Permanecí en mi escondite toda la noche y desperté tarde al día siguiente. Todo mi cuerpo se había tensado formando un prieto nudo de dolor. Como todavía tenía comida y un poco de vino, me quedé donde estaba en lugar de intentar bajar a la calle, por miedo a caerme.
El cielo estaba nublado y soplaba un viento húmedo y pertinaz. Caía aguanieve más allá de la protección del saliente del tejado. Notaba el calor de la chimenea en la espalda, pero ese calor no era suficiente para secarme la manta ni la ropa empapada.
No tardé mucho en terminarme el pan y el vino, y después pasé la mayor parte del tiempo royendo los huesos del pavo e intentando calentar nieve en la botella de vino para poder bebérmela. Ninguna de las dos cosas resultó muy productiva, y acabé comiendo puñados de nieve fangosa que me dejaron temblando y con sabor a brea en la boca.
Pese a las lesiones, por la tarde me quedé dormido y desperté a altas horas de la noche envuelto en un calor maravilloso. Me quité la manta de encima y me aparte de la chimenea, demasiado caliente; volví a despertar casi al amanecer, temblando y empapado de sudor. Me sentía extraño, mareado y embotado. Volví a acu-rrucarme junto a la chimenea y pasé el resto del día nervioso y afiebrado, entrando y saliendo del sueño.
No recuerdo cómo conseguí bajar del tejado, delirando de fiebre y casi paralizado. No recuerdo haber recorrido las calles de Cererías y Embaladores. Solo recuerdo que me caí por la escalera que conducía al sótano de Trapis, agarrando con fuerza la bolsa de dinero llena. Me quedé allí tumbado, temblando y sudando, y al poco rato oí las débiles pisadas de sus pies desnudos sobre la piedra.
– Qué, qué -dijo suavemente Trapis al levantarme-. Ya va, ya va.
Trapis me cuidó durante los largos días que duró la fiebre. Me arropó con mantas, me dio de comer, y como la fiebre no daba señales de bajar por sus propios medios, empleó el dinero que yo había llevado para comprarme una medicina agridulce. Mantenía mi cara y mis manos húmedas y frías mientras murmuraba con paciencia y ternura: «Qué, qué. Ya va, ya va», mientras yo lloraba después de tener interminables sueños en que aparecían mis padres, los Chandrian y un hombre con ojos vacíos.
Desperté fresco y con la mente despejada.
– ¡Ooooriaaaa! -gritó Tanee, que estaba atado en su camastro.
– Qué, qué. Ya va, ya va -dijo Trapis mientras dejaba a uno de los bebés y cogía a otro. El bebé miraba alrededor con los ojos oscuros muy abiertos, como una lechuza, pero parecía incapaz de mantener erguida la cabeza. La habitación estaba en silencio.
– ¡Ooooriaaaa! -repitió Tanee.
Tosí para aclararme la garganta.
– Tienes una taza en el suelo -dijo Trapis mientras le pasaba una mano por la cabeza al bebé que tenía en brazos.
– ¡Ooooh oohriii iiiiaa! -bramó Tanee, puntuando su grito con unos extraños jadeos. El ruido agitó a los otros niños, que se movieron nerviosos en sus camastros. El mayor de todos ellos, que estaba en el rincón, se tapó las orejas con las manos y empezó a gemir. Comenzó a mecerse adelante y atrás, primero suavemente, luego cada vez con más ímpetu, hasta golpearse la cabeza en el suelo de piedra cuando se inclinaba.
Trapis llegó a su lado antes de que el niño pudiera hacerse daño de verdad. Lo abrazó y dijo: «Qué, qué. Ya va, ya va, Loni». El niño empezó a mecerse más despacio, pero no dejó de hacerlo del todo.
– No hagas tanto ruido, Tanee. -La voz del anciano era seria, pero no severa-. ¿Por qué alborotas tanto? Loni podría hacerse daño.
– Ooooriaaaa -repitió Tanee en voz baja. Detecté una nota de remordimiento en su voz.
– Me parece que quiere que le cuente una historia -dije a Tra-pis, sorprendiéndome a mí mismo.
– ¡Aaaa! -dijo Tanee.
– ¿Es eso lo que quieres, Tanee?
