Estaba despierto, tumbado, y notaba el suave aliento de Denna en un brazo. No habría podido dormir ni que hubiera querido. Su proximidad me llenaba de chisporroteante energía, de tibieza, de un suave y constante zumbido. Me quedé despierto saboreándola; cada momento era precioso como una joya.
Entonces oí partirse una rama a lo lejos. Y luego otra. Unas horas antes solo quería que el draccus acudiera veloz a nuestro fuego. Ahora, me habría dejado cortar la mano derecha para que aquel animal siguiera su camino otros cinco minutos.
Pero vino. Empecé a desenredarme lentamente de Denna. Ella apenas se movió.
– ¿Denna?
La zarandeé un poco, primero con suavidad, y luego con más energía. Nada. No me sorprendió. Existen pocas cosas más profundas que el sueño de un consumidor de resina.
La tapé con la manta y le puse mi macuto a un lado y el saco de hule al otro, a modo de sujetalibros. Si se daba la vuelta dormida, toparía con los bultos y no rodaría hacia el borde del itinolito.
Fui hasta el otro lado de la piedra y miré hacia el norte. El cielo todavía estaba nublado, así que no vi nada más allá del círculo de luz de la hoguera.
Palpé la superficie de la piedra hasta que encontré el trozo de cordel que había tendido sobre la parte superior del itinolito. El otro extremo estaba atado al asa de cuerda del cubo de madera que estaba abajo, entre la hoguera y los itinolitos. Mi principal temor era que el draccus aplastara el cubo sin darse cuenta, antes de haberlo olido. Si eso sucedía, pretendía tirar del cordel, levantar el cubo y luego volverlo a bajar. Denna y yo nos habíamos reído de mi plan, llamándolo «pesca de gallina».
El draccus llegó a la cima de la colina; avanzaba ruidosamente entre la maleza. Se detuvo justo en medio del círculo de luz. Sus oscuros ojos tenían un brillo rojizo, y también vi destellos rojos en las escamas. Dio un fuerte resoplido y empezó a bordear el fuego, moviendo la cabeza lentamente hacia delante y hacia atrás. Lanzó una llamarada, y yo lo interpreté como una especie de saludo o de amenaza.
Se lanzó hacia nuestra hoguera. Pese a que yo ya la había observado mucho, volvió a sorprenderme lo deprisa que podía moverse aquella enorme bestia. Se paró cerca del fuego, volvió a resoplar y entonces se acercó al cubo.
Si bien el cubo era de madera resistente y podía contener al menos dos galones, parecía diminuto como una taza de té al lado de la enorme cabeza del draccus. El animal resopló una vez más y empujó el cubo con el morro, volcándolo.
El cubo rodó describiendo un semicírculo, pero yo había apretado bien la resina en el fondo. El draccus dio otro paso, volvió a resoplar y se metió el cubo en la boca.
Sentí tanto alivio que casi olvidé soltar el cordel. Se me escapó de las manos cuando el draccus masticó un poco el cubo, destrozándolo con sus grandes mandíbulas. Entonces movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo y se tragó aquella masa pegajosa.
Di un hondo suspiro de alivio y me relajé mientras el draccus describía un círculo alrededor del fuego. Lanzó una llamarada azul, y luego otra; entonces se dio la vuelta y se lanzó sobre la hoguera, retorciéndose y aplastándola contra el suelo.
Una vez que la hoguera estuvo aplastada, el draccus empezó a hacer lo de siempre. Buscó los leños que se habían diseminado, se revolcó sobre ellos hasta extinguirlos, y luego se los comió. Yo imaginaba cada palo que se tragaba, y cómo este impulsaba la resina de denner hacia su molleja, mezclándola, triturándola y obligándola a disolverse.
Tardó un cuarto de hora en completar su circuito alrededor de la fogata. Según mis cálculos, la resina ya debía de haber hecho efecto. Había ingerido seis veces la dosis letal. Tendría que pasar rápidamente por las fases iniciales de euforia y manía. Luego vendrían el delirio, la parálisis, el coma y la muerte. Si no había calculado mal, todo el proceso duraría una hora, quizá menos.
