37 Rebosante de ilusión

Lorren me guió por el patio. -La discusión trataba básicamente de eso -me explicó con tono desapasionado-. Teníamos que fijar el precio de la matrícula. Lo hacemos con todos los alumnos.

Había recobrado la compostura y me había disculpado por mis espantosos modales. El maestro Lorren había asentido con serenidad y se había ofrecido a acompañarme al despacho del tesorero para asegurarse de que no hubiera ningún malentendido con respecto a mi «tarifa» de admisión.

– Una vez que hemos decidido admitirte, tal como tú has sugerido -Lorren hizo una breve pero significativa pausa, para darme a entender que no había resultado nada fácil-, ha surgido el problema de que no había ningún precedente de que a un alumno se le pagara para que se matriculase. -Hizo otra pausa-. Eso es algo muy inusual.

Lorren me condujo a otro edificio de piedra, me precedió por un pasillo y bajamos una escalera.

– Hola, Riem.

El tesorero era un hombre mayor e irritable que se mostró más irritado aún cuando se enteró de que tenía que pagarme en lugar de cobrarme. Una vez que me hubo entregado los tres talentos, el maestro Lorren me acompañó afuera.

Me acordé de una cosa y me metí una mano en el bolsillo; me alegraba de tener una excusa para cambiar de tema.

– Tengo un recibo de La Cubierta Rota. -Le entregué el trozo de papel y me pregunté qué pensaría el librero cuando el maestro archivero de la Universidad se presentara en su establecimiento para recuperar el libro que le había vendido un mugriento granuja-. Le agradezco que se tome la molestia de hacerme este favor, maestro Lorren, y espero que no me considere un desagradecido si le pido una cosa más…

Lorren le echó un vistazo al recibo antes de guardárselo en un bolsillo, y me miró atentamente. No, no atentamente. Ni burlona-mente. En su rostro no se reflejaba ninguna emoción. Ni curiosidad, ni irritación… Nada. De no ser porque sus ojos estaban clavados en los míos, habría pensado que se había olvidado por completo de que yo estaba allí.

– Pídeme lo que quieras -dijo.

– Ese libro… es lo único que me queda de… esa etapa de mi vida. Me gustaría mucho comprárselo algún día, cuando tenga dinero.

Lorren asintió, imperturbable.

– Podemos arreglarlo. No te preocupes por el libro. Lo guardaré con el mismo cuidado con que guardo los libros del Archivo.

Lorren levantó una mano para saludar a un alumno que pasaba.

El muchacho, de pelo pajizo, se paró en seco y se nos acercó, nervioso. Saludó al maestro archivero con gran solemnidad e hizo una inclinación de cabeza que fue casi una reverencia.

– ¿Sí, maestro Lorren?

Lorren me señaló con una de sus largas manos.

– Simmon, te presento a Kvothe. Hay que enseñarle las instalaciones, ayudarlo a apuntarse a las clases, y esas cosas. Kilvin lo quiere en artificería. Por lo demás, lo dejo a tu propio juicio. ¿Te ocuparás de todo?

Simmon asintió de nuevo y se apartó el flequillo de los ojos.

– Sí, señor.

Lorren se dio la vuelta y se marchó. Con sus largas zancadas hacía ondular su negra túnica de maestro.


Simmon también era joven para estudiar en la Universidad, aunque era un par de años mayor que yo. Era más alto que yo, pero todavía tenía una cara y una timidez infantiles.

– ¿Ya tienes sitio donde dormir? -me preguntó cuando echamos a andar-. ¿Una habitación en una posada o algo así?

Negué con la cabeza.

– Acabo de llegar. De momento solo me he ocupado de pasar por Admisiones.

Simmon rió un poco.

– Ya sé. Yo todavía tiemblo al principio de cada bimestre. -Señaló un ancho sendero bordeado de árboles que había a nuestra izquierda-. Primero iremos a las Dependencias.

Me paré.

– Todavía no tengo mucho dinero -confesé. No me había planteado alquilar una habitación. Estaba acostumbrado a dormir a la intemperie, y sabía que tenía que ahorrar mis tres talentos para comprar ropa, comida, papel y la matrícula del bimestre siguiente. No podía contar con la generosidad de los maestros dos bimestres seguidos.