– Iiii.
Hubo un momento de silencio.
– Yo no sé ninguna historia -dijo Trapis.
Tanee permaneció callado y enfurruñado.
«Todo el mundo sabe alguna historia -pensé-. Todo el mundo sabe al menos una.»
– ¡Ooooriaaaa!
Trapis miró alrededor, como si buscara una excusa.
– Bueno -dijo con reticencia-, hace tiempo que no contamos historias, ¿verdad? -Miró al niño que tenía en brazos-. ¿Te gustaría oír una historia, Loni?
Loni asintió con tanta vehemencia que estuvo a punto de golpearle la mejilla a Trapis con la cabeza.
– ¿Te portarás bien y te sentarás tú solo para que pueda contaros una historia?
Loni dejó de mecerse casi de inmediato. Trapis lo soltó poco a poco y se apartó de él. Tras lanzarle una larga mirada para asegurarse de que el niño no volvería a las andadas, fue lentamente hasta su silla.
– Bueno -murmuró por lo bajo al mismo tiempo que se agachaba para coger en brazos al bebé que acababa de dejar-. ¿Tengo alguna historia? -le preguntó al niño, que tenía los ojos muy abiertos-. No, no tengo ninguna. ¿Recuerdo alguna? Será mejor que sí.
Hizo una larga pausa, tarareando al niño en sus brazos y con aire pensativo.
– Sí, claro. -Se irguió en el asiento-. ¿Estáis preparados?
Lo que voy a contaros pasó hace mucho tiempo. Antes de que naciéramos ninguno de nosotros. Y antes de que nacieran nuestros padres. Fue hace mucho tiempo. Quizá… quizá hace cuatrocientos años. No, más de cuatrocientos años. Mil años, seguramente. O quizá no tanto.
Eran malos tiempos. La gente estaba hambrienta y enferma. Había hambrunas y grandes epidemias. Había muchas guerras y otras cosas malas en esa época, porque no había nadie que las impidiera.
Pero lo peor de todo era que en esa época había demonios en el mundo. Algunos eran pequeños y molestos; herían a los caballos y agriaban la leche. Pero había otros mucho peores que esos.
Había demonios que se escondían en el cuerpo de las personas y las hacían enfermar o enloquecer, pero esos no eran los peores. Había demonios como grandes bestias que capturaban hombres y se los comían vivos, pero esos no eran los peores. Había demonios que les arrancaban la piel a las personas y la utilizaban para vestirse, pero esos tampoco eran los peores.
Había un demonio que destacaba entre todos: Encanis, la oscuridad devoradora. Pasara por donde pasase, su cara siempre estaba oculta en sombras, y los escorpiones que le picaban morían al entrar en contacto con tanta corrupción.
Pues bien, Tehlu, creador del mundo y señor de todas las cosas, vigilaba el mundo de los humanos. Vio que los demonios se burlaban de nosotros y nos mataban y se comían nuestros cuerpos. Salvó a algunos, pero solo a unos pocos. Porque Tehlu es justo y solo salva a los dignos de ser salvados, y en aquellos tiempos, muy pocas personas actuaban buscando su propio bien, y menos aún buscando el bien de los demás.
Eso hacía que Tehlu se sintiera desgraciado. Porque él había creado el mundo para que fuera un lugar agradable para los humanos. Pero su iglesia estaba corrompida; robaba a los pobres y no vivía de acuerdo con las leyes que él le había dictado…
No, esperad. Todavía no había iglesia, ni sacerdotes. Solo había hombres y mujeres, y algunos sabían quién era Tehlu. Pero incluso esos eran malvados, así que cuando pedían ayuda al señor Tehlu, él no se sentía inclinado a socorrerlos.
Pero tras años observando y esperando, Tehlu encontró a una mujer pura de corazón y de espíritu. Se llamaba Perial. Su madre le había enseñado quién era Tehlu, y ella lo adoraba tanto como se lo permitían sus pobres circunstancias. Pese a que la vida no era fácil para ella, Perial solo rezaba por los demás, y nunca por ella misma.
Tehlu la observó durante años. Vio que llevaba una vida difícil, llena de desgracias y tormentos a manos de los demonios y de otra gente malvada. Sin embargo, ella nunca maldijo a Tehlu ni dejó de rezar, y siempre trataba a todo el mundo con respeto y amabilidad.
