Si este relato tiene que ser una especie de libro de hechos, debemos empezar por el principio: aclarando quién soy en realidad. Para eso, debes recordar que, antes que nada, fui miembro del Edena Ruh.
Contrariamente a la creencia popular, no todos los artistas itinerantes son del Ruh. Mi troupe no era un lamentable grupo de actorzuelos folclóricos de esos que cuentan chistes en las encrucijadas por unos peniques o que cantan para ganarse la cena. Nosotros éramos artistas de la corte, vasallos de lord Greyfallow. Nuestra llegada a los pueblos era un acontecimiento mayor que las Fiestas del Solsticio de Invierno y los Juegos del Solsticio de Verano juntos. Nuestra caravana solía componerse de al menos ocho carromatos, y de más de dos docenas de artistas: actores y acróbatas, músicos y prestidigitadores, juglares y bufones. Ellos eran mi familia.
Mi padre era mejor actor y mejor músico que cualquiera a quien hayas visto jamás. Mi madre tenía un don natural para las palabras. Eran ambos atractivos; tenían el cabello castaño oscuro y la risa fácil. Eran Ruh hasta la médula, y en realidad eso es lo único que hace falta decir.
Salvo quizá que mi madre fue noble antes de ser artista. Me contó que mi padre la engatusó con dulce música y dulces palabras para que abandonara «un terrible y deprimente infierno». Yo deduje que se refería a Los Tres Cruces, donde una vez fuimos a visitar a sus parientes cuando yo era muy pequeño. Una sola vez.
Mis padres nunca se casaron; con eso quiero decir que nunca se molestaron en hacer oficial su relación ante ninguna iglesia. Eso no me produce ningún tipo de bochorno. Ellos consideraban que estaban casados y que no había ninguna necesidad de anunciárselo a ningún gobierno ni a Dios. Yo lo respeto. La verdad es que parecían más satisfechos y fieles que muchas parejas oficialmente casadas que he conocido desde entonces.
Nuestro mecenas era el barón Greyfallow; ese nombre nos abría muchas puertas que normalmente les habrían estado cerradas a los Edena Ruh. A cambio, nosotros llevábamos sus colores -el verde y el gris- y acreditábamos su buena reputación allá donde íbamos. Una vez al año, pasábamos dos ciclos en su mansión, actuando para él y para el resto de los habitantes de la casa.
Fue una infancia feliz; puede decirse que crecí en medio de una función sin fin. Mi padre me leía los grandes monólogos en los largos trayectos en carromato de un pueblo a otro. Los recitaba de memoria, y su voz se oía desde más de medio kilómetro de distancia. Recuerdo que yo leía a medida que él recitaba, y que intervenía interpretando los papeles secundarios. Mi padre me animaba a atreverme con pasajes especialmente buenos, y así fue como aprendí a amar las buenas palabras.
Mi madre y yo componíamos canciones. Otras veces mis padres representaban diálogos románticos mientras yo los seguía en los libros. Entonces parecían juegos. Yo no era consciente de la astucia con que mis padres me estaban educando.
Era un niño curioso, preguntón y ávido de conocimiento. Mis maestros eran acróbatas y actores, y es asombroso que no cogiera manía a las lecciones, como les pasa a la mayoría de los niños.
Los caminos eran más seguros que hoy en día, pero, aun así, había gente que viajaba con nuestra troupe porque de ese modo se sentía más segura. Esas personas complementaron mi educación. Adquirí conocimientos rudimentarios del derecho de la Mancomunidad de un abogado itinerante demasiado borracho o demasiado pedante para darse cuenta de que le estaba dando sermones a un niño de ocho años. Aprendí los secretos del bosque de un cazador llamado Laclith que viajó con nosotros casi una estación entera.
Aprendí las sórdidas maquinaciones de la corte real de Modeg de… una cortesana. Como solía decir mi padre: «Al pan, pan y al vino, vino. Pero a una prostituta llámala siempre señora. La vida de las prostitutas es muy dura, y no cuesta nada ser respetuoso con ellas».