– No te ha ido muy bien en Admisiones, ¿verdad? -dijo Simmon, comprensivo, al mismo tiempo que me cogía por el codo y me llevaba hacia otro edificio gris de la Universidad. Era un bloque de tres pisos, con muchas ventanas, y tenía varias alas que irradiaban del cubo central-. No le des mucha importancia. La primera vez que pasé por Admisiones me puse muy nervioso y me cagué. Metafóricamente hablando.

– No me ha ido tan mal -dije, y de pronto noté el peso de los tres talentos que llevaba en la bolsa-. Pero creo que he ofendido al maestro Lorren. Me ha parecido un poco…

– ¿Frío? -dijo Simmon-. ¿Distante? ¿Como una columna de piedra? -Se rió-. Lorren es así. Circula el rumor de que Elxa Dal ha ofrecido diez marcos de oro a quien consiga hacerle reír.

– Oh. -Me relajé un poco-. Me alegro. Es la última persona que quisiera que me cogiera manía. Tengo pensado pasar mucho tiempo en el Archivo.

– Cuida los libros y no tendrás problemas. En general, Lorren es muy indiferente, pero ten cuidado con sus libros. -Arqueó las cejas y sacudió la cabeza-. Es más feroz que una osa protegiendo a sus oseznos. De hecho, preferiría que me atrapara una osa a que Lorren me viera doblando una página.

Simmon le dio una patada a una piedra, y esta dio unos saltitos sobre los adoquines.

– A ver. En las Dependencias tienes diferentes opciones. Una litera y un vale para comidas para todo el bimestre te costará un talento. -Se encogió de hombros-. No es nada del otro mundo, pero te protege de la lluvia. Por dos talentos puedes compartir una habitación, y por tres puedes tener una habitación para ti solo.

– ¿Qué incluye el vale para comidas?

– En la Cantina sirven tres comidas al día. -Señaló un edificio largo de tejado bajo que había al otro lado de la extensión de césped-. La comida no está mala, siempre que no pienses mucho de dónde puede haber salido.

Calculé mentalmente. Un talento por tres comidas al día y un sitio seco donde dormir era lo máximo a que podía aspirar. Sonreí a Simmon.

– Creo que me quedaré con eso.

Simmon asintió y abrió la puerta de las Dependencias.

– Entonces, litera. Vamos a buscar a un auxiliar para que te registre.


Las literas de los alumnos que no pertenecían al Arcano estaban en el cuarto piso del ala este de las Dependencias; eran las que quedaban más lejos de los baños, que estaban en la planta baja. El alojamiento era tal como lo había descrito Sim: nada del otro mundo. Pero la cama, estrecha, tenía sábanas limpias, y había un baúl con un candado donde podría guardar mis escasos objetos personales.

Todas las literas de abajo ya estaban ocupadas, así que ocupé una de arriba en el fondo de la habitación. Miré por una de las estrechas ventanas que había sobre mi litera y me acordé de mi escondite en los tejados de Tarbean. Esa similitud resultaba extrañamente reconfortante.

La comida consistió en un cuenco de humeante puré de patata, judías, unas estrechas lonchas de panceta y pan moreno recién hecho. Había unos doscientos estudiantes sentados a las enormes mesas, hechas con tablas. Se oía un constante y débil murmullo de conversación, punteado por risas y por el ruido metálico de las cucharas y los tenedores arañando las bandejas de latón.

Simmon me condujo a un rincón del fondo de la larga habitación. Otros dos estudiantes levantaron la cabeza al ver que nos acercábamos.

Simmon hizo un gesto con una mano y dejó su bandeja encima de la mesa.

– Os presento a Kvothe, el nuevo más nuevo de la Universidad. -Fue apuntando a cada una de las personas que nombraba-: Kvothe, estos son los peores alumnos que se pueden encontrar en el Arcano: Manet y Wilem.

– Ya nos conocemos -dijo Wilem. Era el moreno ceáldimo del mostrador del Archivo-. Así que era verdad que ibas a Admisiones -dijo con cierta sorpresa-. Creí que me estabas vendiendo hierro falso. -Me estrechó la mano y añadió-: Bienvenido.

– Que Tehlu nos asista -masculló Manet mirándome de arriba abajo. Tenía como mínimo cincuenta años; llevaba el pelo alborotado y una barba entrecana. Tenía un aire ligeramente desaliñado, como si acabara de levantarse de la cama-. ¿Soy tan viejo como me siento? ¿O es él tan joven como parece?

