2 Un día precioso

Era uno de esos días perfectos de otoño tan comunes en las historias y tan raros en el mundo real. El tiempo era agradable y seco, el ideal para que madurara la cosecha de trigo o de maíz. A ambos lados del camino, los árboles mudaban de color. Los altos álamos se habían vuelto de un amarillo parecido a la mantequilla, mientras que las matas de zumaque que invadían la calzada estaban teñidas de un rojo intenso. Solo los viejos robles parecían reacios a dejar atrás el verano, y sus hojas eran una mezcla uniforme de verde y dorado.

Es decir, que no podía haber un día más bonito para que media docena de ex soldados armados con arcos de caza te despojaran de cuanto tenías.

– No es una yegua muy buena, señor -dijo Cronista-. Apenas sirve para arrastrar una carreta, y cuando llueve…

El hombre lo hizo callar con un ademán brusco.

– Mira, amigo, el ejército del rey paga muy bien por cualquier cosa con cuatro patas y al menos un ojo. Si estuvieses completamente majara y fueras por el camino montado en un caballito de juguete, también te lo quitaría.

El jefe del grupo tenía un aire autoritario. Cronista dedujo que debía de ser un ex oficial de baja graduación.

– Apéate -ordenó serio el individuo-. Acabemos con esto y podrás seguir tu camino.

Cronista bajó de su montura. Le habían robado otras veces, y sabía cuándo no se podía conseguir nada discutiendo. Esos tipos sabían lo que hacían. No gastaban energía en bravuconadas ni en falsas amenazas. Uno de los soldados examinó la yegua y comprobó el estado de los cascos, los dientes y el arnés. Otros dos le registraron las alforjas con eficacia militar, y pusieron en el suelo todas sus posesiones materiales: dos mantas, una capa con capucha, la cartera plana de cuero y el pesado y bien provisto macuto.

– No hay nada más, comandante -dijo uno de los soldados-. Salvo unas veinte libras de avena.

El comandante se arrodilló y abrió la cartera plana de piel para examinar su contenido.

– Ahí dentro solo hay papel y plumas -dijo Cronista.

El comandante giró la cabeza y le miró por encima del hombro.

– ¿Eres escribano?

Cronista asintió.

– Así es como me gano la vida, señor. Y eso a usted no le sirve para nada.

El hombre rebuscó en la cartera, comprobó que era cierto y la dejó a un lado. A continuación vació el macuto sobre la capa extendida de Cronista y revisó su contenido.

Se quedó casi toda la sal de Cronista y un par de cordones de bota. Luego, para consternación del escribano, cogió la camisa que Cronista se había comprado en Linwood. Era de hilo bueno, teñida de color azul real, oscuro, demasiado bonita para viajar. Cronista ni siquiera había tenido ocasión de estrenarla. Dio un suspiro.

El comandante dejó todo lo demás sobre la capa y se levantó. Los otros se turnaron para rebuscar entre los objetos personales de Cronista.

El comandante dijo:

– Tú solo tienes una manta, ¿verdad, Janns? -Uno de los soldados asintió-. Pues quédate esa. Necesitarás otra antes de que termine el invierno.

– Su capa está más nueva que la mía, señor.

– Cógela, pero deja la tuya. Y lo mismo te digo a ti, Witkins. Si te llevas ese yesquero, deja el tuyo.

– El mío lo perdí, señor -dijo Witkins-. Si no, lo dejaría.

Todo el proceso resultó asombrosamente civilizado. Cronista perdió todas sus agujas menos una, sus dos pares de calcetines de repuesto, un paquete de fruta seca, una barra de azúcar, media botella de alcohol y un par de dados de marfil. Le dejaron el resto de su ropa, la cecina y media hogaza de pan de centeno increíblemente dura. La cartera de piel quedó intacta.

Mientras los hombres volvían a llenar el macuto de Cronista, el comandante se volvió hacia el escribano.

– Dame la bolsa del dinero.

Cronista se la entregó.

– Y el anillo.

– Apenas tiene plata -balbuceó Cronista mientras se lo quitaba del dedo.

– ¿Qué es eso que llevas colgado del cuello?

Cronista se desabrochó la camisa revelando un tosco aro de metal colgado de un cordón de piel.

