Al día siguiente, quiso la suerte que tuviera que ir a Imre. Y, aprovechando que estaba allí, pasé por el Remo de Roble.
El dueño no conocía a ninguna Denna ni a ninguna Dianne, pero me dijo que una joven muy guapa, morena, llamada Dinnah, tenía una habitación alquilada en su posada. No se encontraba allí en ese momento, pero si quería dejarle una nota… Rechacé el ofrecimiento y me consolé pensando que ahora que sabía dónde vivía Denna, me resultaría relativamente fácil encontrarla.
Sin embargo, tampoco encontré a Denna en el Remo de Roble al día siguiente, ni al otro. Al tercer día, el dueño me informó de que Denna se había marchado en plena noche, llevándose todas sus cosas y dejando la cuenta sin pagar. Pasé por unas cuantas tabernas y no la encontré, así que volví a la Universidad, sin saber si debía preocuparme o enfadarme.
Otros tres días y cinco viajes infructuosos más a Imre. Ni Deoch ni Threpe tenían noticias de Denna. Deoch me dijo que era típico de ella desaparecer así, y que buscándola conseguiría lo mismo que llamando a un gato. Si bien sabía que era un buen consejo, lo ignoré.
Me senté en el despacho de Kilvin e intenté serenarme mientras el enorme y greñudo maestro le daba vueltas en sus inmensas manos a mi lámpara simpática. Era mi primer proyecto en solitario como artífice. Había fundido las planchas y pulido las lentes. Había implantado el emisor sin envenenarme con arsénico. Y lo más importante: mi Alar y mi complicada sigaldría convertían las piezas independientes en una lámpara simpática de mano.
Si Kilvin aprobaba el producto acabado, lo vendería y yo cobraría una comisión. Pero había un aspecto aún más importante: yo también me convertiría en artífice, aunque novato. Podría realizar mis propios proyectos con un amplio margen de libertad. Eso suponía un gran paso adelante en la jerarquía de la Factoría, un paso hacia el título de Re'lar y, sobre todo, hacia mi independencia económica.
Kilvin levantó por fin la cabeza.
– Está muy bien hecha, E'lir Kvothe -dijo-. Pero el diseño es atípico.
Asentí.
– He introducido algunos cambios, señor. Si le da la vuelta verá que…
Kilvin hizo un ruidito que podía ser una risita o un gruñido de fastidio. Puso la lámpara encima de la mesa y empezó a pasearse por la habitación apagando todas las lámparas una por una.
– ¿Sabes cuántas lámparas simpáticas me han explotado en las manos, E'lir Kvothe?
Tragué saliva y negué con la cabeza.
– ¿Cuántas?
– Ninguna -respondió el maestro con gravedad-. Porque siempre tengo mucho cuidado. Siempre me aseguro por completo de lo que tengo en las manos. Tienes que aprender a ser paciente, E'lir Kvothe. Un momento de la mente equivale a nueve del fuego.
Bajé la mirada e intenté parecer debidamente contrito.
Kilvin estiró un brazo y apagó la única lámpara que quedaba encendida; la habitación quedó totalmente a oscuras. Hubo una pausa y, a continuación, una característica luz rojiza surgió de la lámpara de mano y se proyectó contra una pared. La luz era muy tenue, más tenue que la de una sola vela.
– La llave es graduable -me apresuré a decir-. En realidad, más que una llave es un reostato.
Kilvin asintió.
– Muy inteligente. Muy poca gente se molesta en hacer eso con una lámpara tan pequeña como esta. -La luz se intensificó, se atenuó y volvió a intensificarse-. La sigaldría también parece bastante buena -prosiguió el maestro lentamente, al mismo tiempo que dejaba la lámpara encima de la mesa-. Pero el foco de tu lente tiene un fallo. Hay muy poca difusión.
Era verdad. En lugar de iluminar toda la habitación, como era lo habitual, mi lámpara solo revelaba una pequeña parte: la esquina de la mesa de trabajo y la mitad de la gran pizarra negra que había en la pared. El resto de la habitación permanecía en la oscuridad.
– Lo he hecho a propósito -expliqué-. Existen faroles así, como la linterna sorda.
Kilvin no era más que una silueta oscura al otro lado de la mesa.
– Estoy al corriente, E'lir Kvothe. -Su voz tenía un deje de reproche-. Esas linternas las utilizan para negocios sucios. Negocios en los que los arcanistas no deberían participar.
– Creía que las utilizaban los marineros.
– Las utilizan los ladrones -replicó Kilvin con seriedad-. Y los espías, y otra gente que no quiere revelar sus actividades a altas horas de la noche.
De pronto mi vaga ansiedad se intensificó. Había creído que esa entrevista sería un mero trámite. Sabía que era un artífice cualificado, mejor que otros que llevaban mucho más tiempo que yo trabajando en el taller de Kilvin. Y de repente temí haber cometido un error y haber malgastado casi treinta horas de trabajo en la lámpara, por no mencionar un talento entero de mi propio dinero que había invertido en materiales.
