32 Cobres, zapateros y multitudes

Faltaba cerca de una hora para mediodía cuando salí a la calle. El sol ya estaba muy alto, y notaba el calor de los adoquines en la planta de los pies. Los ruidos del mercado formaban un irregular murmullo a mi alrededor; intenté disfrutar de la agradable sensación de tener el estómago lleno y el cuerpo limpio.

Pero notaba una vaga inquietud en la boca del estómago. Era una sensación parecida a la que tienes cuando alguien te mira la nuca. Me acompañó hasta que me pudo el instinto y, rápido como un pez, me colé por un callejón.

Me quedé de pie, apoyado contra una pared, esperando, y esa extraña sensación fue desapareciendo. Pasados unos minutos, empecé a sentirme estúpido. Confiaba en mi instinto, pero a veces daba falsas alarmas. Esperé unos minutos más para asegurarme, y luego volví a la calle.

La sensación de desasosiego regresó casi de inmediato. La ignoré mientras trataba de averiguar de dónde provenía. Pero cinco minutos más tarde, perdí el valor y volví a meterme por una callejuela, escudriñando a la multitud para ver quién me seguía.

Nadie. Hicieron falta media hora de nerviosismo y dos callejones más para que averiguara qué estaba pasando.

Resultaba extraño caminar en medio de la multitud.

En los dos últimos años, las multitudes se habían convertido para mí en parte del decorado de la ciudad. Podía utilizar al gentío para esconderme de un guardia o de un tendero. Podía moverme a través de la muchedumbre para llegar a donde quisiera ir.

Hasta podía avanzar en la misma dirección que la multitud, pero nunca formaba parte de ella.

Estaba tan acostumbrado a que me ignoraran, que casi eché a correr cuando el primer comerciante se me acercó para venderme algo.

Una vez que hube identificado qué era eso lo que me inquietaba, la mayor parte de esa inquietud desapareció. Generalmente, el miedo proviene de la ignorancia. Una vez que supe cuál era el problema, este pasó a ser solo un problema y no algo que temer.


Como ya he mencionado, Tarbean se dividía en dos partes: la Colina y la Ribera. La Ribera era pobre; la Colina era rica. La Ribera apestaba; la Colina estaba limpia. En la Ribera había ladrones; en la Colina había banqueros (o mejor dicho… estafadores).

Ya os he contado la historia de mi única y catastrófica incursión en la Colina. De modo que quizá comprendáis por qué, cuando el gentío que tenía delante se separó un momento, vi lo que estaba buscando. Un miembro de la guardia. Me colé por la primera puerta que encontré, con el corazón latiéndome a toda prisa.

Pasé un momento recordándome que ya no era el pilludo al que habían aporreado años atrás. Iba limpio y bien vestido. No desentonaba en absoluto en aquella parte de la ciudad. Pero los viejos hábitos difícilmente mueren. Me esforcé para controlar una intensa rabia, pero no sabía si estaba enfadado conmigo mismo, con el guardia o con el mundo en general. Seguramente, las tres cosas.

– Enseguida te atiendo -dijo una alegre voz detrás de un umbral protegido por una cortina.

Eché un vistazo a la tienda. La luz que entraba por el escaparate iluminaba un abarrotado banco de trabajo y docenas de pares de zapatos colocados en unos estantes. Decidí que no habría podido refugiarme en ningún sitio mejor.

– A ver si lo adivino… -dijo la voz desde la trastienda. Un anciano canoso salió de detrás de la cortina con un largo trozo de cuero en las manos. Era bajito y caminaba encorvado, pero su arrugado rostro me sonrió-. Necesitas unos zapatos. -Sonrió con timidez; su chiste era como unas botas viejas y gastadas, pero tan cómodas que cuesta deshacerse de ellas. Me miró los pies. Yo también me los miré, a mi pesar.

Iba descalzo, por supuesto. Hacía tanto tiempo que no usaba zapatos que ya ni siquiera pensaba en ellos. Al menos durante el verano. En invierno soñaba con tenerlos.

Levanté la cabeza. El hombre miraba de un lado a otro, como si tratara de determinar si reírse podía costarle un cliente.

– Sí, creo que necesito unos zapatos -admití.

El zapatero rió, me condujo hasta un asiento y me midió los pies con las manos. Por fortuna, las calles estaban secas, de modo que tenía los pies sencillamente sucios del polvo de los adoquines. Si hubiera llovido, habrían estado vergonzosamente mugrientos.

– Veamos qué zapatos te gustan, y si tengo algún par de tu talla. Si no, puedo hacértelos, o retocarlos, y tenerlos listos dentro de un par de horas. A ver, ¿para qué quieres los zapatos? ¿Para andar? ¿Para bailar? ¿Para montar? -Se inclinó hacia atrás en el taburete y cogió un par de zapatos de un estante que tenía a sus espaldas.

