62 Hojas

Siguiendo las recomendaciones de diferentes fuentes, ese bimestre me limité al estudio de tres asignaturas. Seguí con Simpatía Avanzada con Elxa Dal, hice un turno en la Clínica y continué mi aprendizaje con Manet. Tenía el horario lleno, pero no sobrecargado como el bimestre anterior.

Donde me esmeraba más era en artificería. Dado que mi búsqueda de un mecenas había quedado en vía muerta, sabía que lo mejor que podía hacer si quería ser autosuficiente era convertirme en artífice. De momento trabajaba para Kilvin; me encargaban trabajos relativamente sencillos y recibía una paga relativamente exigua. La situación mejoraría cuando terminara mi aprendizaje. Mejor aún, entonces podría realizar mis propios proyectos y venderlos a comisión.

Eso, si conseguía ir pagando mi deuda con Devi. Si seguía ingeniándomelas para reunir suficiente dinero para pagar la matrícula. Si terminaba mi aprendizaje con Manet sin matarme ni quedarme lisiado con las peligrosas labores que se realizaban en la Factoría todos los días…


Cuarenta o cincuenta estudiantes nos habíamos reunido en el taller para la gran ocasión. Algunos estaban sentados en las mesas de trabajo de piedra para ver mejor, y unos cuantos habían subido a las pasarelas de hierro de las vigas, entre las lámparas colgantes de Kilvin.

Vi a Manet allí arriba. Era difícil que pasara desapercibido: era tres veces mayor que cualquiera de los otros alumnos, con su enmarañado cabello y su barba entrecana. Subí la escalera y fui a su lado. Manet me sonrió y me dio una palmada en el hombro.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté-. Creía que esto era para los novatos.

– He pensado que hoy podría hacer de mentor consciente de sus deberes -dijo encogiéndose de hombros-. Además, este espectáculo es digno de verse, aunque solo sea por la cara que ponen todos.

Encima de una de las pesadas mesas de trabajo del taller había un enorme contenedor cilindrico de un metro de altura y medio de anchura. No se apreciaba ninguna soldadura, y el metal tenía un acabado pulimentado y mate que me hizo sospechar que era algo más que acero normal y corriente.

Paseé la mirada por la estancia y me sorprendió ver a Fela de pie entre los alumnos, esperando que empezara la demostración.

– No sabía que Fela trabajara aquí -le comenté a Manet.

Manet asintió.

– Ah, pues sí. Creo que ya lleva dos bimestres.

– Me sorprende que no me haya fijado -comenté mientras la veía hablar con otra alumna.

– A mí también -dijo Manet riendo para sí-. Pero no viene muy a menudo. Esculpe y trabaja con mosaico y vidrio. Viene aquí por el material, no por la sigaldría.

La campana de la torre dio la hora, y Kilvin miró alrededor, fijándose en las caras de todos los presentes. No dudé ni un momento de que tomaba nota de quién faltaba exactamente.

– Vamos a tener esto en el taller durante varios ciclos -anunció señalando el contenedor de metal-. Casi diez galones de un agente conductor muy volátil: regim ignaul neratutn.

– Es el único que lo llama así -comentó Manet en voz baja-. Es brea comehuesos.

– ¿Brea comehuesos?

Manet asintió.

– Es cáustica. Si se te derrama sobre un brazo, se te come la carne hasta el hueso en diez segundos.

Mientras todos mirábamos, Kilvin se puso un grueso guante de cuero y empezó a trasvasar cerca de una onza de líquido oscuro del contenedor de metal a un frasco de cristal.

– Es importante enfriar el frasco antes de trasvasar el agente, porque hierve a temperatura ambiente.

Tapó rápidamente el frasco y lo sostuvo en alto para que pudiéramos verlo todos.

– El tapón a presión también es esencial, porque el líquido es sumamente volátil. En estado gaseoso, presenta tensión superficial y viscosidad, como el mercurio. Es más pesado que el aire y no se difunde. Es autocoherente.