– Solo es hierro, señor.

El comandante se le acercó, frotó el aro con los dedos y lo soltó de nuevo sobre el pecho de Cronista.

– Puedes quedártelo. Yo nunca me meto entre un hombre y su religión -dijo. Vació la bolsa en una mano y se sonrió mientras tocaba las monedas con un dedo-. La profesión de escribano está mejor pagada de lo que yo creía -comentó mientras empezaba a repartir las monedas entre sus hombres.

– ¿Le importaría mucho dejarme un penique o dos? -preguntó Cronista-. Lo justo para pagar un par de comidas calientes.

Los seis hombres se volvieron y miraron a Cronista como si no pudieran dar crédito a lo que acababan de oír.

El comandante rió.

– ¡Por el cuerpo de Dios! Los tienes bien puestos, ¿eh? -Había un deje de respeto en su voz.

– Parece usted una persona razonable -replicó Cronista encogiéndose de hombros-. Y todos necesitamos comer para vivir.

El jefe del grupo sonrió abiertamente por primera vez.

– Esa es una apreciación que no puedo discutir. -Cogió dos peniques y los blandió un momento antes de ponerlos de nuevo en la bolsa de Cronista-. Aquí tienes un par de peniques, por tu par de huevos. -Le lanzó la bolsa a Cronista y guardó la bonita camisa de color azul real en sus alforjas.

– Gracias, señor -dijo Cronista-. Quizá le interese saber que esa botella que ha cogido uno de sus hombres contiene alcohol de madera que utilizo para limpiar mis plumas. Si se lo bebe le sentará mal.

El comandante sonrió y asintió con la cabeza.

– ¿Veis lo que se consigue cuando se trata bien a la gente? -les dijo a sus hombres al mismo tiempo que montaba en su caballo-. Ha sido un placer, señor escribano. Si te pones en marcha ahora, llegarás al vado de Abbott antes del anochecer.

Cuando Cronista ya no pudo oír los cascos de caballos a lo lejos, metió sus pertenencias en el macuto, asegurándose de que todo iba bien guardado. Entonces se quitó una bota, arrancó el forro y sacó un paquetito de monedas que llevaba escondido en la puntera. Puso unas cuantas en la bolsa. Luego se desabrochó los pantalones, sacó otro paquetito de monedas de debajo de varias capas de ropa y guardó también unas cuantas en la bolsita de cuero.

La clave estaba en llevar siempre la cantidad adecuada en la bolsa. Si llevabas muy pocas, los bandidos se frustraban y tenían tendencia a buscar más. Si llevabas muchas, se emocionaban, se crecían y podían volverse codiciosos.

Había un tercer paquetito de monedas dentro de la hogaza de pan, tan dura que solo habría interesado al más desesperado de los delincuentes. Ese no lo tocó de momento, como tampoco el talento de plata que tenía escondido en un tintero. Con los años, había acabado por considerar esa última moneda un amuleto. Nadie la había encontrado todavía.

Tenía que admitir que seguramente aquel había sido el robo más civilizado de que había sido víctima. Los soldados habían demostrado ser educados, eficientes y no demasiado despabilados. Perder el caballo y la silla era una contrariedad, pero podía comprar otro en el vado de Abbott y aún le quedaría dinero para vivir con holgura hasta que terminara esa insensatez y se reuniese con Skarpi en Treya.

Cronista sintió necesidad de orinar y se metió entre los zumaques, rojos como la sangre, que había en la cuneta. Cuando estaba abrochándose de nuevo los pantalones, algo se movió entre los matorrales cercanos, y de ellos salió una figura oscura.

Cronista dio unos pasos hacia atrás y gritó, asustado; pero entonces se dio cuenta de que no era más que un cuervo que agitaba las alas para echar a volar. Chascó la lengua, avergonzado de sí mismo; se arregló la ropa y volvió al camino a través del zumaque, apartando las telarañas invisibles que se le enganchaban en la cara.

Se colgó el macuto y la cartera de los hombros, y de pronto se sintió más animado. Lo peor ya había pasado, y no había sido tan grave. La brisa desprendía las hojas de los álamos, que caían girando sobre sí mismas, como monedas doradas, sobre el camino de tierra y con profundas roderas. Hacía un día precioso.

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