68 El viento cambiante

Pasé el día siguiente descalzo, sin capa y dándole vueltas a todo tipo de ideas deprimentes sobre mi vida. La novedad del papel de héroe perdió rápidamente peso a la luz de mi situación. Solo me quedaba una andrajosa muda de ropa. Las escaldaduras eran leves, pero me producían un dolor constante. No tenía dinero para comprar analgésicos ni ropa nueva. Masticaba corteza amarga de sauce, y amargos eran mis sentimientos.

Llevaba la pobreza colgada del cuello como una piedra. Jamás había sido tan consciente de la diferencia entre los otros estudiantes y yo. Todos los otros alumnos de la Universidad tenían una red de seguridad sobre la que caer. Los padres de Sim eran nobles atures. Wil pertenecía a una acaudalada familia de comerciantes del Shald. Si tenían problemas, ellos podían pedir dinero prestado con el aval de sus familias o escribir una carta a sus padres.

Yo, en cambio, no tenía dinero ni para comprarme unos zapatos. Solo tenía una camisa. ¿Cómo iba a quedarme en la Universidad el tiempo necesario para convertirme en arcanista? ¿Cómo iba a ascender si no tenía acceso al Archivo?

A mediodía estaba ya tan desanimado que le hablé mal a Sim durante la comida y discutimos como un matrimonio. Wilem no intervino en la discusión, y no apartó la vista de su plato. Al final, en un patente intento de levantarme la moral, me invitaron a ir a ver Tres peniques por un deseo al otro lado del río, al día siguiente. Acepté la invitación, porque me habían dicho que los actores representaban el texto original de Feltemi, y no una de las versiones expurgadas. Era una obra que encajaba muy bien con mi estado de ánimo, llena de humor macabro, de tragedias y de traiciones.

Después de comer vi que Kilvin ya había vendido la mitad de mis emisores. Como iban a ser los últimos emisores azules que se fabricaran durante un tiempo, los había sacado a buen precio, y obtuve una comisión de algo más de un talento y medio. Suponía que Kilvin había inflado un poco el precio, lo cual hería mi orgullo, pero no se le mira el diente a un caballo regalado.

Sin embargo, ni siquiera eso mejoró mi ánimo. Ya podía comprarme unos zapatos y una capa de segunda mano. Si trabajaba como un condenado durante el resto del bimestre, podría ganar suficiente para pagarle los intereses a Devi y también para cubrir mi matrícula. Esa perspectiva no me producía ninguna alegría. Era más consciente que nunca de lo precario de mi situación. Estaba al borde del desastre.

Estaba tan deprimido que me salté la clase de Simpatía Avanzada y me fui a Imre. La posibilidad de ver a Denna era lo único que podía levantarme un poco la moral. Todavía tenía que explicarle por qué no había acudido a nuestra cita para comer.

De camino al Eolio me compré unas botas bajas, buenas para caminar y lo bastante abrigadas para los meses de invierno que se avecinaban. Mi bolsa volvió a quedar casi vacía. Al salir de la tienda del zapatero, conté apesadumbrado las monedas: tres iotas y un drabín. Había tenido más dinero cuando vivía en las calles de Tarbean…


– Hoy llegas en un buen momento -dijo Deoch cuando me acerqué al Eolio-. Hay alguien esperándote.

Sonreí como un idiota, le di unas palmadas en el hombro y entré en la taberna.

No vi a Denna, sino a Fela sentada a una mesa, sola. Stanchion estaba de pie charlando con ella. Al verme, Stanchion me hizo señas para que me acercara y fue a ocupar su sitio de siempre en la barra; al pasar a mi lado, me dio unas cariñosas palmaditas en la espalda.

Fela se levantó y corrió hacia mí. Por un instante creí que iba a lanzarse a mis brazos como si fuéramos dos amantes que se reencuentran de una tragedia atur. Pero Fela se detuvo poco antes, con la oscura melena oscilando. Estaba tan guapa como siempre, pero con un enorme cardenal en uno de sus prominentes pómulos.

– Oh, no -dije, y me llevé una mano a la cara-. ¿Eso te lo hiciste cuando te solté? Lo siento mucho.

Fela me miró con incredulidad, y luego se echó a reír.

– ¿Me estás pidiendo perdón por haberme salvado de un infierno?