Sentí remordimientos mientras lo veía pasearse por allí aplastando los troncos diseminados. Era un animal magnífico. Matarlo aún me gustaba menos que desperdiciar ofalo por valor de más de sesenta talentos. Pero tenía que pensar en lo que podía pasar si dejaba que las cosas siguieran su curso. No quería tener que cargar con la muerte de personas inocentes.
El animal no tardó en dejar de comer. Se revolcó sobre las ramas esparcidas por el suelo, apagándolas. Se movía con más ímpetu, una señal de que el denner estaba empezando a actuar. El draccus empezó a gruñir, produciendo un ruido grave y profundo. Grrr. Grrr. Lanzaba una llamarada azul. Se revolcaba. Grrr. Llamarada. Revolcón.
Al final solo quedó un lecho de relucientes brasas. Como la vez anterior, el draccus se colocó sobre ellas y se tumbó, dejando la cima de la colina completamente a oscuras.
Se quedó un momento quieto, y luego volvió a gruñir. Grrr. Grrr. Lanzó una llamarada. Hundió un poco más la panza en las brasas, como si no acabara de encontrarse cómodo. Si aquello era el comienzo de la manía, estaba llegando más despacio de lo que a mí me habría gustado. Según mis cálculos, a esas alturas ya debería estar delirando. ¿Le habría dado una dosis demasiado baja?
Mis ojos se adaptaron poco a poco a la oscuridad, y entonces reparé en que había otra fuente de luz. Al principio pensé que el cielo se había despejado, y que la luna asomaba por detrás del horizonte. Pero cuando miré hacia atrás comprendí qué pasaba.
Hacia el sur, a no más de tres kilómetros, Trebon despedía una intensa luz. No era la débil luz de velas en las ventanas, sino la de unas altas llamas que se alzaban por todas partes. Por un instante creí que el pueblo entero se había incendiado.
Entonces me di cuenta de qué estaba pasando: era el festival de la cosecha. Había una gran fogata en medio del pueblo, y otras más pequeñas frente a las casas, donde la gente ofrecía sidra a los cansados jornaleros. Beberían y lanzarían sus engendros al fuego. Muñecos hechos con gavillas de trigo, de centeno, de paja, de heno. Muñecos que construían para luego quemarlos, un ritual para celebrar el final del año, con el que se suponía que se ahuyentaba a los demonios.
Oí gruñir al draccus detrás de mí. Miré hacia abajo. El animal estaba orientado hacia Trebon, hacia los oscuros precipicios que había más al norte.
No soy una persona religiosa, pero he de reconocer que ese día recé. Recé de todo corazón a Tehlu y a sus ángeles y les pedí que el draccus se muriera, que se quedara plácidamente dormido y se muriera antes de volverse y ver el fuego de Trebon.
Esperé unos minutos que se me hicieron eternos. Al principio pensé que el draccus dormía, pero a medida que mejoraba mi visión, vi que movía la cabeza hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Mis ojos se acostumbraron más a la oscuridad, y me pareció que los fuegos de Trebon ardían con mayor intensidad. Hacía media hora que el draccus se había comido la resina. ¿Por qué todavía no había muerto?
Quería arrojar el resto de la resina, pero no me atrevía. Si el draccus se volvía hacia mí, estaría mirando hacia el norte, hacia el pueblo. Aunque le lanzara el saco de resina justo delante, quizá se diera la vuelta para cambiar de posición sobre las brasas. Quizá si…
Entonces el draccus dio un estruendoso rugido. No me cupo
duda de que en Trebon lo habían oído. No me habría sorprendi
do que lo hubieran oído hasta en Imre. Miré a Denna. Ella se re
bulló en sueños, pero no despertó.
El draccus se levantó del lecho de brasas; parecía un cachorro
juguetón. Todavía había algunas brasas encendidas, que me pro
porcionaron suficiente luz para ver cómo la bestia se daba la vuelta. Empezó a lanzar mordiscos al aire. Giró sobre sí mismo…
– No -dije-. No, no, no.
Miró hacia Trebon. Las llamas de las hogueras del pueblo se reflejaron en sus grandes ojos. El animal lanzó otra gran llamarada azul que describió un amplio arco. Era el mismo gesto que había hecho antes: un saludo, o un desafío.
Echó a correr, destrozando la ladera de la colina con su desenfreno. Lo oí chocar y partir los árboles. Otro rugido.
