Era una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reunido en la Roca de Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco clientes en la taberna.
El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados a la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la puerta, sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.
– Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor… -Cob hizo una pausa para añadir suspense- ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas azules!
Graham, Jalee y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus consejos.
Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público, el aprendiz de herrero.
– ¿Sabes qué significaba eso, muchacho? -Llamaban «muchacho» al aprendiz de herrero, pese a que les pasaba un palmo a todos. Los pueblos pequeños son así, y seguramente seguirían llamándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.
El muchacho asintió lentamente y respondió:
– Los Chandrian.
– Exacto -confirmó Cob-. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul es una de sus señales. Pues bien, estaba…
– Pero ¿cómo lo habían encontrado? -lo interrumpió el muchacho-. Y ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?
– Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final -dijo Jake-. Deja que nos lo cuente.
– No le hables así, Jake -intervino Graham-. Es lógico que el muchacho sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.
– Ya me la he bebido -refunfuñó Jake-. Necesito otra, pero el posadero está despellejando ratas en la cocina. -Subió la voz y golpeó la barra de caoba con su jarra vacía-. ¡Eh! ¡Aquí hay unos hombres sedientos!
El posadero apareció con cinco cuencos de estofado y dos hogazas calientes de pan. Les sirvió más cerveza a Jake, a Shep y al viejo Cob, moviéndose con vigor y desenvoltura.
Los hombres interrumpieron el relato mientras daban cuenta de la cena. El viejo Cob se zampó su cuenco de estofado con la eficacia depredadora de un soltero de toda la vida. Los otros todavía estaban soplando en su estofado para enfriarlo cuando él se terminó el pan y retomó la historia.
– Táborlin tenía que huir, pero cuando miró alrededor vio que en su celda no había puerta. Ni ventanas. Lo único que había era piedra lisa y dura. Una celda de la que jamás había escapado nadie.
»Pero Táborlin conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. Le dijo a la piedra: "¡Rómpete!", y la piedra se rompió. La pared se partió como una hoja de papel, y por esa brecha Táborlin vio el cielo y respiró el dulce aire primaveral. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, sin pensárselo dos veces, se lanzó al vacío…
El muchacho abrió mucho los ojos.
– ¡No! -exclamó.
Cob asintió con seriedad.
– Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el suelo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre.
»Y cuando Táborlin llegó al suelo y se tocó el costado, donde lo habían apuñalado, vio que no tenía más que un rasguño. Quizá fuera cuestión de suerte -Cob se dio unos golpecitos en el puente de la nariz, con aire de complicidad-, o quizá tuviera algo que ver con el amuleto que llevaba debajo de la camisa.
– ¿Qué amuleto? -preguntó el muchacho intrigado, con la boca llena de estofado.
El viejo Cob se inclinó hacia atrás en el taburete, contento de que le exigieran más detalles.
– Unos días antes, Táborlin había conocido a un calderero en el camino. Y aunque Táborlin no llevaba mucha comida, compartió su cena con el anciano.
– Una decisión muy sensata -le dijo Graham en voz baja al muchacho-. Porque como sabe todo el mundo, «Un calderero siempre paga doblemente los favores».
– No, no-rezongó Jake-. Dilo bien: «Con un consejo paga doble el calderero el favor imperecedero».
El posadero, que estaba plantado en la puerta de la cocina, detrás de la barra, habló por primera vez esa noche.
– Te dejas más de la mitad:
Siempre sus deudas paga el calderero:
paga una vez cuando lo ha comprado,
paga doble a quien le ha ayudado,
paga triple a quien le ha insultado.
Los hombres que estaban sentados a la barra se mostraron casi sorprendidos de ver a Kote allí de pie. Llevaban meses yendo a la Roca de Guía todas las noches de Abatida, y hasta entonces Kote nunca había participado en la conversación. De hecho, eso no le extrañaba a nadie. Solo llevaba un año en el pueblo; todavía lo consideraban un forastero. El aprendiz de herrero vivía allí desde los once años y seguían llamándole «ese chico de Rannish», como si Rannish fuera un país extranjero y no un pueblo que estaba a menos de cincuenta kilómetros de allí.
– Lo oí decir una vez -dijo Kote, notablemente turbado, para llenar el silencio.
El viejo Cob asintió con la cabeza, carraspeó y retomó el hilo de la historia.
– Pues bien, ese amuleto valía un cubo lleno de reales de oro, pero para recompensar a Táborlin por su generosidad, el calderero se lo vendió por solo un penique de hierro, un penique de cobre y un penique de plata. Era negro como una noche de invierno y estaba frío como el hielo, pero mientras lo llevara colgado del cuello, Táborlin estaría a salvo de todas las cosas malignas. Demonios y demás.