– Las dos cosas -dijo Simmon, risueño, al mismo tiempo que se sentaba a la mesa-. Verás, Kvothe, Manet lleva más tiempo en el Arcano que todos nosotros juntos.

Manet dio un resoplido.

– Ya que lo dices, dilo bien. Llevo más tiempo en el Arcano del que lleváis vivos cualquiera de vosotros.

– Y todavía es un simple E'lir -añadió Wilem. Su marcado acento siaru hacía difícil distinguir si lo decía con sarcasmo o no.

– Hurra por ser un E'lir -dijo Manet con vehemencia-. Si os ascienden lo lamentaréis. Confiad en mí. El ascenso solo conlleva más problemas, y tener que pagar una matrícula más cara.

– Queremos nuestros florines, Manet -dijo Simmon-. A ser posible, antes de que nos muramos.

– El florín también está sobrevalorado -replicó Manet partiendo un trozo de pan y mojándolo en la sopa. La conversación tenía un tono distendido, y deduje que era habitual.

– ¿Cómo te ha ido? -le preguntó Simmon a Wilem con interés.

– Siete con ocho -gruñó Wilem.

Simmon se mostró sorprendido.

– ¿Qué demonios ha pasado? ¿Le has pegado un puñetazo a alguno?

– He fallado en el mensaje cifrado -dijo Wilem, compungido-. Y Lorren me ha preguntado sobre la influencia de la subin-fundación en la moneda modegana. Kilvin ha tenido que traducírmelo, y ni así he sabido contestar.

– No sabes cuánto lo siento -dijo Sim alegremente-. Los dos bimestres pasados me derrotaste, pero tarde o temprano tenía que alcanzarte. A mí este año me cobran cinco talentos justos. -Tendió una mano con la palma hacia arriba-. Ya me estás pagando lo que me debes.

Wilem se metió una mano en el bolsillo y sacó una iota de cobre que le dio a Sim.

Miré a Manet.

– ¿Tú no participas? -le pregunté.

El hombre de pelo alborotado soltó una risita y negó con la cabeza.

– Las apuestas no me serían muy favorables -dijo con la boca llena.

– A ver -dijo Simmon dando un suspiro-. ¿Cuánto tienes que pagar este bimestre?

– Uno con seis -contestó Manet sonriendo con cara de lobo.

Antes de que a alguien se le ocurriera preguntarme cuánto me había costado la matrícula, dije:

– He oído que a alguien le han impuesto una matrícula de treinta talentos. ¿Pasa eso a menudo?

– No, si tienes la precaución de mantenerte en la zona baja del ranking.

– Solo con la nobleza -aportó Wilem-. Unos desgraciados de mierda que no pintan nada estudiando aquí. Creo que pagan esas matrículas desorbitadas solo para poder quejarse.

– A mí no me importa -intervino Manet-. Ellos, que paguen. Y a mí que sigan cobrándome poco.

Di un respingo, pues alguien dejó bruscamente una bandeja al otro lado de la mesa.

– Supongo que habláis de mí. -El dueño de la bandeja era un joven de ojos azules, atractivo, con una barba muy bien recortada y unos prominentes pómulos modeganos. Llevaba ropa cara y de colores apagados, y un puñal con empuñadura forrada de alambre en el cinto. Era la primera vez que veía a alguien armado en la Universidad.

– ¡Sovoy! -Simmon estaba anonadado-. ¿Qué haces aquí?

– Lo mismo me pregunto yo. -Sovoy le echó un vistazo al banco-. ¿Es que en este sitio no hay sillas decentes? -Tomó asiento; se movía con una extraña combinación de elegante distinción y rígida y ofendida dignidad-. Excelente. Ya me veo comiendo en una tabla de trinchar y lanzándoles los huesos a los perros por encima del hombro.

– Las normas de etiqueta dictan que hay que hacerlo por encima del hombro izquierdo, alteza -bromeó Manet, sonriente, mientras masticaba pan.

Los ojos de Sovoy lanzaron un destello de enojo, pero antes de que pudiera decir nada, Simmon preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

– La matrícula me ha costado sesenta y ocho strehlanes -respondió Sovoy, indignado.

Simmon parecía desconcertado.

– ¿Es mucho? -preguntó.