Hetera olía a canela, y a los nueve años yo la encontraba fascinante, aunque sin saber exactamente por qué. Ella me enseñó que no debía hacer nada en privado de lo que no quisiera que se hablara en público, y me advirtió del peligro de hablar en sueños.
Y luego vino Abenthy, mi primer maestro de verdad. Él me enseñó más que todos los otros juntos. De no ser por él, no me habría convertido en el hombre que soy hoy.
Te agradecería que no se lo tengas en cuenta, porque él lo hizo con buena intención.
– Tendréis que marcharos de aquí -dijo el alcalde-. Acampad fuera del pueblo y nadie os molestará mientras no provoquéis peleas ni os llevéis nada que no sea vuestro. -Le lanzó una mirada elocuente a mi padre-. Y mañana os vais con viento fresco. Nada de representaciones. No causan más que problemas.
– Tenemos licencia -protestó mi padre sacando una hoja de pergamino doblada del bolsillo interior de la chaqueta-. Es más, pagamos para actuar.
El alcalde negó con la cabeza y ni se molestó en leer nuestro documento de mecenazgo.
– La gente se alborota -dijo, vehemente-. La última vez hubo una pelea de mil demonios durante la función. Demasiado alcohol y demasiada excitación. La gente arrancó las puertas de la taberna y destrozó las mesas. Ese local es municipal. El ayuntamiento tiene que hacerse cargo de las reparaciones.
Nuestros carromatos ya habían empezado a despertar curiosidad. Trip estaba haciendo malabarismos. Marión y su esposa estaban montando un espectáculo de marionetas improvisado.
Yo observaba a mi padre desde la parte de atrás de nuestro carromato.
– No es nuestra intención ofenderlos ni ofender a su mecenas -prosiguió el alcalde-. Pero el pueblo no puede permitirse otra noche como aquella. Como gesto de buena voluntad, estoy dispuesto a ofrecerles un cobre a cada uno, pongamos veinte peniques, si siguen su camino y nos dejan tranquilos.
Me gustaría aclarar que veinte peniques quizá fuera un buen pellizco para una troupe de pacotilla que viviera de forma precaria. Pero para nosotros esa cifra era sencillamente insultante. El alcalde debería habernos ofrecido cuarenta peniques por actuar una sola noche; además, debería habernos garantizado el uso de la taberna, una buena comida y camas en la posada. Las camas las habríamos rechazado educadamente, pues seguro que estaban llenas de piojos y las de nuestros carromatos, no.
Si mi padre estaba sorprendido u ofendido, no se le notó.
– ¡Recoged! -gritó por encima del hombro.
Trip se guardó las bolas de malabarista en varios bolsillos sin siquiera un floreo. Hubo un coro de decepción por parte de varias docenas de vecinos cuando, de repente, las marionetas se quedaron quietas y regresaron a sus baúles. El alcalde, aliviado, sacó su bolsa de dinero y extrajo dos peniques de plata.
– Informaré al barón de su generosidad -dijo mi padre con circunspección cuando el alcalde le puso las monedas en la mano.
El alcalde se quedó petrificado.
– ¿Al barón?
– Al barón Greyfallow. -Mi padre hizo una pausa y buscó una muestra de reconocimiento en el rostro del alcalde-. El señor de las Marismas Orientales, de Hudumbran junto al Thiren y de los montes Wydeconte. -Mi padre miró de un extremo a otro del horizonte-. Porque todavía estamos en los montes Wydeconte, ¿verdad?
– Sí -confirmó el alcalde-. Pero el señor Semelan…
– ¡Ah! ¿Estamos en el feudo de Semelan? -exclamó mi padre mirando alrededor como si hasta entonces no se hubiera ubicado-. ¿Un caballero delgado, con barbita? -Se acarició la barbilla con los dedos. El alcalde asintió, perplejo-. Un tipo encantador, con una voz preciosa. Lo conocimos el año pasado, por las Fiestas del Solsticio de Invierno, cuando estuvimos alojados en la mansión del barón.