Encendí mi lámpara simpática, me acerqué a Denna y la zarandeé sin miramientos.
– Denna. ¡Denna! ¡Despierta!
Ella apenas se movió.
Le levanté un párpado y le examiné las pupilas. Ya no estaban tan perezosas, y se encogieron rápidamente reaccionando a la luz. Eso significaba que su organismo por fin había eliminado la resina de denner. Lo que tenía ya era simple agotamiento, nada más. Para asegurarme, le levanté ambos párpados y retiré la lámpara.
Sí. Sus pupilas reaccionaban bien. Denna se estaba recuperando. Como si quisiera confirmar mi opinión, Denna frunció el ceño y se apartó de la luz, mascullando algo impropio de una dama. No lo entendí bien, pero empleó más de una vez las expresiones «putañero» y «deja ya de joderme».
La cogí en brazos, con mantas y todo, y con mucho cuidado bajé del itinolito. Acurruqué a Denna bajo el arco que formaban las piedras. Me pareció que, al moverla, Denna se despejaba un poco,
– ¿Denna?
– ¿Moteth? -farfulló ella, dormida, sin mover apenas los ojos bajo los párpados.
– ¡Denna! ¡El draccus va hacia Trebon! Tengo que…
Me interrumpí. En parte, porque era evidente que Denna volvía a estar inconsciente, pero también porque no estaba muy convencido de qué era eso que tenía que hacer.
Tenía que hacer algo; de eso sí estaba seguro. En circunstancias normales, el draccus no se habría dirigido al pueblo, pero estaba drogado y enloquecido, y yo no tenía ni idea de cómo podía reaccionar al ver las hogueras. Si arrasaba el pueblo, sería culpa mía. Tenía que actuar.
Corrí hacia lo alto del itinolito, agarré las dos bolsas y bajé al suelo. Vacié el macuto y lo esparcí todo por el suelo. Cogí las flechas de ballesta, las envolví en mi camisa rota y las metí en el macuto. También guardé la dura escama de hierro y la botella de aguardiente, convenientemente protegida con el saco de hule.
Tenía la boca seca, así que bebí un rápido trago de agua del odre, lo tapé y se lo dejé a Denna. Cuando despertara, tendría mucha sed.
Me coloqué el macuto en bandolera y tensé la correa. Entonces encendí la lámpara simpática, cogí el hacha y eché a correr.
Tenía que matar un dragón.
Corrí por el bosque como un poseso; mi lámpara simpática se zarandeaba bruscamente, revelando obstáculos en mi camino instantes antes de que tropezara con ellos. No es de extrañar que me cayera y que fuese rodando cuesta abajo. Cuando me levanté, encontré la lámpara enseguida, pero dejé el hacha, porque en el fondo sabía que no iba a servirme para nada contra el draccus.
Me caí dos veces más antes de llegar al camino; entonces bajé la cabeza, como un velocista, y puse rumbo a las lejanas luces del pueblo. Sabía que el draccus corría más que yo, pero confiaba en que los árboles le impidieran ir muy deprisa y que lo desorientaran. Si lograba llegar antes que él al pueblo, podría alertar a los vecinos, ayudarlos a prepararse…
Pero cuando entrevi el camino entre los árboles, vi que las llamas eran más intensas que antes. Había casas en llamas. Oí el bramido del draccus, casi constante, interrumpido tan solo por gritos y chillidos.
Al llegar al pueblo, reduje el paso y recobré el aliento. Entonces trepé por la fachada de una casa hasta un tejado para evaluar la situación.
En la plaza del pueblo, la fogata estaba esparcida por todas partes. Algunas casas y tiendas cercanas estaban destrozadas, como barriles podridos, y la mayoría estaban en llamas. El fuego parpadeaba entre las tejas de algunos tejados. De no ser por la lluvia de la noche pasada, no se habrían incendiado solo unos cuantos edificios, sino el pueblo entero. Sin embargo, era cuestión de tiempo que el incendio acabara extendiéndose.
No vi al draccus, pero oí los sonoros crujidos que hizo al revolcarse sobre los restos de una casa incendiada. Vi elevarse una llamarada azul por encima de los tejados, y le oí rugir otra vez. Ese sonido me hizo sudar. ¿Quién sabía qué podía estar pasando por su mente, aturdida por la droga?