– Sí, muchísimo -dijo Sovoy con sarcasmo-. Y sin ningún motivo. He contestado bien todas las preguntas. Esto es un ajuste de cuentas, sencillamente. A Mandrag no le caigo nada bien. Ni a Hemme. Además, todo el mundo sabe que a los nobles nos sacan más dinero que a vosotros. Nos exprimen como limones.

– Simmon es noble -dijo Manet apuntando a Simmon con una cuchara-. Y a él no le va tan mal.

Sovoy expulsó el aire ruidosamente por la nariz.

– El padre de Simmon es un duque de pacotilla que obedece a un reyecillo de Atur. En los establos de mi padre hay linajes más antiguos que los de la mitad de vuestras mansiones atur.

Simmon se puso un poco tenso, pero no desvió la mirada de su plato.

Wilem se volvió hacia Sovoy y lo miró con dureza. Pero antes de que dijera nada, Sovoy se desplomó y se frotó la cara con una mano.

– Lo siento, Sim, tuyos sean mi casa y mi nombre. Es que… confiaba en que este bimestre las cosas me irían mejor, y en cambio me han ido peor. Con mi asignación no me llega ni para pagar la matrícula, y ya nadie me amplía el crédito. ¿Sabes lo humillante que es eso? He tenido que dejar mis habitaciones en El Pony de Oro. Estoy en el tercer piso de las Dependencias. He estado a punto de tener que compartir una habitación. ¿Qué diría mi padre si se enterara?

Simmon, con la boca llena, se encogió de hombros e hizo un gesto con la cuchara que parecía indicar que no pasaba nada.

– Quizá te iría mejor si no te presentaras siempre tan emperifollado -sugirió Manet-. No te pongas tu ropa de seda para pasar por Admisiones.

– ¿Así funciona? -dijo Sovoy, encolerizándose de nuevo-. ¿Tengo que rebajarme? ¿Frotarme el pelo con ceniza? ¿Desgarrarme la ropa? -A medida que se iba enfureciendo, su cadencioso acento iba haciéndose más pronunciado-. No. Ellos no son mejores personas que yo. No tengo por qué inclinarme ante ellos.

Un incómodo silencio se apoderó de la mesa. Vi que muchos alumnos estaban contemplando el espectáculo desde las mesas cercanas.

Hylta tiam -continuó Sovoy-. Odio este sitio. El clima es absurdo e impredecible. La religión es primitiva y mojigata. Las prostitutas son intolerablemente ignorantes y descorteses. El idioma apenas tiene la sutileza necesaria para expresar lo repugnante que es esto…

La voz de Sovoy fue haciéndose más débil a medida que hablaba, hasta que pareció que hablara solo.

– Mi sangre se remonta a cincuenta generaciones, es más vieja que los árboles y que las piedras. Y mirad cómo tengo que verme. -Se sujetó la cabeza con las palmas de las manos y miró su bandeja de latón-. Pan de cebada. ¡Por todos los dioses, los humanos comen trigo!

Me quedé mirándolo mientras masticaba un trozo de pan moreno. Estaba delicioso.

– No sé en qué estaba pensando -dijo de pronto Sovoy poniéndose en pie-. No puedo soportarlo. -Se marchó precipitadamente, dejando su bandeja en la mesa.

– Ese es Sovoy -me dijo Manet-. No es mala gente, aunque generalmente no está tan borracho.

– ¿Es modegano?

Simmon rió.

– Es imposible ser más modegano que Sovoy.

– No deberías provocarlo -le dijo Wilem a Manet. Su marcado acento me impidió distinguir si estaba reprendiendo a Manet, pero no cabía duda de que su moreno rostro de ceáldico reflejaba reproche. Supuse que, como también era extranjero, comprendía mejor las dificultades de Sovoy para adaptarse al idioma y a la cultura de la Mancomunidad.

– Sí, lo está pasando muy mal -aportó Simmon-. ¿Os acordáis de cuando tuvo que dejar marchar a su criado?

Con la boca llena, Manet hizo como si tocara un violín imaginario. Puso los ojos en blanco y adoptó una expresión nada comprensiva.

– Esta vez ha tenido que vender sus anillos -añadí. Wilem, Simmon y Manet me miraron con curiosidad-. Tenía unas marcas pálidas en los dedos -expliqué levantando una mano.

Manet me miró con los ojos entornados.