Así que una noche Tehlu se apareció a Perial en un sueño. Se plantó ante ella; parecía que estuviera hecho de fuego o de luz solar. Se acercó a ella, resplandeciente, y le preguntó si sabía quién era.
– Por supuesto -contestó la mujer. No se puso nada nerviosa porque pensó que solo era un sueño extraño-. Eres Tehlu, mi señor.
Tehlu asintió y le preguntó si sabía por qué había ido a verla.
– ¿Vas a hacer algo para ayudar a mi vecina Deborah? -preguntó ella. Porque antes de acostarse había estado rezando por su vecina-. ¿Vas a hacer algo para que su esposo Losel sea mejor persona? No la trata bien. Un hombre no debe ponerle nunca la mano encima a una mujer, salvo por amor.
Tehlu conocía a los vecinos de Perial. Sabía que eran indignos y que habían cometido maldades. Todos los habitantes del pueblo eran indignos excepto Perial. Todos los habitantes del mundo eran indignos. Se lo dijo.
– Deborah se ha portado muy bien conmigo -repuso Perial-. Y Losel, al que no le tengo ninguna simpatía, es mi vecino de todas formas.
Tehlu le dijo que Deborah se acostaba con muchos hombres, y que Losel bebía todos los días de la semana, incluso en Duelo. No, esperad. Todavía no existía el Duelo. Pero de todos modos, Losel bebía mucho. A veces se enfurecía tanto que pegaba a su esposa hasta que ella no se tenía en pie y ni siquiera podía llorar.
En su sueño, Perial guardó silencio. Sabía que Tehlu decía la verdad, pero aunque Perial era pura de corazón, no era necia. Ella ya sospechaba que sus vecinos hacían esas cosas que Tehlu había mencionado. Con todo, incluso sabiéndolo con certeza, seguía sintiendo cariño por ellos.
– ¿No vas a ayudarla?
Tehlu dijo que los dos esposos eran un buen castigo el uno para el otro. Eran malos, y a la gente mala había que castigarla.
Perial habló con sinceridad, quizá porque creía que estaba soñando; pero seguramente habría dicho lo mismo si hubiera estado despierta, porque Perial siempre decía lo que pensaba.
– Ellos no tienen la culpa de que la vida sea tan difícil ni de que haya tanta hambre y tanta tristeza en el mundo -dijo-. ¿Qué se puede esperar de la gente si tiene que convivir con los demonios?
Pero aunque Tehlu escuchó las sabias palabras de Perial con los oídos, insistió en que los humanos eran malvados, y en que a los malvados había que castigarlos.
– Me parece que no sabes qué significa ser humano -replicó ella-. Y yo, si pudiera, los ayudaría de todas formas -dijo con decisión.
– Pues así será -dijo Tehlu; estiró un brazo y le puso la mano sobre el corazón. Cuando Tehlu la tocó, Perial sintió como si fuera una gran campana dorada que acabaran de tañer por vez primera. Abrió los ojos y comprendió que aquel no había sido un sueño normal.
Por eso no le sorprendió descubrir que estaba embarazada. Tres meses más tarde, dio a luz a un precioso niño de ojos oscuros. Lo llamó Mend. El día después de nacer, Mend ya gateaba. Dos días más tarde, sabía andar. Perial estaba sorprendida, pero no preocupada, porque sabía que su hijo era un regalo de Dios.
Sin embargo, Perial era una mujer sabia. Ella sabía que la gente no lo entendería, así que no se separaba de Mend, y cuando sus amigos y vecinos iban a visitarla, ella los echaba con cualquier pretexto.
Pero esa situación no podía prolongarse mucho, porque en los pueblos pequeños no se pueden guardar secretos. La gente sabía que Perial no estaba casada. Y aunque en esos tiempos era habitual que nacieran hijos fuera del matrimonio, no lo era que los niños se convirtieran en hombres en menos de dos meses. La gente temía que Perial se hubiera acostado con un demonio, y que su hijo fuera hijo de un demonio. Esas cosas no eran insólitas en esos oscuros tiempos, y la gente tenía miedo.