Kilvin dio un gruñido evasivo y murmuró algo por lo bajo. La media docena de lámparas de aceite que había en la habitación cobraron vida, chisporroteando y llenando la habitación de luz natural. Me maravillé de la facilidad con que el maestro realizaba un vínculo séxtuplo. Ni siquiera sabía de dónde había sacado la energía.
– Lo que pasa es que todo el mundo elige como primer proyecto una lámpara simpática -dije para llenar el silencio-. Todo el mundo sigue siempre el mismo esquema. Quería hacer algo diferente. Quería ver si podía hacer algo nuevo.
– Supongo que lo que querías era demostrar tu extraordinaria inteligencia -dijo Kilvin con naturalidad-. No solo querías terminar tu aprendizaje en la mitad de tiempo, sino que querías traerme una lámpara con un diseño mejorado. Seamos francos, E'lir Kvothe. Has hecho esta lámpara porque querías demostrar que eres mejor que los otros aprendices, ¿verdad? -Mientras lo decía, Kilvin me miraba de hito en hito, y por un instante no atisbé en su mirada esa característica distracción.
Se me quedó la boca seca. Bajo la greñuda barba y el fuerte acento atur de Kilvin se escondía una mente afilada como el diamante. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que podría mentirle y salir airoso?
– Por supuesto que quería impresionarlo, maestro Kilvin -dije bajando la mirada-. Creía que eso se daba por hecho.
– No te humilles -dijo él-. La falsa modestia no me impresiona.
Levanté la cabeza y me puse derecho.
– En ese caso, maestro Kilvin, admitiré que soy mejor. Aprendo más deprisa. Trabajo más. Mis manos son más diestras. Mi mente es más curiosa. Sin embargo, también espero que eso lo sepa usted sin necesidad de que se lo diga yo.
Kilvin asintió.
– Así está mejor. Y tienes razón: ya sé todo eso. -Encendió y apagó la lámpara mientras apuntaba a diferentes objetos repartidos por la habitación-. Y francamente, tu habilidad me impresiona, como era de esperar. La lámpara está muy bien acabada. La sigaldría es muy ingeniosa. Los grabados, precisos. Es una obra inteligente.
Me ruboricé de placer ante esos cumplidos.
– Pero la artificería es algo más que simple habilidad -prosiguió Kilvin. Dejó la lámpara en la mesa y apoyó una enorme mano a cada lado-. No puedo vender esta lámpara. Podría acabar en manos de las personas equivocadas. Si atraparan a un ladrón con un utensilio así, los arcanistas saldríamos perjudicados. Has terminado tu aprendizaje, y te has destacado en términos de destreza. -Me relajé un poco-. Pero tu criterio está, en cierto modo, en tela de juicio. La lámpara la fundiremos y la reutilizare-mos, supongo.
– ¿Va a fundir mi lámpara? -Había trabajado un ciclo entero en ella y había invertido casi todo el dinero que tenía en la compra de materias primas. Tenía previsto obtener un beneficio considerable cuando Kilvin la vendiera, pero…
Kilvin me miró, muy decidido.
– Nos corresponde a todos conservar la reputación de la Universidad, E'lir Kvothe. Un artículo como este en malas manos nos perjudicaría a todos.
Estaba buscando una forma de persuadirlo cuando el maestro agitó una mano señalando la puerta.
– Ve a darle la buena noticia a Manet.
Desanimado, salí del taller y me recibió el sonido de un centenar de manos tallando madera, cincelando piedra y batiendo metal. La atmósfera estaba impregnada del olor a ácidos de grabado, hierro caliente y sudor. Vi a Manet en un rincón, poniendo unas baldosas de cerámica en un horno. Esperé hasta que hubo cerrado la puerta y se apartó, secándose el sudor de la frente con la manga de la camisa.
– ¿Cómo te ha ido? -me preguntó-. ¿Has aprobado o voy a tener que aguantarte un bimestre más?
– He aprobado -contesté quitándole importancia-. Tenías razón respecto a las modificaciones. No le han impresionado.
– Ya te lo advertí -repuso Manet sin excesiva petulancia-. Tienes que recordar que llevo más tiempo aquí que diez alumnos juntos. Cuando digo que, en el fondo, los maestros son conservadores, no hablo por hablar. Lo digo por algo. -Manet se pasó una mano por la barba desgreñada mientras observaba las olas de calor que desprendía el horno de ladrillo-. ¿Sabes ya qué vas a hacer con tu tiempo ahora que tienes libertad para hacer lo que quieras?
– Tenía pensado preparar un lote de emisores para lámpara azul -contesté.
– Los pagan bien -dijo Manet, pensativo-. Pero es arriesgado.
– Ya sabes que soy cuidadoso -lo tranquilicé.
