No me dejé embargar mucho rato por la pena que sentía por Savien y por Aloine. Sabía que era el centro de todas las miradas, así que me recompuse, me enderecé en la silla y miré a mi público. Mi silencioso público.
La música suena diferente para el que la interpreta. Es la maldición de los músicos. Mientras estaba allí sentado, el final que había improvisado se borraba de mi memoria. Entonces me asaltaron las dudas. ¿Y si la canción no había quedado tan redonda como a mí me había parecido? ¿Y si mi final no le había transmitido la terrible tragedia de la canción a nadie más que a mí mismo? ¿Y si mis lágrimas no parecían más que la bochornosa reacción de un niño ante el fracaso?
Entonces, mientras esperaba allí sentado, oí cómo el público volcaba su silencio. La gente estaba quieta, tensa, como si la canción les quemara más que una llama. Cada uno se tapaba su herida, se aferraba a su dolor como si fuera algo muy valioso.
Entonces se oyó un murmullo de sollozos liberados y de sollozos que no se podían contener. Un suspiro de lágrimas. Un susurro de cuerpos que, lentamente, volvían a cobrar vida.
Y entonces llegó el aplauso. Un rugido de llamas, de truenos después de un relámpago.