Así que el primer día del séptimo ciclo se reunieron todos y fueron a la casita donde Perial vivía con su hijo. El herrero del pueblo, que se llamaba Rengen, hizo de portavoz.
– Enséñanos al niño -gritó. Pero no hubo respuesta-. Tráe-nos al niño y demuéstranos que es humano, como nosotros.
La casa seguía en silencio, y aunque había muchos hombres en la calle, nadie quería entrar en la casa donde se sospechaba que habitaba un demonio. Así que el herrero volvió a gritar:
– Trae al joven Mend, Perial, o quemaremos la casa con vosotros dentro.
Se abrió la puerta y salió un hombre. Nadie lo reconoció, porque aunque solo hacía siete ciclos que había salido del vientre de su madre, Mend aparentaba diecisiete años. Se quedó allí plantado, orgulloso, con sus negros ojos y su negro cabello.
– Yo soy el que llamáis Mend -dijo con una voz grave y sonora-. ¿Qué queréis de mí?
Al oír su voz, Perial, que seguía dentro de la casa, dio un grito ahogado. Además de ser la primera vez que Mend hablaba, Perial reconoció su voz: era la misma que había oído en un sueño, meses atrás.
– ¿Qué quieres decir con eso de que te llamamos Mend? -preguntó el herrero asiendo con fuerza su martillo. Sabía que había demonios que parecían humanos, o que se disfrazaban con su piel, como hacían algunos ocultándose bajo una piel de cordero.
El niño que ya no era un niño dijo:
– Soy el hijo de Perial, pero no soy Mend. Y tampoco soy un demonio.
– Entonces toca el hierro de mi martillo -dijo Rengen, porque sabía que los demonios temían dos cosas: el hierro frío y el fuego limpio. Le tendió su pesado martillo de forja. Le temblaban las manos, pero nadie se lo reprochó.
El que no era Mend dio un paso adelante y puso ambas manos sobre la cabeza de hierro del martillo. No sucedió nada. Perial, que observaba desde el umbral de su casa, rompió a llorar, porque aunque confiaba en Tehlu, en el fondo había temido por su hijo.
– No soy Mend, aunque ese es el nombre que me puso mi madre. Soy Tehlu, señor de todas las cosas. He venido a liberaros de los demonios y de la maldad de vuestros corazones. Soy Tehlu, hijo de mí mismo. Que los malvados oigan mi voz y tiemblen.
Y todos temblaron. Pero algunos se resistían a creer. Lo llamaron demonio y lo amenazaron. El miedo les hizo pronunciar duras palabras. Algunos le lanzaron piedras y lo maldijeron, y escupieron hacia donde estaban su madre y él.
Entonces Tehlu se enfureció, y habría podido matarlos a todos, pero Perial se le acercó y le puso una mano en el hombro para retenerlo.
– ¿Qué se puede esperar de ellos? -le preguntó en voz baja-. De unos hombres que conviven con los demonios. Hasta el mejor de los perros muerde cuando se cansa de que lo maltraten.
Tehlu reflexionó y comprendió que Perial era una mujer sabia. Miró en el corazón de Rengen y dijo:
– Rengen, hijo de Engen, tienes una amante a la que pagas para que se acueste contigo. Engañas y robas a tus empleados. Y aunque rezas en voz alta, no crees que yo, Tehlu, creara el mundo ni que vigile a todos los que vivís en él.
Al oír eso, Rengen palideció y dejó caer el martillo al suelo. Porque lo que Tehlu acababa de decir era cierto. Tehlu miró a todos los hombres y mujeres que se hallaban allí. Miró dentro de sus corazones y dijo lo que veía. Todos eran indignos, hasta tal punto que Rengen podía considerarse uno de los mejores.
Entonces Tehlu trazó una raya en el suelo que lo separaba de los vecinos.
– Este camino es como el sinuoso curso de una vida. Hay dos caminos paralelos que podéis tomar. Todos vosotros viajáis ya por ese lado del camino. Tenéis que elegir. Podéis quedaros en vuestro camino, o cruzar y venir al mío.
– Pero el camino es el mismo, ¿no? Lleva al mismo sitio -dijo alguien.
– Sí.