– Daría lo que fuera por una cosa así en los tiempos que corren -dijo Shep, sombrío. Era el que más había bebido y el que menos había hablado en el curso de la velada. Todos sabían que algo malo había pasado en su granja la noche del Prendido pasado, pero como eran buenos amigos, no le habían insistido para que se lo contara. Al menos no tan pronto, ni estando todos tan sobrios.
– Ya, ¿y quién no? -dijo el viejo Cob diplomáticamente, y dio un largo sorbo de su cerveza.
– No sabía que los Chandrian fueran demonios -dijo el muchacho-. Tenía entendido…
– No son demonios -dijo Jake con firmeza-. Fueron las seis primeras personas que rechazaron el camino marcado por Tehlu, y él los maldijo y los condenó a deambular por los rincones de…
– ¿Eres tú quien cuenta esta historia, Jacob Walker? -saltó Cob-. Porque si es así, puedes continuar.
Los dos hombres se miraron largo rato con fijeza. Al final, Jake desvió la mirada y masculló algo que quizá fuera una disculpa.
Cob se volvió hacia el muchacho y explicó:
– Ese es el misterio de los Chandrian. ¿De dónde vienen? ¿Adonde van después de cometer sus sangrientos crímenes? ¿Son hombres que vendieron su alma? ¿Demonios? ¿Espíritus? Nadie lo sabe. -Cob le lanzó una mirada de profundo desdén a Jalee y añadió-: Aunque los imbéciles aseguren saberlo…
A partir de ese momento, la historia dio pie a numerosas discusiones sobre la naturaleza de los Chandrian, sobre las señales que alertaban de su presencia a los que estaban atentos y sobre si el amuleto protegería a Táborlin de los bandidos, o de los perros enloquecidos, o de las caídas del caballo. La conversación se estaba acalorando cuando la puerta se abrió de par en par.
Jake giró la cabeza.
– Ya era hora, Cárter. Explícale a este idiota cuál es la diferencia entre un demonio y un perro. Todo el mundo sab… -Jake se interrumpió y corrió hacia la puerta-. ¡Por el cuerpo de Dios! ¿Qué te ha pasado?
Cárter dio un paso hacia la luz; estaba pálido y tenía la cara manchada de sangre. Apretaba contra el pecho una vieja manta de montar a caballo con una forma extraña, incómoda de sujetar, como si llevara un montón de astillas para prender el fuego.
Al verlo, sus amigos se levantaron de los taburetes y corrieron hacia él.
– Estoy bien -dijo Cárter mientras entraba lentamente en la taberna. Tenía los ojos muy abiertos, como un caballo asustadizo-. Estoy bien, estoy bien.
Dejó caer la manta encima de la mesa más cercana, y el fardo golpeó con un ruido sonoro contra la madera, como si estuviera cargado de piedras. Tenía la ropa llena de cortes largos y rectos. La camisa gris colgaba hecha jirones, salvo donde la tenía pegada al cuerpo, manchada de una sustancia mate de color rojo oscuro.
Graham intentó sentarlo en una silla.
– Madre de Dios. Siéntate, Cárter. ¿Qué te ha pasado? Siéntate.
Cárter sacudió la cabeza con testarudez.
– Ya os he dicho que estoy bien. No estoy malherido.
– ¿Cuántos eran? -preguntó Graham.
– Uno -respondió Cárter-. Pero no es lo que pensáis…
– Maldita sea. Ya te lo dije, Cárter -prorrumpió el viejo Cob con la mezcla de susto y enfado propia de los parientes y de los amigos íntimos-. Llevo meses diciéndotelo. No puedes salir solo. No puedes ir hasta Baedn. Es peligroso. -Jake le puso una mano en el brazo al anciano para hacerlo callar.
– Venga, siéntate -insistió Graham, que todavía intentaba llevar a Cárter hasta una silla-. Quítate esa camisa para que podamos lavarte.
Cárter sacudió la cabeza.
– Estoy bien. Tengo algunos cortes, pero la sangre es casi toda de Nelly. Le saltó encima. La mató a unos tres kilómetros del pueblo, más allá del Puente Viejo.
Esa noticia fue recibida con un profundo silencio. El aprendiz de herrero le puso una mano en el hombro a Cárter y dijo, comprensivo:
– Vaya. Lo siento mucho. Era dócil como un cordero. Cuando nos la traías a herrar, nunca intentaba morder ni tirar coces. El mejor caballo del pueblo. ¡Maldita sea! Yo… -balbuceó-. Caray. No sé qué decir. -Miró alrededor con gesto de impotencia.
Cob consiguió soltarse de Jake.
– Ya te lo dije -repitió apuntando a Cárter con el dedo índice-. Últimamente hay por ahí tipos capaces de matarte por un par de peniques, y no digamos por un caballo y un carro. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tirar tú del carro?
Hubo un momento de incómodo silencio. Jake y Cob se miraron con odio; los demás parecían no saber qué decir ni cómo consolar a su amigo.