Sin más preámbulos, Kilvin arrojó el frasco a un horno, y se oyó el ruido del cristal al romperse. Desde la altura donde estaba, vi que debían de haber limpiado el horno para la ocasión, pues el hoyo de piedra, circular y poco profundo, estaba vacío.

– Es una lástima que no tenga más madera de actor -me dijo Manet en voz baja-. Elxa Dal sabría hacerlo con un poco más de estilo.

El oscuro líquido se calentó al entrar en contacto con la piedra del horno y empezó a hervir, y la estancia se llenó de fuertes chisporroteos y silbidos. Desde mi ventajosa posición, vi el denso y oleoso humo que, poco a poco, iba llenando el fondo del horno. No se comportaba como la niebla ni como el humo. Los bordes no se difundían: formaba un charco y se mantenía unido, como una pequeña y oscura nube.

Manet me tocó el hombro, y lo miré justo a tiempo para evitar que me cegara la primera llamarada cuando la nube prendió. Se oyeron exclamaciones de consternación, y deduje que a los otros estudiantes los habían pillado desprevenidos. Manet me sonrió y me guiñó un ojo con complicidad.

– Gracias -dije, y giré la cabeza para seguir mirando. Unas llamas irregulares de color rojo sodio danzaban sobre la superficie de la niebla. El calor adicional hacía que la niebla oscura hirviera más deprisa: se hinchó hasta que las llamas alcanzaron la parte superior del horno, que llegaba a la altura de la cintura. Incluso desde donde estaba, en la pasarela, notaba un suave calor en la cara.

– ¿Cómo demonios se llama eso? -pregunté en voz baja-. ¿Niebla de fuego?

– Podríamos llamarlo así -respondió Manet-. Seguramente Kilvin lo llamaría «acción incendiaria activada atmosféricamente».

De pronto, el fuego parpadeó y se apagó, dejando un olor acre a piedra caliente en la habitación.

– Además de ser altamente corrosivo -explicó Kilvin-, en estado gaseoso su reactivo es inflamable. Una vez que se calienta lo suficiente, arde al contacto con el aire. El calor que eso produce puede provocar una reacción exotérmica en cascada.

– Un fuego del copón -tradujo Manet.

– Eres mejor que un coro -dije en voz baja, conteniendo la risa.

Kilvin prosiguió:

– Este contenedor está diseñado para mantener el agente frío y bajo presión. Tened cuidado mientras esté en el taller. Evitad exponerlo a fuentes de calor. -Dicho eso, el maestro se dio la vuelta y se dirigió a su despacho.

– ¿Ya está? -pregunté.

Manet se encogió de hombros.

– ¿Qué más hay que decir? Kilvin no deja trabajar a nadie aquí si no es muy cuidadoso, y ahora todo el mundo sabe con qué ha de tener cuidado.

– ¿Por qué lo ha traído? -pregunté-. ¿Para qué sirve?

– Para asustar a los novatos. -Sonrió.

– ¿Y para nada más práctico?

– El miedo es muy práctico -replicó Manet-. Pero se puede utilizar para fabricar emisores para lámparas simpáticas. En lugar de la clásica luz roja, obtienes una luz azulada. Es un poco más agradable para la vista. Y esas lámparas alcanzan unos precios exorbitantes.

Miré hacia abajo, pero no vi a Fela entre la multitud de estudiantes. Me volví hacia Manet.

– ¿Quieres seguir jugando a ser el mentor consciente de sus deberes y enseñarme cómo?

Manet se pasó las manos por el cabello alborotado y se encogió de hombros.

– Claro que sí.


Esa noche, estaba tocando el laúd en Anker's cuando vi a una hermosa muchacha sentada ante una de las abarrotadas mesas del fondo. Se parecía mucho a Denna, pero yo sabía que eso no era más que una fantasía mía. Tenía tantas ganas de verla que llevaba días creyendo hacerlo.

Volvía mirar y…

Era Denna. Estaba coreando «Las hijas del arriero» con la mitad de los clientes de Anker's. Vio que la estaba mirando y me saludó con la mano.