– Ah, claro. -El alcalde hizo una pausa elocuente-. ¿Me permite ver su licencia?
Vi cómo el alcalde leía el documento. Le llevó un buen rato, porque mi padre no se había molestado en mencionar la mayoría de los títulos del barón, tales como vizconde de Montrone y señor de Trelliston. La clave del asunto era la siguiente: era verdad que Semelan controlaba aquel pequeño pueblo y todas las tierras circundantes, pero Semelan le debía fidelidad a Greyfallow. Más concretamente, Greyfallow era el capitán del barco, y Semelan fregaba la cubierta y le hacía el saludo.
El alcalde dobló la hoja de pergamino y se la devolvió a mi padre.
– Entiendo -dijo.
Eso fue todo. Recuerdo que me quedé estupefacto al ver que el alcalde no se disculpaba ni le ofrecía más dinero a mi padre.
Mi padre también hizo una pausa, y luego continuó:
– El pueblo está dentro de su jurisdicción, señor. Pero nosotros actuaremos de todas formas, ya sea aquí o fuera de los límites del municipio.
– No pueden utilizar la taberna -dijo el alcalde con firmeza-. No quiero que vuelvan a destrozarla.
– Podemos actuar aquí mismo -dijo mi padre señalando la plaza del mercado-. Hay espacio suficiente, y así la gente no tendrá que salir de la ciudad.
El alcalde vaciló; yo no podía creerlo. A veces, cuando el local público de un pueblo era demasiado pequeño, actuábamos en la plaza. Dos de nuestros carromatos podían convertirse en escenario en caso de necesidad. Pero podía contar con los dedos de las manos las veces que, en mis once años de vida, nos habían obligado a actuar en la plaza. Y nunca habíamos actuado fuera de los límites de un pueblo.
Pero al final el alcalde cedió: asintió y le hizo señas a mi padre para que se le acercara más. Salí con sigilo de la parte de atrás del carromato y me acerqué lo suficiente para oír el final de su conversación:
– … gente temerosa de Dios por estos lares. Nada vulgar ni herético. Con la última troupe que pasó por aquí tuvimos graves problemas: hubo dos peleas, gente que perdió su colada, y una de las hijas de los Branston se quedó en estado.
Me sentí ultrajado. Esperé a que mi padre le mostrara al alcalde su dominio de la ironía, y que le explicara la diferencia entre los artistillos itinerantes y los Edena Ruh. Nosotros no robábamos. No dejábamos que las cosas se descontrolaran tanto como para que una pandilla de borrachos destrozaran el local donde actuábamos.
Sin embargo, mi padre se limitó a asentir y volver hacia nuestro carromato. Le hizo señas a Trip para que siguiera haciendo malabarismos. Volvieron a sacar las marionetas de los baúles.
Mi padre rodeó el carromato y me vio de pie, medio escondido junto a los caballos.
– Por la cara que pones, supongo que habrás oído toda la conversación -dijo con una sonrisa irónica-. No se lo tengas en cuenta, hijo mío. No destaca por su elegancia, pero sí por su sinceridad. Solo ha dicho en voz alta lo que otros piensan y callan. ¿Por qué crees que os hago ir a todos por parejas cuando actuamos en ciudades más grandes?
Yo sabía que mi padre tenía razón. Sin embargo, era un trago amargo para un niño de mi edad.
– Veinte peniques -dije en tono mordaz-. Es como si nos ofreciera limosna.