Sin llamar la atención, el posadero se abrió paso entre el silencio. Pasó con destreza al lado de Shep, con los brazos cargados de objetos, que empezó a disponer encima de una mesa cercana: un cuenco de agua caliente, unas tijeras, unos retales de sábanas limpios, unas cuantas botellas de cristal, aguja e hilo de tripa.
– Si me hubiera hecho caso, esto no habría pasado -masculló el viejo Cob. Jake intentó hacerlo callar, pero Cob lo ignoró-. Solo digo la verdad. Lo de Nelly es una lástima, pero será mejor que me escuche ahora si no quiere acabar muerto. Con esa clase de tipos, no se tiene suerte dos veces.
Carter apretó los labios dibujando una fina línea. Estiró un brazo y tiró del extremo de la manta ensangrentada. Lo que había dentro rodó sobre sí mismo una vez y se enganchó en la tela. Cárter dio otro tirón y se oyó un fuerte ruido, como si hubieran vaciado un saco de guijarros encima de la mesa.
Era una araña negra como el carbón y del tamaño de una rueda de carro.
El aprendiz de herrero dio un brinco hacia atrás, chocó contra una mesa, la derribó y estuvo a punto de caer él también al suelo. El rostro de Cob se aflojó. Graham, Shep y Jake dieron gritos inarticulados y se apartaron llevándose las manos a la cara. Cárter retrocedió un paso en un gesto crispado. El silencio inundó la habitación como un sudor frío.
El posadero frunció el ceño.
– No puede ser que ya hayan llegado tan al oeste -dijo en voz baja.
De no ser por el silencio, lo más probable es que nadie lo hubiera oído. Pero lo oyeron. Todos apartaron la vista de aquella cosa que había encima de la mesa y miraron, mudos, al pelirrojo.
Jake fue el primero en recuperar el habla:
– ¿Sabes qué es?
El posadero tenía la mirada ausente.
– Un escral -respondió, ensimismado-. Creí que las montañas…
– ¿Un escral? -le cortó Jake-. Por el carbonizado cuerpo de Dios, Kote. ¿Habías visto alguna vez una cosa como esa?
– ¿Cómo? -El posadero levantó bruscamente la cabeza, como si de pronto hubiera recordado dónde estaba-. Ah, no. No, claro que no. -Al ver que era el único que se había quedado a escasa distancia de aquella cosa negra, dio un paso hacia atrás-. Es algo que oí decir. -Todos lo miraron-. ¿Os acordáis del comerciante que vino hace un par de ciclos?
Todos asintieron.
– El muy capullo intentó cobrarme diez peniques por media libra de sal -dijo Cob automáticamente, repitiendo esa queja por enésima vez.
– Debí comprarle un poco -murmuró Jake. Graham asintió en silencio.
– Era un miserable -escupió Cob con desprecio, como si aquellas palabras tan familiares lo reconfortaran-. En un momento de apuro, podría pagarle dos, pero diez es un robo.
– No es un robo si hay más cosas de esas en el camino -dijo Shep, sombrío.
Todos volvieron a dirigir la mirada hacia la cosa que estaba encima de la mesa.
– Comentó que había oído decir que los habían visto cerca de Melcombe -se apresuró a decir Kote escudriñando el rostro de sus clientes, que seguían observando aquella cosa-. Creí que solo pretendía subir los precios.
– ¿Qué más te contó? -preguntó Cárter.
El posadero se quedó un momento pensativo y luego se encogió de hombros.
– No me enteré de toda la historia. Solo se quedó un par de horas en el pueblo.
– No me gustan las arañas -dijo el aprendiz de herrero. Se había quedado a más de cuatro metros de la mesa-. Tapadla.
– No es una araña -aclaró Jake-. No tiene ojos.
– Tampoco tiene boca -apuntó Cárter-. ¿Cómo come?
– ¿Qué come? -preguntó Shep, sombrío.
El posadero seguía observando aquella cosa con curiosidad. Se acercó un poco más y estiró un brazo. Los demás se apartaron un poco más de la mesa.
– Cuidado -dijo Cárter-. Tiene las patas afiladas como cuchillos.
– Como navajas de afeitar, diría yo -dijo Kote. Acarició con sus largos dedos el cuerpo negro e informe del escral-. Es duro y suave, como la cerámica.
– No lo toques -dijo el aprendiz de herrero.
Con cuidado, el posadero cogió una de las largas y lisas patas e intentó partirla con ambas manos, como si fuera un palo.
– No, no es duro como la cerámica -rectificó. La puso contra el borde de la mesa y se apoyó en ella con todo el peso del cuerpo.
La pata se partió con un fuerte crac-. Parece más bien de piedra. -Miró a Cárter y preguntó-: ¿Cómo se hizo todas esas grietas? -Señaló las finas rajas que cubrían la lisa y negra superficie del cuerpo.