Su aparición me pilló tan por sorpresa que me olvidé por completo de lo que estaban haciendo mis dedos y la canción se vino abajo. Todos rieron, y yo hice una solemne reverencia para disimular mi bochorno. El público me aplaudió y me abucheó a partes iguales durante cerca de un minuto, disfrutando de mi fracaso más de lo que había disfrutado de la canción en sí. Así somos los humanos.

Esperé a que el público dejara de prestarme atención y me dirigí, con aire despreocupado, a donde estaba sentada Denna.

Ella se levantó para saludarme.

– Me enteré de que tocabas en esta orilla del río -dijo-. Pero no sé cómo conservas el empleo si te vienes abajo cada vez que una chica te guiña el ojo.

Me ruboricé un poco.

– No me pasa muy a menudo.

– ¿Que te guiñen el ojo o que te vengas abajo?

No se me ocurrió qué contestar, y noté que me ponía aún más rojo. Denna rió y me preguntó:

– ¿Cuánto rato vas a tocar esta noche?

– No mucho -mentí. Le debía como mínimo otra hora a Anker.

El rostro de Denna se iluminó.

– Estupendo. Ven a buscarme después. Necesito a alguien con quien pasear.

Sin poder creer la suerte que había tenido, hice una reverencia.

– Como tú digas. Déjame terminar. -Fui a la barra, donde Anker y dos camareras se afanaban sirviendo bebidas.

Como Anker no me veía, lo agarré por el delantal cuando pasó a mi lado. Se paró en seco y estuvo a punto de derramar una bandeja de bebidas sobre la mesa de unos clientes.

– Por los dientes de Dios, chico. ¿Qué te pasa?

– Tengo que marcharme, Anker. Esta noche no puedo quedarme hasta la hora del cierre.

Anker puso mala cara.

– No todos los días tenemos tanta gente. Y no van a quedarse si no les cantan algo para entretenerlos.

– Tocaré una canción más. Una larga. Pero luego tengo que irme. -Lo miré con cara de desesperación-. Te juro que te compensaré.

Anker me miró con más detenimiento.

– ¿Te has metido en algún lío? -Negué con la cabeza-. Entonces se trata de una chica. -Giró la cabeza, porque los clientes reclamaban a gritos que les llevara bebidas; me hizo un brusco ademán y dijo-: Está bien, vete. Pero que sea una canción larga y bonita. Y me debes las horas de hoy.

Fui a la parte delantera del local y di unas palmadas. En cuanto el público se calmó medianamente, empecé a tocar. Cuando hube tocado el tercer acorde, todo el mundo sabía qué canción era: «Calderero, curtidor». La canción más vieja del mundo. Quité las manos del laúd y empecé a dar palmadas. Pronto todos marcaban el ritmo al unísono, dando pisotones en el suelo y golpeando las mesas con las jarras.

El ruido era casi ensordecedor, pero se apagó lo suficiente cuando canté la primera estrofa. A continuación hice cantar a todos el estribillo; unos lo hacían con su propia letra, y otros con sus propios acordes. Cuando terminé la segunda estrofa, me acerqué a una mesa y dejé que el público volviera a cantar el estribillo.

Entonces, con gestos incité a los que estaban sentados a la mesa a que cantaran una estrofa. Tardaron un par de segundos en darse cuenta de qué era lo que les estaba pidiendo, pero la expectación del resto del público fue suficiente para animar a uno de los estudiantes más achispados a cantar a voz en grito su propia estrofa. El tipo recibió un aplauso y unos vítores ensordecedores. Entonces, cuando todos volvieron a corear el estribillo, fui a otra mesa y repetí la operación.

Al poco rato, la gente tomaba la iniciativa y cantaba sus propias estrofas una vez terminado el estribillo. Me dirigí hacia la puerta, donde me esperaba Denna, y juntos nos escabullimos.

– Has sido muy hábil -me dijo Denna cuando empezamos a alejarnos de la taberna-. ¿Cuánto rato crees que seguirán cantando?