– Solo por la última parte, cuando me desmayé y te dejé caer. Fui muy estúpido. Se me olvidó contener la respiración y aspiré el aire envenenado. ¿Tienes otras magulladuras?

– Sí, pero ninguna que pueda enseñarte en público -contestó componiendo una mueca y moviendo las caderas de una forma que encontré sumamente turbadora.

– Espero que no sea nada grave.

Fela me miró con fiereza.

– Pues sí. Espero que la próxima vez lo hagas mejor. Cuando a una chica le salvan la vida, espera recibir un trato más caballeroso hasta el final.

– Tienes razón -dije, más relajado-. Lo consideraremos un ejercicio práctico.

Hubo un momento de silencio, y la sonrisa de Fela se apagó un tanto. Alargó una mano hacia mí; entonces vaciló y la dejó caer junto al cuerpo.

– En serio, Kvothe… Fue la peor experiencia de mi vida. Había fuego por todas partes…

Bajó la mirada y parpadeó varias veces seguidas.

– Estaba convencida de que iba a morir. Lo sabía. Pero me quedé allí plantada como… como un conejo asustado. -Levantó la cabeza, parpadeando para contener las lágrimas, y volvió a sonreír. Su sonrisa era más hermosa que nunca-. Y entonces te vi correr hacia el fuego. Fue lo más asombroso que he visto jamás. Fue como… ¿Has visto alguna vez una representación de Daeonica}

Asentí y sonreí.

– Fue como ver a Tarso saliendo del infierno. Atravesaste las llamas, y entonces comprendí que no iba a pasarme nada. -Dio un pasito hacia mí y me puso una mano en el brazo. Noté su calor a través de la camisa-. Estaba a punto de morir… -Se interrumpió, abochornada-. Vaya, me estoy repitiendo.

Sacudí la cabeza.

– No es verdad. Te vi. Estabas buscando una forma de salir.

– No. Estaba allí plantada. Como esas niñitas tontas de los cuentos que me leía mi madre. Siempre las odié. Me preguntaba: «¿Por qué no arroja a la bruja por la ventana? ¿Por qué no envenena la comida del ogro?». -Fela tenía la cabeza agachada y se miraba los pies; el cabello le ocultaba la cara. Su voz fue volviéndose más y más débil, hasta reducirse a poco más que un susurro-. «¿Por qué se queda quieta esperando que la salven? ¿Por qué no hace ella algo para salvarse?»

Puse una mano sobre la suya tratando de consolarla. Al hacerlo, noté algo. Su mano no era delicada y frágil, como yo esperaba. Era fuerte y callosa, una mano de escultor curtida a base de largas horas de trabajo con el martillo y el cincel.

– No tienes manos de doncella -comenté.

Fela me miró y vi que tenía los ojos brillantes y estaba a punto de llorar. De pronto dio una risotada que a la vez era también un sollozo.

– ¿Que no tengo… qué?

Me ruboricé de vergüenza al darme cuenta de lo que había dicho, pero me mantuve firme.

– No tienes las manos de una princesa frágil que pasa las horas haciendo encaje y que espera que llegue algún príncipe a salvarla. Son las manos de una mujer capaz de trepar por una cuerda hecha con su propio cabello para alcanzar la libertad, o de matar al ogro que la ha capturado mientras duerme. -La miré a los ojos-. Y son las manos de una mujer que habría conseguido salir del incendio por sí sola si yo no hubiera estado allí. Un poco chamuscada, quizá, pero nada más.

Me llevé su mano a los labios y la besé. Me pareció que era lo que me correspondía hacer.

– Aun así, me alegro de haber estado allí para ayudar. -Sonreí-. Así que… ¿como Tarso?

Fela volvió a deslumhrarme con su sonrisa.

– Como Tarso, el Príncipe Azul y Oren Velciter, los tres juntos -dijo riendo. Me cogió la mano-. Ven a ver. Tengo una cosa para ti.

Fela me llevó a la mesa donde había estado sentada y me dio un fardo de tela.

– Les pregunté a Wil y a Sim qué podía regalarte, y nos pareció apropiado… -Hizo una pausa, como si de pronto la venciera la timidez.

Era una capa de color verde oscuro, de tela buena y de corte elegante. Y no se la había comprado a ningún vendedor ambulante. Era la clase de prenda que yo jamás podría aspirar a comprarme.

