que estoy loco, como Martin el Chiflado. -Levantó la cabeza-. Pero sigo pensando que tenía un demonio dentro.
Kvothe esbozó una amable sonrisa y señaló con la cabeza a Bast y a Cronista.
– ¿Y no te preocupa que nosotros también lo pensemos?
Aaron negó con la cabeza, muy serio.
– Ustedes no son de por aquí. Ustedes han visto mundo. Ustedes saben la clase de cosas que hay por ahí. -Miró de hito en hito a Kvothe y agregó-: Y creo que usted también sabe que era un demonio.
Bast se quedó quieto donde estaba, barriendo cerca de la chimenea. Kvothe ladeó la cabeza con gesto de curiosidad, sin desviar la mirada.
– ¿Por qué dices eso?
El aprendiz del herrero señaló detrás de la barra.
– Sé que tiene un grueso bastón de roble para disuadir a los borrachos. Y… -Miró hacia arriba, donde la espada colgaba amenazadoramente detrás de la barra-. Solo se me ocurre una razón por la que agarrara una botella en lugar de eso. Usted no pretendía partirle los dientes a ese tipo. Lo que quería era prenderle fuego. Solo que no tenía cerillas, y no había ninguna vela cerca.
»Mi madre solía leerme el Libro del camino -continuó-. En ese libro salen muchos demonios. Algunos se esconden en el cuerpo de las personas, como haríamos nosotros bajo una piel de cordero. Creo que era un tipo normal y corriente al que se le metió un demonio dentro. Por eso no había forma de hacerle daño. Era como hacerle agujeros a una camisa. Y por eso no se le entendía. Hablaba la lengua de los demonios.
La mirada de Aaron volvió a deslizarse hacia la jarra que sujetaba, y asintió para sí.
– Cuanto más lo pienso, más sentido tiene. Hierro y fuego. Eso es para los demonios.
– Los consumidores de resina son más fuertes de lo que crees -intervino Bast desde el otro extremo-. Una vez vi…
– Tienes razón -dijo Kvothe-. Era un demonio.
Aaron levantó la cabeza y miró a Kvothe; luego asintió y bajó de nuevo la mirada hacia su jarra.
– Y usted no ha dicho nada porque es nuevo en el pueblo, y el negocio no va demasiado bien.
Kvothe asintió.
– Y a mí tampoco me hará ningún bien ir por ahí pregonándolo, ¿verdad? -añadió el muchacho.
Kvothe inspiró hondo y soltó el aire lentamente.
– Seguramente no.
Aaron se terminó la cerveza y apartó la jarra vacía.
– Está bien. Solo necesitaba oírlo. Necesitaba saber que no me había vuelto loco. -Se levantó y cogió la pesada barra de hierro con una mano; la apoyó sobre su hombro y se volvió hacia la puerta. Nadie dijo nada mientras el muchacho cruzaba la habitación y salía a la calle, cerrando la puerta tras él. Sus pesadas botas produjeron un ruido hueco en el porche de madera; luego no se oyó nada.
– Ese chico es más listo de lo que parece -comentó Kvothe al cabo de unos instantes.
– Es porque es muy alto -dijo Bast con desenvoltura mientras dejaba de fingir que barría-. Os dejáis engañar fácilmente por las apariencias. Yo ya llevo un tiempo observándolo. Es más listo de lo que la gente piensa. Es muy observador, y no para de hacer preguntas. -Llevó la escoba hacia la barra-. Me pone nervioso.
Kvothe lo miró con jovialidad.
– ¿Nervioso? ¿A ti?
– Apesta a hierro. Se pasa todo el día manipulándolo, calentándolo, aspirando su humo. Y entonces entra aquí con esos ojos de lince. -Bast puso cara de desaprobación-. No es natural.
– ¿Natural? -intervino Cronista. Había un deje de histerismo en su voz-. ¿Qué sabes tú de lo que es natural y lo que no lo es? Acabo de ver cómo un demonio mataba a un hombre. ¿Eso es natural? -Cronista miró a Kvothe-. Y ¿qué diablos hacía esa cosa aquí, por cierto?-preguntó.
– Buscar, por lo visto -respondió Kvothe-. Eso ha sido lo único que he entendido. ¿Y tú, Bast? ¿Has entendido lo que decía?
Bast negó con la cabeza.
– He reconocido el sonido, pero nada más, Reshi. Las expresiones que empleaba eran muy arcaicas. No he entendido casi nada.
– Vale. Estaba buscando -dijo de pronto Cronista-. Pero buscando ¿qué?
– A mí, seguramente -contestó Kvothe con gesto sombrío.
– No te pongas lastimero, Reshi -le reprendió Bast-. Tú no has tenido la culpa de lo que ha pasado.
Kvothe le lanzó una larga y cansada mirada a su pupilo.
– Lo sabes tan bien como yo, Bast. Todo esto es culpa mía. Los escrales, la guerra. Todo.
Bast fue a protestar, pero no encontró las palabras adecuadas. Tras una larga pausa, desvió la mirada, vencido.
Kvothe apoyó los codos en la barra y dio un suspiro.
– Y ¿qué crees que era, por cierto?
Bast sacudió la cabeza.
– Parecía un Mahael-uret, Reshi. Un bailarín de piel. -Lo dijo frunciendo el ceño; era evidente que no estaba convencido.
Kvothe arqueó una ceja.
– ¿No era de los de tu clase?
La expresión de Bast, por lo general amable, se tornó iracunda.