– Vaya, vaya. Nuestro nuevo alumno no tiene ni un pelo de tonto. -Se volvió hacia Wilem y Simmon-. Chicos, me juego dos iotas a que el joven Kvothe consigue entrar en el Arcano antes de que termine el tercer bimestre.

– ¿Tres bimestres? -dije, sorprendido-. Tenía entendido que lo único que había que hacer era demostrar que se dominan los principios básicos de la simpatía.

Manet me sonrió y dijo:

– Eso se lo dicen a todos. Principios de Simpatía es una de las asignaturas que te hará sudar tinta antes de que te asciendan a E'lir. -Se volvió hacia Wil y Sim, expectante-. ¿Qué me decís? ¿Dos iotas?

– De acuerdo. -Wilem me miró como disculpándose-. No te ofendas. Me gusta arriesgarme.

– ¿Qué asignaturas has elegido? -me preguntó Manet mientras Wil y él cerraban el trato con un apretón de manos.

La pregunta me pilló desprevenido.

– Todas, supongo.

– Hablas como yo hace treinta años -dijo Manet riendo-. ¿Por dónde vas a empezar?

– Por los Chandrian -contesté-. Quiero saber todo lo que pueda sobre los Chandrian.

Manet frunció el ceño, y luego soltó una carcajada.

– Bueno, supongo que no debería extrañarme. Sim estudia a las hadas y a los duendes. Wil cree en todo tipo de absurdos espíritus celestes ceáldicos. -Infló el pecho-. A mí me encantan los diablillos y los engendros.

Noté que me ruborizaba de vergüenza.

– Por el cuerpo de Dios, Manet -le cortó Sim-. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado?

– Acabo de apostar dos iotas por un chico que quiere estudiar cuentos infantiles -refunfuñó Manet apuntándome con el tenedor.

– Se refería al folclore y a esas cosas. -Wilem me miró-. ¿Te interesa investigar en el Archivo?

– El folclore es solo una parte -me apresuré a decir para guardar las apariencias-. Quiero ver si las leyendas folclóricas de diferentes culturas se ajustan a la teoría de Teccam de la septología narrativa.

Sim miró a Manet.

– ¿Lo ves? ¿Por qué estás tan quisquilloso? ¿Cuándo dormiste por última vez?

– No me hables en ese tono -protestó Manet-. La otra noche dormí unas horas.

– ¿La otra noche? ¿Qué noche? -insistió Sim.

Manet hizo una pausa y se quedó mirando su bandeja.

– La noche de Abatida.

Wilem sacudió la cabeza y masculló algo en siaru.

Simmon parecía horrorizado.

– Manet, ayer fue Prendido. ¿Llevas dos días sin dormir?

– No creo -dijo Manet con incertidumbre-. Siempre me hago un lío durante las admisiones. Como no hay clases, pierdo la noción del tiempo. Además, estoy liado con un proyecto en la Factoría. -Se frotó la cara con ambas manos y luego me miró-. Tenéis razón. Hoy estoy un poco quisquilloso. La septología de Teccam, el folclore y todo eso… Es un poco libresco para mí, pero es una materia interesante para el estudio. No era mi intención ofenderte.

– No pasa nada -dije. Señalé la bandeja de Sovoy-. Acércame eso, ¿quieres? Si nuestro joven noble no piensa volver, me comeré su pan.


Simmon me llevó a apuntarme a las clases, y luego me fui al Archivo, ansioso por verlo tras tantos años soñando con él.

Esa vez, cuando entré en el Archivo, había un joven caballero sentado detrás del mostrador, dando golpecitos con una pluma en una hoja de papel con muchas correcciones y tachaduras. Mientras me acercaba a él, frunció el ceño y tachó otra línea. Tenía una cara hecha para fruncir el ceño, y las manos blandas y pálidas. Su camisa de lino, de un blanco cegador, y su chaleco de color azul apestaban a dinero. Esa parte de mí que todavía no se había marchado de Tarbean quiso echarle mano a su bolsillo.

El joven siguió golpeando con la pluma en la hoja; al final la dejó sobre el mostrador con un suspiro de profundo fastidio.

– Nombre -dijo sin mirarme.

– Kvothe.

Hojeó el registro hasta que encontró una página determinada y arrugó la frente.