– Le pedí al sastre que le cosiera unos cuantos bolsillitos -dijo Fela, nerviosa-. Wil y Sim mencionaron que ese detalle era importante.

– Es preciosa -dije.

Fela volvió a sonreír.

– Tuve que calcular las medidas a ojo -admitió-. A ver si te sienta bien. -Me quitó la capa de las manos y se acercó más a mí; me la colgó de los hombros y me rodeó con los brazos en algo muy parecido a un abrazo.

Me quedé allí plantado, por decirlo con las palabras de Fela, como un conejo asustado. Fela estaba tan cerca de mí que yo notaba su calor, y cuando se inclinó para ajustarme la capa sobre los hombros, uno de sus pechos me rozó un brazo. Me quedé quieto como una estatua. Por encima del hombro de Fela, vi sonreír a Deoch, que estaba apoyado en el marco de la puerta del local.

Fela se retiró, me miró con ojo crítico y volvió a acercárseme para hacer algún pequeño ajuste en el cierre de la capa, sobre mi pecho.

– Sí, te va bien -dijo-. Realza el color de tus ojos. Aunque tus ojos no lo necesitan. Son la cosa más verde que he visto jamás. Como un pedazo de primavera.

Fela se apartó para admirar su obra, y entonces vi una figura inconfundible que salía del Eolio por la puerta principal. Era Den-na. Solo vi un atisbo de su perfil, pero la reconocí con la certeza con que reconocería las palmas de mis manos. Me pregunté qué habría visto, y qué conclusiones sacaría.

Mi primer impulso fue echar a correr hacia la puerta. Explicarle por qué había faltado a nuestra cita de dos días atrás. Decirle que lo sentía. Aclarar que la mujer que me estaba abrazando solo me estaba haciendo un regalo, nada más.

Fela alisó la capa sobre mi hombro y me miró con unos ojos que solo unos instantes antes brillaban con una punta de lágrimas.

– Me queda perfecta -sentencié cogiendo la tela y abriéndola hacia un lado-. Es mucho más de lo que merezco, y no deberías haberte molestado, pero te lo agradezco.

– Quería que supieras cuánto valoro lo que hiciste. -Alargó un brazo y volvió a tocarme el brazo-. En realidad esto no es nada. Si alguna vez puedo hacer algo por ti… Si necesitas un favor… Solo tienes que pedírmelo. -Hizo una pausa y me miró con extrañeza-. ¿Estás bien?

Miré más allá de Fela, hacia la puerta. Denna podía estar ya en cualquier sitio. No podría alcanzarla.

– Sí, estoy bien -mentí.


Fela me invitó a una copa y charlamos un rato. Me sorprendió enterarme de que había estado trabajando con Elodin durante los últimos meses. Hacía esculturas para él, y a cambio, el maestro intentaba, a veces, enseñarle algo. Puso los ojos en blanco. Elodin la despertaba en plena noche y la llevaba a una cantera abandonada que había al norte de la ciudad. Le ponía arcilla húmeda en los zapatos y la hacía caminar todo el día con ellos. Hasta… Se ruborizó y sacudió la cabeza, interrumpiendo su relato. Yo sentía curiosidad, pero como no quería que se sintiera incómoda, no insistí, y ambos estuvimos de acuerdo en que el maestro estaba como una regadera.

Pasé todo ese rato sentado de cara a la puerta, con la vana esperanza que Denna regresara y de que pudiese explicárselo todo.

Al final Fela volvió a la Universidad para asistir a su clase de Matemáticas Abstractas. Yo me quedé en el Eolio, con una copa en la mano y pensando cómo podría arreglar las cosas entre Den-na y yo. Me habría gustado pillar una buena borrachera y ponerme sensiblero, pero no tenía dinero para eso, así que volví despacio, cojeando, al otro lado del río mientras se ponía el sol.


Me disponía a hacer una de mis excursiones al tejado de la Princi-palía cuando comprendí la importancia de una cosa que me había dicho Kilvin. Si toda la brea comehuesos se hubiera colado por los desagües…

Auri. Vivía en los túneles que había debajo de la Universidad. Corrí hacia la Clínica tan aprisa como me lo permitió mi lamentable estado. Por el camino tuve un golpe de suerte y vi a Mola cruzando el patio. Le grité y le hice señas para que me esperara.