Eso era lo más difícil de crecer en el Edena Ruh. Somos extraños en todas partes. Mucha gente nos ve como vagabundos y mendigos, mientras que otros nos comparan con ladrones, herejes y prostitutas. Es duro que te acusen injustamente, pero aún es peor cuando los que te miran con desprecio son unos zoquetes que jamás han leído un libro ni han ido a ningún sitio que esté a más de treinta kilómetros de su pueblo natal.
Mi padre rió y me alborotó el cabello.
– Deberías sentir lástima por él, hijo. Mañana nos iremos, pero él tendrá que convivir consigo mismo hasta el día de su muerte.
– Es un ignorante y un cretino -dije con amargura.
Mi padre me puso una mano firme en el hombro para darme a entender que ya había hablado suficiente.
– Supongo que eso nos pasa por acercarnos demasiado a Atur. Mañana nos dirigiremos hacia el sur: allí hay verdes pastos, gente más amable y mujeres más hermosas. -Ahuecó una mano alrededor de una oreja, se inclinó hacia el carromato y me hincó un codo en las costillas.
– Lo estoy oyendo todo -dijo mi madre con voz dulce desde el interior. Mi padre sonrió y me guiñó un ojo.
– Bueno, ¿qué obra vamos a representar? -pregunté a mi padre-. Nada vulgar, por supuesto. La gente de por aquí es muy temerosa de Dios.
Me miró.
– ¿Qué te gustaría?
Lo pensé largo rato.
– Yo representaría algo del ciclo Campo Luminoso. La forja del camino o algo por el estilo.
Mi padre hizo una mueca.
– No es una obra muy buena.
Me encogí de hombros.
– No lo van a notar. Además, habla todo el rato de Tehlu, así que nadie podrá quejarse de que sea vulgar. -Miré al cielo-. Solo espero que no se ponga a llover en medio de la función.
Mi padre también miró las nubes.
– Lloverá. Pero hay cosas peores que actuar bajo la lluvia.
– ¿Como actuar bajo la lluvia y que te timen? -pregunté.
El alcalde vino hacia nosotros; caminaba tan aprisa como se lo permitían las piernas. Tenía la frente perlada de sudor y resoplaba un poco, como si hubiera recorrido una larga distancia.
– He estado hablando con unos miembros del ayuntamiento y hemos decidido que, si lo preferís, podéis utilizar la taberna.
Empleando con maestría el lenguaje no verbal, mi padre dejó clarísimo que estaba ofendido, pero que era demasiado educado para manifestarlo.
– De verdad que no quisiera causarle…
– No, no. No es ninguna molestia. Es más, insisto.
– Muy bien. Si insiste usted…
El alcalde sonrió y se marchó apresuradamente.
– Bueno, eso está un poco mejor -dijo mi padre dando un suspiro-. De momento no tendremos que apretarnos el cinturón.
– Medio penique por cabeza. Eso es. Los que no tengan cabeza entran gratis. Gracias, señor.
Trip se ocupaba de la entrada y se aseguraba de que todo el mundo pagara para ver la obra.
– Medio penique por cabeza. Aunque a juzgar por el rosado brillo de sus mejillas, señora, debería cobrarle por una cabeza y media. Pero eso no es asunto mío…
Trip era el miembro de la troupe con más labia, y eso lo convertía en el candidato idóneo para la tarea de asegurarse de que nadie entrara sin pagar. Era imposible engatusarlo o acobardarlo. Con su variopinto traje de bufón, verde y gris, Trip podía decir casi lo que quisiera y salir airoso.
– Hola, mami. El pequeño no paga, pero si se pone a llorar, será mejor que le des el pecho o te lo lleves afuera. -Trip no callaba ni un momento-. Eso es, medio penique. Sí, señor, las cabezas huecas también pagan.
Aunque siempre era divertido ver trabajar a Trip, yo estaba distraído mirando un carromato que había entrado por el otro extremo del pueblo hacía cerca de un cuarto de hora. El alcalde había discutido con el anciano que lo conducía y se había marchado como un vendaval. Vi que el alcalde volvía al carromato acompañado de un individuo alto y provisto de un largo garrote; si no me equivocaba, debía de ser el alguacil.