– Para andar.

– Me lo imaginaba. -Con destreza, me puso unos calcetines en los pies, como si todos sus clientes entraran descalzos en la tienda. A continuación me calzó unos zapatos de piel negra con hebillas-. ¿Cómo los notas? Camina un poco para asegurarte.

– Es que…

– Te aprietan. Me lo imaginaba. No hay nada más molesto que unos zapatos que aprietan. -Me los quitó y, rápidamente, me calzó otro par-. ¿Y estos? -Eran de terciopelo o de fieltro, de color morado.

– No…

– ¿No son exactamente lo que buscabas? No me extraña. Se gastan muy deprisa. Aunque el color es bonito, adecuado para cortejar a las damas. -Me calzó otro par-. ¿Y estos?

Eran unos zapatos de sencillo cuero marrón, y parecían hechos a mi medida. Pisé con firmeza, y el zapato se me ciñó. Había olvidado lo maravillosa que podía llegar a ser la sensación de ir bien calzado.

– ¿Cuánto valen? -pregunté con aprensión.

En lugar de contestarme, el anciano se levantó y empezó a buscar con la mirada en los estantes.

– Los pies dicen mucho de la persona -caviló-. Hay hombres que entran aquí, sonrientes, con los zapatos muy limpios y los calcetines empolvados. Pero cuando se descalzan, sus pies huelen a rayos. Esas son las personas que ocultan cosas. Tienen secretos apestosos e intentan ocultarlos, como intentan ocultar el hedor de sus pies.

Se volvió hacia mí.

– Pero nunca funciona. La única forma de impedir que te huelan los pies es airearlos un poco. Quizá ocurra lo mismo con los secretos. Pero yo de eso no entiendo. Yo solamente entiendo de zapatos.

Empezó a buscar entre el revoltijo acumulado sobre su banco de trabajo.

– A veces vienen esos jóvenes de la corte, abanicándose la cara y relatando tragedias inverosímiles. Pero tienen unos pies blandos y rosados. Se nota que nunca han ido solos a ninguna parte. Se nota que nunca han sufrido de verdad.

Al final encontró lo que estaba buscando. Cogió un par de zapatos parecidos a los que yo acababa de probarme.

– Aquí están. Estos zapatos eran de mi Jacob cuando tenía tu edad. -Se sentó en el taburete y me desató los cordones de los zapatos que yo llevaba puestos-. Tú tienes unas plantas muy curtidas para tu edad -continuó-: cicatrices, callos. Unos pies como los tuyos podrían correr todo el día descalzos sobre la piedra y no necesitarían zapatos. Un muchacho de tu edad solo consigue unos pies así de una manera.

Me miró a los ojos con gesto inquisitivo. Asentí con la cabeza.

El anciano sonrió y me puso una mano en el hombro.

– ¿Cómo los notas?

Me levanté para probarlos. Eran aún más cómodos que el otro par, porque estaban un poco más gastados.

– Mira, estos zapatos son nuevos -dijo agitando los que tenía en la mano-. No han recorrido ni un kilómetro, y por unos zapatos nuevos como éstos suelo cobrar un talento, quizá un talento con dos. -Me señaló los pies-. Esos, en cambio, están usados, y yo no vendo zapatos usados.

Me dio la espalda y se puso a ordenar el banco de trabajo mientras tarareaba una melodía. Tardé un segundo en reconocerla: «Vete de la ciudad, calderero».

Yo sabía que el anciano estaba tratando de hacerme un favor, y una semana antes no habría dejado escapar la oportunidad de hacerme con un par de zapatos gratis. Pero por algún extraño motivo, no me parecía justo. Recogí rápidamente mis cosas y dejé un par de iotas de cobre encima del taburete antes de salir de la tienda.

¿Por qué? Porque el orgullo nos hace hacer cosas extrañas, y porque la generosidad debe recompensarse con generosidad. Pero sobre todo porque me pareció que era lo correcto, y eso ya es razón suficiente.


– Cuatro días. Seis si llueve.

Roent era el tercer carromatero al que había preguntado si se dirigía a Imre, en el norte; Imre era la ciudad que estaba más cerca de la Universidad. Era un grueso ceáldico con una poblada barba negra que le tapaba casi toda la cara. Se volvió y le gritó unas palabrotas en siaru a un hombre que estaba cargando rollos de tela en un carromato. Cuando hablaba en su lengua materna, sonaba como un monumental desprendimiento de rocas.

Su áspera voz se redujo a un murmullo cuando volvió a dirigirse a mí.