– Eso depende de la rapidez con que Anker les siga suministrando bebida. -Me paré en la boca del callejón que había entre la parte trasera de Anker's y la panadería de al lado-. Perdóname un momento. Tengo que guardar mi laúd.

– ¿En un callejón?

– En mi habitación. -Moviéndome con agilidad, trepé por la pared de la taberna: pie derecho en el barril de agua de lluvia, pie izquierdo en el alféizar de la ventana, mano izquierda en el bajante de hierro… y llegué al borde del tejado del primer piso. Salté al otro lado del callejón, hasta el tejado de la panadería, y sonreí cuando Denna dio un grito ahogado. Di unos pasos y volví a saltar el callejón hasta el tejado del segundo piso de Anker's. Hice saltar el cierre de mi ventana, entré por ella y dejé el laúd encima de la cama; luego volví sobre mis pasos.

– ¿Te cobra Anker un penique cada vez que subes por la escalera? -me preguntó Denna cuando ya me acercaba al suelo.

Salté del barril de agua y me limpié las manos en los pantalones.

– Entro y salgo a horas intempestivas -expliqué con naturalidad cuando llegué a su lado-. Bueno, a ver si lo he entendido bien. ¿Buscas a un caballero para que te lleve a pasear esta noche?

Denna compuso una sonrisa y me miró de soslayo.

– Sí, más o menos.

– Qué mala suerte -dije con un suspiro-. Porque yo no soy ningún caballero.

La sonrisa de Denna se ensanchó.

– Pues a mí sí me lo pareces.

– Me gustaría parecerlo más.

– Pues llévame a pasear.

– Eso me complacería enormemente. Sin embargo… -Reduje un poco el paso y adopté una expresión más seria-. ¿Qué pasa con Sovoy?

– ¿Ha reivindicado sus derechos sobre mí? -dijo ella borrando la sonrisa de sus labios.

– No, no es eso. Pero existen ciertos protocolos con relación a…

– ¿Un acuerdo de caballeros? -preguntó ella con mordacidad.

– Más bien honor entre ladrones.

Denna me miró a los ojos.

– Kvothe -dijo, muy seria-, róbame.

Hice una reverencia y un amplio ademán con el brazo.

– A sus órdenes. -Seguimos caminando; había luna, y su resplandor daba una apariciencia pálida y descolorida a las casas y las tiendas-. Por cierto, ¿cómo está Sovoy? Llevo días sin verlo.

Denna hizo un ademán para indicar que no quería pensar en él.

– Yo también. Y no será porque él no lo haya intentado.

Me animé un poco.

– ¿En serio?

Denna puso los ojos en blanco.

– ¡Rosas! Todos los hombres sacáis vuestro romanticismo del mismo libro trillado. Las flores son bonitas; no niego que sean un buen obsequio para una dama. Pero es que siempre regaláis rosas, siempre rojas, y siempre perfectas. De invernadero, si podéis conseguirlas. -Se volvió y me miró-. ¿Tú piensas en rosas cuando me ves?

La prudencia me hizo sonreír y negar con la cabeza.

– A ver, si no son rosas, ¿qué ves cuando me miras?

Estaba atrapado. La miré de arriba abajo una vez, como si intentara decidirme.

– Bueno… -dije-, no deberías ser tan dura con los hombres. Verás, escoger una flor que le vaya bien a una chica no es tan fácil como parece.

Denna me escuchaba atentamente.

– El problema es que cuando le regalas flores a una chica, tu elección puede interpretarse de diferentes maneras. Un hombre podría regalarte una rosa porque te considera hermosa, o porque le gustan su color, su forma o su suavidad, que le recuerdan a tus labios. Las rosas son caras; al elegirlas, quizá quiera demostrarte que eres valiosa para él.

– Has defendido bien a las rosas -dijo Denna-. Pero resulta que a mí no me gustan. Elige otra flor que me pegue.

