En la posada Roca de Guía reinaba el silencio. Rodeaba a los dos hombres que estaban sentados a una mesa en una habitación, por lo demás, vacía. Kvothe había dejado de hablar, y si bien parecía que estuviera mirándose las manos entrelazadas, en realidad su pensamiento estaba muy lejos de allí. Cuando finalmente levantó la cabeza, casi pareció sorprenderle encontrar a Cronista sentado al otro lado de la mesa, con la pluma suspendida sobre el tintero.
Kvothe exhaló un suspiro y le hizo una seña a Cronista para que dejara de escribir. El escribano obedeció y secó el plumín con un trapo limpio antes de dejar la pluma sobre la mesa.
– Necesito beber algo -anunció de pronto Kvothe, como si eso lo sorprendiera-. No acostumbro a hablar tanto últimamente, y tengo la boca seca. -Se levantó de la mesa con un ágil movimiento y se dirigió hacia la barra entre el laberinto de mesas vacías-. Puedo ofrecerte de todo: cerveza negra, vino blanco, sidra con especias, chocolate, café…
Cronista arqueó una ceja.
– ¿Tienes chocolate? Qué maravilla. No esperaba encontrar una cosa así tan lejos de… -Carraspeó educadamente-. Bueno, de ninguna parte.
– Aquí, en la Roca de Guía, tenemos de todo -dijo Kvothe con un ademán que abarcó la vacía estancia-. Excepto clientes, por supuesto. -Sacó una jarra de barro cocido de debajo de la barra y la puso encima con un ruido hueco. Suspiró y gritó-: ¡Bast! Trae un poco de sidra, ¿quieres?
Detrás de la puerta que había al fondo del local sonó una ininteligible respuesta.
– Bast -dijo Kvothe con fastidio, pero al parecer demasiado bajo para que lo oyeran.
– ¡Mueve el culo y baja a buscarla! -gritó la voz desde el sótano-. Estoy ocupado.
– ¿Tienes un empleado? -preguntó Cronista.
Kvothe se acodó en la barra y sonrió con indulgencia.
Pasados unos instantes, al otro lado de la puerta se oyó a alguien con botas de suela dura que subía una escalera de madera. Entonces apareció Bast, murmurando por lo bajo.
Vestía con sencillez: una camisa negra de manga larga remetida en unos pantalones negros; unos pantalones negros remetidos en unas botas negras de piel blanda. Tenía una cara de facciones afiladas y delicadas, casi hermosa, con unos asombrosos ojos azules.
Llevó una jarra a la barra; caminaba con una elegancia extraña que no resultaba desagradable.
– ¿Un cliente? -dijo con reproche-. ¿Y no podías bajar a buscarla tú? Estaba leyendo Celum Tinture. Llevas casi un mes insistiendo en que lo lea.
– ¿Sabes qué les hacen en la Universidad a los alumnos que escuchan a sus maestros a hurtadillas, Bast? -preguntó Kvothe con aire de superioridad.
Bast se puso una mano en el pecho y empezó a declarar su inocencia.
– Bast… -Kvothe lo miró con severidad.
Bast cerró la boca, y por un instante pareció que intentaría ofrecer una excusa; pero entonces dejó caer los hombros.
– ¿Cómo lo has sabido?
Kvothe rió.
– Llevas una eternidad evitando ese libro. O te has convertido de repente en un alumno excepcionalmente aplicado, o estabas haciendo algo que no debías.
– ¿Qué les hacen en la Universidad a los alumnos que escuchan a hurtadillas? -preguntó Bast, intrigado.
– No tengo ni idea. A mí nunca me pillaron. Creo que obligarte a sentarte y escuchar el resto de mi historia será suficiente castigo. Pero ¡qué modales! -añadió Kvothe volviéndose hacia la taberna-. Estamos desatendiendo a nuestro invitado.
Cronista estaba cualquier cosa menos aburrido. Tan pronto como Bast entró en la habitación, Cronista había empezado a observarlo con curiosidad. A medida que avanzaba la conversación, la expresión de Cronista iba volviéndose más desconcertada e intensa.
Para ser justos, deberíamos aclarar algo sobre Bast. A primera vista, parecía un joven del montón, aunque atractivo. Pero tenía algo especial. Llevaba unas botas negras de piel blanda, por ejemplo. Al menos, eso era lo que veías si lo mirabas. Pero si lo mirabas con el rabillo del ojo, y si él estaba de pie bajo la sombra adecuada, lo que veías era completamente diferente.
Y si tenías cierto tipo de mente, el tipo de mente que ve realmente lo que mira, quizá notaras que tenía unos ojos extraños. Si tu mente tenía el excepcional talento de no dejarse engañar por sus propias expectativas, quizá vieras algo más en esos ojos, algo extraño y maravilloso.