Me venció la curiosidad y me dirigí hacia el carromato, procurando que no me vieran. El alcalde y el anciano volvían a discutir cuando me acerqué lo suficiente para oírlos. El alguacil estaba a escasa distancia, con cara de irritación y nerviosismo.
– … dicho que no tengo licencia. No necesito licencia. ¿Los vendedores ambulantes necesitan licencia? ¿Los caldereros necesitan licencia?
– Usted no es calderero -argumentó el alcalde-. No intente hacerse pasar por lo que no es.
– No intento hacerme pasar por nada -le espetó el anciano-. Soy calderero y vendedor ambulante, y más que eso. Soy arcanista, pedazo de idiota.
– Con más razón -dijo el alcalde, obstinado-. Por aquí somos temerosos de Dios. No queremos saber nada de gente que tontea con cosas oscuras que es mejor dejar en paz. Los de su clase solo causan problemas.
– ¿Los de mi clase? -repitió el anciano-. ¿Qué sabe usted de los de mi clase? Seguramente, hace cincuenta años que no pasa ningún arcanista por aquí.
– Y nos gusta que sea así. Dé media vuelta y márchese por donde ha venido.
– ¡Y un cuerno! No pienso pasar la noche bajo la lluvia por culpa de un cazurro como usted -dijo el anciano, muy acalorado-. No necesito su permiso para alquilar una habitación ni para hacer negocios en la calle. Y ahora, déjeme en paz o comprobará de primera mano el tipo de problemas que podemos causar los de mi clase.
El miedo pasó fugazmente por el semblante del alcalde, pero la indignación lo sustituyó rápidamente. Le hizo una seña al alguacil y dijo:
– En ese caso, pasará la noche en el calabozo por vagancia y conducta amenazadora. Lo soltaremos por la mañana, si es que ha aprendido a dominar su lengua. -El alguacil fue hacia el carromato con el garrote al lado del cuerpo.
Sin moverse de donde estaba, el anciano levantó una mano. Una intensa luz roja surgió de las esquinas delanteras de su carromato.
– Ya hay suficiente -dijo en tono amenazador-. Si no, las cosas podrían ponerse feas.
Tras un momento de sorpresa, comprendí que esa extraña luz provenía de un par de lámparas simpáticas que el anciano había instalado en su carromato. Yo había visto esas lámparas en la biblioteca de lord Greyfallow. Daban una luz más intensa que las de gas, y más firme que la de las velas o las lámparas de aceite, y duraban casi eternamente. Además eran carísimas. Habría apostado a que en aquel pueblo nadie había oído hablar de ellas ni las había visto jamás.
El alguacil se paró en seco cuando la luz empezó a intensificarse. Pero como no parecía que pasara nada, apretó la mandíbula y siguió andando hacia el carromato.
El rostro del anciano denotaba nerviosismo.
– Espere un momento -dijo al mismo tiempo que la luz roja del carromato empezaba a apagarse-. No me gustaría que…
– Cierra el pico, viejo charlatán -le cortó el alguacil. Agarró al arcanista por el brazo como si metiera la mano en un horno. Como no pasó nada, se sonrió y se sintió más seguro de sí mismo-. Si es necesario, estoy dispuesto a darte una buena tunda para que no hagas más brujerías de esas.
– Así se hace, Tom -terció el alcalde, que rebosaba de alivio-. Llévatelo, y ya enviaremos a alguien a buscar el carromato.
El alguacil sonrió y le retorció el brazo al anciano. El arcanista se dobló por la cintura y, dolorido, dejó escapar un grito ahogado.
Agazapado en una esquina, vi que la expresión del anciano pasaba del nerviosismo al dolor y a la rabia en solo un segundo. Y le vi mover los labios.