– Pero ¿qué pega y qué no pega? Cuando un hombre te regala una rosa, lo que tú ves quizá no sea lo que él pretende hacerte ver. Tal vez te imaginas que te ve como algo delicado y frágil. Quizá no te guste un pretendiente que te considera muy dulce y nada más. Quizá el tallo tenga espinas, y deduzcas que él piensa que podrías rechazar una mano demasiado rápida. Pero si corta las espinas, quizá pienses que no le gustan las mujeres que saben defenderse ellas solas. Las cosas pueden interpretarse de muchas formas -concluí-. ¿Qué debe hacer un hombre prudente?

Denna me miró de reojo.

– Si ese hombre fueras tú, supongo que tejería palabras inteligentes y confiaría en que la pregunta quedara olvidada. -Ladeó la cabeza-. Pero no va a quedar olvidada. ¿Qué flor escogerías para mí?

– Está bien, déjame pensar. -Me volví y la miré; luego miré hacia otro lado-. Vamos a hacer una lista. Quizá diente de león: es radiante, y tú eres radiante. Pero el diente de león es una flor muy corriente, y tú no eres una persona corriente. De las rosas ya hemos hablado, y las hemos descartado. ¿Belladona? No. ¿Ortiga? Quizá…

Denna hizo como si se enfadara y me sacó la lengua.

Me di unos golpecitos en los labios, fingiendo cavilar.

– Tienes razón, solo te pega por la lengua.

Dio un resoplido y se cruzó de brazos.

– ¡Avena loca! -exclamé, y Denna soltó una carcajada-. Es salvaje, y eso encaja contigo, pero es una flor pequeña y tímida. Por esa y por otras… -carraspeé- razones más obvias, creo que descartaremos también la avena loca.

– Una lástima -dijo Denna.

– La margarita también es bonita -proseguí sin dejar que Denna me distrajera-. Alta y esbelta, y crece en los márgenes de los caminos. Una flor sencilla, no demasiado delicada. La margarita es independiente. Creo que te pega… Pero continuemos. ¿Lirio? Demasiado llamativo. Cardo: demasiado distante. Violeta: demasiado escueta. ¿Trilio? Hmmm, podría ser. Una flor bonita. No se deja cultivar. La textura de los pétalos… -realicé el movimiento más atrevido de mi corta vida y le acaricié suavemente el cuello con dos dedos- es lo bastante suave para estar a la altura de tu piel. Casi. Pero crece demasiado a ras del suelo.

– Has compuesto todo un ramillete -dijo ella con dulzura. Inconscientemente, se llevó una mano al cuello, al sitio donde yo la había tocado; la dejó allí un instante y luego la dejó caer.

¿Buena o mala señal? ¿Estaba borrando mi roce o reteniéndolo? La incertidumbre se apoderó de mí y decidí no correr más riesgos. Me paré y dije:

– Flor de selas.

Denna se paró también y se volvió para mirarme.

– ¿Tanto pensar y eliges una flor que no conozco? ¿Qué es una flor de selas? ¿Por qué?

– Es una planta trepadora, fuerte, que da flores de color rojo intenso. Las hojas son oscuras y delicadas. Crecen mejor en sitios umbríos, pero la flor capta los pocos rayos de sol para abrirse. -La miré-. Te pega. En ti también hay sombras y luz. La selas crece en los bosques, y no se ven muchas, porque solo la gente muy hábil sabe cuidarla sin hacerle daño. Tiene una fragancia maravillosa. Muchos la buscan, pero cuesta encontrarla. -Hice una pausa y escudriñé el rostro de Denna-. Sí. Ya que estoy obligado a elegir, elijo la selas.

Denna me miró; luego apartó la vista.

– Me sobrevaloras.

Sonreí.

– ¿No será que tú te infravaloras?

Denna atrapó un trozo de mi sonrisa y me lo devolvió, destellante.

– Te has acercado más antes. Margaritas: dulces y sencillas. Las margaritas son la clave para conquistar mi corazón.