– Dos cobres. Iotas. Peniques no. Puedes viajar en un carromato si hay sitio. Si quieres, por la noche puedes dormir debajo. Cenas con nosotros. Para comer solo hay pan. Si algún carromato se atasca, ayudas a empujar.

Roent volvió a interrumpir nuestra conversación y se puso a gritar a sus hombres. Había tres carromatos en los que estaban cargando mercancías, mientras que el cuarto me resultaba dolorosamente familiar: era una de esas casas con ruedas en que yo había pasado la mayor parte de mi vida. La esposa de Roent, Reta, iba sentada en la parte delantera de ese vehículo. Adoptaba un semblante severo cuando observaba a los hombres que cargaban los carromatos, pero sonreía cuando hablaba con una niña que estaba de pie allí cerca.

Deduje que la niña era una pasajera, como yo. Tenía aproximadamente mi edad; quizá fuera un año mayor que yo, pero a esa edad un año marca una gran diferencia. Los Tahl tienen un dicho sobre los niños de nuestra edad: «El niño crece, pero la niña madura».

Llevaba pantalones y camisa, ropa sencilla y cómoda para viajar, y era lo bastante joven para que ese atuendo no resultara inadecuado. Su porte era tal que, si hubiera sido un año mayor, me habría visto obligado a considerarla una dama. Mientras hablaba con Reta se balanceaba hacia delante y hacia atrás con delicada elegancia y, al mismo tiempo, con exuberancia infantil. Tenía el cabello negro y largo, y…

Resumiendo: era hermosa. Hacía mucho tiempo que yo no veía nada hermoso.

Roent siguió la dirección de mi mirada y dijo:

– Por la noche todos ayudan a montar el campamento. Todos montan guardia por turnos. Si te duermes durante tu guardia, te quedas atrás. Comes con nosotros, sea lo que sea lo que haya cocinado mi esposa. Si te quejas, te quedas atrás. Si caminas demasiado despacio, te quedas atrás. Si molestas a la niña… -pasó una mano por su densa y negra barba- te la juegas.

Intervine con la esperanza de llevar sus pensamientos por otros derroteros:

– ¿Cuándo estarán cargados los carromatos?

– Dentro de dos horas -respondió él con adusta certeza, como desafiando a los braceros a contradecirlo.

Uno de los hombres se subió en lo alto de un carromato, haciendo visera con una mano. Gritó para hacerse oír por encima del ruido de caballos, carromatos y hombres que inundaba la plaza.

– No dejes que te asuste, chico. Gruñe mucho pero es una persona decente.

Roent lo apuntó con un dedo, y el hombre siguió con lo que estaba haciendo.

Yo no necesitaba que me convencieran. Generalmente se puede confiar en los hombres que viajan con su esposa. Además, el precio era razonable, y la caravana partía ese mismo día. Aproveché la ocasión para sacar un par de iotas de mi bolsa y ofrecérselas a Roent.

Se volvió hacia mí.

– Dos horas. -Levantó dos dedos para enfatizar sus palabras-. Si llegas tarde, te quedas atrás.

Asentí con solemnidad.

Rieusa, tu kialus A'isha tua. -«Gracias por acercarme a tu familia.»

Roent arqueó las pobladas cejas. Se recuperó enseguida e hizo una rápida inclinación de cabeza que fue casi una pequeña reverencia. Eché un vistazo a la plaza tratando de situarme.

– Hay gente llena de sorpresas. -Me volví y vi al bracero que me había gritado desde lo alto del carromato. Me tendió una mano-. Me llamo Derrik.

Le estreché la mano y me sentí torpe. Hacía tanto tiempo que no charlaba con nadie que me notaba rudo y vacilante.

– Kvothe -atiné a decir.

Derrik juntó las manos detrás de la espalda y se estiró haciendo una mueca de dolor. Me sacaba una cabeza y era rubio.

– Has dejado a Roent un poco desconcertado. ¿Dónde has aprendido a hablar siaru?

– Me enseñó un arcanista que conocí -expliqué. Vi que Roent iba a hablar con su esposa. La niña morena me miró y sonrió. Desvié la vista, porque no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer.

El bracero se encogió de hombros.

– Bueno, te dejo para que vayas a buscar tus cosas. Roent gruñe mucho y no muerde, pero una vez que los carromatos estén cargados no esperará a nadie.

Asentí con la cabeza, aunque no tenía «cosas» que ir a buscar.

Sin embargo sí tenía algunas compras que hacer. Dicen que en Tarbean puedes encontrar de todo si tienes suficiente dinero, y en general es cierto.


Bajé los escalones que conducían al sótano de Trapis. Resultaba extraño recorrerlos con zapatos. Estaba acostumbrado a notar la fría humedad de la piedra en las plantas de los pies cuando iba a hacerle una visita.