Es por eso por lo que Cronista había estado mirando con fijeza al joven pupilo de Kvothe, tratando de decidir qué era eso que le hacía parecer diferente. Cuando terminó la conversación entre Kvothe y Bast, la mirada de Cronista podía describirse como intensa por lo menos, por no decir grosera. Cuando Bast se dio la vuelta, Cronista abrió mucho los ojos y desapareció el escaso color de su cara.
Cronista metió una mano debajo de su camisa y se arrancó algo que llevaba colgado del cuello. Lo puso encima de la mesa, tan lejos como alcanzaba su brazo, entre él y Bast. Todo eso lo hizo en unas milésimas de segundo, y sin que sus ojos se apartaran del joven moreno que estaba junto a la barra. El rostro de Cronista reflejaba serenidad cuando apretó firmemente el disco de metal contra la mesa.
– Hierro -dijo. Su voz tenía una extraña resonancia, como si fuera una orden que había que obedecer.
Bast se dobló por la cintura, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago; estiró los labios mostrando los dientes e hizo un ruido entre un gruñido y un grito. Moviéndose con una velocidad sinuosa y nada natural, se llevó una mano a la nuca y se puso en tensión para enderezarse.
Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, asombrosamente, Kvothe había sujetado a Bast por la muñeca con una mano de largos dedos. Sin notarlo, o sin importarle, Bast se lanzó hacia Cronista, pero se quedó clavado, como si la mano de Kvothe fuera un grillete. Bast forcejeó violentamente para soltarse, pero Kvothe permaneció de pie detrás de la barra, con un brazo estirado, inmóvil como el acero o la piedra.
– ¡Quieto! -La voz de Kvothe hendió el aire como un precepto, y sus palabras resonaron en el silencio que se produjo a continuación, furiosas y afiladas-. No voy a permitir peleas entre mis amigos. Ya he perdido a demasiados sin ellas. -Miró a Cronista-. Deshaz eso o lo romperé yo.
Cronista se quedó quieto un instante, impresionado. Entonces movió los labios y, con un ligero temblor, apartó la mano del círculo de metal mate que había puesto sobre la mesa.
La tensión desapareció del cuerpo de Bast, y por un instante quedó lánguido como una muñeca de trapo; Kvothe seguía sujetándolo desde detrás de la barra. Tembloroso, Bast consiguió enderezarse y apoyarse en la barra. Kvothe lo miró a los ojos y le soltó la muñeca.
Bast se dejó caer en un taburete sin dejar de mirar a Cronista. Se movía con cuidado, como quien tiene una herida reciente.
Y había cambiado. Los ojos que observaban a Cronista todavía eran de un asombroso azul marino, pero no había ni pizca de blanco en ellos; eran como piedras preciosas, o como una honda charca del bosque. Y en lugar de las botas negras de piel blanda tenía unas elegantes y hendidas pezuñas.
Kvothe le hizo una seña imperiosa a Cronista para que se acercara; entonces se volvió y agarró dos vasos de cristal grueso y una botella, aparentemente al azar. Puso los vasos en la barra, mientras Bast y Cronista se miraban con recelo.
– Bueno -dijo Kvothe con enfado-, ambos habéis actuado de forma comprensible, pero eso no significa que ninguno de los dos os hayáis comportado correctamente. Así que será mejor que empecemos de nuevo.
Respiró hondo.
– Bast, te presento a Devan Lochees, también conocido como Cronista. Sin duda alguna, un gran narrador, recordador y recopilador de historias. Además, si no me equivoco, consumado miembro del Arcano, Re'lar como mínimo, y una de las quizá dos veintenas de personas en el mundo que conocen el nombre del hierro.
»Sin embargo -prosiguió Kvothe-, pese a todas esas virtudes, parece un poco ingenuo con relación a los usos mundanos. Como demuestra su absoluta falta de ingenio al emprender un ataque casi suicida contra el que supongo que es el primer ser Fata que ha tenido la suerte de ver.
Cronista permaneció quieto durante la presentación, observando a Bast como si fuera una serpiente.
– Cronista, te presento a Bastas, hijo de Remmen, príncipe del Crepúsculo y del Telwyth Mael. El alumno más inteligente, es decir, el único alumno al que he tenido la desgracia de instruir. Seductor, barman y, no menos importante, amigo mío.
»Quien, en sus ciento cincuenta años de vida, por no mencionar mis casi dos años de tutela personal, ha conseguido no aprender unos cuantos hechos importantes. El primero es este: atacar a un miembro del Arcano lo bastante hábil para realizar un vínculo de hierro es una estupidez.
– ¡Él me ha atacado a mí! -protestó Bast, acalorado.