– ¿Adonde lleva el camino?
– A la muerte. Todas las vidas conducen a la muerte, excepto una. Así son las cosas.
– Entonces, ¿qué importancia tiene el lado por el que vayamos? -preguntó Rengen. Era corpulento, uno de los pocos que superaban en estatura a Tehlu. Pero estaba impresionado por todo lo que había visto y oído en las horas pasadas-. ¿Qué hay en nuestro lado del camino?
– Dolor -respondió Tehlu con una voz dura y fría como la piedra-. Castigo.
– ¿Y en tu lado?
– Dolor ahora -dijo Tehlu con la misma voz-. Castigo ahora, por todo lo que habéis hecho. Eso no se puede eludir. Pero yo también estoy aquí, este es mi camino.
– ¿Qué tengo que hacer para cruzar?
– Arrepentirte y venir a mi lado.
Rengen cruzó la raya y se situó al lado de su Dios. Entonces Tehlu se agachó y recogió el martillo que el herrero había dejado caer al suelo. Pero en lugar de devolvérselo, golpeó a Rengen con él como si fuera un látigo. Una vez. Dos veces. Tres. Y el tercer golpe hizo caer a Rengen de rodillas, sollozando y chillando de dolor. Pero después del tercer golpe, Tehlu dejó el martillo y se arrodilló para mirar a Rengen a los ojos.
– Has sido el primero en cruzar -dijo en voz baja, para que solo lo oyera el herrero-. Hacía falta valor; no era fácil. Estoy orgulloso de ti. Ya no te llamas Rengen; ahora te llamas Wereth, el forjador del camino. -Tehlu lo abrazó, y el contacto con sus brazos alivió gran parte del dolor de Rengen, que ya se llamaba Wereth. Pero no todo, porque Tehlu hablaba en serio cuando decía que el castigo no podía eludirse.
Fueron cruzando la raya uno a uno, y uno a uno Tehlu los golpeó con el martillo. Pero cuando caían arrodillados, Tehlu se arrodillaba a su lado y hablaba con ellos; les daba un nuevo nombre y aliviaba parte de su dolor.
Muchos de aquellos hombres y mujeres tenían demonios escondidos dentro que huían chillando cuando los tocaba el martillo. A ellos Tehlu les dedicaba más tiempo, pero al final siempre los abrazaba, y todos se mostraban agradecidos. Algunos se ponían a bailar de felicidad al sentirse liberados de esos seres tan terribles que habitaban en su interior.
Al final solo quedaron siete personas al otro lado de la línea. Tehlu les preguntó tres veces si querían cruzar, y ellos se negaron tres veces. Después de la tercera vez, Tehlu saltó al otro lado de la raya y les asestó a cada uno un fuerte golpe, haciéndolos caer al suelo.
Pero no todos eran hombres. Cuando Tehlu golpeó al cuarto, se oyó un ruido parecido al del hierro al enfriarse y olió a cuero quemado. Porque el cuarto hombre no era un hombre, sino un demonio con piel de hombre. Tehlu agarró al demonio y lo despedazó con las manos, maldiciéndolo y lanzándolo a la oscuridad exterior, donde habitan los de su clase.
Los otros tres se dejaron golpear. Ninguno era un demonio, aunque de los cuerpos de algunos de los que habían caído salieron huyendo demonios. Cuando hubo terminado, Tehlu no habló con los seis que no habían cruzado, ni se arrodilló para abrazarlos y aliviar su dolor.
Al día siguiente, Tehlu se puso en camino para terminar lo que había empezado. Fue de pueblo en pueblo ofreciendo a sus habitantes la misma elección que les había planteado a los convecinos de Perial. El resultado siempre era el mismo: algunos cruzaban, y algunos se quedaban; algunos no eran hombres, sino demonios, y a esos Tehlu los destruía.
Pero había un demonio que seguía eludiendo a Tehlu: Encanis, que tenía la cara en sombras. Encanis, cuya voz era como un cuchillo en la mente de los humanos.
Siempre que Tehlu paraba en un pueblo para ofrecer a sus habitantes la posibilidad de elegir su camino, Encanis había estado allí antes, destrozando los cultivos y envenenando los pozos. Encanis hacía que los hombres se mataran entre ellos y se llevaba a los niños de sus camas por la noche.