– Nelly se le cayó encima -explicó Cárter-. Esa cosa saltó de un árbol y empezó a trepar por ella, haciéndole cortes con las patas. Se movía muy deprisa. Yo ni siquiera sabía qué estaba pasando. -Ante la insistencia de Graham, Cárter se dejó caer, por fin, en la silla-. Nelly se enredó con el arnés, se cayó encima de esa cosa y le rompió unas cuantas patas. Entonces eso se dirigió hacia mí, se me subió encima y empezó a treparme por todo el cuerpo. -Cruzó los brazos sobre el pecho ensangrentado y se estremeció-. Conseguí quitármelo de encima y lo pisé con todas mis fuerzas. Entonces volvió a subírseme… -Dejó la frase sin terminar; estaba pálido como la cera.
El posadero asintió con la cabeza y siguió examinando aquella cosa.
– No tiene sangre. Ni órganos. Por dentro es solo una masa gris. -Hundió un dedo-. Como una seta.
– ¡Por Tehlu! ¡No la toques más! -dijo, suplicante, el aprendiz de herrero-. A veces las arañas pican después de muertas.
– ¿Queréis hacer el favor? -intervino Cob con mordacidad-. Las arañas no son grandes como cerdos. Ya sabéis qué es esa cosa. -Miró alrededor, deteniéndose en cada uno de los presentes-. Es un demonio.
Todos miraron aquella cosa rota.
– No digas tonterías -dijo Jalee, acostumbrado a llevar la contraria-. No es como… -Hizo un ademán vago-. No puede…
Todos sabían qué estaba pensando. Era verdad que existían los demonios. Pero eran como los ángeles de Tehlu. Eran como los héroes y como los reyes: pertenecían al mundo de las historias. Táborlin el Grande invocaba al fuego y a los rayos para destruir demonios. Tehlu los destrozaba con las manos y los lanzaba, aullantes, a un vacío innombrable. Tu amigo de la infancia no mataba uno a pisotones en el camino de Baedn-Bryt. Eso era ridículo.
Kote se pasó una mano por el cabello rojo, y luego interrumpió el silencio:
– Solo hay una forma de saberlo -dijo metiéndose una mano en el bolsillo-. Hierro o fuego. -Sacó una abultada bolsita de cuero.
– Y el nombre de Dios -puntualizó Graham-. Los demonios temen tres cosas: el hierro frío, el fuego limpio y el sagrado nombre de Dios.
El posadero apretó los labios sin llegar a esbozar una mueca de desagrado.
– Claro -dijo mientras vaciaba la bolsita de cuero sobre la mesa, y empezó a rebuscar entre las monedas. Había pesados talentos de plata, finos sueldos de plata, iotas de cobre, medios peniques y drabines de hierro-. ¿Alguien tiene un ardite?
– Hazlo con un drabín -propuso Jake-. Son de hierro del bueno.
– No quiero hierro del bueno -replicó el posadero-. Los drabines tienen demasiado carbono. Es casi todo acero.
– Tiene razón -terció el aprendiz de herrero-. Pero no es carbono. Para hacer acero se emplea coque. Coque y cal.
El posadero asintió con deferencia.
– Tú lo sabes mucho mejor que yo, joven maestro. Al fin y al cabo, te dedicas a eso. -Sus largos dedos encontraron por fin un fino ardite entre el montón de monedas. Lo alzó-. Aquí está.
– ¿Qué le hará? -preguntó Jake.
– El hierro mata a los demonios -dijo Cob con voz vacilante-, pero este ya está muerto. Quizá no le haga nada.
– Solo hay una forma de averiguarlo. -El posadero los miró a todos a los ojos, uno por uno, como tanteándolos. Luego se volvió con decisión hacia la mesa, y todos se apartaron un poco.
Kote apretó el ardite de hierro contra el negro costado de aquella criatura y se oyó un breve e intenso crujido, como el de un leño de pino al partirse en el fuego. Todos se sobresaltaron, y luego se relajaron al ver que aquella cosa negra seguía sin moverse. Cob y los demás intercambiaron unas sonrisas temblorosas, como niños asustados por una historia de fantasmas. Pero se les borró la sonrisa de los labios cuando la habitación se llenó del dulce y acre olor a flores podridas y pelo quemado.
El posadero puso el ardite sobre la mesa con un fuerte clic.
– Bueno -dijo secándose las manos en el delantal-. Supongo que ya ha quedado claro. ¿Qué hacemos ahora?
Unas horas más tarde, el posadero, plantado en la puerta de la Roca de Guía, descansó la vista contemplando la oscuridad. Retazos de luz procedentes de las ventanas de la posada se proyectaban sobre el camino de tierra y las puertas de la herrería de enfrente. No era un camino muy ancho, ni muy transitado. No parecía que condujera a ninguna parte, como pasa con algunos caminos. El posadero inspiró el aire otoñal y miró alrededor, inquieto, como si esperase que sucediera algo.