– No estás en el libro. -Me miró un momento y volvió a fruncir el ceño; luego volvió a concentrarse en el verso en que estaba trabajando. Como yo no daba señales de marcharme, chasqueó los dedos como si ahuyentara a un bicho-. Puedes largarte cuando quieras.

– Acabo de…

Ambrose volvió a dejar la pluma.

– Mira, no estás en el libro -me dijo muy despacio, como si hablara con un retrasado mental. Señaló el registro de forma exagerada, con ambas manos-. Así que no entras. -Volvió a señalar, esa vez la puerta interior-. Fin de la historia.

– Acabo de pasar por Admisiones…

Alzó las manos, exasperado.

– Entonces claro que no estás en el libro.

Me metí la mano en el bolsillo para sacar el recibo que me habían dado.

– El maestro Lorren me ha dado esto.

– Por mí como si te ha llevado en brazos -dijo Ambrose mojando su pluma en el tintero-. Y ahora, no me hagas perder más tiempo. Tengo cosas que hacer.

– ¿Que no te haga perder más tiempo? -pregunté; se me estaba acabando la paciencia-. ¿Tienes idea de lo que he tenido que hacer para llegar hasta aquí?

Ambrose me miró; de pronto parecía que la situación le hiciera mucha gracia.

– Espera, a ver si lo adivino -dijo posando ambas manos sobre el mostrador y poniéndose en pie-. Siempre fuiste más listo que los otros niños en Villazoquete, o como quiera que se llame el pueblo de mala muerte de donde eres. Tu habilidad para leer y contar dejaba anonadados a tus convecinos.

Oí que la puerta que daba al exterior se abría y se cerraba detrás de mí, pero Ambrose no le prestó atención; salió de detrás del mostrador y se apoyó en la parte delantera, donde estaba yo.

– Tus padres sabían que eras especial, así que ahorraron durante un par de años, te compraron unos zapatos y te hicieron una camisa con la manta del cerdo. -Estiró un brazo y frotó la tela de mi ropa nueva.

»Anduviste durante meses, recorriste cientos de kilómetros en carros tirados por muías. Pero al final… -Hizo un amplio ademán con ambas manos-. ¡Alabados sean Tehlu y todos sus ángeles! ¡Aquí estás! ¡Emocionado y rebosante de ilusión!

Oí una risa y me volví. Mientras Ambrose soltaba su diatriba, habían entrado dos hombres y una joven.

– Por el cuerpo de Dios, Ambrose. ¿Por qué te pones así?

– Son estos malditos novatos -gruñó Ambrose mientras volvía detrás del mostrador-. Entran aquí vestidos con harapos y se comportan como si fueran los amos del lugar.

Los tres recién llegados fueron hacia la puerta con el letrero que rezaba estanterías. Tuve que sofocar mi bochorno cuando me miraron de arriba abajo.

– Esta noche vamos al Eolio, ¿no?

Ambrose asintió con la cabeza.

– Por supuesto. Al sonar la sexta campanada.

– ¿No vas a comprobar si están en el libro? -pregunté cuando la puerta se cerró detrás de ellos.

Ambrose se volvió y me miró con una radiante sonrisa que no tenía nada de amistoso.

– Mira, voy a darte un consejo gratis. En tu pueblo eras alguien especial. Aquí no eres más que otro crío bocazas. Así que llámame Re'lar, vuelve a tu litera y da gracias a cualquiera que sea el dios pagano al que rezas de que no estemos en Vintas. Mi padre y yo te encadenaríamos a un poste como si fueras un perro rabioso.

Se encogió de hombros.

– O no. Quédate aquí. Monta un numerito. Ponte a llorar. Mejor aún, pégame un puñetazo. -Sonrió-. Te daré una paliza y te pondrán de patitas en la calle. -Cogió de nuevo la pluma y siguió con lo que estaba escribiendo.

Me marché.

Quizá penséis que ese encontronazo me desanimó. Quizá penséis que me sentí traicionado, y que todos mis sueños infantiles sobre la Universidad quedaron cruelmente destrozados.

Pues no, todo lo contrario. Me tranquilizó. Me había sentido fuera de mi elemento hasta que Ambrose me hizo comprender, a su manera, que entre la Universidad y las calles de Tarbean no había mucha diferencia. Estés donde estés, la gente es básicamente la misma.

Además, la rabia puede calentarte por la noche, y el orgullo herido puede alentar a un hombre a hacer cosas maravillosas.

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