Había gente por todas partes. Algunos estaban sencillamente de pie, aturdidos; otros eran presa del pánico y corrían hacia la iglesia, con la esperanza de encontrar cobijo en el alto edificio de piedra o en la gran rueda de hierro colgada en su fachada, y que les prometía protección de los demonios. Pero las puertas de la iglesia estaban cerradas, y tenían que buscar cobijo en otro sitio. Había gente asomada a las ventanas de sus casas, horrorizada y sollozando; pero un número sorprendente de personas conservaban la calma y estaban formando una cadena de cubos desde la cisterna del pueblo, en lo alto del ayuntamiento, hasta un edificio en llamas.
Y entonces, de pronto, supe qué tenía que hacer. Fue como si hubiera subido a un escenario. El miedo y la vacilación me abandonaron. Lo único que faltaba era que yo interpretara mi papel.
Salté a un tejado cercano y recorrí algunos más hasta llegar a una casa que estaba cerca de la plaza del pueblo y cuyo tejado empezaba a arder. Arranqué una gruesa teja, encendida por un borde, y eché a correr por el tejado hacia el ayuntamiento.
Solo había recorrido dos tejados cuando resbalé. Me percaté, aunque demasiado tarde, de que había saltado al tejado de la posada: allí no había tejas de madera, sino de arcilla, y estaban resbaladizas por la lluvia. Al caer, sujeté con fuerza la teja encendida; no quise soltarla para prepararme para la caída. Resbalé casi hasta el borde del tejado y entonces me paré, con el corazón golpeándome en el pecho.
Todavía allí tendido, jadeando, me quité las botas. Me sentiría más ágil y más cómodo si notaba las tejas bajo los pies encallecidos. Corrí, salté, corrí, resbalé y volví a saltar. Por fin me colgué de una sola mano del caño de un alero y salté al liso tejado de piedra del ayuntamiento.
Sin soltar la teja, subí por la escalerilla hasta lo alto de la cisterna, dando gracias por lo bajo a quienquiera que fuese el que la había dejado destapada.
Mientras corría por los tejados, la llama de la teja se había apagado y había dejado una delgada línea de rescoldo rojo en el borde. Soplé con cuidado para que volviera a prender, y al poco rato ardía alegremente. La partí por la mitad y dejé caer una de las mitades al suelo del tejado.
Me volví para echar un vistazo al pueblo desde allí arriba y localicé los fuegos que ardían con mayor virulencia. Había seis especialmente grandes, que alzaban sus llamas hacia el oscuro cielo. Elxa Dal siempre decía que todos los fuegos son el mismo fuego, y que todos los fuegos están a las órdenes del simpatista. Muy bien, todos los fuegos eran el mismo fuego. Este fuego. Este trozo de teja ardiendo. Murmuré un vínculo y fijé mi Alar. Con la uña del pulgar, grabé rápidamente una runa ule en la madera, luego una dock y por último una pesin. Para cuando hube terminado, toda la teja estaba ardiendo y humeando, caliente en mi mano.
Enganché un pie en un travesano de la escalerilla y me incliné cuanto pude hacia la cisterna, apagando la teja en el agua. Primero noté el agua fría rodeándome la mano, pero enseguida se calentó. Aunque la teja estaba sumergida en el agua, vi la delgada línea de rescoldo ardiendo en el borde.
Con la otra mano, saqué mi navaja y clavé la teja en la pared de madera de la cisterna, fijando mi improvisada obra de sigaldría bajo el agua. Estoy convencido de que fue el devoracalores más chapucero que se ha creado jamás.
Volví a encaramarme a la escalerilla, miré alrededor y vi un pueblo completamente a oscuras. Las llamas se habían sofocado, y en su lugar solo quedaban unas débiles brasas. No había extinguido los incendios por completo; solo los había reducido lo suficiente para que los vecinos pudieran hacer algo con sus cubos.
Pero solo había realizado la mitad del trabajo. Bajé al tejado y cogí el otro trozo de teja, que seguía encendida. Me deslicé por un caño de desagüe y corrí como un loco por las oscuras calles; crucé la plaza del pueblo y llegué ante la fachada de la iglesia tehlina.