Una violenta ráfaga de viento surgió de la nada, como si de pronto, sin previo aviso, hubiera estallado una tormenta. El viento sacudió el carromato del anciano, que se levantó sobre dos ruedas para luego caer de golpe sobre las cuatro. El alguacil se tambaleó y cayó al suelo, como si lo hubiera derribado la mano de Dios. Incluso donde yo estaba escondido, casi a diez metros de distancia, el viento era tan fuerte que tuve que dar un paso adelante, como si me hubieran empujado bruscamente por la espalda.
– ¡Fuera de aquí! -chilló, furioso, el anciano-. ¡No me atormentes más! ¡Le prenderé fuego a tu sangre y te invadirá un miedo frío como el hielo y duro como el hierro! -Esas palabras me resultaron vagamente familiares, pero no sabía de qué me sonaban.
El alcalde y el alguacil se dieron la vuelta y echaron a correr, con los ojos abiertos y enloquecidos como caballos espantados.
El viento cesó con la misma rapidez con que había empezado a soplar. La ráfaga no debió de durar más de cinco segundos. Como la mayoría de los vecinos se habían congregado frente a la taberna, no creí que nadie lo hubiera visto excepto yo, el alcalde, el alguacil y los asnos del anciano, que estaban completamente quietos e imperturbables en sus aparejos.
– Dejad este lugar limpio de vuestra repugnante presencia -masculló el arcanista mientras los veía marchar-. Por el poder de mi nombre ordeno que así sea.
Entonces comprendí por qué sus palabras me resultaban tan familiares: el anciano estaba recitando unos versos de la escena del exorcismo de Daeonica. Poca gente conocía esa obra.
El anciano se volvió hacia su carromato y empezó a improvisar:
– Os convertiré en mantequilla en un día de verano. Os convertiré en poetas con alma de sacerdotes. Os llenaré de crema de limón y os arrojaré por una ventana. -Escupió en el suelo-. Cabrones.
Se le fue pasando el enfado, y dio un hondo y cansado suspiro.
– Bueno, podría haber sido mucho peor -murmuró mientras se frotaba el hombro del brazo que el alguacil le había retorcido-. ¿Creéis que volverán con una turba detrás?
Al principio pensé que el anciano me lo decía a mí, pero entonces me percaté de que estaba hablando con sus asnos.
– Yo tampoco -les dijo-. Pero ya me he equivocado otras veces. Quedémonos cerca de los límites del pueblo y echémosle un vistazo a la avena que nos queda, ¿de acuerdo?
Subió al carromato por la parte de atrás y reapareció un momento más tarde con un gran cubo y un saco de arpillera casi vacío. Vació el saco en el cubo, y el resultado pareció desanimarlo. Separó un puñado de avena para él antes de acercarles el cubo a los asnos con el pie.
– No me miréis así -les dijo-. Las raciones son escasas para todos. Además, vosotros podéis pastar. -Acarició a uno de los animales mientras se comía su puñado de avena, parando de vez en cuando para escupir una cascara.
Ver a aquel anciano tan solo en el camino, sin nadie con quien hablar sino sus asnos, me produjo una honda tristeza. La vida también era dura para los Edena Ruh, pero al menos nosotros siempre teníamos compañía. Aquel hombre, en cambio, no tenía a nadie.
– Nos hemos alejado demasiado de la civilización, chicos. Los que me necesitan no confían en mí, y los que confían en mí no pueden pagarme. -El anciano miró en el interior de su bolsa de dinero con los ojos entrecerrados-. Tenemos un penique y medio, de modo que nuestras opciones son limitadas. ¿Qué queremos, mojarnos esta noche o pasar hambre mañana? No vamos a trabajar, así que seguramente será o una cosa o la otra.
Asomé la cabeza hasta alcanzar a ver lo que estaba escrito en el costado del carromato del anciano:
Abenthy: arcanista sublime
Escribano. Zahori. Boticario. Dentista.