Pasados siete años, Tehlu había recorrido el mundo entero. Había echado a los demonios que nos atormentaban. A todos excepto a uno. Encanis seguía en libertad y hacía el trabajo de un millar de demonios, destruyéndolo y saqueándolo todo a su paso.
Tehlu perseguía a Encanis, y Encanis huía. Pronto Tehlu estuvo a solo un ciclo del demonio, y luego a dos días, y luego a medio día. Por fin estaba tan cerca que sentía el frío que dejaba Encanis a su paso, y veía sitios donde había puesto las manos y los pies, porque estaban marcados con una fría y negra escarcha.
Encanis sabía que lo perseguían, y se dirigió a una gran ciudad. El Señor de los Demonios empleó todo su poder y la ciudad quedó arrasada. Lo hizo con la esperanza de retrasar a Tehlu y escapar, pero el Dios Andante solo se detuvo para encargar a unos sacerdotes que se ocuparan de la gente de la ciudad en ruinas.
Encanis huyó durante seis días, y seis grandes ciudades quedaron destruidas. Pero al séptimo día, Tehlu llegó antes de que Encanis pudiera emplear su poder, y la séptima ciudad se salvó. Por eso el siete es el número de la suerte, y por eso celebramos el Chaen.
Encanis se hallaba en apuros, y concentró todas sus fuerzas en escapar de Tehlu. Pero al octavo día Tehlu no se entretuvo comiendo ni durmiendo. Y así fue como, al final de la Abatida, Tehlu atrapó a Encanis. Se abalanzó sobre el demonio y lo golpeó con su martillo de forja. Encanis cayó como una piedra, pero el martillo de Tehlu se hizo pedazos, y los pedazos quedaron esparcidos por el polvoriento camino.
Tehlu se cargó el cuerpo inerte del demonio a la espalda y caminó toda la noche, y en la mañana del noveno día llegó a la ciudad de Atur. Cuando la gente vio a Tehlu llevando el cuerpo inerte del demonio, creyeron que Encanis estaba muerto. Pero Tehlu sabía que matar a Encanis no era fácil. Ninguna espada normal ni ningún golpe normal podían matarlo. Y ninguna celda con barrotes podía retenerlo.
Así que Tehlu llevó a Encanis a la herrería. Pidió que le llevaran hierro, y la gente le trajo todo el hierro que tenía. Pese a que no había descansado ni un momento ni había comido nada, Tehlu trabajó durante todo el noveno día. Diez hombres manejaban el fuelle, y Tehlu forjó la gran rueda de hierro.
Trabajó sin descanso toda la noche, y al despuntar el alba del décimo día, Tehlu le dio un último golpe a la rueda, que quedó terminada. Era una rueda de hierro negro, más alta que un hombre. Tenía seis rayos más gruesos que el mango de un martillo, y el aro medía un palmo de ancho. Pesaba como cuarenta hombres, y estaba fría. El sonido de su nombre era terrible, y nadie podía pronunciarlo.
Tehlu escogió a un sacerdote de entre la gente que se había acercado a curiosear. Entonces los puso a todos a cavar un gran hoyo de cuatro metros de ancho y seis de profundidad en medio del pueblo.
Mientras salía el sol, Tehlu puso el cuerpo del demonio sobre la rueda. Al tocar el hierro, Encanis, dormido, empezó a agitarse. Pero Tehlu lo ató con unas cadenas a la rueda, uniendo los eslabones a golpe de martillo y sellándolas hasta que fueron más seguras que cualquier candado.
Entonces Tehlu se apartó, y todos vieron cómo Encanis se rebullía, como si tuviera una pesadilla. Se sacudió y despertó del todo. Encanis tiró de las cadenas, arqueando el cuerpo. Donde el hierro le tocaba los pies, notaba como si le clavaran cuchillos, agujas y clavos; era un dolor punzante como la quemazón del hielo, como la picadura de un centenar de tábanos. Encanis no paraba de sacudirse sobre la rueda y empezó a aullar, porque el hierro lo quemaba, lo mordía y lo congelaba.
Ese sonido era como dulce música para Tehlu. Se tumbó en el suelo junto a la rueda y durmió profundamente, porque estaba muy cansado.