Mola me miró con recelo cuando me acerqué a ella.

– No irás a darme una serenata, ¿verdad?

Aparté mi laúd con timidez y negué con la cabeza.

– Necesito que me hagas un favor. Tengo una amiga que podría estar herida.

Mola dio un suspiro.

– Tendrías que…

– No puedo pedir ayuda en la Clínica. -Dejé que mi ansiedad se reflejara en mi voz-. Por favor, Mola. Te prometo que no tardaremos más de media hora, pero tenemos que ir ahora mismo. Temo que ya sea demasiado tarde.

Mi tono de voz debió de convencerla.

– ¿Qué le pasa a tu amiga?

– Quizá haya sufrido quemaduras. O intoxicación por ácido. O por humo. Como los que estaban ayer en la Factoría, cuando hubo el incendio. Quizá peor.

Mola echó a andar.

– Voy a mi habitación a buscar mi material.

– Si no te importa, te espero aquí. -Me senté en un banco cercano-. Si te acompaño tardaremos más.

Me senté y traté de ignorar mis diversas quemaduras y magulladuras, y cuando volvió Mola la llevé al ala sudoeste de la Prin-cipalía, donde había tres chimeneas decorativas.

– Podemos subir al tejado por aquí.

Mola me miró con extrañeza, pero de momento parecía dispuesta a no hacer más preguntas.

Trepé poco a poco por la chimenea, afirmando las manos y los pies en las protuberancias de la piedra. Aquella era una de las formas más fáciles de subir al tejado de la Principalía. La había elegido, en parte, porque no estaba seguro de la habilidad de Mola para trepar, y en parte, porque mis heridas habían mermado considerablemente la mía.

Mola subió conmigo al tejado. Todavía llevaba el oscuro uniforme de la Clínica, pero encima se había puesto una capa gris que había cogido de su habitación. Di un rodeo para no tener que andar por las zonas más peligrosas. Hacía una noche despejada, y el creciente de luna nos alumbraba.

– Si fuera más ingenua -dijo Mola cuando rodeábamos una alta chimenea de piedra- pensaría que me estás llevando a un sitio apartado con algún propósito siniestro.

– ¿Qué te hace pensar que no lo estoy haciendo? -pregunté.

– No me parece que seas de esos -repuso ella-. Además, apenas puedes andar. Si intentaras algo, no me costaría mucho tirarte del tejado.

– No temas herir mis sentimientos -dije con una risita-. Aunque no estuviera medio lisiado, podrías tirarme del tejado.

Tropecé un poco con un caballete que no había visto y estuve a punto de caerme, porque me fallaron los reflejos. Me senté en una parte del tejado algo más alta que el resto y esperé a que se me pasara el mareo.

– ¿Te encuentras bien? -me preguntó Mola.

– Supongo que no. -Me puse trabajosamente en pie-. Está detrás de ese otro tejado -dije-. Quizá sería mejor que esperaras aquí y no hicieses ruido. Por si acaso.

Fui hacia el borde del tejado. Miré hacia abajo, donde estaban los setos y el manzano. No había luz en las ventanas.

– ¿Auri? -llamé en voz baja-. ¿Estás ahí? -Esperé. Me estaba poniendo nervioso por momentos-. Auri, ¿estás herida?

Nada. Empecé a maldecir por lo bajo.

Mola se cruzó de brazos.

– Mira, creo que ya he tenido mucha paciencia. ¿Te importaría contarme qué está pasando?

– Sigúeme y te lo explicaré. -Fui hacia el manzano y empecé a bajar poco a poco por él. Bordeé el seto hasta la rejilla de hierro. De la rejilla salía un débil pero persistente olor a amoníaco. Tiré de la rejilla, y esta se levantó unos centímetros antes de quedar atascada con algo-. Hace unos meses conocí a una persona y me hice amiga de ella -dije mientras, nervioso, deslizaba una mano entre los barrotes-. Vive aquí abajo. Me preocupa que haya sufrido algún daño. Gran parte del reactivo se coló por los desagües de la Factoría.

Mola se quedó un rato callada.

– Lo dices en serio. -Palpé a tientas debajo de la rejilla, tratando de entender por qué Auri la mantenía cerrada-. ¿A quién se le ocurriría vivir aquí abajo?