Cuando recorría el corto pasillo, un niño harapiento salió de las habitaciones interiores con una pequeña manzana en la mano. Al verme paró en seco; entonces frunció el ceño, entrecerró los ojos y me miró con recelo. Agachó la cabeza y pasó rozándome.

Sin pensarlo siquiera, aparté su mano de mi bolsita de cuero y me volví para mirarlo, demasiado aturdido para decir nada. El niño salió corriendo y me dejó confuso y trastornado. Allí nunca nos robábamos unos a otros. En las calles cada uno hacía lo que quería, pero el sótano de Trapis era lo más parecido a un santuario que teníamos, una especie de iglesia. Ninguno de nosotros se habría arriesgado a ponerlo en peligro.

Di los últimos pasos, llegué a la habitación principal y sentí alivio al ver que todo lo demás parecía normal. Trapis no se encontraba allí; seguramente estaba pidiendo caridad para ayudar a cuidar a sus niños. Había seis camastros, todos llenos, y más niños acostados en el suelo. Alrededor de la mesa, sobre la que había un cesto, vi a varios crios mugrientos con manzanas en la mano. Se volvieron y se quedaron mirándome con dureza y rencor.

Entonces lo entendí: ninguno me había reconocido. Limpio y bien vestido, parecía un chico normal y corriente. Aquel no era lugar para mí.

Entonces llegó Trapis, con unas hogazas de pan bajo un brazo y una niña que no paraba de berrear en el otro.

– Ari -le dijo a uno de los crios que estaban cerca del cesto de manzanas-, ven a ayudarme. Tenemos una invitada nueva y hay que cambiarla.

El niño fue corriendo y cogió a la niña en brazos. Trapis dejó el pan encima de la mesa, junto al cesto, y las miradas de todos los crios se fijaron atentamente en él. Se me contrajo el estómago. Trapis ni siquiera me había mirado. ¿Y si no me reconocía? ¿Y si me echaba de allí? No sabía si lo soportaría, así que empecé a caminar hacia la puerta.

Trapis fue apuntando a los niños uno a uno:

– Veamos. David, vacía el barril de beber y friégalo bien. El agua se está poniendo salobre. Cuando David haya terminado, Nathan puede llenarlo con agua de la bomba.

– ¿Puedo coger pan para dos? -preguntó Nathan-. Necesito un poco para mi hermano.

– Tu hermano puede venir él mismo a buscar su pan -dijo Trapis con dulzura. Luego miró con más atención al niño, como si hubiera notado algo raro-. ¿O está enfermo?

Nathan asintió, mirando al suelo.

Trapis le puso una mano en el hombro.

– Tráelo aquí y veremos qué tiene.

– Es la pierna -farfulló Nathan, que parecía estar a punto de llorar-. La tiene muy caliente y no puede caminar.

Trapis asintió y se dirigió al siguiente niño:

– Jen, ayuda a Nathan a traer a su hermano. -Los niños salieron corriendo-. Tam, como Nathan se ha ido, tú puedes traer el agua.

»Kvothe, tú ve a buscar jabón. -Me tendió medio penique-. Ve a la tienda de Marna, en Lavanderas. Te hará un buen precio si le dices para quién es.

De pronto se me hizo un nudo en la garganta. Trapis me había reconocido. No sé cómo describir el alivio que sentí. Trapis era lo más parecido que yo tenía a una familia. La idea de que no me reconociera me había horrorizado.

– No tengo tiempo para hacerte el encargo, Trapis -dije, titubeante-. Me marcho. Me voy al interior, a Imre.

– Ah, ¿sí? -dijo Trapis; entonces hizo una pausa y volvió a mirarme, esa vez con más detenimiento-. Ya veo.

Claro. Trapis nunca se fijaba en la ropa, sino solo en el niño que había dentro.

– He venido para decirte dónde están mis cosas. En el tejado de la cerería hay un sitio donde confluyen tres aleros. Tengo algunas cosas allí: una manta, una botella… Ya no las necesito. Es un buen sitio para dormir si alguien lo necesita, y seco. Allí nunca sube nadie… -Enmudecí.

– Eres muy amable. Enviaré a uno de los chicos -dijo Tra-pis-. Ven aquí. -Se me acercó y me dio un torpe abrazo; su barba me hizo cosquillas en la mejilla-. Siempre me alegro cuando alguno de vosotros se marcha -me dijo en voz baja-. Sé que te las arreglarás bien, pero siempre puedes volver aquí si lo necesitas.

Una de las niñas que estaban en los camastros empezó a agitarse y a gemir. Trapis se separó de mí y se dio la vuelta.

– Qué, qué -dijo al ir a atenderla, y las plantas de sus pies hicieron ruido sobre el suelo de piedra-. Qué, qué. Ya va, ya va.

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