Se hacía llamar Kote. Había elegido ese nombre cuidadosamente cuando llegó a ese lugar. Había adoptado un nuevo nombre por las razones habituales, y también por algunas no tan habituales, entre las que estaba el hecho de que, para él, los nombres tenían importancia.
Miró hacia arriba y vio un millar de estrellas centelleando en el oscuro terciopelo de una noche sin luna. Las conocía todas, sus historias y sus nombres. Las conocía bien y le eran tan familiares como, por ejemplo, sus propias manos.
Miró hacia abajo, suspiró sin darse cuenta y entró en la posada. Echó el cerrojo de la puerta y cerró las grandes ventanas de la taberna, como si quisiera alejarse de las estrellas y de sus muchos nombres.
Barrió el suelo metódicamente, sin dejarse ni un rincón. Limpió las mesas y la barra, desplazándose de un sitio a otro con paciente eficacia. Tras una hora de trabajo, el agua del cubo todavía estaba tan limpia que una dama habría podido lavarse las manos con ella.
Por último, llevó un taburete detrás de la barra y empezó a limpiar el enorme despliegue de botellas apretujadas entre los dos inmensos barriles. Esa tarea no la realizó con tanto esmero como las otras, y pronto se hizo evidente que limpiar las botellas era solo un pretexto para tener las manos ocupadas. Incluso tarareó un poco, aunque ni se dio cuenta; si lo hubiera sabido, habría dejado de hacerlo.
Hacía girar las botellas con sus largas y elegantes manos, y la familiaridad de ese movimiento borró algunas arrugas de cansancio de su rostro, haciéndolo parecer más joven, por debajo de los treinta años. Muy por debajo de los treinta años. Era joven para ser posadero. Era joven para que se marcaran en su rostro tantas arrugas de cansancio.
Kote llegó al final de la escalera y abrió la puerta. Su habitación era austera, casi monacal. En el centro había una chimenea de piedra negra, un par de butacas y una mesita. Aparte de eso, no había más muebles que una cama estrecha con un gran arcón oscuro a los pies. Ninguna decoración en las paredes, nada que cubriera el suelo de madera.
Se oyeron pasos en el pasillo, y un joven entró en la habitación con un cuenco de estofado que humeaba y olía a pimienta. Era moreno y atractivo, con la sonrisa fácil y unos ojos que revelaban astucia.
– Hacía semanas que no subías tan tarde -dijo al mismo tiempo que le daba el cuenco-. Esta noche deben de haber contado buenas historias, Reshi.
Reshi era otro de los nombres del posadero, casi un apodo. Al oírlo, una de las comisuras de su boca se desplazó componiendo una sonrisa irónica, y se sentó en la butaca que había delante del fuego.
– A ver, Bast, ¿qué has aprendido hoy?
– Hoy, maestro, he aprendido por qué los grandes amantes tienen mejor vista que los grandes eruditos.
– Ah, ¿sí? Y ¿por qué es, Bast? -preguntó Kote con un deje jocoso en la voz.
Bast cerró la puerta y se sentó en la otra butaca, girándola para colocarse enfrente de su maestro y del fuego. Se movía con una elegancia y una delicadeza extrañas, casi como si danzara.
– Verás, Reshi, todos los libros interesantes se encuentran en lugares interiores y mal iluminados. En cambio, las muchachas adorables suelen estar al aire libre, y por lo tanto es mucho más fácil estudiarlas sin riesgo de estropearse la vista.
Kote asintió.
– Pero un alumno excepcionalmente listo podría llevarse un libro afuera, y así podría mejorar sin temor a perjudicar su valiosa facultad de la vista.
– Lo mismo pensé yo, Reshi. Que soy, por supuesto, un alumno excepcionalmente listo.
– Por supuesto.
– Pero cuando encontré un sitio al sol donde podía leer, una muchacha hermosa se me acercó y me impidió dedicarme a la lectura -terminó Bast con un floreo.
Kote dio un suspiro.
– ¿Me equivoco si deduzco que hoy no has podido leer ni una página de Celum Tinture?
Bast compuso un gesto de falso arrepentimiento.
Kote miró el fuego y trató de adoptar una expresión severa, pero no lo consiguió.
– ¡Ay, Bast! Espero que esa muchacha fuera tan adorable como una brisa templada bajo la sombra de un árbol. Ya sé que soy un mal maestro por decirlo, pero me alegro. Ahora mismo no estoy muy inspirado para una larga tanda de lecciones. -Hubo un momento de silencio-. Esta noche a Cárter lo ha atacado un escral.
La fácil sonrisa de Bast desapareció como si se le resquebrajara una máscara, dejándole un semblante pálido y afligido.