– A una persona asustada -repliqué-. Una persona a la que le dan miedo los ruidos fuertes, y la gente, y el cielo abierto. Tardé casi un mes en convencerla para que saliera de los túneles, y mucho más para que se acercara lo suficiente a mí para poder hablar con ella.

Mola suspiró.

– Si no te importa, voy a sentarme. -Se dirigió hacia el banco-. Llevo todo el día de pie.

Seguí palpando debajo de la rejilla, pero por mucho que lo intentara, no conseguía encontrar ningún cierre. Sintiéndome cada vez más frustrado, agarré la rejilla y tiré de ella con fuerza varias veces. La rejilla hizo varios ruidos metálicos, pero no se abrió.

– ¿Kvothe? -Levanté la cabeza, miré hacia el borde del tejado y vi a Auri allí de pie; su silueta se destacaba contra el cielo nocturno, y su fino cabello formaba una nube alrededor de su cabeza.

– ¡Auri! -La tensión me abandonó de golpe, dejándome débil y flojo-. ¿Dónde te habías metido?

– Había nubes -dijo ella, y echó a andar por el borde del tejado hacia el manzano-. Así que salí a buscarte por arriba. Pero está saliendo la luna, así que he vuelto.

Auri descendió por el árbol y se paró en seco al ver a Mola, envuelta en su capa, sentada en el banco.

– He venido con una amiga, Auri -dije con toda la dulzura de que fui capaz-. Espero que no te moleste.

Hubo una larga pausa.

– ¿Es buena?

– Sí, claro que es buena.

Auri se relajó un poco y se acercó más a mí.

– Te traía una pluma con viento de primavera, pero como te has retrasado… -me miró con gravedad- voy a regalarte una moneda. -Alargó un brazo y me la tendió, sujeta entre el pulgar y el índice-. Te protegerá por la noche. Te protegerá cuanto pueda protegerte, claro. -Tenía la forma de una pieza de penitencia atur, pero la luna le arrancaba destellos plateados. Nunca había visto una moneda parecida.

Me arrodillé, abrí el estuche del laúd y saqué un pequeño fardo.

– Yo te he traído tomates, judías y una cosa especial. -Le tendí el saquito de piel en el que me había gastado casi todo mi dinero dos días atrás, antes de que empezara a tener problemas-. Sal marina.

Auri lo cogió y miró en su interior.

– Pero qué bonito, Kvothe. ¿Qué hay en la sal?

«Restos minerales -pensé-. Cromo, basalio, malio, yodo… Todo lo que tu cuerpo necesita y seguramente no puede obtener de las manzanas, del pan ni de lo que consigues gorronear cuando no te encuentro.»

– Sueños de peces -contesté-. Y canciones de marineros.

Auri cabeceó, satisfecha, y se sentó; extendió el paño y colocó su comida encima con el mismo cuidado de siempre. Me quedé mirándola mientras ella empezaba a comer; metía una judía en la sal y luego le daba un mordisco. No parecía herida, pero había poca luz y era difícil estar seguro.

– ¿Te encuentras bien, Auri?

Ella ladeó la cabeza y me miró con gesto de curiosidad.

– Hubo un gran incendio. Bajó por los desagües. ¿Lo viste?

– Ya lo creo -contestó Auri abriendo mucho los ojos-. Se esparció por todas partes, y las musarañas y los mapaches corrían en todas direcciones tratando de escapar.

– ¿Te alcanzaron las llamas? -pregunté-. ¿Te quemaste?

Auri negó con la cabeza y sonrió como una niña pequeña.

– Ah, no. A mí no podían alcanzarme.

– ¿Estuviste cerca del fuego? -insistí-. ¿Respiraste el humo?

– ¿Por qué iba a respirar el humo? -Auri me miró como si fuera tonto-. Ahora toda la Subrealidad huele a meados de gato. -Arrugó la nariz-. Excepto Bajantes y Trapo.

Me calmé un poco, pero vi que Mola empezaba a removerse inquieta en el banco.

– ¿Puedo decirle a mi amiga que se acerque, Auri?

Auri se quedó quieta cuando estaba a punto de meterse una judía en la boca, pero se relajó y asintió, haciendo que su fino cabello se arremolinara alrededor de su cara.