Despertó la noche del décimo día. Encanis seguía encadenado a la rueda, pero ya no bramaba ni forcejeaba como un animal atrapado. Tehlu se agachó y, haciendo un gran esfuerzo, levantó la rueda y la apoyó contra un árbol. En cuanto se acercó a él, Encanis lo maldijo en lenguas que nadie conocía, arañando y mordiendo.
– Tú lo has querido -dijo Tehlu.
Esa noche celebraron una gran fiesta. Tehlu envió a unos hombres a cortar una docena de troncos y les mandó encender una hoguera en el fondo del profundo hoyo que habían cavado.
Los vecinos del pueblo bailaron y cantaron toda la noche alrededor del fuego. Sabían que por fin habían capturado al último y el más peligroso demonio que quedaba en el mundo.
Y toda la noche Encanis colgó de su rueda y los observó, inmóvil como una serpiente.
Al amanecer del undécimo día, Tehlu se acercó a Encanis por tercera y última vez. El demonio parecía feroz y agotado. Estaba amarillento y los huesos se le marcaban bajo la piel. Pero su poder todavía lo rodeaba como un oscuro manto, ocultando su rostro en sombras.
– Encanis -dijo Tehlu-, esta es tu última oportunidad para hablar. Hazlo, porque sé que tienes poder para hacerlo.
– No soy Encanis, señor Tehlu -dijo el demonio con voz lastimera, y todos los que lo oyeron sintieron pena por él. Pero luego se oyó un ruido de hierro al enfriarse, y la rueda resonó como una campana. El cuerpo de Encanis se arqueó, dolorido, al oír aquel ruido, y luego quedó inerte, colgando de las muñecas, mientras se extinguía el zumbido de la rueda.
– Basta de trucos, criatura tenebrosa. No mientas más -dijo Tehlu con severidad; sus ojos eran tan duros y oscuros como el hierro de la rueda.
– ¿Qué quieres, pues? -masculló Encanis. Su voz era áspera como el roce de una piedra contra otra-. ¿Qué? Maldito seas, ¿qué quieres de mí?
– Tu camino es muy corto, Encanis. Pero todavía puedes elegir por qué lado quieres viajar.
Encanis soltó una risotada.
– ¿Me vas a ofrecer la misma elección que le ofreces al ganado? De acuerdo, cruzaré a tu lado del camino, me arrepiento y…
La rueda volvió a sonar produciendo un sonido parecido al largo y grave tañido de una campana. Encanis volvió a tensar el cuerpo contra las cadenas, y su grito agitó la tierra y sacudió las piedras en un radio de un kilómetro.
Cuando se extinguieron los gritos y el sonido de la rueda, Encanis quedó colgando, jadeando y temblando.
– Ya te he advertido que no mintieras -dijo Tehlu, implacable.
– ¡Entonces elijo mi camino! -gritó Encanis-. ¡No me arrepiento! Si pudiera elegir otra vez, solo cambiaría lo rápido que puedo correr. ¡Tu gente es como el ganado del que se alimentan los de mi clase! ¡Así te pudras! Si me concedieras media hora, haría cosas tales que esos malditos campesinos ignorantes enloquecerían de miedo. Me bebería la sangre de sus hijos y me bañaría en las lágrimas de sus mujeres. -Habría seguido hablando, pero no paraba de forcejear y de tirar de las cadenas que lo sujetaban, y le faltaba el aliento.
– Muy bien -dijo Tehlu, y se acercó más a la rueda. Por un instante pareció que fuera a abrazar a Encanis, pero solo estaba asiendo los rayos de hierro de la rueda. Entonces Tehlu levantó la rueda por encima de su cabeza. Con ambos brazos estirados, la llevó hacia el hoyo y arrojó en él a Encanis.
Durante las largas horas de la noche, una docena de troncos habían alimentado el fuego. Las llamas se habían apagado al amanecer, dejando una gruesa capa de brasas que relucían cuando las acariciaba el viento.
La rueda cayó plana en el fondo del hoyo, con Encanis encadenado a ella. Se hundió varios centímetros en las brasas ardientes, y hubo una explosión de chispas y ceniza. Encanis quedó tendido sobre las brasas, sujeto al hierro que se le clavaba y lo quemaba.