Me paré bajo el inmenso roble que se alzaba ante la puerta principal, que todavía conservaba las hojas, teñidas de colores otoñales. Me arrodillé, abrí mi macuto y saqué el saco de hule con el resto de la resina. Vertí el aguardiente de la botella sobre la resina y le prendí fuego con la teja. Ardió rápidamente, desprendiendo nubes de humo con un olor acre y dulzón.
A continuación así la teja con los dientes, salté para agarrarme a una rama y empecé a trepar al árbol. Era más fácil que subir por la fachada de un edificio, y llegué hasta una altura desde la que podía saltar al ancho alféizar de piedra de la ventana del segundo piso de la iglesia. Le arranqué una ramita al roble y me la guardé en el bolsillo.
Avancé con cuidado por el alféizar de la ventana hasta la gran rueda de hierro, atornillada a la pared de piedra. Trepar por la rueda resultó más fácil que hacerlo por una escalerilla, aunque notaba los rayos de hierro asombrosamente fríos contra mis manos, todavía húmedas.
Subí hasta la parte superior de la rueda, y desde allí trepé al tejado plano más alto del pueblo. La mayoría de los fuegos estaban controlados, y la mayoría de los gritos se habían convertido en sollozos y en un débil murmullo de conversaciones apresuradas. Me quité el trozo de teja de la boca y soplé sobre él hasta que volvió a prender. Entonces me concentré, murmuré otro vínculo y sostuve la ramita de roble sobre la llama. Contemplé el pueblo y vi que las brasas se apagaban aún más.
Transcurrieron unos instantes.
De pronto, el roble estalló en una inmensa llamarada. Ardía más que un millar de antorchas, y todas las hojas prendieron al mismo tiempo.
Bajo aquella repentina luz, vi que el draccus levantaba la cabeza dos calles más allá. Bramó y lanzó una nube de llamas azules, al mismo tiempo que echaba a correr hacia el fuego. Dobló una esquina demasiado deprisa y rebotó contra la pared de una tienda, destrozándola como si fuera de papel.
Al acercarse al árbol, redujo el paso. Seguía lanzando llamaradas. Las hojas ardieron y se apagaron enseguida, dejando solo un millar de rescoldos que hacían que el roble pareciera un inmenso candelabro recién apagado.
Bajo aquella tenue y rojiza luz, el draccus no era más que una sombra. Pero aun así, vi cómo la bestia se distraía, ahora que las llamas habían desaparecido. Movía la gigantesca cabeza hacia delante y hacia atrás. Maldije por lo bajo. No estaba lo bastante cerca…
Entonces el draccus olfateó lo bastante fuerte para que yo lo oyera desde donde estaba, unos treinta metros por encima de él. Olió el dulce humo que desprendía la resina y giró la cabeza. Resopló, gruñó y dio otro paso hacia el humeante saco de hule. No tuvo tanto cuidado como la primera vez, y prácticamente se abalanzó sobre el saco y se lo metió en la gigantesca boca.
Respiré hondo y sacudí la cabeza, tratando de despejarme. Había realizado dos obras importantes de simpatía una detrás de otra, y estaba como atontado.
Pero como suele decirse, a la tercera va la vencida. Dividí mi mente en dos partes, y entonces, no sin cierta dificultad, en una tercera parte. Aquello solo podía funcionar con un vínculo triple.
Mientras el draccus movía las mandíbulas y trataba de tragarse la pegajosa masa de resina, busqué la pesada escama negra en mi macuto y saqué la piedra imán de un bolsillo de mi capa. Pronuncié los vínculos con claridad y fijé mi Alar. Sujeté la escama y la piedra ante mi cara hasta que noté que se atraían.
Me concentré.
Solté la piedra imán, que salió despedida hacia la escama de hierro. Noté un brusco temblor bajo las plantas de los pies, y la gran rueda de hierro se desprendió de la fachada de la iglesia.
Cayó una tonelada de hierro forjado. Si hubiera habido alguien mirando, se habría fijado en que la rueda cayó a mayor velocidad de la que podía explicarse por la fuerza de la gravedad. Se habría fijado en que cayó torcida, casi como si la empujaran hacia el draccus. Casi como si el propio Tehlu la desviara hacia la bestia con una mano vengativa.
Pero allí no había nadie que pudiera ver cómo sucedió todo. Y no había ningún Dios que guiara la rueda. Solo estaba yo.