Le hice señas a Mola, que empezó a caminar despacio hacia nosotros. Yo estaba un poco preocupado por cómo iría el encuentro. A mí me había costado más de un mes lograr que Auri saliera de los túneles que había debajo de la Universidad, donde vivía. Me preocupaba que una mala reacción por parte de Mola pudiera asustar a Auri y hacerla esconderse bajo tierra, donde no tendría ninguna posibilidad de encontrarla.

Señalé a Mola, que se había quedado de pie, y dije:

– Te presento a mi amiga Mola.

– Hola, Mola. -Auri levantó la cabeza y sonrió-. Tienes el pelo del color del sol, como yo. ¿Te apetece una manzana?

Mola, precavida, mantuvo un gesto inexpresivo.

– Gracias, Auri. Sí, me apetece.

Auri se puso en pie de un brinco y corrió hacia las ramas del manzano que colgaban por encima del tejado. Luego volvió corriendo hasta nosotros; su cabello ondulaba tras ella como una bandera. Le dio una manzana a Mola.

– Esta tiene un deseo dentro -dijo con toda naturalidad-. Asegúrate de que sabes lo que quieres antes de morderla. -Dicho eso, se sentó de nuevo y se comió otra judía, masticándola con recato.

Mola miró la manzana largo rato antes de darle un mordisco.

Después de eso, Auri terminó enseguida de comer y ató el sa-quito de sal.

– Y ahora, ¡toca! -exclamó-. ¡Toca!

Sonriendo, cogí mi laúd y pasé las manos por las cuerdas. Por fortuna, el pulgar donde tenía la herida era el de la mano izquierda, con la que componía los acordes, lo cual era un inconveniente relativamente menor.

Miré a Mola mientras afinaba el instrumento.

– Si quieres, puedes marcharte -le dije-. No querría darte una serenata involuntariamente.

– No, no te vayas -suplicó Auri, muy seria-. Su voz es como una tormenta, y sus manos conocen todos los secretos ocultos bajo la fría y oscura tierra.

Mola compuso una sonrisa.

– Bueno, supongo que vale la pena que me quede.

Así que toqué para las dos, mientras nos acompañaba el acompasado movimiento de las estrellas en el firmamento.


– ¿Por qué no se lo has dicho a nadie? -me preguntó Mola cuando deshacíamos nuestro camino por los tejados.

– No me pareció oportuno -contesté-. Si Auri quisiera que alguien supiese que está ahí, me imagino que se lo habría dicho ella misma.

– Ya sabes a qué me refiero -dijo Mola con enojo.

– Sí, sé a qué te refieres. -Di un suspiro-. Pero ¿qué conseguiría con eso? Auri es feliz donde está.

– ¿Feliz? -dijo Mola con incredulidad-. Va vestida con harapos y está desnutrida. Necesita ayuda. Comida y ropa.

– Le llevo comida -dije-. Y también le llevaré ropa, tan pronto como… -Vacilé, porque no quería reconocer mi miseria-. Tan pronto como pueda.

– ¿Por qué esperar? Si le dijeras a alguien…

– Vale -dije con sarcasmo-. Estoy seguro de que Jamison vendría aquí corriendo con una caja de bombones y un colchón de plumas si supiera que hay una alumna chiflada y medio muerta de hambre que vive debajo de la Universidad. La encerrarían. Lo sabes muy bien.

– No necesariamente… -Mola no insistió, porque sabía que yo tenía razón.

– Mola: si vienen a buscarla, se esconderá en los túneles. La asustarán, y yo perderé las pocas oportunidades que tengo de ayudarla.

Mola se cruzó de brazos y me miró.

– Está bien. De momento. Pero quiero que me acompañes hasta aquí otro día. Le traeré algo de ropa. Le irá grande, pero será mejor que la que tiene.

Negué con la cabeza.

– Eso no funcionará. Hace un par de ciclos le traje un vestido de segunda mano. Dice que ponerse la ropa de otra persona es una guarrada.

Mola me miró con gesto de desconcierto.

– No me ha parecido que fuera ceáldica. Para nada.

– Quizá sea que la educaron así, sencillamente.

– ¿Te encuentras mejor?

– Sí -mentí.

– Estás temblando. -Alargó una mano-. Toma, apóyate en mí.

Me ceñí mi capa nueva, me sujeté a su brazo y volví lentamente a Anker's.

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