– ¿Un escral? -Hizo ademán de levantarse, como si pensara salir corriendo de la habitación; entonces frunció el ceño, abochornado, y se obligó a sentarse de nuevo en la butaca-. ¿Cómo lo sabes? ¿Quién ha encontrado su cadáver?
– Cárter sigue vivo, Bast. Lo ha traído aquí. Solo había uno.
– No puede haber un solo escral -dijo Bast con rotundidad-. Ya lo sabes.
– Sí, lo sé -afirmó Kote-. Pero el hecho es que solo había uno.
– ¿Y dices que Cárter lo mató? -se extrañó Bast-. No pudo ser un escral. Quizá…
– Era un escral, Bast. Lo he visto con mis propios ojos. -Kote lo miró con seriedad y añadió-: Cárter tuvo suerte, eso es todo. Aunque quedó muy malherido. Le he dado cuarenta y ocho puntos. He gastado casi todo el hilo de tripa que tenía. -Kote cogió su cuenco de estofado y prosiguió-: Si alguien pregunta, diles que mi abuelo era un guardia de caravanas que me enseñó a limpiar y coser heridas. Esta noche estaban todos demasiado conmo-cionados para hacer preguntas, pero mañana algunos sentirán curiosidad. Y eso no me interesa. -Sopló en el cuenco levantando una nube de vaho que le tapó la cara.
– ¿Qué has hecho con el cadáver?
– Yo no he hecho nada con el cadáver -aclaró Kote-. Yo solo soy un posadero. No me corresponde ocuparme de ese tipo de cosas.
– No puedes dejar que se las arreglen ellos solos, Reshi.
Kote suspiró.
– Se lo han llevado al sacerdote, que ha hecho todo lo que hay que hacer, aunque por motivos totalmente equivocados.
Bast abrió la boca pero, antes de que pudiera decir algo, Kote continuó:
– Sí, me he asegurado de que la fosa fuera lo bastante profunda. Sí, me he asegurado de que hubiera madera de serbal en el fuego. Sí, me he asegurado de que ardiera bien antes de que lo enterrasen. Y sí, me he asegurado de que nadie se quedara un trozo como recuerdo. -Frunció la frente hasta juntar las cejas-. No soy idiota, ¿sabes?
Bast se relajó notablemente y se recostó de nuevo en la butaca.
– Ya sé que no eres idiota, Reshi. Pero yo no confiaría en que la mitad de esos tipos sean capaces de mear a sotavento sin ayuda. -Se quedó un momento pensativo-. No me explico que solo hubiese uno.
– Quizá murieran cuando atravesaron las montañas -sugirió Kote-. Todos menos ese.
– Puede ser -admitió Bast de mala gana.
– Quizá fuera esa tormenta de hace un par de días -apuntó Kote-. Fue una auténtica tumbacarretas, como las llamábamos en la troupe. El viento y la lluvia podrían haber hecho que uno se separara de la manada.
– Me gusta más tu primera idea, Reshi -dijo Bast, incómodo-. Tres o cuatro escrales en este pueblo serían como… como…
– ¿Como un cuchillo caliente cortando mantequilla?
– Como varios cuchillos calientes cortando a varias docenas de granjeros, más bien -repuso Bast con aspereza-. Esos tipos no saben defenderse. Apuesto a que entre todos no llegarían a juntar seis espadas. Aunque las espadas no servirían de mucho contra los escrales.
Hubo un largo y reflexivo silencio. Al cabo de un rato, Bast empezó a moverse, inquieto, en la butaca.
– ¿Alguna noticia?
Kote negó con la cabeza.
– Esta noche no han llegado a las noticias. Cárter los ha interrumpido cuando todavía estaban contando historias. Eso ya es algo, supongo. Volverán mañana por la noche. Así tendré algo que hacer.
Kote metió distraídamente la cuchara en el estofado.
– Debí comprarle ese escral a Cárter -musitó-. Así él habría podido comprarse otro caballo. Habría venido gente de todas partes a verlo. Habríamos tenido trabajo, para variar.
Bast lo miró horrorizado.
Kote lo tranquilizó con un gesto de la mano con que sujetaba la cuchara.
– Lo digo en broma, Bast. -Esbozó una sonrisa floja-. Pero habría estado bien.
– No, Reshi. No habría estado nada bien -dijo Bast con mucho énfasis-. «Habría venido gente de todas partes a verlo» -repitió con sorna-. Ya lo creo.
– Habría sido bueno para el negocio -aclaró Kote-. Me vendría bien un poco de trabajo. -Volvió a meter la cuchara en el estofado-. Cualquier cosa me vendría bien.
Se quedaron callados largo rato. Kote contemplaba su cuenco de estofado con la frente arrugada y la mirada ausente.
– Esto debe de ser horrible para ti, Bast -dijo por fin-. Debes de estar muerto de aburrimiento.
Bast se encogió de hombros.