– No, no era «de los de mi clase» -dijo, indignado-. Los Mael ni siquiera comparten frontera con nosotros. Son lo más alejado que hay de los Fata.
Kvothe asintió como disculpándose.
– Perdona, es que creía que sabías qué era. No dudaste en atacarlo.
– Todas las serpientes muerden, Reshi. No necesito saber cómo se llaman para saber que son peligrosas. Me he dado cuenta enseguida de que era un Mael. Bastaba con eso.
– Así que seguramente era un bailarín de piel -caviló Kvo-the-. ¿No me dijiste que habían desaparecido hace una eternidad?
Bast asintió.
– Y parecía un poco… bobo, y no ha intentado pasar a otro cuerpo. -Bast se encogió de hombros-. Además, seguimos todos con vida. Eso parece indicar que era otra cosa.
Cronista escuchaba esa conversación con gesto de incredulidad.
– ¿Estáis diciendo que ninguno de los dos sabe qué era? -Miró a Kvothe-. ¡Acabas de decirle al muchacho que era un demonio!
– Para el muchacho es un demonio -explicó Kvothe-, porque eso es lo que él puede entender más fácilmente, y no se aleja mucho de la verdad. -Empezó a sacarle brillo a la barra-. Para el resto de los habitantes del pueblo, es un consumidor de resina, porque así podrán dormir un poco esta noche.
– Entonces también es un demonio para mí -dijo de pronto Cronista-. Porque tengo helado el hombro que me ha tocado.
Bast se le acercó.
– Se me había olvidado que te ha puesto una mano encima. Déjame ver.
Kvothe cerró los postigos de las ventanas mientras Cronista se quitaba la camisa; todavía llevaba en los brazos los vendajes de tres noches atrás, cuando lo había atacado el escral.
Bast le examinó el hombro.
– ¿Puedes moverlo?
Cronista asintió e hizo girar el hombro.
– Cuando me ha tocado me ha hecho mucho daño, como si se me rompiera algo por dentro. -Sacudió la cabeza, irritado por su propia descripción-. Ahora solo lo noto raro. Entumecido. Como dormido.
Bast le hincó un dedo en el hombro, examinándolo con recelo.
Cronista miró a Kvothe.
– El chico tenía razón respecto a lo del fuego, ¿verdad? Hasta que no lo ha mencionado, no lo he enten… ¡aaay! -gritó el escribano apartándose de Bast-. ¿Qué diablos ha sido eso? -inquirió.
– Supongo que los nervios de tu plexo braquial -contestó Kvothe con aspereza.
– Necesito determinar la gravedad de la herida -dijo Bast sin inmutarse-. Reshi, ¿podrías traerme un poco de grasa de oca, ajo, mostaza…? ¿Nos quedan de esas cosas verdes que huelen a cebolla pero que no lo son?
Kvothe asintió.
– Keveral. Sí, creo que quedan algunas.
– Tráemelas, y también una venda. Voy a aplicarle un bálsamo.
Kvothe hizo un gesto con la cabeza y salió por la puerta que había detrás de la barra. Nada más perderse de vista, Bast se inclinó hacia la oreja de Cronista.
– No le preguntes nada de eso -susurró con apremio-. No lo menciones siquiera.
Cronista parecía desconcertado.
– ¿De qué me estás hablando?
– De la botella. De la simpatía que ha intentado hacer.
– Entonces, ¿es verdad que trataba de prenderle fuego a esa cosa? ¿Por qué no ha funcionado? ¿Qué…?
Bast le apretó el hombro con fuerza, hincándole el pulgar en el hueco entre las clavículas. El escribano dio otro grito.
– No hables de eso -le susurró Bast al oído-. No hagas preguntas. -Sujetando al escribano por los hombros, lo zarandeó un poco, como haría un padre enfadado con un niño testarudo.
– Dios mío, Bast. Lo oigo aullar desde la cocina -dijo Kvothe. Bast se enderezó y sentó a Cronista en su silla; el posadero salió de la cocina-. Que Tehlu nos asista, está pálido como la cera. ¿Crees que se pondrá bien?
– No es más grave que una congelación -dijo Bast con tono desdeñoso-. Yo no tengo la culpa de que chille como una chiquilla.
– Bueno, ten cuidado con él -dijo Kvothe poniendo un tarro de grasa y un puñado de dientes de ajo encima de la mesa-. Va a necesitar ese brazo al menos un par de días más.
Kvothe peló y aplastó los dientes de ajo. Bast preparó el bálsamo y le aplicó el apestoso mejunje en el hombro al escribano; luego se lo vendó. Cronista permaneció muy quieto.
– ¿Te animas a escribir un poco más esta noche? -preguntó Kvothe cuando el escribano se hubo puesto de nuevo la camisa-. Aún estamos muy lejos del final, pero puedo atar algunos cabos sueltos antes de acostarnos.
– Yo todavía aguanto unas cuantas horas -dijo Cronista. Se apresuró a abrir su cartera evitando mirar a Bast.
– Yo también. -Bast miró a Kvothe; estaba resplandeciente-. Quiero saber qué encontraste debajo de la Universidad.
Kvothe esbozó una sonrisa.
– Me lo imaginaba, Bast. -Fue a la mesa y se sentó-. Debajo de la Universidad encontré lo que más deseaba, si bien no era lo que yo esperaba. -Indicó con una seña a Cronista que cogiera su pluma-. Como suele pasar cuando alcanzas el deseo de tu corazón.