– Eso no quita que siga siendo arriesgado -dijo Manet-. Un tipo al que enseñé hace unos diez años… ¿cómo se llamaba? -Se dio unos golpecitos en la cabeza, y luego se encogió de hombros-. Cometió un pequeño desliz. -Manet chascó los dedos-. Pero con eso basta. Sufrió quemaduras graves y perdió un par de dedos. Después de eso no triunfó mucho como artífice.
Miré a Cammar, tuerto y con la cabeza calva y cubierta de cicatrices.
– Entiendo lo que quieres decir. -Flexioné los dedos, nervioso, mientras contemplaba el contenedor de metal. Los primeros dos días después de la exhibición de Kilvin, los alumnos se habían mostrado intranquilos en su proximidad, pero pronto se había convertido en otra pieza más del equipo. Lo cierto era que en la Factoría había diez mil maneras diferentes de morir si no tenías cuidado. La brea comehuesos era, sencillamente, la última y más emocionante forma de matarte.
Decidí cambiar de tema.
– ¿Puedo preguntarte una cosa?
– Dispara -dijo Manet vigilando un horno que teníamos cerca-. ¡Fuego!
Puse los ojos en blanco.
– ¿Dirías que conoces la Universidad mejor que nadie?
Manet asintió.
– Mejor que nadie que siga vivo. Conozco todos sus pequeños secretos.
Bajé un poco la voz.
– Entonces, si quisieras, ¿podrías entrar en el Archivo sin que nadie se enterara?
Manet entrecerró los ojos.
– Sí, podría -respondió-. Pero no lo haría.
Fui a continuar, pero él me cortó con algo más que un deje de exasperación:
– Escucha, hijo. Ya hemos hablado de esto otras veces. Ten paciencia. Tienes que darle a Lorren más tiempo para que se calme. Solo ha pasado un bimestre desde que…
– ¡Ha pasado medio año!
Manet sacudió la cabeza.
– A ti te parece mucho tiempo porque eres joven. Créeme, Lorren todavía lo tiene muy reciente. Dedícate un bimestre más a impresionar a Kilvin, y luego pídele que interceda por ti. Confía en mí: funcionará.
Puse cara de abatimiento.
– Con solo que me…
Manet agitó firmemente un dedo.
– No. No. No. No te lo enseñaré. No te lo diré. No te dibujaré un mapa. -Suavizó la expresión y me puso una mano en el hombro, tratando de suavizar su negativa-. Que Tehlu nos asista, ¿para qué tanta prisa? Eres joven. Tienes toda la vida por delante. -Agitó el dedo índice, apuntándome-. Pero si te expulsan, será para siempre. Y eso es lo que pasará si te sorprenden colándote en el Archivo.
Dejé caer los hombros, desalentado.
– Supongo que tienes razón.
– Eso es, tengo razón -confirmó Manet, y se volvió hacia el horno-. Y ahora, vete. Me vas a provocar una úlcera.
Me marché reflexionando, furioso, sobre el consejo que me había dado Manet y sobre lo que, sin darse cuenta, me había revelado. Por lo general, Manet solía dar buenos consejos. Si me portaba bien durante un bimestre, podría entrar de nuevo en el Archivo. Era la ruta más segura y más sencilla hacia lo que yo quería conseguir.
Por desgracia, yo no podía permitirme el lujo de tener paciencia. No podía olvidar ni por un momento que ese bimestre sería mi último bimestre a menos que encontrara la manera de ganar mucho dinero muy deprisa. No. La paciencia estaba descartada.
Al salir, me asomé al despacho de Kilvin y lo vi sentado a su mesa, encendiendo y apagando mi lámpara. Volvía a estar abstraído, y no me cupo duda de que la vasta maquinaria de su cerebro estaba ocupada pensando en media docena de cosas a la vez.
Di unos golpes en el marco de la puerta para llamar su atención.
– ¿Maestro Kilvin?
Él no se volvió para mirarme.
– ¿Sí?
– ¿Puedo comprar yo la lámpara? -pregunté-. Me vendría bien para leer por la noche. Me gasto mucho dinero en velas. -Me planteé retorcerme las manos, pero decidí no hacerlo. Habría resultado demasiado dramático.
Kilvin caviló un buen rato. La lámpara que tenía en la mano dio un débil chasquido cuando el maestro volvió a encenderla.
– No puedes comprar lo que han fabricado tus manos -dijo-. El tiempo y los materiales con que la hiciste eran tuyos. -Me la ofreció.
Entré en la habitación para coger la lámpara, pero Kilvin retiró la mano y me miró a los ojos.
– Quiero dejar clara una cosa -dijo con seriedad-. No puedes venderla ni prestarla. Ni siquiera a alguien en quien confíes. Si se perdiera, acabaría en malas manos y sería utilizada para merodear en la oscuridad y para hacer cosas deshonestas.
– Le doy mi palabra, maestro Kilvin. No la utilizará nadie más que yo.
Salí del taller y traté de mantener una expresión neutral, pero por dentro sonreía de satisfacción. Manet me había confirmado exactamente lo que yo quería saber: que había otra forma de entrar en el Archivo. Un camino secreto. Si existía, yo lo encontraría.