– Hay unas cuantas esposas jóvenes en el pueblo. Y unas cuantas doncellas. -Sonrió como un niño-. Sé buscarme diversiones.
– Me alegro, Bast. -Hubo otro silencio. Kote cogió otra cucharada, masticó y tragó-. Creían que era un demonio.
Bast se encogió de hombros.
– Es mejor así, Reshi. Seguramente es mejor que piensen eso.
– Ya lo sé. De hecho, yo he colaborado a que lo piensen. Pero ya sabes qué significa eso. -Miró a Bast a los ojos-. El herrero va a tener un par de días de mucho trabajo.
El rostro de Bast se vació lentamente de toda expresión.
– Ya.
Kote asintió.
– Si quieres marcharte no te lo reprocharé, Bast. Tienes sitios mejores donde estar que este.
Bast estaba perplejo.
– No podría marcharme, Reshi. -Abrió y cerró la boca varias veces, sin saber qué decir-. ¿Quién me instruiría?
Kote sonrió, y por un instante su semblante mostró lo joven que era en realidad. Pese a las arrugas de cansancio y a la plácida expresión de su rostro, el posadero no parecía mayor que su moreno compañero.
– Eso. ¿Quién? -Señaló la puerta con la cuchara-. Vete a leer, o a perseguir a la hija de algún granjero. Estoy seguro de que tienes cosas mejores que hacer que verme comer.
– La verdad es que…
– ¡Fuera de aquí, demonio! -dijo Kote, y con la boca llena, y con un marcado acento témico, añadió-: ¡Tehus antau-sa eha!
Bast rompió a reír e hizo un gesto obsceno con una mano.
Kote tragó y cambió de idioma:
– ¡Aroi te denna-leyan!
– ¡Pero bueno! -le reprochó Bast, y la sonrisa se borró de sus labios-. ¡Eso es un insulto!
– ¡Por la tierra y por la piedra, abjuro de ti! -Kote metió los dedos en la jarra que tenía al lado y le lanzó unas gotas a Bast-. ¡Que pierdas todos tus encantos!
– ¿Con sidra? -Bast consiguió parecer divertido y enojado a la vez, mientras recogía una gota de líquido de la pechera de su camisa-. Ya puedes rezar para que esto no manche.
Kote comió un poco más.
– Ve a lavarla. Si la situación es desesperada, te recomiendo que utilices alguna de las numerosas fórmulas disolventes que aparecen en Celum Tinture. Capítulo trece, creo.
– Está bien. -Bast se levantó y fue hacia la puerta, caminando con su extraña y desenfadada elegancia-. Llámame si necesitas algo. -Salió y cerró la puerta.
Kote comió despacio, rebañando hasta la última gota de salsa del cuenco con un trozo de pan. Mientras comía, miraba por la ventana, o lo intentaba, porque la luz de la lámpara hacía espejear el cristal contra la oscuridad de fuera.
Inquieto, paseó la mirada por la habitación. La chimenea estaba hecha de la misma piedra negra que la que había en el piso de abajo. Estaba en el centro de la habitación, una pequeña hazaña de ingeniería de la que Kote se sentía muy orgulloso. La cama era pequeña, poco más que un camastro, y si la tocabas veías que el colchón era casi inexistente.
Un observador avezado se habría fijado en que había algo que la mirada de Kote evitaba. De la misma manera que se evita mirar a los ojos a una antigua amante en una cena formal, o a un viejo enemigo al que se encuentra en una concurrida taberna a altas horas de la noche.
Kote intentó relajarse, no lo consiguió, se retorció las manos, suspiró, se revolvió en la butaca, y al final no pudo evitar que sus ojos se fijaran en el arcón que había a los pies de la cama.
Era de roah, una madera poco común, pesada, negra como el carbón y lisa como el cristal. Muy valorada por perfumistas y alquimistas, un trozo del tamaño de un pulgar valía oro. Un arcón hecho de esa madera era un auténtico lujo.
El arcón tenía tres cierres. Uno era de hierro; otro, de cobre, y el tercero era invisible. Esa noche, la madera impregnaba la habitación de un aroma casi imperceptible a cítricos y a hierro recién enfriado.
Cuando Kote posó la mirada en el arcón, no la apartó rápidamente. Sus ojos no resbalaron con astucia hacia un lado, fingiendo no haber reparado en él. Pero solo con mirarlo un momento, su rostro recuperó todas las arrugas que los sencillos placeres del día habían borrado. El consuelo que le habían proporcionado sus botellas y sus libros se esfumó en un segundo, dejando detrás de sus ojos solo vacío y dolor. Por un instante, una nostalgia y un pesar intensos se reflejaron en su cara.
Entonces desaparecieron, y los sustituyó el rostro cansado de un posadero, un hombre que se hacía llamar Kote. Volvió a suspirar sin darse cuenta y se puso en pie.