Artículos insólitos. Curo todo tipo de dolencias.
Encuentro objetos perdidos. Reparo de todo. Horóscopos no. Filtros de amor no. Felonías no.
Abenthy me vio en cuanto asomé la cabeza desde mi escondite.
– Hola. ¿Puedo ayudarte en algo?
– ¿Puedo comprarle algo con un penique?
El anciano parecía debatirse entre la curiosidad y el regocijo.
– ¿Qué necesitas?
– Un poco de lacillium. -Habíamos representado Farien el Rubio una docena de veces en el último mes, y mi joven imaginación se había llenado de intrigas y asesinatos.
– ¿Temes que te envenenen? -inquirió él con cierto asombro.
– No, no es eso. Pero me parece que si esperas hasta el momento en que sabes que necesitas un antídoto, seguramente ya es demasiado tarde para buscarlo.
– Creo que puedo venderte un penique de lacillium -dijo-. Equivaldrá a una dosis para una persona de tu tamaño. Pero es un producto peligroso. Solo cura ciertos venenos. Si lo tomas equivocadamente, puede hacerte daño.
– Ahí va -dije-. Eso no lo sabía. -En la obra lo ofrecían como panacea infalible.
Abenthy se dio unos golpecitos en los labios con un dedo, pensativo.
– Mientras tanto, ¿puedes contestarme una pregunta? -Asentí-. ¿De quién es esa troupe?
– Mía, en cierto modo -respondí-. Pero por otra parte es de mi padre, porque él dirige el espectáculo y señala el camino por donde tienen que ir los carromatos. Pero también es del barón Greyfallow, porque él es nuestro mecenas. Somos vasallos de lord Greyfallow.
El anciano me miró, risueño.
– He oído hablar de vosotros. Sois una buena troupe. Con muy buena reputación.
Asentí, pues me pareció absurdo aparentar modestia.
– ¿Crees que a tu padre podría interesarle un poco de ayuda? -me preguntó-. No soy un gran actor, pero podría serle útil. Podría prepararos maquillaje y carmín sin plomo, mercurio ni arsénico. También sé hacer luces: rápidas, limpias y brillantes. De diferentes colores, si queréis.
No tuve que pensármelo mucho: las velas eran caras y vulnerables a las corrientes de aire, y las antorchas eran sucias y peligrosas. Y todos los miembros de la troupe aprendían los peligros de los cosméticos a edad muy temprana. Resultaba difícil convertirse en un artista anciano y experimentado si cada tres días te pintabas con veneno y acababas loco de atar antes de haber cumplido veinticinco años.
– Quizá me esté precipitando -dije tendiéndole una mano para que me la estrechara-, pero permítame ser el primero en darle la bienvenida a la troupe.
Si esto tiene que ser un relato completo y sincero de mi vida y de mis actos, creo que debería mencionar que los motivos que me llevaron a invitar a Ben a entrar en nuestra troupe no eran del todo altruistas. Es cierto que los cosméticos y las luces de calidad eran cosas de las que la troupe podía beneficiarse. También es cierto que había sentido lástima por aquel anciano al imaginármelo tan solo por aquellos caminos.
Pero sobre todo sentía curiosidad. Había visto a Abenthy hacer algo que yo no podía explicar, algo extraño y maravilloso. No me refiero a lo de las lámparas simpáticas; sabía muy bien que eso solo era teatro, un truco para impresionar a los pueblerinos ignorantes.
Pero lo que había hecho después era diferente. Había llamado al viento, y el viento había acudido. Eso era magia, magia de la de verdad. La clase de magia de la que yo había oído hablar en las historias sobre Táborlin el Grande. La clase de magia en que no creía desde que tenía seis años. Ya no sabía qué creer.
Así que lo invité a unirse a nuestra troupe, con la esperanza de encontrar respuestas a mis preguntas. Aunque entonces no lo sabía, yo estaba buscando el nombre del viento.