Aunque no estaba en contacto directo con el fuego, el calor era tan intenso que la ropa de Encanis se chamuscó y empezó a desmenuzarse sin llegar a prender. El demonio se sacudía y tiraba de las cadenas, y al hacerlo hundía aún más la rueda en las brasas.
Encanis gritaba, porque sabía que el fuego y el hierro mataban a los demonios. Y aunque tenía grandes poderes, estaba encadenado y ardía. Notaba el metal de la rueda calentándose bajo su cuerpo, chamuscándole la piel de los brazos y las piernas. Encanis chillaba, e incluso cuando su piel empezó a desprender humo y a quemarse, su rostro seguía envuelto en una sombra que surgía de él como una lengua de oscuro fuego.
Entonces Encanis se calló, y lo único que se oyó fue el sonido sibilante del sudor y la sangre que goteaban del cuerpo del demonio. Se produjo un largo silencio. Encanis tiró de las cadenas que lo sujetaban a la rueda; parecía que fuera a tirar de ellas hasta que los músculos se le desprendieran del hueso y de los tendones.
Entonces se oyó un fuerte ruido, como una campana al romperse, y uno de los brazos del demonio se soltó de la rueda. Varios eslabones de la cadena, al rojo vivo, salieron despedidos hacia arriba y fueron a parar, humeando, a los pies de la gente que estaba al borde del hoyo. Solo se oyó la súbita y salvaje risa de Encanis, aguda como el ruido del cristal al romperse.
Al poco rato, el demonio soltó la otra mano, pero antes de que pudiera hacer nada más, Tehlu se lanzó al hoyo; cayó con tanta fuerza que hizo resonar el hierro. Tehlu le agarró las manos al demonio y las apretó contra la rueda.
Encanis gritó furioso e incrédulo, pues aunque Tehlu volvía a aprisionarlo contra la rueda, y pese a que notaba la fuerza de Tehlu, mayor que las cadenas que Encanis acababa de romper, vio que Tehlu estaba ardiendo.
– ¡Estás loco! -gritó-. Morirás aquí conmigo. Suéltame y déjame vivir. Suéltame y no te causaré más problemas. -Y la rueda no resonó, porque Encanis estaba asustado de verdad.
– No -dijo Tehlu-. Tu castigo es la muerte. Te lo mereces.
– ¡Estás loco! -seguía gritando Encanis, sin éxito-. ¡Estás ardiendo, vas a morir igual que yo!
– Todo vuelve a las cenizas, así que esta carne también arderá. Pero yo soy Tehlu. Hijo de mí mismo. Padre de mí mismo. Yo estaba antes, y estaré después. Si soy un sacrificio, lo soy únicamente a mí mismo. Y si alguien me necesita y me invoca de la forma correcta, volveré para juzgar y castigar.
Tehlu lo sujetó contra la rueda, y ni los gritos ni las amenazas del demonio lograron apartarlo ni un centímetro. Y así fue como Encanis abandonó este mundo, y con él Tehlu, que era Mend. Ambos ardieron hasta quedar reducidos a cenizas en el hoyo de Atur. Por eso los sacerdotes tehlinos llevan túnicas de color gris. Y por eso sabemos que Tehlu nos cuida, nos vigila y nos protege de…
Trapis interrumpió su relato, porque Jaspin empezó a aullar y a agitarse, tensando las cuerdas que lo sujetaban. Como la historia ya no me mantenía despierto, me fui desvaneciendo lentamente.
Después de aquello, empecé a albergar una sospecha que nunca me abandonó por completo. ¿Era Trapis un sacerdote tehlino? Su túnica estaba sucia y hecha jirones, pero parecía del mismo gris que las túnicas de los tehlinos. Algunos fragmentos de su historia eran torpes e imprecisos, mientras que otros eran solemnes y majestuosos, como si Trapis los recitara tras rescatarlos de una memoria semiolvidada. ¿Serían sermones? ¿Serían lecturas del Libro del camino?
Nunca se lo pregunté. Y aunque pasé por su sótano muchas veces en los meses siguientes, nunca oí a Trapis relatar ninguna otra historia.