Tardó un buen rato en pasar al lado del arcón y en llegar a la cama. Una vez acostado, tardó un buen rato en conciliar el sueño.
Tal como Kote había imaginado, a la noche siguiente volvieron todos a la Roca de Guía para cenar y beber. Hubo unos cuantos intentos desganados de contar historias, pero fracasaron rápidamente. Nadie estaba de humor para historias.
De modo que todavía era temprano cuando la conversación abordó asuntos de mayor trascendencia. Comentaron los rumores que circulaban por el pueblo, la mayoría inquietantes. El Rey Penitente estaba teniendo dificultades con los rebeldes en Resavek. Eso era motivo de preocupación, aunque solo en términos generales. Resavek quedaba muy lejos, e incluso a Cob, que era el que más había viajado, le habría costado localizarlo en un mapa.
Hablaron de los aspectos de la guerra que les afectaban directamente. Cob predijo la recaudación de un tercer impuesto después de la cosecha. Nadie se lo discutió, pese a que nadie recordaba un año en que se hubieran cobrado tres impuestos.
Jake auguró que la cosecha sería buena, y que por lo tanto ese tercer impuesto no arruinaría a muchas familias. Excepto a los Bentley, que ya tenían dificultades. Y a los Orisson, cuyas ovejas no paraban de desaparecer. Y a Martin el Chiflado, que ese año solo había plantado cebada. Todos los granjeros con dos dedos de frente habían plantado judías. Eso era lo bueno que tenía la guerra: que los soldados comían judías, y que los precios subirían.
Después de unas cuantas cervezas más, empezaron a expresar otras preocupaciones más graves. Los caminos estaban llenos de desertores y de otros oportunistas que hacían que hasta los viajes más cortos resultaran peligrosos. Que los caminos estuvieran mal no era ninguna novedad; eso lo daban por hecho, como daban por hecho que en invierno hiciera frío. La gente se quejaba, tomaba sus precauciones y seguía ocupándose de vivir su vida.
Pero aquello era diferente. Desde hacía dos meses, los caminos estaban tan mal que la gente había dejado de quejarse. La última caravana que había pasado por el pueblo la formaban dos carromatos y cuatro guardias. El comerciante había pedido diez peniques por media libra de sal, y quince por una barra de azúcar. No llevaba pimienta, canela ni chocolate. Tenía un pequeño saco de café, pero quería dos talentos de plata por él. Al principio, la gente se había reído de esos precios. Luego, al ver que el comerciante se mantenía firme, lo insultaron y escupieron en el suelo.
Eso había ocurrido hacía dos ciclos: veintidós días. Desde entonces no había pasado por el pueblo ningún otro comerciante serio, aunque era la estación en que solían hacerlo. De modo que, pese a que todos tenían presente la amenaza de un tercer impuesto, la gente miraba en sus bolsitas de dinero y lamentaba no haber comprado un poco de algo por si las primeras nevadas se adelantaban.
Nadie habló de la noche anterior, ni de esa cosa que habían quemado y enterrado. En el pueblo sí hablaban, por supuesto. Circulaban muchos rumores. Las heridas de Cárter contribuían a que esos rumores se tomaran medio en serio, pero solo medio en serio. Más de uno pronunció la palabra «demonio», pero tapándose la sonrisa con una mano.
Solo los seis amigos habían visto aquella cosa antes de que la enterraran. Uno de ellos estaba herido, y los otros habían bebido. El sacerdote también la había visto, pero su trabajo consistía en ver demonios. Los demonios eran buenos para su negocio.
Al parecer, el posadero también la había visto. Pero él era un forastero. El no podía saber esa verdad que resultaba tan obvia a todos los que habían nacido y habían crecido en aquel pueblecito: las historias se contaban allí, pero sucedían en algún otro sitio. Aquel no era un sitio para los demonios.
Además, la situación ya estaba lo bastante complicada como para buscarse más problemas. Cob y los demás sabían que no tenía sentido hablar de ello. Si trataban de convencer a sus convecinos, solo conseguirían ponerse en ridículo, como Martin el Chiflado, que llevaba años intentando cavar un pozo dentro de su casa.
Sin embargo, cada uno de ellos compró una barra de hierro frío en la herrería, la más pesada que pudieran blandir, y ninguno dijo en qué estaba pensando. Se limitaron a protestar porque los caminos estaban cada vez peor. Hablaron de comerciantes, de desertores, de impuestos y de que no había suficiente sal para pasar el invierno. Recordaron que tres años atrás a nadie se le habría ocurrido cerrar las puertas con llave por la noche, y mucho menos atrancarlas.
A partir de ahí, la conversación fue decayendo, y aunque ninguno reveló lo que estaba pensando, la velada terminó en una atmósfera deprimente. Eso pasaba casi todas las noches, dados los tiempos que corrían.