Kvothe lo miró con frialdad.
– Yo no he dicho que tu reacción no estuviera justificada. He dicho que es una estupidez.
– Le habría ganado.
– Es muy probable. Pero habrías resultado herido, y él habría resultado herido o muerto. ¿No recuerdas que te lo he presentado como mi invitado?
Bast no dijo nada, pero su expresión seguía siendo beligerante.
– Muy bien -dijo Kvothe con crispada jovialidad-. Ya os he presentado.
– Encantado -dijo Bast con frialdad.
– Igualmente -replicó Cronista.
– No hay ninguna razón para que vosotros dos no seáis amigos -continuó Kvothe con irritación-. Y así no es como se saludan los amigos.
Bast y Cronista se miraron a los ojos, pero no se movieron.
Kvothe dijo en voz baja:
– Si no acabáis con esta estupidez, podéis marcharos los dos ahora mismo. Uno lo hará con un pequeño fragmento de historia, y el otro podrá empezar a buscarse otro maestro. Si hay algo que no voy a tolerar es el delirio del orgullo.
La intensidad de la débil voz de Kvothe hizo que los otros dos dejaran de mirarse. Y cuando se volvieron y lo miraron, les pareció que detrás de la barra había alguien muy diferente. El jovial posadero había desaparecido, y en su lugar había un personaje fiero y misterioso.
«Qué joven es -se dijo Cronista, admirado-. No puede tener más de veinticinco años. ¿Cómo no me di cuenta antes? Me partiría con las manos como si fuera una astilla para encender el fuego. ¿Cómo pude tomarlo por un posadero, ni que fuera un instante?»
Entonces reparó en los ojos de Kvothe. Se habían vuelto de un verde tan oscuro que parecían negros. «Es a él a quien he venido a ver -se dijo-. Este es el hombre que ha aconsejado a reyes y que ha recorrido viejos caminos sin otra guía que su ingenio. Este es el hombre cuyo nombre tanto han elogiado como maldecido en la Universidad.»
Kvothe miró con fijeza a Cronista y luego a Bast; ninguno de los dos pudo sostenerle mucho rato la mirada. Tras una pausa incómoda, Bast ofreció su mano. Cronista vaciló un instante antes de alargar un brazo rápidamente, como si metiera la mano en el fuego.
No pasó nada; ambos parecían un tanto sorprendidos.
– Asombroso, ¿verdad? -observó Kvothe con tono mordaz-. Cinco dedos y sangre bajo la piel. Casi se diría que al otro lado de esa mano había una persona.
El sentimiento de culpa se reflejó en el semblante de los dos hombres. Se soltaron la mano.
Kvothe vertió el líquido de la botella verde en los vasos. Ese sencillo gesto lo cambió. Se fue apagando hasta ser el de antes, hasta que no quedó casi nada del hombre de ojos oscuros que estaba detrás de la barra hacía solo un instante. Cronista se quedó un momento sin saber qué hacer mientras contemplaba al posadero, que tenía una mano envuelta en un trapo de hilo.
– Bueno. -Kvothe les acercó los vasos-. Coged vuestras bebidas, sentaos a una mesa y hablad. Cuando vuelva, no quiero encontrar ningún cadáver ni el edificio en llamas. ¿De acuerdo?
Bast sonrió, turbado, mientras Cronista tomaba los vasos y volvía a la mesa. Bast lo siguió y, antes de sentarse, regresó a la barra y cogió también la botella.
– No os paséis con eso -los previno Kvothe antes de desaparecer en la cocina-. No quiero oíros reír mientras cuento mi historia.
Los dos hombres iniciaron una tensa y titubeante conversación, y Kvothe se fue a la cocina. Regresó unos minutos más tarde, con queso y una hogaza de pan moreno, pollo y salchichas fríos, mantequilla y miel.
Se trasladaron a una mesa más grande; Kvothe sacó las bandejas; volvía a ser el animado posadero de siempre. Cronista lo miraba con disimulo; le costaba creer que ese hombre que tarareaba y cortaba las salchichas pudiera ser la misma persona que estaba detrás de la barra unos minutos atrás, con esos ojos oscuros y terribles.
Mientras Cronista cogía su papel y sus plumas, Kvothe estudió el ángulo de los rayos de sol que entraban por la ventana con gesto pensativo. Al final se volvió hacia Bast y dijo:
– ¿Has oído mucho?
– Casi todo, Reshi -confesó Bast, sonriente-. Tengo buen oído.
– Estupendo. No tenemos tiempo para retroceder. -Inspiró hondo-. Sigamos, pues. Preparaos, porque ahora la historia da un giro. Un giro hacia abajo. Todo se vuelve más oscuro. Y aparecen nubes en el horizonte.