– Lo recordaré. -Seguimos andando-. Y a mí, ¿qué flor me regalarías? -le pregunté con la intención de pillarla desprevenida.

– Una flor de sauce -contestó ella sin vacilar ni un segundo.

Cavilé un buen rato.

– ¿Los sauces dan flores?

Denna miró hacia arriba y hacia un lado, pensando.

– Me parece que no.

– Entonces, es un regalo muy raro -dije riendo-. ¿Por qué una flor de sauce?

– Porque me recuerdas a un sauce -respondió ella con naturalidad-. Fuerte, bien enraizado y oculto. Te mueves con facilidad cuando llega la tormenta, pero nunca vas más lejos de donde quieres llegar.

Levanté ambas manos, como si rechazara un golpe.

– No me digas palabras tan dulces -protesté-. Lo que quieres es que ceda a tu voluntad, pero no lo conseguirás. ¡Tus halagos no son para mí más que viento!

Denna se quedó mirándome, como si quisiera asegurarse de que había terminado mi diatriba.

– De entre todos los árboles -dijo esbozando una sonrisa con sus elegantes labios-, el sauce es el que más se mueve según los deseos del viento.


La posición de las estrellas me indicaba que habían pasado cinco horas. Pero parecía que no hubiera transcurrido el tiempo cuando llegamos al Remo de Roble, la posada de Imre donde se alojaba Denna. En la puerta hubo un momento que duró una hora, durante el cual me planteé besarla. Había estado tentado de hacerlo una docena de veces en el camino, mientras hablábamos: cuando nos detuvimos en el Puente de Piedra para contemplar el río, iluminado por la luna; bajo un tilo de uno de los parques de Imre…

En esos momentos había sentido que surgía una tensión entre nosotros, algo casi tangible. Denna esbozaba su misteriosa sonrisa y me miraba sin mirarme, con la cabeza ligeramente ladeada; y me rondaba la sospecha de que debía de estar esperando que yo hiciera… algo. ¿Rodearla con el brazo? ¿Besarla? ¿Cómo iba a saberlo? ¿Cómo podía estar seguro?

No podía. Así que resistí la atracción. No quería dar demasiado por hecho; no quería ofenderla ni ponerme en ridículo. Es más, la advertencia de Deoch me había hecho dudar. Quizá lo que yo sentía no fuera más que el encanto natural de Denna, su carisma.

Como todos los chicos de mi edad, yo era un idiota en materia de mujeres. Lo que me diferenciaba de los demás era que yo era dolorosamente consciente de mi ignorancia, mientras que otros, como Simmon, iban dando tumbos, poniéndose en ridículo con su inexperto galanteo. Me atormentaba pensar que Denna pudiera reírse de mi torpeza si le hacía una insinuación inoportuna. No hay nada que odie más que hacer las cosas mal.

Así que me despedí y la vi entrar por la puerta lateral del Remo de Roble. Respiré hondo y tuve que controlarme para no reír a carcajadas ni ponerme a bailar. Estaba impregnado de ella, del olor del viento en su cabello, del sonido de su voz, de las sombras que la luz de la luna dibujaba en su cara.

Entonces, poco a poco, fui bajando a la tierra. No había dado ni seis pasos cuando me desinflé como una vela cuando deja de soplar el viento. Mientras recorría las calles de la ciudad, pasando por delante de casas dormidas y oscuras posadas, mi estado de ánimo pasó de la euforia a la duda en lo que se tarda en respirar tres veces.

Lo había estropeado todo. Todo lo que había dicho, y que en su momento me había parecido tan inteligente, era en realidad lo peor y lo más delirante que se podía decir. Denna ya estaba en su habitación, respirando de alivio por haberse librado, por fin, de mí. Pero me había sonreído. Se había reído.

Denna no había recordado nuestro primer encuentro en el camino de Tarbean. Eso significaba que no había dejado ninguna huella en ella.

«Róbame», me había dicho.

Debí ser más atrevido y besarla. Debí ser más prudente. Había hablado en exceso. No había dicho suficiente.

Загрузка...